sábado, 25 de agosto de 2007

LA TIRA (cuento)


Otro cuento de la saga.

Nicolás G. Recoaro


La tira

Para Andrés G. Recoaro

Era el segundo recreo y los pendejos salieron corriendo para el patio cubierto. Colegio religiosos, clase media alta, medio pelo para las antiguas familias tradicionales, que alguna vez, mandaron a sus nenes bien a aprender álgebra o a recitar el Credo de memoria. Las maestras charlaban de los cortes en las calles, mientras los pibes corrían bajo el mástil. Alta en el cielo, la bandera flameaba esa mañana gris de julio.
El patio era antiquísimo, con baldosas negras y blancas que formaban el escudo de la institución como un gran bonete. En las escaleras que iban a la secundaria, una mocosa de nueve años mensajeaba a su mamá: “olvid mapa traeme”. En uno de los finos bancos de madera que reposaban junto a los baños, los de 4ºA se amontonaban frente a los mellizos Flautas. Las figuritas del torneo Clausura pasaban de mano en mano.
- Late, late, late.....esa nola, dijo Lautaro -el más petiso de los mellizos-, mientras un compañero de quinto le agitaba la figurita del Murciélago Graciani sobre su rostro.
-Esa te va a costar caro -replicó el “Gigante” Gutiérrez.
-Decime cuanto Gutiérrez -dijo Lautaro-. Te doy la del Pirata Zsornomas y una yapita.
La pequeña mano del pendejo se introdujo en el bolsillo derecho del delantal gris oscuro. El petiso peló una tira de caramelos, esos ácidos de colores, con el polvito blanco que se disuelve sobre la lengua cuando la saliva absorbe hasta la última partícula de glucosa. Como un viejo reloj de bolsillo, la tira flotaba en zigzag, hipnotizando los ojos del Gigante
Gutiérrez lo pensó unos segundos, quería demostrar serenidad ante el reto del mellizo.
-Dame hasta el próximo recreo. Sino, curtite.

Los Flautas eran hijos postmodernos. El fin de semana lo habían pasado con el padre. Aunque odiaban la falsedad de su viejo, era preferible a los letargos en la casa de la abuela Noemí. La vieja de los mellizos se había ido a pasar unas minivacaciones con su nuevo novio a Cariló.
El padre, Roberto Flautas, arquitecto de poca monta, era de esos hombres modernos que cuidan hasta el último detalle de su aspecto siguiendo los consejos de las revistas Hombres o GABO, pero que piensan que de darles un gramo de atención a sus hijos, éstos se harían maricones. Para ello, internar a los pendejos en una maratón de cine y comida delivery en el living de su paqueta casa, de Ciudadela SOHO, era la alternativa más saludable para evitar cualquier problema con su ex mujer.
Pasaron por el Blockbuster y alquilaron una docena de películas. “Mejor tenerlos frente a la tele las 24 horas que jodiéndome el sábado a la noche y el domingo”, pensó el progenitor. Les llevó Sherk, Buscando a Nemo I y II, una compilación de Astroboy y otras películas infantiles que los mellizos encontraron en la góndola “Chicos” del video club.
El Petiso y su hermano recularon sobre el living de la casa y pasaron mañana, tarde y noche, full time, mirando cuanta mierda ingería la videocasetera. Las horas pasaron y los ojos de los mellizos reconocían cada uno de los 1450 píxeles que dibujaban las siluetas sobre la pantalla del televisor digital comprado en Ciudad del Este, pero quedaba más. Era domingo a la noche y papá estaba repasando la jornada de fútbol en la tele de su cuarto. El petiso tomó el cassete que decía Pulp Fiction y lo puso. ¿Qué iba a pasar? Después de tanta mierda de Disney y Miramax, un poco de lenguaje adulto les iba a venir bien. Cuando el viejo los mandó a dormir, escuchó algo de Honey Bunney y unos disparos. “Cuan violentas vienen las de dibujitos de ahora”, pensó el viejo mientras se cepillaba los dientas.
Mamá los recogió el lunes por la tarde y les hizo dibujar los mapas para la clase de biomas del martes. El nuevo novio de mamá, instalado en la antigua casa en la que alguna vez los mellizos fueron engendrados, pasó la noche hablando por teléfono con un tal Eduardo. El Conejo, como lo llamaba mamá, sudaba y empapaba su camisa con unas gotitas brillantes que le caían desde la cabeza y los sobacos. Se lo notaba nervioso. Decía que el tal Eduardo no permitía hacer una entrega en Lomas de Zamora. También habló con unos negritos, como los llamaba una vez que cortaba el celular, que esperaban para hacer una cosa llamada transa, en un lejano lugar llamado Camino de Cintura.
Cuando el viejo reloj a cuerda del abuelo Benito dio las doce, Mamá llevó a los mellizos a sus camas. El petiso pegó los mapas en la carpeta forrada con papel araña azul, y dio un salto sobre los elásticos del somier. Su hermano apoyó la cabeza en la almohada y quedó frito a los pocos segundos. Los gritos del Conejo no dejaban dormir a Lautaro. Dió vueltas entre las sábanas mientras se forzaba a cerrar los ojos. La imagen de Bruce Willys vino a su cabeza. “¿Por qué la vieja no se levanta a un boxeador?”, se preguntó al escuchar los llantos de mamá. Los ruidos desde el living le dieron la respuesta. Seguramente por la mañana, mamá taparía los golpes en su cara con un poco de hielo y maquillaje importado.

Ahora, los mellizos estaban en el patio haciendo la cola del kiosco de la vieja Esther para comprar esa golosina que habían visto en la tanda publicitaria del Cartoon Network La tiras FIZZ colgaban en uno de los estantes del fondo, casi no tenía salida, ya había pasado su momento de gloria de las décadas del ochenta y el noventa.
Repartieron la mitad para cada uno. El Petiso, con los dientes de leche, rompió el plástico para encontrar el caramelo ácido color violeta. Lo puso en su mano para lanzarlo al aire y comerlo de un bocado, pero en ese instante, un empujón del Gigante Gutiérrez provocó el temblor. El caramelo voló los 70 centímetros que lo separaban del suelo. Tac, ruido seco. “Siempre el mismo pelotudo”, pensó el Petiso. Gutiérrez preguntó si pasaba algo y los mellizos hicieron como si el viento les silbaba al oído. El polvito blanco se esparció como harina sobre los zapatos de los hermanos. Gutiérrez rió y siguió corriendo hacia el mástil. La bandera, alta y serena, brillaba en el cielo cubierto de pequeñas nubes grises.
Al ver el polvo, El petiso esbozó una sonrisa cínica, quizás, de algún galán de Hollywood. Casó la tira y se llevó a su hermano para el baño. Rompieron los caramelos y esparcieron el polvito blanco sobre el mármol del lavamanos.
-Andate al aula y traeme tu cartuchera –dijo el petiso. De paso, decile a Gutiérrez que se venga, lo voy a desafiar a ese conchudo – le pidió Lautaro a su hermano. Avisale que le voy a dar la yapa.
Gutiérrez vino solo, como suelen enfrentarse los hombres a su destino.
-Decime que querés o te rompo la cara pendejito, saludó el Gigante al cruzar la puerta del biorzi.
-Quería desafiarte. Lo vi en una película. Quien aspira más, gana.
El petiso mostró las armas: el tuvo vacío de una BIC color azul y el polvito blanco del caramelo. Cuando uno es pendejo hace boludeces. Quizás el orgullo o la inconciencia. Gutiérrez era de los primeros. Un pendejo lo desafiaba, ¿Cómo se iba a negar?
El Gigante tenía un resfrío de la ostia. El polvito ingresó por el orificio nasal derecho. El Gigante respiró en seco y se miró al espejo. Quedó duro. Su cara roja lo hizo retroceder. “Me quema”, gritó Gutiérrez, mientras un hilito blanco le caía de la nariz. Era la mezcla de bicarbonato y moco líquido. Empezaba un dolor de cabeza digno de tumor cerebral para el Gigante. Cayó al instante. Los gritos alarmaron a los que estaban vigilando el patio.
Cuando llegaron los tipos del servicio de emergencia, el Petiso esperaba en la puerta de Dirección. Todavía guardaba la sonrisa cínica entre dientes cuando era retado por la hermana superiora.
-Pendejo de mierda, ahora vas a ver cuando se enteren tus padres, gritaba furiosa la religiosa. Con esto te ganaste el infierno, monstruo.
Lautaro bajó su cabeza y cerró los ojos. De repente le dieron como ganas de estar en otro lugar, quizás en el living de su casa, viendo dibujos animados. La imagen del Gigante desmayado le hacía recordar a Uma Thurman en la película, dada vuelta de cocaína en el sofá del dealer. La tira de Fizz chamuscada le sobresalía del bolsillo del pantalón.
Cuando pasó por el patio para ser retirado por su mamá, el Petiso elevó la vista. Alta en el cielo, la bandera flameaba bajo el cielo celeste, dos nubes blancas flotaban en el sur.


Barracas, 14 de Octubre de 2005.

MUJERES CREANDO


MUJERES CREANDO

Por: García Recoaro – Spinetti - Ledo

Es una antigua casa paceña, pintada en un rabioso color fucsia. Tres mujeres conversan sentadas sobre los escalones de ingreso. La música que llega del interior de la casa me remonta a un cabaret francés de la década del veinte. Bienvenidos a “Virgen de los deseos”, la casa cultural y bar creado por el colectivo anarco-feministas Mujeres Creando (MC), en 2005.
Desde hace 14 años, el movimiento social boliviano MC utiliza su creatividad e ingenio para, entre otras cosas, luchar contra las desigualdades de género, incluso dentro de los movimientos sociales, a los que invitan muchas veces a revisar sus propias dinámicas internas y redes de solidaridad. Además, desde hace varios años, editan el periódico Mujer Pública, editan libros de poesía y sexualidad; hicieron exitosos y controvertidos programas de televisión. A su vez, crearon una estructura económica en donde se dan cita iniciativas productivas llevadas a cabo por mujeres, que resultan en que cada grupo asume la responsabilidad de autoabastecimiento y del aporte y del aporte a la casa a partir del trabajo manual, intelectual y creativo. Pero más que nada, lograron ser conocidas y reconocidas por salir a la calle: ocupando, pintando e instalando sus denuncias y consignas; sin dudar en pedir justicia por las víctimas de de los disturbios de octubre de 2003 o ser escudo humano en las continuas luchas hacia conquistas civiles.
Julieta Ojeda, coordinadora y militante del colectivo, invita un mate de coca para comenzar la charla.

- Pese al rol protagónico de la mujer dentro y fuera de los movimientos sociales ¿A qué atribuís el machismo que reina en la sociedad boliviana?
- La mujer cumple un rol económico, administrativo y afectivo muy fuerte dentro de la familia boliviana. Es cada vez más común ver el rol de sostén familiar sobre las espaldas de las mujeres. Con la desregulación y el desempleo se da esta situación. La mujer cumple un sostén súper importante en la economía boliviana, pero a la hora de las decisiones, el varón es quien siempre se impone.
-¿Por qué se da esto?
-Creo que por una especie de machismo que se reproduce dentro de la familia, y también se ve claramente su reproducción en las organizaciones sociales. La mujer lo apoya y se hace parte de esa lógica. Nosotras como feministas creemos en la autonomía, y no en el separatismo. La autonomía implica una propia palabra, una organización donde todos podamos tomar decisiones. Queremos que exista un sujeto mujeres, que pueda interlocutar con otras organizaciones, con los movimientos sociales o con el Estado. No existe, actualmente, ese sujeto mujeres. Nosotras bregamos por su existencia en todas las organizaciones sociales. Hay experiencias de “Trabajadoras del hogar” o “Trabajadoras sexuales”, integradas en su totalidad por mujeres, que debieron esperar años para ser reconocidas por la Central Obrera Bolivia (COB), porque supuestamente no eran trabajadoras. Y aunque lograron el reconocimiento, a la hora de tomar decisiones, jamás son llamadas o tenidas en cuenta. Las mujeres campesinas también se supeditan a las órdenes y el caudillismo de los varones. No se plantea jamás una independencia ideológica y política de la mujer.
-¿Qué soñás para Bolivia?
-Sueño una sociedad que no dependa del Imperio, un pueblo que decida su país. En eso, a las feministas nos toca seguir peleando. Hemos abierto el espacio y vamos a sostener nuestro lugar y nuestra autonomía. Debemos luchar para que la mujer gane espacios en los movimientos y en la sociedad toda. Sueño un país desprejuiciado, donde todos podamos vernos, los unos a los otros, y reconocernos y respetarnos en las diferencias.

lunes, 13 de agosto de 2007

Potosí 2007


Cerro Potosí, el monstruo resucita

Desde Potosí: Nicolás G. Recoaro - En diario Renacer: www.renacerbol.com.ar

Son las siete de la mañana y cientos de mineros esperan encontrar un lugar en los camiones que se estacionan sobre El Surco. El frío es durísimo a ésta hora de la mañana, el termómetro debe marcar menos cero y los charcos congelados sobre la ruta dejan vestigios de la helada nocturna.”Hay que estarse antes para encontrar campo en las movilidades, somos hartos mineros los que queremos subir a trabajar”, me explica Jorge Flores, un minero novato que ya lleva cuatro meses bajando a los socavones potosinos. Jorge es uno de los cientos de migrantes paceños y orureños que han llegado en los últimos tiempos a la ciudad, para conseguir trabajo en la mina. “Es que en Bolivia hay harto problema de trabajo y aquí el jornal se paga el doble que en La Paz”, me cuenta Jorge antes de saltar sobre el acoplado de una camioneta que lo llevará a su trabajo en la mina La Plata.
Potosí vive por estos días su segundo auge minero. La suba en los precios internacionales del zinc y el estaño (ya de la famosa plata ni se habla) produjo una fuerte reactivación en las principales empresas mineras que explotan el legendario Cerro Rico. “La ciudad vive un incremento de su actividad económica del orden del 12 % anual”, reflexiona el licenciado Ricardo González Alba, Oficial Mayor de Desarrollo Económico de la Municipalidad de Potosí, desde su oficina ubicada en el histórico campanario de la Compañía de Jesús, en pleno centro potosino. “Los jornales son de casi el doble que en cualquier otro departamento. Un perforador puede llegar a ganar más de 400 bolivianos por día”, explica González Alba. Las cifras se multiplican o triplican si hablamos de los verdaderos dueños de las minas y la inflación de la ciudad también. “Usted puede ver autos importados mejores que en Santa Cruz”, me explica Iván, un vendedor de encendedores del centro potosino. Las 4x4 de la aristocracia minera surcan la ex Villa Imperial, la ostentación de las Iglesias, los lupanares y calles bañadas de plata de la época de la conquista parecen metamorfosearse en estos tiempos de autos y DVD´s japoneses.
Sin embargo, las condiciones de trabajo y seguridad de los trabajadores mineros no han mejorado en lo más mínimo. Los camiones anuncian su partida con bocinazos y se pierden en las rutas que ascienden a las diferentes minas. La exuberancia del Cerro Rico asusta hasta al más valiente. Los mineros cargan su equipo y se preparan para ingresar al vientre del cerro. Miro la montaña e imagino los miles de mineros escarbando las entrañas de la montaña. La procesión va por dentro, dice el dicho popular; las penas se dibujan en las caras de miles de hombres que no tienen la certeza si ese día van a retornar a sus hogares. “Tengo 42 años de minero. Es mucho sufrimiento el trabajo en la mina. Hay que tener riesgo y cuidado, por los accidentes. Los carros y la dinamita, harto peligroso es el trabajo. Hay que matarse para que los hijos y las wuawuas estudien”, me cuenta Juan Condori, un minero de arrugas tatuadas en el rostro y gorrito del Che Guevara.
En el mercado del Calvario, centro neurálgico de las compras mineras, María vende jugos de quinua y manzana como desayuno vitamínico para los trabajadores del cerro. Las bolsas con coca provenientes de las Yungas y El Chapare se acumulan en varios puestitos del mercado. “La bolsita a tres bolivianos, el cigarro a un pesito y alcohol a tres”, explica Hortensia, una casera con más de treinta años de experiencia como vendedora. “Se vende harto más que hace unos años. El minero tiene buen jornal”, me dice antes de convidarme con un cigarrito que combina tabaco con anís. A pocos metros, en la puerta de un local, varios turistas extranjeros, disfrazados con cascos e impermeables, se preparan para vivir una “experiencia única e irrepetible” (según reza la propaganda de la agencia de viajes): un descenso dantesco hasta los interiores del Cerro Rico. Un paseo cargado de morbo que se vanagloria de poder compartir, aunque sea por unas pocas horas, las esclavistas condiciones laborales que viven los hombres y mujeres que cargan carretillas y perforan las profundidades de la montaña.
El viaje hasta la mina deja los cachetes helados de los que viajamos sobre el acoplado del camión. A mi lado, unos cinco chicos preparan sus lámparas eléctricas que los ayudarán en sus caminatas por los pasillos de las minas. “Estamos por las mañanas trabajando y después vamos a la escuela”, alcanza a decirme uno de los nenes antes de ingresar a trabajar a la bocamina. Los chicos que son explotados en la mina se calculan por miles en estos tiempos de ausencia estatal y reinado de las leyes de mercado. Los pibes trabajan desde los 14 años y la expectativa de vida de los mineros apenas supera los 40. “Hay pocos chicos que trabajan en la mina”, me explica un dirigente de la Cooperativa Unificada. A sus espaldas, los camiones en el Surco se cargan con niños menores de 18 años. “Los niños trabajan para mantener a la familia y no hay ninguna ley que lo prohíba. Debemos trabajar con el Gobierno Nacional y el Municipio para terminar con esto”, reflexiona el licenciado González Alba.
“La vida del minero es fregada”, me cuenta Marco Antonio mientras descansa pichando coca y fumando un cigarrito en su descanso fuera de la mina. “El jornal alto ayuda, pero el mal del minero (silicosis) o un accidente te terminan matando, ya tengo veinte años de minero y las condiciones del trabajo no mejoran. Estoy orgulloso de ser minero, es nuestra vida, la de toda la ciudad”, me cuenta Marco Antonio antes de que finalice su tiempo de reposo. Este cronista supo por la palabra de los mineros que el Cerro Rico y sus condiciones laborales se han cobrado más de 8 millones de humanos desde que comenzó su explotación en 1545.
El cementerio general de Potosí tiene dos panteones para los trabajadores mineros. El sol se oculta sobre los cerros que rodean la Villa Imperial. Unos rayos iluminan las imágenes y el cartel pintado sobre las paredes del lugar donde descansan los restos de los mineros: “Aquí yacen los hombres que entregaron sus pulmones por el bien de la humanidad”. El cerro que como hombres vivos sigue igual, matando y explotando; los patrones y las autoridades del gobierno siguen siendo sus principales cómplices.

martes, 7 de agosto de 2007

Alguien


ALGUIEN




Alguien, un varón de edad indefinida, se obsesiona con los números y decide llamar con ellos el relato que leemos. ¿Pero qué números elige? Los más institucionales, aquellos que forman su DNI. Otros no lo son en nada: el que le tocó en la carnicería –y donde aguardará para llevarse consigo 864 gramos de asado-, el de la anciana que tiene al lado, el de ese colectivo eternamente repleto –y que, es una propuesta modesta, es preciso incendiar.Una mujer asiste a un recital punk en Barracas, para finalmente convertirse en testigo involuntario de la última revuelta más o menos popular (porque fue protagonizada mayormente por las clases medias: no querían usar la tarjeta de débito) que hubo en Buenos Aires. Son dos relatos los que jalonan este delgado –por las páginas, no por su tapa- volumen del argentino Nicolás García Recoaro, que nació en Buenos Aires en 1979 y trabaja además como periodista. El libro, cuyo título es justamente la cifra, suponemos, de un DNI -27.182.414-, ha sido publicado por Ediciones Yerba Mala Cartonera, con sede en El Alto, la zona más pobre (¿más curiosa?) de La Paz, en Bolivia –y que integra una red latinoamericana de la que también forma parte en Argentina la editorial Eloísa Cartonera.Escritos en un lenguaje franco, por momentos experimental, siempre fresco, los dos relatos dan cuenta de algunos temas comunes: la ciudad de Buenos Aires y la literatura sudamericana (el inevitable Bolaño), la condena por momentos incongruente al menemato (¿no ha sido David Viñas, inspirado en México por el porfiriato, en acuñar el término?), la música internacional, las drogas, la violencia y el sexo. El final del primer relato ofrece todas las virtudes y potencias del narrador: “Aprieto la bolsita de asado contra mi pierna, contra mi carne. Quizás tendría que bajar en la próxima parada y hacer como que sigo siendo esos números. Quizás tendría que dejar de comer carne. Un obrero toca el timbre, esa es la nuestra”.O como cuando la mujer del segundo relato, que ya no es tan joven, descarga su ira contra el mundo, pero más contra Argentina, y recuerda un tatuaje que es un verso, tan surrealista, de la suicidada Alejandra Pizarnik: “la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”. Para terminar con palabras que muestran una sobria dosificación de elementos explosivos y cotidianos, que es también otro rasgo común en el volumen: “Pedite otro gin, Espita, yo invito".

miércoles, 1 de agosto de 2007

LITERATURA BOLIVIANA

ALTAS LETRAS, HERMANITO
Por: Nicolás G. Recoaro
Poca, creo que más bien nada, de la literatura de nuestra vecina Bolivia llega a éstas pampas. Y no porque sea escasa la producción literaria y poética que surge de las entrañas mismas del altiplano. ¿Y por que no hacer un acercamiento a tres experiencias de las letras andinas? Jaime Saenz, Víctor Hugo Viscarra y la Editorial Yerba Mala Cartonera, alta literatura que nace a más de 4000 metros sobre el nivel del mar.

Cuando uno decide habitar otra ciudad, también elige perderse y descubrir sus personajes, sus voces y sus letras. Piglia, en “El último lector”, explicaba que: “lo único que puede narrarse es un viaje, un desplazamiento por la corteza del mundo o un periplo –sólo en apariencia inmóvil- dentro de nosotros mismos, del que siempre, inevitablemente, se vuelve transformado, convertido en otro.” En algo me cambió ese deambular por los mercados de libros usados paceños, estratégicamente ubicados detrás de las surrealistas ferias de El Alto y de la Catedral de San Francisco, a pocos metros de las mamitas que no se cansan de ofrecer chicharrón de cerdo, platos paceños y picantes de pollo. Ahí estaban los libros bolivianos, con la banda de sonido de los voceadores de minibús y las vendedoras del mercado de las flores.
“Como que los escritores bolivianos tienen un trauma por no haber alcanzado reconocimiento a nivel internacional”, se quejaba un editor del suplemento cultural más reconocido de La Paz, cuando lo interrogaba por la falta de conocimiento de la literatura boliviana fuera del país. ¿A quién le importa el trauma? Yo seguía pasando por el mercado y los libros me llamaban desde las cajas de manzana que los guardaban con recelo. Fue así como conocí a un tal Jaime Saenz y a otro cuate escritor llamado Víctor Hugo Viscarra. Y juntos nos perdimos entre páginas tatuadas sobre la ciudad de La Paz, a casi 4000 metros sobre el nivel de las pampas, a escasos pasitos del cielo; donde también, una editorial cartonera, nacida en las vísceras de la ciudad de El Alto (“siempre de pie y nunca de rodillas”, como rezan los graffitis callejeros) hace libros con lo que quedó después de la caída de dos gobiernos neoliberales. La Yerba Mala de la nueva generación de escritores bolivianos tiene mucho por escribir y también por contar.

“Los cuartos” de Saenz

Dicen los entendidos que la literatura boliviana tiene su punto de quiebre a partir de la obra de este misterioso escritor y poeta llamado Jaime Saenz. La literatura saeziana, como gustan de llamarla los críticos especializados, intenta recuperar el espacio ocupado por el silencio del anonimato y de la dominación. El sentimiento de su obra poética y narrativa lo acercaron al simbolismo fundamental de la alquimia, tan cerca de la muerte y la resurrección. “El artista es un místico, al igual que el alquimista. En el ejercicio de la mística encontrará la materia prima de la obra”, le gustaba decir a Saenz. Con una obra poética pantagruélica y una novela (“la novela” de la literatura boliviana del siglo XX) “Felipe Delgado”, este hombrecillo enorme bordeó y exploró las zonas más oscuras del ser paceño (locura, alcohol, muerte). “El Jaime se internaba en la noche paceña, en los prostíbulos de cuarta y los vivía. A esta altura ya nadie sabe si Jaime Saenz era Felipe Delgado o viceversa”, me comentó el poeta Humberto Quino, en su biblioteca alojamiento sobre la calle Ortega, la que da al mercado de la calle Max Paredes, en pleno corazón paceño.
Pero hay un quiebre en la narrativa de Saenz luego del errar poético de Felipe Delgado, con “Los cuartos” (Ediciones Altiplano, 1985), Saenz se aleja del deambular nocturno y agitado, donde encontró su propia muerte, y lo cambia por el paseo calmo por los espacios de la luz y la vida de una pensión paceña, donde “los cuartos sumidos en penumbra, son grandes, fríos y desolados, y tienen olor a cotense, huaycataya, a chalona, y ha guardado”. Con personajes como La Tía, el Ismael y Soledad Vaca, la mirada de Saenz descubre, ya no el otro lado de la noche, sino el más acá de la vida. Huéspedes que tejen su existencia en la búsqueda de un espacio habitable, de una familia, de calor, o de un simple cuarto. Diálogos con la Tía, la octogenaria dueña del hospedaje, que completan la búsqueda de esos espacios, bien humanos, y encarnados en la desgracia y la soledad de cada uno de los personajes que habitan esos cuartos, pero que dejan ver la alegría y solidaridad estoica que implica habitar este mundo. El que puede acercarte a la soledad y el temor de la vejez de la Tía que sobrevive a todos los pasajeros: “yo siempre dije que la vejez tiene un olor. Le voy a contar una cosa. Yo he tenido la suerte de fumar opio; y lo único que digo es lo siguiente: para conocer el olor de la vejez, hay que fumar opio. El olor del opio no se olvida nunca (…) Todos mueren, menos yo. Y con los años que tengo, ya podría haber muerto cien veces”. Sobrevivir a todos en soledad, soledad de la muerte y de la vida que, después de todo, son las únicas que no mueren. Saez dejó este mundo en 1986.

El Bukowski boliviano

Los paceños cuentan que si te das una vuelta por los barcitos de mala muerte que están cerca del Cementerio General, podes encontrar ese mundo que caminó Víctor Hugo Viscarra, durante sus más de treinta años de vida en la calle. “El Bukowski boliviano”, me dijo el vendedor al que le compré “Avisos necrológicos” (Correveidile, 2005), cuarto libro de relatos de este escritor marginal paceño.
Víctor Hugo nació en la capital boliviana, un 2 de enero de 1951. “La Paz es una ciudad que odio. El frío, la marginación, todo me hace odiarla”, explicaba Viscarra sobre la urbe que lo maltrató desde su adolescencia. Y fue en aquellos años donde decidió que los caminos de la subsistencia en la calle y la escritura serían su destino. “Se podría decir que estoy demasiado emputado con mi existencia. Cada día que pasa, ni bien le estoy pescando gustito al sueño, ¡zas!, un puntapié disfrazado de negro me recuerda que tengo que levantarme y seguir caminando sin tener a donde ir. Porque para los miserables como yo, no existe el derecho de dormir nuestro cansancio encima de una tarima del pasaje Tumusla”, escupía Viscarra en Sobre llovido, llorado.
Narrador del margen y dueño de un lenguaje directo que atrapa, Viscarra escribe sobre lo que conoce: el insoportable frío paceño, el alcohol, la marginalidad. “Jamás podrán decir que Víctor Hugo escribía sobre lo que no sabía, como ocurre con varios escritores borders de moda”, me comentó la escritora y editora Virginia Ayllón. Relatos cortos y de un estilo similar al cross arltiano; historias autobiográficas que recuperan fragmentos de la vida errante donde el humor ácido y la agudeza se posan sobre la explotación que viven los marginados: “Y es que el k´epiri (cargador de mercado) es el mismo hombre que hace más de tres décadas ha llegado del campo a la ciudad (de donde más iba a llegar), y ante el rechazo que recibió tanto de los pobladores como de la misma ciudad, decidió quedarse a vivir en ella, aunque tenga que ser tratado peor que una visita indeseable”.
Viscarra eligió vivir en la calle hace más de tres décadas. Esas calles donde no tenía nada que perder, donde caminar la noche con un abrigo y su botellita fueron construyendo su universo. Solo unos papeles garabateados que atesoraba en los bolsillos de su saco, guardan esas caminatas nocturnas. Cuando pesaban demasiado, quedaban olvidados en cualquier rincón de un boliche o junto al banco de una plaza. Lo que atesoraba Víctor Hugo no necesitaba espacio físico. En su último libro vaticinó su muerte antes de llegar a los cincuenta años. Se fue en mayo de 2005, tenía 49 años.

La Yerba Mala de la nueva literatura

Los escritores alteños Crispín Portugal, Darío Manuel Luna y Roberto Cáceres crearon la editorial Yerba Mala Cartonera, en febrero de 2006. Un proyecto artístico editorial que ha revolucionado el escenario cultural boliviano. Tomando como matriz las experiencias de las editoriales cartoneras surgidas hace pocos años en Argentina y Perú –libros manufacturados con cartón reciclado, precios populares y un catálogo integrado por escritores y poetas latinoamericanos-, estos jóvenes alteños traen aire fresco y vanguardista a las letras bolivianas.
Crispín Portugal y Roberto Cáceres beben relajados sus mates de coca en un café sacado de un film de Almodóvar, en pleno centro de la Ceja alteña. “La yerba mala crece en cualquier parte, sobre todo en el lugar que tu menos la desees, y siempre se la quiere extirpar porque es molesta. Pero la vas a sacar y va crecer otra vez. Hemingway decía que los pobres somos como la yerba, crecemos en cualquier parte. Por eso nos ha gustado Yerba Mala porque nos van a matar pero van a venir otros atrás, una suerte de terquedad por la supervivencia, obstinación por sobrevivir”, explica Portugal. “También hay una fuerte relación con la Pacha Mama, la Madre Tierra, y se articula con la fuerte impronta femenina que guardan los nombres de las otras experiencias cartoneras de Latinoamérica”-Eloísa en Argentina y Sarita del Perú-, completa Cáceres.

-- ¿Cómo es su relación con el círculo literario boliviano y con las grandes editoriales?
R.C.--El ingreso a las élites literaria bolivianas se hace muy complicado para los jóvenes escritores bolivianos, y mucho más viniendo de El Alto. El círculo literario boliviano se autoalimenta, funciona con el antiguo sistema de padrinazgo y casi no le ha prestado atención al proyecto Yerba Mala Cartonera. Sin embargo, siento que de alguna manera, Yerba Mala ha comenzado a molestar a esos círculos cerrados, los ha comenzado a inquietar. Se dan cuenta que en El Alto se ha comenzado a generar otra literatura.

-- ¿Cómo es ser escritor alteño?
R.C.-- Onetti dice que hay personas que quieren ser escritores y hay otros que quieren escribir, y eso, en el fondo, no me parece sincero. Siempre, aquel que escribe quiere ser escritor, quiere intervenir y opinar. Quiere hacerse valer y mostrar algo. Desde ese punto de vista yo escribo. Además, siento que en El Alto se puede vivir una cuestión bien híbrida: la mezcla de la cultura occidental, la oriental y el aymara ha creado algo nuevo, y eso me ha motivado a escribir más de una vez.

-- ¿Cómo encuadra Yerba Mala Cartonera en la actual situación política de Bolivia?
R.C.-- Lo que ha pasado en octubre de 2003 nos ha obligado a empezar a mirarnos a nosotros mismos y plantearnos de que lado estábamos. Eso nos ha hecho pensar porque no podemos proponer algo desde aquí arriba, desde la ciudad de El Alto. En la carrera de literatura se repiten los autores, las estéticas, los temas, pero aquí arriba esta ocurriendo otra cosa

C.P.-- Siempre pensé que la literatura no debía marginarse plenamente del contexto político y social de una época. En ese sentido creo que la literatura debe constituirse en un ente interventor sobre la realidad, debe actuar y operar sobre ella. No en términos estrictamente políticos, sino como apertura y posibilidad de abrir otros puntos de vista, y creo que eso ha pasado desde la creación de Yerba Mala Cartonera.

Contacto cartonero:
www.yerbamalacartonera.blogspot.com

Catálogo cartonero

· Khari – Khari, Darío Manuel Luna
· Liberalia, Virginia Ayllón
· Los poemas de mi hermanito, Nelson Van Jaliri
· El arte nazi, Santiago Roncagliolo
· Sobre muertos y muy vivos, Gabriel Llanos Cernadas
· Poemas ocultos, Jessica Freudenthal
· Mi poncho es un kimono flamenco, Fernando Iwasaki
· De una vida, por una vida, hasta la vida…, Erika Loayza
· Almha, la vengadora, Crispín Portugal
· El bolero triunfal de Sara, Juan Pablo Piñeiro
· Línea 257, Roberto Cáceres
· Plenilunio, Gabriel Pantoja
· 27.182.414, Nicolás G. Recoaro
· Mi ticki cumbiantera, Washington Cucurto
· Confesiones de una samaritana, Banesa Morales
· Narciso tiene tos, Marco Montellano

Entrevista Marcos Loayza


Radiografía andina

“El Estado de las cosas” es la cuarta película del director boliviano Marcos Loayza. Con un guión libre basado en el informe de Desarrollo Humano, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el cineasta intenta construir la asombrosa diversidad de un país que vive un profundo cambio político y cultural. En una entrevista en La Paz, el director repasa su trayectoria, reflexiona sobre la actualidad boliviana y habla de la ruptura con el cine político.

Texto: Nicolás García Recoaro
nicolasgarciarecoaro@yahoo.com.ar

El objetivo parecía difícil: crear un film documental que retratara las miles de caras, voces y paisajes de un país en “constante cambio”, según explica el director boliviano Marcos Loayza, desde un cafecito ubicado en pleno centro de la ciudad de La Paz. “El dinamismo y los cambios que ha vivido la sociedad boliviana en las últimas décadas es una de las grandes riquezas que tiene nuestro país. Si visitas Paris no ha cambiado mucho desde Napoleón, pero nuestras ciudades y nuestra historia, si lo han hecho, y de forma asombrosamente dinámica”, reflexiona el director.
Hace poco más de dos años, cuando Bolivia vivía uno de sus momentos políticos y sociales más duros (luego de las renuncias de los desprestigiados presidentes Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa), un equipo de cineastas comandados por Loayza comenzaba a recorrer el país de punta a cabo. Con “El Estado de las cosas”, su cuarto film, Loayza arriesga en la construcción de un guión que da voces y cuerpo a personajes y problemáticas que han tomada notable importancia a partir de la apertura de la Asamblea Constituyente que se lleva adelante en la ciudad de Sucre. La construcción de un Estado pluriétnico, la discusión por las autonomías, la llegada de un indígena a la presidencia, las lenguas y tradiciones que muestran la diversidad de una sociedad plural son algunos de los tópicos que explora el documental y las más de 200 entrevistas que ha realizado el cineasta en estos dos últimos años. Además, el film forma parte de la difusión del Informe de Desarrollo Humano (IDH), del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano (DH), sin que pese sobre el mismo el yugo de respetar a rajatabla los lineamientos de esa institución.

-- ¿Te sentiste limitado por el informe de las Naciones Unidas a la hora de filmar la película?
-- Para nada. Había una base, que era el informe, pero la intuición y trabajo en el guión de la película corrieron por cuenta de mi equipo de trabajo. Se que arriesgaba mucho al hacer la película, porque en muchos aspectos se alejó bastante de lo que se planteaba en el informe. Sin embargo, también se dio un consenso muy grande entre ambas partes, todos cedimos un poco.

-- Antes hablabas de la diversidad de Bolivia, de la rapidez con que vive los cambios. ¿Sentís que eso aparece en la película?
-- Creo que Bolivia es un país de una vitalidad asombrosa. El dinamismo con que vivimos los cambios de los últimos años puede dejar sin palabras al mejor analista político. El tema es también lograr asimilar y adaptarse a los nuevos tiempos. En la película intentamos dar cuenta de ese dinamismo.

-- ¿Cómo fue el trabajo de selección de las más de 200 entrevistas que hiciste para la película?
-- El documental requirió de un arduo trabajo que incluyó más de 200 entrevistas con personalidades políticas, culturales y artísticas de nuestro país. Todo mixturado con música de Alajpacha, del Coro de San Ignacio, Glen Vargas, Kory Huayras y Yallo Cuellar, entre tantos otros artistas. No quería desafiar el lenguaje cinematográfico, el documental esta pensado en un formato clásico. No quise hacerme el innovador con planos secuencia de diez minutos u otros recursos. Buscaba emocionar y no aburrir, las reglas básicas del cine.

-- En tus anteriores films se ve una intención de romper con toda una tradición del cine boliviano. Creo que todo eso nació con tu primera película, “Cuestión de fe”.
-- La película “Cuestión de fe” la comenzamos con una ideología bien “patria o muerte”, o hacemos la película o morimos en el intento. Creo que la película tiene una lógica que se organiza en base al respeto a la cultura popular. Había una intención muy marcada en “Cuestión de fe” de respetar a esa cultura popular, que rompía con el cine político de los setenta, un cine más bien de denuncia y que se ubicaba por encima del espectador. Cuando se hablaba de cine boliviano en Europa se esperaban películas de la guerrilla y de los mineros combativos. Nosotros pensábamos que nuestra gente no sólo necesitaba verse solo en eso, sino que también se tenía que conocer como un pueblo enamorado, alegre y divertido. Quisimos romper ese imaginario del cine político, donde como cineastas nos empezamos a plantear que se puede tener otra posición política, quizás errada, quizás más desorientada que la del cine de los setenta, pero siempre guardando y buscando la calidad de la película. Un cine honesto que no pontifica y que se sitúa a la misma altura que la del espectador.

-- ¿Es muy complicado filmar en Bolivia?
-- Es muy complicado ser cineasta en Bolivia. Ahorita todos los cineastas deben dinero al CONACINE. Son deudas impagables y no hay subsidio y ayuda, por la falta de apoyo del Estado. “Piratas del caribe” es una película que se está dando en 18 de los 22 cines que hay en el país, y casi no hay espacio para el cine nacional.

--¿Cómo ves la realidad política de Bolivia?
-- La llegada de Evo al poder es algo positivo y la Asamblea Constituyente también, sin embargo siento que muchas veces se pierde el rumbo en discusiones sin sentido. Ahora se habla del veto y del cambio de capital a Sucre, y se olvidan discusiones más profundas como la autonomía y la pobreza.


El Estado de las cosas
Para el rodaje de “El Estado de las cosas”, Loayza y su equipo recorrieron Bolivia de canto a punta, durante más de dos años. En cada estación recogió palabras, gestos, melodías y pasiones que intentan retratar el verdadero “estado de las cosas” del país.
De las 200 entrevista realizadas para el film, solo entraron 60. Entre las personalidades entrevistadas aparecen: el presidente Evo Morales, el canciller David Choquehuanca, el poeta Humberto Quino, el vicepresidente Álvaro García Linera, el sindicalista Genaro Flores, Javier Medina y Casimira Rodríguez, entre otros.
El notable afiche de la película es una obra del inconfundible artista plástico paceño Sol Mateo y la banda de sonido del film está integrada por músicos de la talla de Yalo Cuellar, Glen Vargas, los Alajpacha y Los sapitos Mealla (entre otros).

El director
Marcos Loayza (La Paz en 1960). Es cineasta y documentalista. Entre sus principales obras se pueden destacar la multipremiada road movie “Cuestión de fe”, “Escrito en el agua” y “El corazón de Jesús”.

FOGATAS ALTEÑAS


Crónica de las fogatas alteñas
Por: Nicolás G. Recoaro

El fuego de miles de fogatas dio calor a la noche más fría del año. Pese a las prohibiciones, los alteños se congregaron a festejar una celebración que combina la religiosidad, las creencias indígenas y la memoria popular minera.

Es sábado por la noche y, como es costumbre en esta ciudad que casi toca el cielo con sus techos, el frío ha comenzado a inquietar los cuerpos de los alteños que caminan apurados sobre el puente ubicado en la Ceja. “Va a hacer harto frío, pero las fogatas van a calentar la noche”, me cuenta Roberto, un muchacho que compra algunas estrellitas y cañitas voladoras antes de partir hacia su casa del barrio Alto Lima.
Es la noche de San Juan: la más fría del año (dicen los estudiosos y no tanto); la que conmemora el nacimiento de San Juan Bautista; la que coincide con el solsticio de verano en el Viejo Mundo; la de la memoria que no puede olvidar que en 1967, el gobierno del dictador Rene Barrientos asesinó decenas de mineros de las poblaciones de Siglo XX y Catavi; la que une al pueblo en fogatas que elevan su calor para calentar al débil sol invernal; la que pese a la prohibición de la Alcaldía, reúne a miles de familias en comunión y alegría; la que muestra que la ciudad de El Alto guarda magia en cada uno de sus barrios.
Edgar ofrece cajones de madera a “un bolivianito” desde el acoplado de un camión en la Avenida Juan Pablo II. “Hay venta, compadre. Le garantizo que llevándose unos siete, tiene fogata para toda la noche”, me sugiere el mercader alteño. Unas mamitas cargan la madera en un carrito y se internan en un callejón mal iluminado que da a la Avenida 16 de Julio. “Hay que apurarse, en un ratito tenemos que armar la fogata y tener lista la cena”, explica Elvira antes de comprar algunos fuegos artificiales para su wawua. Unas estrellitas y alguna bengala que terminarán iluminando la noche que comienza a caer sobre El Alto.
La campaña que llevó adelante la Alcaldía de La Paz para prohibir las fogatas de San Juan inundaron los medios de comunicación durante las últimas semanas. Los daños ambientales y el smog provocado por las fogatas en la hoyada fueron la razón que esgrimió la Alcaldía para vedar el fuego de San Juan. Pero en El Alto, la historia es muy distinta. “Aquí el pueblo no va a dejar de hacer sus fogatas. Es una fiesta que reúne a toda la familia y tiene mucho sentimiento. Usted va a ver a toda la familia haciendo fogatas para calentar al sol frío de está época”, me cuenta Marcos, un conductor de minibús que me lleva hacia el barrio Río Seco, el corazón popular de la urbe alteña.
Ya son más de las diez y las fogatas se multiplican en las calles de Río Seco, el frío aprieta pero las jarras humeantes de té con té ayudan en el arranque de la velada. “Es tradición que viene de nuestra cultura aymara. Hay que elevar las llamas para que calienten el sol, para que también nos den suerte para todo el año”, me explica Felipe mientras enciende un fósforo para dar mecha a la fogata preparada en la puerta de su casa. “A eso de las seis, cuando esté amaneciendo, hay hacerse mojar la nuca para que se cumplan los deseos”, me comenta Victoria y convida con unas salchichas empapadas en un picantito de llajua.
Las cañitas voladoras surcan el cielo mientras camino por las callecitas que rodean al mercado Carmen. Hay cinco o seis fogatas por cuadra. Los vecinos comparten vasos espumosos de cerveza que pasan de mano en mano. “Es una fecha para tener memoria de la masacre minera del ´67”, me explican dos alteñas que avivan una fogata con un poco de alcohol de quemar. “En gran parte, El Alto se formó por la inmigración minera desocupada del neoliberalismo y tenemos memoria de las luchas que tuvieron nuestros padres”, cierra la chica e invita a éste cronista a bailar un poco de morenada.
El ritual del fuego y el calor de San Juan unen a los alteños. Ya son casi las seis y las fogatas se multiplican por cientos en mi viaje de regreso hacia la hoyada paceña. Ya el sol comienza a despuntar tras el Illimany, la noche más larga del año termina. Las cenizas de las fogatas guardan los festejos y el calor de una noche helada, pero no para los miles que festejamos junto al fuego. Un chico juega con su estrellita y dibuja figuras en el espacio en el puente de La Ceja. La vista de La Paz deja ver una ciudad dormida. A mis espaldas, un tibio calorcito acompañado de cumbia me hace sentir que El Alto no ha dormido, que festeja y regala alegría, que está vivo y de pie.