domingo, 24 de septiembre de 2017

Los muchachos del tablón

El añejo trozo de madera, con sus curtidas rueditas a cuestas, pende estoico en la entrada del Museo del Skate Argentino. Para el ojo poco entrenado, la jubilada patineta podría pasar por una más del montón. Pero no, damas y caballeros, se trata del decano nacional. "El primer skate traído a la Argentina en 1969 por un surfista marplatense que viajó a California –advierte un papelito pegado junto al inerte monopatín, y agrega con precisión de catálogo–: tabla custom de una sola pieza, con ruedas originales de metal a bolilla". Un auténtico objeto de culto para los fanáticos del tablón. La pieza integra la invaluable colección de skateboarding que atesora Guillermo "Walas" Cidade, consumado skater y líder de Massacre, la legendaria banda del under porteño.
Exhibida en La Usina del Arte en el marco de la décima edición del festival Ciudad Emergente, la colección más grande en su especie de América Latina, curada al detalle por Walas, recorre más de cinco décadas de historia, diseño y sociología de una expresión cultural demasiado urbana, indiscutiblemente universal. Surf del cemento, tribu contracultural o negocio multimillonario, el skate, nacido en California en los '60, tiene un universo propio en la Argentina, con figuras legendarias, rampas emblemáticas y enfrentamientos –ahora casi pasados de moda– con la ley. 
"Quién iba a decirlo, esta era una auténtica cultura underground, bien marginal. Si hace 30 años me decían que iba a haber una exposición de skate bancada por el gobierno, me cagaba de la risa", confiesa Emiliano Fredes, docto miembro de la vieja escuela, mientras analiza las cualidades de un modelo 100% nacional, parido en 1979 por la marca Spada, el primer emprendimiento local que fabricó –en Vicente López– tablas, ruedas, bujes y pivotes. Muy cerca duerme la siesta una inmaculada Powell Peralta, diseño exclusivo de Steve Cavallero, patinador sagrado del gremio. "Si tenías una tabla importada como esta, en el barrio eras Maradona. Costaban mucho y no se conseguían, era medio elitista, en esto andaba 'Chapete' Lacroze, el nieto de Amalita", resalta Fredes, cuarentón de Parque Patricios, y recuerda sus primeros escarceos con una patineta casera en las bajadas del Hospital Garrahan: "Nos tirábamos con un amigo y hacíamos 'catamarán'".
El flechazo definitivo con la vanguardia del skate se dio en el '87, cuando conoció a una pandilla que se juntaba en la Plaza Vicente López. Su primera tabla fue una Kranium, que compró en los subsuelos de la galería Bond Street. Al segundo día, la descuartizó un colectivo. Fredes quedó con la tabla y el corazón hechos añicos, pero sabía que un tropezón no era caída: "La revancha se dio con una Pablo Itucha, como esta gloria –señala sonriente una madera gastada–. Le puse unos stickers y me largué. Había bandas en Barracas, Catalinas, Munro... eran como células dormidas." 
Fredes pertenece a una generación marcada a fuego por el espíritu autogestivo, resumido en el lema punk "hacelo vos mismo": "Por el skate aprendí inglés, para leer revistas de afuera; me enseñó a usar herramientas para armar las pistas, me curtí como fotógrafo para retratarnos, y conocí buena gente". Frente a una tabla tatuada con el logo en cruz de la marca Dogtown, no olvida las caídas antológicas que sufrió. En el Hospital Británico, se ufana, tiene una historia clínica del tamaño de una guía telefónica. 
Más allá de los diseños icónicos, la muestra permite apreciar las tablas donadas por auténticas leyendas del skate nacional: desde Javier Ferrari hasta Eduardo Pugliese, sin olvidar una longeva patineta pintada con témpera que perteneció a Juanchi Baleirón, guitarrista de Los Pericos. Antes de perderse entre los curiosos, Fredes dispara: "Hay una famosa frase que dice 'el skate salvó mi vida'. No sé si es para tanto, pero no hay nada como agarrar la tabla, encarar la calle y perderse por la ciudad hasta dónde me lleve. Relajarse, pero también ensuciarse."  «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 17 de septiembre de 2017

Cuestión de fe

Será cuestión de fe. "Si puede mover montañas, cómo no me va a ayudar a bailar cuatro horas seguidas", arriesga Omar Mercado, devoto. Desde el centro de la pista tira unas pataditas al aire junto a otros danzarines, mientras todos hacen sonar los cascabeles que llevan zurcidos en sus pesadas botas. La inmaculada figura de la virgen del Socavón de Oruro no los deja solos, ni de noche ni de día. Es el faro que alumbra el ensayo de la fraternidad: "Algunos bailan para aparentar, otros simplemente para divertirse. Pero los caporales lo hacemos por devoción a la mamita de la mina." Mercado no tiene dudas: la danza también puede ser una experiencia religiosa.
El joven chuquisaqueño es uno de los padres fundadores del Bloque Sambos Caporales Buenos Aires, filial local de la casa matriz orureña, una de las fraternidades de bailarines más populares de Bolivia. La génesis del proyecto se dio hace cuatro años. La nostalgia por el pago y la pasión por el rico folklore altiplánico reunió a una docena de entusiastas migrantes. La virgen fue el motor. Las ganas de difundir su cultura, el combustible. "Había grupos que se identificaban con la virgen de Copacabana –cuenta–, otros con la de Urkupiña… pero nosotros elegimos a la patrona de los mineros". Con la merced de la virgencita que reina en las entrañas de los trepanados cerros y se enfrenta al Tío, endiablada deidad de las profundidades, se especializaron en la danza caporal y comenzaron a ensayar a mitad de 2014. En pocos años sumaron medio centenar de voluntades al proyecto: migrantes bolivianos, peruanos, salteños, jujeños y también algunos porteños que disfrutan moviendo el esqueleto al ritmo de bombos, platillos y trompetas. 
Mercado es un eximio bailarín y estudiante atento del folklore latinoamericano. Puede dar clases magistrales sobre los secretos de las danzas bolivianas: "No sabe, hay muchísimas. Han sido una de las estrategias de los originarios para mantener vivos sus rituales. Los festejos son espacios donde triunfa la cultura popular, evitando la censura de las élites."
El caporal es una danza relativamente joven, que lleva en su ADN parte de esa historia, hibridada con la cultura urbana. Nació en los años '70 por iniciativa de los hermanos Estrada Pacheco, dos músicos del bohemio barrio de Chijini, en La Paz: "En poco tiempo se hizo masivo y hoy en día dice presente en todas las fiestas, incluso ha traspasado las fronteras y es moda en Chile, Perú y el norte argentino", explica Mercado, mientras coordina las piruetas de sus compañeros. El ritmo toma influencias de la cultura afroboliviana, con la saya y el tundiqui como referencias ineludibles: "La figura del caporal está inspirada en el capataz. Satiriza al traidor, que maltrataba a los esclavos con el chicote y vestía elegantes ropas que le daba el patrón." El baile cobija, en términos borgeanos, el tema del traidor y del héroe. 
En la sala de ensayo se escucha una vez más el ensordecedor repiqueteo de los cascabeles. Traen al presente las cadenas que padecieron aquellos anónimos esclavos. "De alguna manera –cierra Mercado– bailamos para recordar el sufrimiento de aquellos hombres y mujeres." Los caporales danzan cuerpo a cuerpo con la historia silenciada. Un baile con buena memoria. 
Amor de carnaval 
Sombrero borsalino, largas trenzas, chaqueta rosa Dior adornada con lentejuelas, minifalda al tono y taquitos haciendo juego. Vanesa, Ximena, Marytza y Shirley hacen gala de su elegancia chola, poco antes de incorporarse al ensayo. "Los trajes se mandan a hacer a La Paz –explica Marytza–, pueden costar hasta 400 dólares." Lejos de París y Milán, la alta costura boliviana domina el rubro. Año a año, cuentan las damas, cambian los diseños. La fiesta del Señor de Gran Poder y el Carnaval de Oruro son las pasarelas a cielo abierto que anticipan las tendencias de la temporada. En 2017 predominan las tonalidades pastel y se dieron los regresos triunfales del encaje y las transparencias en las mangas. "Los sastres paceños son muy profesionales, pero en época de fiestas se les pueden escapar detalles –resalta Marytza–. Por ahí llega el vestido a último momento y descubrís que te queda enorme. Me ha pasado de estar costurando toda la noche en vela, y terminar antes de salir a bailar." 
Ximena todavía recuerda la primera vez que vio a unas muchachas bailando caporal. Quedó fascinada: "Yo tenía seis años y mis papás nos llevaron a pasar los carnavales a Tupiza, donde tenemos familia. Ahí predominan otros bailes, como la tonada chicheña. Pero había un grupo chiquito de caporales, que bailaban re tarde. No sé si eran las mejores, pero les admiré la actitud". Cuando baila, confiesa, a veces se le viene a la mente la imagen de aquellas estoicas damas tupizeñas.
Carnavaleando en Villazón, la ciudad que limita con La Quiaca, Vanesa se enamoró del caporal… mejor dicho, de un caporal. "Ahí lo tiene, mire qué guapo y lo bien que baila. Cómo no me iba a conquistar", dice, al tiempo que señala a su marido César. Tienen un hijo, son comerciantes, viven felices en Ciudad Evita y se confiesan, obviamente, evistas de la primera hora. "Le debo demasiado al caporal –se despide Vanesa–. Trato de devolverlo bailando."
Lo primero es la familia
En febrero de 2015, los Sambos porteños tocaron el cielo con las manos. Ese verano debutaron en el Carnaval de Oruro, la meca del ritmo. "En Buenos Aires tenemos tres grandes festejos: las entradas de Luján, Avenida de Mayo y la del barrio Charrúa, en Bajo Flores. Pero Oruro es otro planeta. Es como jugar en La Bombonera", resalta Erik, el "Julio Bocca" de la fraternidad. "Nos ha ido muy bien –reconoce–, la gente delira cuando hacemos la pasada. Se sorprenden cuando gritamos que somos de Buenos Aires. Pese a ser bolivianos, para ellos somos los gauchitos. Y acá somos los bolitas." De su experiencia orureña, Erik no pudo olvidar el aliento ensordecedor de las tribunas, durante las cinco horas del recorrido. "Se baila hasta casi desfallecer –asegura–. Cuando se llega a la iglesia donde espera la virgen, es como entrar en el paraíso."   
Casi al cierre del ensayo, los pesos pesados de la fraternidad muestran toda su destreza. Los apodan los "Sambosos", por sus generosas barrigas. Los comanda Luis Fernando, un pediatra orureño con muy buen pie. "Los chicos son el pulmón; las chicas, la belleza; y nosotros, la sabiduría", saca chapa el hombre. Cuando era pibe y pesaba 60 kilos, llegó a bailar 13 kilómetros en un día. Dice que ahora está medio achanchado, pero todas las presentaciones las termina con la frente en alto. "Le cuento que de Bolivia no extraño ni el clima, ni la comida… La familia es mi patria. Bailamos todos juntos acá." «
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lunes, 11 de septiembre de 2017

La fiesta del chongo

La noche está en pañales. Brian, en paños menores. Como carta de presentación, el anfitrión del Golden ofrece a las señoritas su sonrisa de marfil y músculos dignos de un semidiós griego. "No tenga dudas, la primera impresión es fundamental. Mi trabajo es como la chispa que enciende el fuego. Así las chicas van quedando en llamas para el show", alardea el joven pirómano, ataviado con un asfixiante chupín y fogosos tatuajes. Para completar el look, en su robusto cuello brilla un moñito de etiqueta. El auténtico portero de un infierno encantador. 
Mientras ubica a las damas en las mesas, Brian confiesa que hace seis años lleva una doble vida. De día se calza el traje para auditar las cuentas de un hotel. De noche, se lo saca para despuntar el digno oficio de stripper. Arrancó de casualidad, cuando un profesor del gimnasio le vio aptitudes para el baile sensual. Con los años, se curtió en la noche y comprendió que más allá de mantener tonificados los bíceps y bronceado el abdomen, el buen desnudista debe tallar sobre todo su carisma. Y tener la cabeza abierta para brindarse a todos los públicos sin prejuicios: desde los ardorosos boliches donde las mujeres celebran su última noche de solteras hasta las tórridas discos sólo para caballeros. "Es divertido ganarse la vida bailando, siempre hay buena vibra. En definitiva, le damos afecto al público, y todo vuelve." Esta noche lo custodia su novia: "Cero celosa, lo acompaño siempre que puedo." Acodada en la barra, la rubia sigue atenta el andar de Brian en la pista. Las chicas lo abrazan, le piden poses para una foto y hasta acarician sus pectorales. Ella ni se mosquea: "Es un laburo como cualquier otro. Pueden mirar, tocar, pero el corazón tiene dueña."
Historia al desnudo
"¡¡¡A quién le importa lo que yo haga!!! ¡¡¡A quién le importa lo que yo diga!!!". El clásico de clásicos de Alaska provoca el primer sismo. Un terremoto grado seis despabila a la aletargada platea femenina. Desde el pequeño escenario, la transformista Aaron Minett es la encargada de pilotear el viaje hacia el fin de la noche. Con su lengua karateka, golpea a diestra y siniestra. No se salvan las bravas cumpleañeras, tampoco las novias de América con el cadalso a pocos pasos, y mucho menos las divorciadas que regresan triunfales a las pistas. Hermanadas, bailan en éxtasis y recitan, como un mantra, el monocorde himno triunfal: "¡Chongo, chongo, chongo! ¡Chongo, chongo, chongo!".
Desde un rincón, Luis Ávila, histórico gerente del establecimiento, observa la bacanal con ojo clínico y, por supuesto, empresario: "¿Vio qué fiesta? Esto no se vive en ningún otro boliche de la ciudad. En Buenos Aires hay muchos que dicen ser herederos del Golden, el antiguo local de Esmeralda 1040. Pero son todas copias, nosotros somos los únicos que mantenemos la línea original. Respetamos la historia, porque fuimos parte de ella". Ávila cuenta que la semilla del mítico local dedicado al striptease sólo apto para damas fue plantada a fines de los '80 por el empresario Antonio Altamura. "Tony trajo la idea de Estados Unidos, un poco copiando a los Chippendales de Las Vegas. Fue una revolución, un boom, no existía acá, se vendieron franquicias a todo el país. El primer local estuvo en Corrientes y Libertad", precisa el hombre de negocios, al tiempo que un depilado miembro de su staff se desviste con parsimonia sobre las tablas.
La génesis del proyecto estuvo apadrinada por el productor Pepe Parada, personaje icónico de las mil y una noches porteñas, quien consiguió un salón prestado para el debut. Tenían el local, les faltaba el nombre. La ornamentación sobrecargada, dorada, resolvió el dilema. Tony y sus socios brindaron con abundante champagne y lo bautizaron Golden. "Nosotros agarramos la posta en Esmeralda –resalta Ávila–. Pero tuvimos eternos problemas con los vecinos por los ruidos molestos. Imagínese, era un edificio de nueve pisos y nos hicieron como 600 denuncias. Una señora del primero salía en camisón y se quejaba en la puerta, una locura. Todo eso obligó la mudanza a San Telmo." Del local en la esquina de Balcarce y México, Ávila puede rezar un rosario de anécdotas. Elige una del año 2008, cuando el director Francis Ford Coppola alquiló el boliche para filmar Tetro: "Teníamos una cena show vendida y no la suspendimos. Estaba el salón partido al medio por un telón. De un lado, los strippers y la joda loca; del otro, los camarines donde descansaban Vincent Gallo, Maribel Verdú y la hija de Moria. Gallo se fue puteando a la calle y Coppola se metió en un auto a tomar mate, pero los demás se prendieron en la fiesta."
Esta es otra época, "igualitaria", reflexiona Ávila, "y por eso ahora abrimos las puertas para todas y todos. Igual, el 80% del público es femenino. Las chicas saben que en el Golden tienen la diversión garantizada, vienen de toda Latinoamérica a festejar. La regla básica sigue siendo la misma: lo que pasa en el Golden, queda en el Golden." 
La hoguera de las vanidades
¡Vamo' arriba la celeste! Una docena de uruguayas disfrazadas de policías son las más bullangueras de la disco. Festejan que Yésica pasará a jugar en el equipo de las casadas. "No creo que estemos cosificando al hombre –arriesga la vocera de las orientales–, es más una picardía. Por ahí también un triunfo de todas las mujeres." A unos pocos pasos, varias chilenas brindan una vez más por la soltería de Claudia. La prometida luce una vincha coronada con dos micropenes. En el grupo se destaca la presencia de su suegra: "Que disfrute la noche, hoy tiene todo permitido… bue, todo menos eso", advierte la señora, se ríe y señala la generosa entrepierna de un fortachón.  
Con tan sólo 30 años, Jonathan es el bailarín más experimentado del Golden. Su largo currículum incluye miles de shows en arenas porteñas y bonaerenses. "Desde pibe que quería laburar de stripper y a los 19 años pude debutar. Ganaba muchas chicas y me gustaba la joda. El trabajo no me defraudó. Y de a poco empecé a tomármelo en forma más profesional", dice el morocho nacido y criado en La Matanza profunda. Mientras se acicala, asegura que a esta altura del partido podría escribir el manual del buen stripper, con lecciones sobre cómo manejar la adrenalina, evitar los arañazos y conseguir una erección prolongada. Se mira fijo en el espejo y dice que no tiene referentes: "Sé que no soy muy lindo, pero estar arriba del escenario te da un plus. Igual, por ahí una chica te dice cosas durante el show y después, cuando salís vestido, ni te reconoce." Hace unos años, hastiado de interpretar personajes estereotipados como "el doctor", "el bombero" o "el cowboy", decidió romper los paradigmas: "En esto ya estaba casi todo inventado, por eso se me ocurrió hacer el show al revés. Salgo desnudo y me voy cambiando. Es el que mejor me sale." 
Jonathan pide cerrar la charla. Debe concentrarse antes de salir a escena. Pocos minutos después, irrumpe sobre las tablas totalmente despojado, como su madre lo trajo al mundo. Con una mano adelante y otra atrás. Desnudo, sobre un escenario desnudo, bajo una lluvia torrencial de suspiros.  «
Publicada en Tiempo Argentino, por acá