martes, 15 de febrero de 2022

Pide tres deseos y tendrás un título

 A sus oficios terrestres de escritor, periodista y docente, Osvaldo Baigorria suma una faceta suya muy poco conocida. El autor trotamundos de clásicos de clásicos de la no ficción transgénero (Sobre Sánchez, Postales de la contracultura…) y de novelas brillantes y aún inclasificables (Correrías de un infiel, El ladrido del tigre…) es también dibujante.

¿La génesis de su pasión por el lápiz puntudo y la lapicera filosa, el papel virgen, el dibujo nómade? Hay que remontarse a los años setenta, cuando el joven Osvaldo decidió escapar de la Buenos Aires opresiva, previo al baño de sangre de la dictadura. La idea era hacerse la América rumbo a la tierra prometida de la contracultura en California. “De golpe un día, durante mi primer viaje por América del Norte, no tenía nada que hacer, y me senté con una lapicera y un papel e hice una línea. De esa línea salió un bicho. Un bípedo. Luego extendí otra línea, con una prolongación y ahí apareció un muslo, un pubis. Me parece que fue así. Se iban haciendo de esa manera, no era algo pensado. Lo hacía en momentos libres de mi viaje, como cuando hablaba por teléfono. Eran momentos donde me daban ganas de trazar algo sobre un papel, pero sin ninguna idea previa o posterior. Más cerca del hobby o el pasatiempo que de alguna definición artística”, recuerda Baigorria en una entrevista de hace algunos años atrás. Nicolás Cuello y Santiago Villanueva recuperan estas palabras en el prólogo de Pide tres deseos y tendrás un título, el flamante libro de Editorial Caracol. Una obra fascinante, divertida, que abre cabezas.

Thank you for watchin

Cuello y Villanueva seleccionaron decenas de dibujos, realizados por Baigorria entre 1974 y el cercano 2020. En la introducción del libro, explican: “Si parte del proyecto de experimentación política y sensorial que Osvaldo Baigorria llevó adelante a partir de la década de los 70 lo impulsó a desarrollar una mirada desde el suelo de la conciencia, que buscó poner en el centro de la vida la vuelta a la tierra, la construcción de modos de vida comunitarios y el ejercicio de la libertad como una forma de ruptura y abandono sobre lo normal, la prolífica serie de dibujos reunidos en este libro también puede ser pensada como una otra forma de abandono, otra modulación sensible del drop out desde la cual acceder a la escucha de ese tan ansiado presente total. Un modo de materializar, a través de la experimentalidad de grafismos autómatas, la posibilidad de que el cuerpo estuviera delante del signo, de las palabras, del sentido. Un ejercicio de vibración sensorial, meditativa, similar al baile que, según él, le permitiría alcanzar el alivio de ‘vaciar la mochila de peso innecesario’, es decir, ingresar a una forma de presencia sin cabeza.”

Obras conservadas con cuidado en blocks, hojas sueltas, cuadernos y carpetas por décadas se hermanan en el libro, en un ejercicio de experimentación, de vibración de los sentidos, de recorridos nómades que se bifurcan y trifurcan sobre el papel. Bichos extraños y muy simpáticos, cuerpos entrelazados, paisajes alucinógenos… Muchos tientan para terminar en tatuaje. Describen Cuello y Villanueva sobre la selección: “Una reunión abierta de imágenes aún en curso, una selección accidentada en la que viven distintos tiempos e intenciones en torno al dibujo, un campo gráfico de líneas sin clausura…”

Sin duda, para Baigorria, dibujar –quizá también escribir- es una actividad que le permite expresarse sin ataduras, sin clasificaciones, en libertad absoluta. Para seguir su ruta por el filo del margen.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

martes, 8 de febrero de 2022

Envenenados: crónica de un viaje a los pueblos fumigados

 Hay veneno. En la tierra, en el aire, en el agua. En los campos y en los pueblos del sur santafesino. Lo hacen llover los mosquitos que fumigan los sembradíos de la soberana soja. Herbicidas, coadyuvantes, fungicidas, insecticidas. Eufemismos para no decir una palabra: veneno. Aunque los dueños de la tierra quieran esconderlo. Aunque el Estado mire para otro lado. Hay veneno.

“Parece Vietnam, nos rocían con los mismos tóxicos. Todo el modelo agroindustrial los usa. Nos enferman y matan en el campo. Pero también a la gente de la ciudad. El pan que comés, las hamburguesas de soja que te dicen que son saludables, todo bañado en veneno llega allá. ¿Quién se hace cargo?”, pregunta Gustavo Ludueña en el patio de su casa. El tórrido viento que sopla del norte no trae respuestas.

“Me afectó en lo respiratorio, me enfermo todos los años. Hasta neumonía tuve. Imaginate que dormíamos con la ventana abierta y por las noches pasaba el mosquito a unos metros. Nos fumigaban”, explica Valeria Morera, la mujer de Ludueña, al tiempo que señala el mar de soja que nace a diez pasos de su casa. Un océano transgénico que llega hasta el horizonte y más allá.

La mujer acuna en sus brazos al pequeño Rafael, su hijo de siete meses. Recuerda lo mucho que costó gestarlo: “Todo esto afectó mi sistema reproductivo. Problemas hormonales. Menstruaciones abundantes, dolorosas, tortuosas. Hicimos tratamientos para concebir a Rafael. Tuve un aborto en época de fumigaciones. Hay vecinas que han tenido dos o tres. Estamos empezando a hacer un relevamiento para dejar testimonio”.

Ludueña y Morera dijeron basta junto a otros vecinos en 2018. La respuesta frente al venenoso modelo fue una semilla colectiva. Ponen el cuerpo en la Asamblea de la Ruta 18. Forman parte de Paren de Fumigarnos, una multisectorial con presencia en decenas de pueblos de la provincia. “Hicimos cortes y protestas –relata Gustavo-. Presentamos proyectos de ordenanza, porque la responsabilidad es política. Para que se enteren en las comunas, en la gobernación, el presidente. En la época de elecciones se los dimos a los candidatos a jefes comunales. Nos decían que no podían tocar el tema, que era ‘pianta votos’. Los ingenieros agrónomos de las comunas dicen algo parecido, que saben pero que es difícil hacer algo. Mientras, los dueños de la tierra nos aprietan y siguen tirando veneno”. Más de 500 millones de litros, según las organizaciones.

En estos años, cuenta la pareja, han logrado victorias modestas. Por ordenanza, la fumigación debe ser nocturna y a 100 metros del ejido urbano. Con el canto furioso de las chicharras como banda de sonido, Morera duda de la efectividad de la medida: “Cuesta pensar que el veneno no nos llegue, flota en el aire y un viento lo acerca. No podemos ni usar el agua. Sigue todo igual”. Su marido lo grafica con un macabro ejemplo: “El año pasado, una vecina de Álvarez descubrió de casualidad 30 y pico de bidones de herbicida tirados en el agua, en un canal que cruza el pueblo y desemboca en El Saladillo. Los productores hacen lo que se les canta. Tienen el visto bueno de los políticos de todos los partidos.”

Antes de partir, les pregunto por su futuro, si imaginan a Rafael creciendo en Los Pinos: “Estamos cortando clavos, con una duda eterna. Por eso nos juntamos con los vecinos. Hay muchos que enfermaron, se fueron a la ciudad. Ahora que está Rafa hay otra lectura. Pero queremos pelearla acá.”

Coronel “Mosquito”

Ni manso ni tranquilo. Así espera Carlos Kesler en la mañana campestre de Coronel Domínguez, población clavada a 18 kilómetros de Rosario. El joven se gana el pan en el “palo” de la informática. Vive hace seis años en el pueblo, pero lo conoce de muy pibe, cuando venía con sus viejos. “Cuando lo del veneno no se veía venir”, dice.

Nos conduce hasta la zona sur de Domínguez. La frontera entre la calle Cochabamba y las plantaciones de soja y lenteja. Menos de 20 metros separan a las casitas del campo labrado. “No se respeta la distancia de 120 metros y mirá lo que es la cortina forestal que separa al pueblo de las plantaciones. Un chiste. Lo dice la ordenanza, no se cumple, no es mi opinión”, marca Kesler. La plantación de árboles que sirve como barrera para alterar el flujo del viento y así proteger de los agroquímicos a los vecinos parece una broma pesada. Menos de una docena de flacuchos pinitos.

Según el joven, la leucemia, los problemas respiratorios y el cáncer a secas se han encarnizado con los vecinos de la calle Cochabamba. “En la frontera norte, donde hay una secadora, el drama es calcado. El tema es que el agrotóxico está normalizado. Los mosquitos dando vueltas por el pueblo a toda hora. Bidones chorreando químicos en las veredas o tirados en los contenedores de basura. Esa es nuestra normalidad.”

Kesler levanta temperatura cuando habla del rol del Estado. Los funcionarios que no funcionan: “Se llenan la boca hablando de buenas prácticas agropecuarias, puras mentiras. No hacen nada”. Más de una vez, recuerda, los vecinos han corrido a los mosquitos a los palazos, para evitar la llovizna infecta: “Es que te indigna. Pasan de día cerca de los pibes que están jugando. Querés frenarlos, evitar que abran los brazos mecánicos y empiecen a tirar veneno. Pero no podemos meternos en los campos, porque ahí vienen los problemas.” Cuando la propiedad privada está por encima de la salud de los seres humanos.

Eugenia es otra vecina de Domínguez. La cruzamos cerca de la secadora de granos. Denuncia la discriminación que sufren los que osan alzar su voz: “Pueblo chico. Te mira mal alguien en el almacén, porque el primo o el hermano es el empleado que fumiga. Es complejo. Hay que desterrar la idea de que nuestros pueblos viven sólo del campo. Son pocas las familias que tienen tierras. El resto no tiene nada. Se mueren fumigados para que esos poquitos hagan mucha plata.”

La posibilidad de muchas islas

La granja se llama La Carolina y está en Piñero. Es un islote agroecológico entre tanta tierra envenenada. La trabaja Martín Montiel, muchacho nacido y criado en estos pagos. En la recorrida muestra con orgullo los sacos de harina integral de trigo. “Cultivado, cosechado, limpiado y embolsado sin uso de tóxicos. Al revés del sistema industrial, que acopia millones de toneladas y les ponen gamexane. Después eso lo come la población”, explica Montiel.

Tienen vivero, huerta, pisadero de barro para bioconstrucción y hasta fabrican mermeladas. “Estuve del otro lado del mostrador, criaba cerdos en forma intensiva, con los malos del sistema agroindustrial. Esa espantosa lógica de contaminación y acumulación de capital. Cada vez somos más los que cambiamos”, dice. Hace 20 años, había sólo dos experiencias agroecológicas en el sur de Santa Fe. Hoy son 48.

Antes de decir adiós y cerrar la tranquera de La Carolina, Montiel deja un mensaje postrero: “La lucha contra los agrotóxicos no es solo de nosotros. Acá fumigan pueblos y escuelas. En Buenos Aires te fumigan el plato de comida”.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá