lunes, 29 de enero de 2018

Fina estampa

De muy pibe, Alejandro Argüello era la sombra del cartero de su barrio. El mensajero entregaba puntualmente los sobres y, pocos segundos después, el pichón de filatelista tocaba timbre y pedía a los destinatarios que le regalaran las preciadas estampillas. "Tenía ocho años, pocos recursos económicos y en mi familia nadie coleccionaba –explica el hoy presidente de la Sociedad de Comerciantes Filatélicos de la República Argentina–, pero no me podía quejar, los vecinos de Florida siempre fueron muy generosos". De aquellos iniciales tesoros postales, nunca pudo olvidar la estampilla de 4 pesos tatuada con el rostro de José Hernández: el retrato en rojo lacre del poeta gauchesco, la fina viñeta y el preciso dentado. "La saqué de un sobre en forma artesanal, no tenía la más pálida idea de cómo hacerlo. Así llegué a este mundo. Fue instintiva la cosa". Antes de cumplir los 15, Argüello ya tenía un generoso –pero desordenado– lote, poblado por piezas argentinas y francesas. "Un día mi viejo, que era empleado del Banco Francés, cayó en casa con una bolsa repleta con 5000 cartas, correspondencia archivada y luego liberada por el banco. Sentí lo mismo que cuando venía Papá Noel". En plena adolescencia, un tanto hastiado del vicio, resolvió vender todo. Se tomó un colectivo hasta Plaza Dorrego y entró decidido a un localcito donde lo atendió un viejo y sabio coleccionista: "Ese día entendí el sentido de la filatelia. Me explicó que lo que tenía no era una colección y me reveló cómo armar una". Regresó a casa con las estampillas, pero también con un clasificador y una pinza, las dos armas fundamentales de todo filatelista de ley. Desde entonces, no pasa un solo día sin ordenar el universo postal que lo rodea. 
Silvia Kevorkian, la mujer de Argüello, aprendió a jugar con estampillas antes que con muñecas. La pulsión filatélica está adosada a su historia familiar: el abuelo, el padre, todos los Kevorkian amaban las estampillas, "hasta que en un momento mis hermanos se abrieron. Así que soy la única que siguió la tradición con el local a la calle –cuenta la señora, pinza a mano, en su pequeña y célebre tienda del Microcentro–. No soy coleccionista, a mí lo que me apasiona es el comercio, incentivar a los clientes, darles pautas de conservación, pero sobre todo aprender de ellos. Los filatelistas son gente muy culta, saben de todo. Mi marido tiene memoria de elefante". Entre los muchos eruditos que visitaron sus dominios, Kevorkian no duda un segundo y elige al "señor Antonio Carrizo. Coleccionaba todo lo que tuviera que ver con la literatura, Borges era su preferido. Pero su pasión máxima era Boca Juniors. Acá compró una carta de 1910 con el sello de la Secretaría de Boca, dirigida a un jugador del club Alumni. Una joya". 
En los '80, Argüello y Kevorkian tuvieron puestos de venta en la feria que rodea al longevo ombú del Parque Rivadavia, la histórica meca –sin olvidar al bar El Coleccionista– adonde peregrinan religiosamente los fieles porteños todos los domingos. Hace décadas tienen locales en las galerías de Maipú al 400, en lo que queda del polo filatélico capitalino. No los unió ninguna carta de amor. Fueron las reuniones en la sociedad de comerciantes las que certificaron sus coqueteos. Pegaron onda y pronto  quedaron adheridos como estampillas. La pareja acopia miles de piezas en sus locales, pero confiesan que no podrían elegir su preferida. "No tengo un fetiche –asegura Argüello y pasa revista a los últimos lanzamientos nacionales, con las imágenes de Mafalda y de Sandro–. Mejor dicho, nuestro fetiche es tener esa estampilla que alguna vez vimos y nunca tuvimos".
Carta a una señorita inglesa
El extraño anuncio apareció impreso en las páginas del diario londinense The Times en 1841. Una joven buscaba los originales "peniques negros" –los primeros sellos postales adhesivos, impresos un año antes por el correo británico– para "empapelar su tocador con sellos usados". De esa semilla nació la pasión por coleccionar estampillas. El 21 de agosto de 1856 apareció en la provincia de Corrientes el primer sello argentino. "Acá la serie arranca con los famosos 'escuditos' –dicta cátedra Argüello–, que eran muy fáciles de falsificar. Después llegaron los Rivadavia, que los hicieron los ingleses. El primer sello conmemorativo del mundo se hizo en nuestro país, salió en 1892 y recordaba el 'descubrimiento' de América".
Para Argüello, la época dorada de la filatelia se dio a principios del siglo XX. La Argentina, sostiene, era potencia en el nicho. "Imagínese que la famosa casa Stanley Gibbons eligió Buenos Aires para abrir su primer local fuera de Inglaterra. Estaba acá nomás, cerca del Banco Central. Pero cerró en plena crisis del '30". A pesar de los booms y cracks económicos y de los considerables cambios tecnológicos que cambiaron la actividad, la filatelia sigue en pie. "Las estampillas, más allá de su fin comercial, cuentan la historia de un país. Le aseguro que mucha gente no sabría cómo eran las caras de Güemes o Alberdi si no fuera por las estampillas".
¡Rescatate!
Carlos Alberto Chiavello es coleccionista desde que tiene uso de razón. De chapitas, de marquillas de cigarrillos y etiquetas de vino, de caracoles y de estampillas, sobre todo estampillas. "El que colecciona tiene esos hábitos. Tengo de todo, pero mi fuerte es la historia postal", se sincera mientras cataloga una pila de distinguidas postales impresas para el centenario de la Revolución de Mayo. "Es más fuerte que yo, compro todo lo que puedo. Arranqué con mi padre en un puesto con sombrilla del Parque Rivadavia. Teníamos dos valijitas llenas de cartas. Hoy tengo el local, el sótano y una oficina de acá arriba repletos. Creo que necesitaría un container para guardar todo", dice el coleccionista, 51 años, sitiado por pilas y pilas de cajas de las que asegura tener un inventario puntilloso en su memoria.
Chiavello es toda una eminencia en historia postal, lo que él llama "la rama superior de la filatelia". "Es una evolución. Hay muchos detalles fundamentales que se pierden cuando se despega la estampilla del sobre: cómo se transportó, quién lo hizo, si hubo censura. La carta es un testimonio histórico". Se especializa en correspondencia de la Guerra Civil Española y de las dos Guerras Mundiales. Su trabajo es el del historiador que echa luz sobre el pasado. De las miles de piezas que rescató del olvido, recuerda una carta escrita en alemán por una trabajadora polaca, durante el régimen nazi. "Fue de las primeras que hice traducir. La mujer relataba cómo eran trasladados, cómo vivían hacinados en lugares cada vez más pequeños. Es muy fuerte. Mi intención es rescatar estas cartas, que son parte de la vida de las personas, porque no quiero que se pierdan para siempre". En el local familiar le da una mano su joven hijo Lucas, a quien no pudo transmitir el legado epistolar: "Probé con todo: estampillas, monedas antiguas... pero las nuevas generaciones son inmunes. Reina la cultura del tirar".
Antes de ser retratado en el atiborrado sótano, el coleccionista toma de una caja de zapatos una carta estampada con sellos aéreos y una firma de puño y letra: "Esta piecita es hermosa. Año 1929, primer vuelo entre Comodoro Rivadavia y Bahía Blanca, realizado por la Aeroposta Argentina, subsidiaria de la francesa. Fíjese la firma del piloto –Chiavello acaricia el papel y acerca una lupa a la rúbrica–. Sí, señor: Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito. Ve por qué la lupa es fundamental para el filatelista". Casi siempre, lo esencial es invisible a los ojos. «
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lunes, 15 de enero de 2018

Juguetes perdidos

La escena tiene la potencia de un cuadro de Brueghel. Bravos soldados de a pie y caballeros medievales montados en sus temerarios rocinantes avanzan hacia las murallas de un castillo. Cientos de campesinos, varios niños y la diminuta y siempre privilegiada realeza esperan el asalto final casi sin inmutarse. Si hasta parece que lo disfrutan: todos tienen una sonrisa dibujada en sus rostros. La eterna sonrisa de un Playmobil. "Pero sí, Martín, te digo que al caballero te lo compré, acordate", recrimina una mujer a su hijo de aires hipster mientras recorren el salón principal del Museo de la Ciudad. En silencio, el barbudo de largos treinta y pico se frota la pera hasta que logra iluminar sus memorias. "¡Es verdad, vieja, tenés razón! Lo gasté hasta que se hizo pelota", reconoce el muchacho. Entonces mira con nostalgia el muñequito recuperado del baúl de los recuerdos, el Playmobil forjado en frío plástico que lo lleva de regreso, como la magdalena de Proust, al cálido paraíso perdido de la infancia.  
Sí, señor, todos llevamos nuestra infancia a cuestas. Y con ella, la fascinación por los juguetes. Quizá sea ese el leitmotiv de la exposición dedicada al icónico muñequito nacido en 1974 en Alemania, que no pierde vigencia en el corazón de los niños –ni en el de los adultos– argentinos. La iniciativa es obra de Juan Dethloff, técnico textil de Olivos y el mayor coleccionista de Playmobil en Sudamérica, que hace público el 40% de su pequeño gran tesoro privado. 
Más de 2500 personajes pueblan los ocho escenarios montados en el museo de la calle Defensa. Dethloff curó al detalle cada una de esos ecosistemas plásticos. Desde el "Mundo submarino" hasta la modernísima "Gran ciudad", sin olvidar el "Pesebre navideño", la "Batalla pirata" y un sórdido "Far West" repleto de grises soldaditos confederados, azulados combatientes de la Unión y un malón de pieles rojas. La cereza del postre es el surrealista "Castillo de hadas", cotizado en más de 15 mil devaluados pesos.  
La muestra abrió sus puertas el pasado 27 de diciembre y funciona a sala llena: ya recibió más de 3000 visitantes, a razón de 400 personas por día. ¿Las causas de esta pasión juguetera? Nadie lo tiene muy claro. En una de esas, el maldito Charles Baudelaire nos dejó algunas pistas en "La moral del juguete", un artículo publicado en el lejano 1853: "En un gran almacén de juguetes hay una alegría extraordinaria que lo hace preferible a un hermoso piso burgués. ¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real? (…) Todos los niños hablan a sus juguetes, y sus juguetes se convierten en actores en el gran drama de la vida".
Quisiera ser niño
El indiecito con la canoa. Empaquetado, obviamente, en la tradicional cajita azulada. Ese fue el primer muñequito de Playmobil que tuvo Dethloff entre sus manos. "Como todo chico, yo jugaba con animalitos y soldaditos de plástico, pero en 1978 llegó la novedad de los Playmobil. Tenía seis años, fue un regalo de mi mamá María Elena, enfermera del Hospital de Niños, que siempre se rompió el lomo para que no nos faltara nada, ni siquiera un buen juguete", recuerda el hombre de 45 años, en diálogo con Tiempo. 
El muñeco, de estrictos 7,5 centímetros de altura y todavía con manos fijas, llegó a estas pampas pocos años después de su lanzamiento en tierras germanas. Aunque es un ícono del plástico, fue creado por un carpintero: Hans Beck, que trabajaba en Brandstätter, una empresa que fabricaba juguetes de plástico desde 1954: andadores, cochecitos y el afamado hula hula integraban su generoso catálogo. "El tema se les complica con la crisis del petróleo, entonces deciden achicar el tamaño de los juguetes. Beck da la idea de enfocarse en los personajes que iban adentro de los autos. Y el prototipo fue de madera", informa Dethloff. 
El diseño original se inspiró en los dibujos simples que hacen los más pequeños de la familia: cabeza y ojos grandes, sonrisa, sin detalles de nariz ni orejas, una figura humana simple y por demás minimalista. "El tamaño ideal para guardar en el bolsillo del guardapolvo", grafica el coleccionista argentino.
Horst Brandstätter, pope de la compañía juguetera, agregó un concepto capital al producto: la línea debía representar estilos de vida y oficios más o menos corrientes (además, por supuesto, de piratas y vaqueros). Un ideal que parece pasado de moda, si uno lo contrasta con los estantes de las jugueterías modernas, repletos de franquicias y merchandising de series, películas y programas de televisión. "Es que uno juega con el policía motorizado, el bombero, el astronauta, obreros… Lo central es la imaginación –acota Dethloff–. Por eso creo que siguen teniendo vigencia. El Playmobil junta tres generaciones: el que hoy es abuelo le regaló a su hijo el mismo muñequito que hoy puede seguir usando el nieto". Junto al sesudo Lego (o el nacional Mis Ladrillos) y la estilizada rubia tarada Barbie, los hombrecitos marca Playmobil integran la santísima trinidad del chiche analógico del siglo XX, antes de que los divertimentos electrónicos con sus pilas, cables, controles remoto y pantallas virtuales tomaran por asalto el mundo del juguete.
La isla de la infancia
Para Dethloff, el coleccionismo es una cuestión familiar. Su esposa Mariana fue quien le abrió los ojos y lo impulsó a compartir con el público su vasta colección de más de 4000 figuras (con algunas rara avis, como los gigantes de metro y medio que pueden apreciarse en la muestra). "Ella me conoció así de fanático y me ayudó a armar las muestras, incluso hicimos nuestra luna de miel en la isla de Malta, donde está una de las fábricas centrales. En el recorrido por la planta, tenía la piel de gallina y, aunque no hablo bien inglés, la agarraba a la guía y le decía: "I am Playmobil best fan'. La mina no lo podía creer. Me lagrimeé todo". 
Como buen coleccionista, Dethloff disfruta al detallar la pieza que aún no ha conseguido. O mejor dicho, la que no ha podido recuperar: "Nunca encontré las figuras del bufón y el burrito que tuve de chico. Mi vieja las donó a la guardería del Hospital Gutiérrez. Una vez encontré un burrito en la feria de San Telmo, pero le faltaba una oreja, así que decidí seguir buscando". Siempre agradecido, resalta las donaciones desinteresadas que le hacen amigos y anónimos contribuyentes a su causa. Los muñequitos quedan en buenas manos. Para despedirse, deja un sabio consejo: "Lo más lindo es cuando sacás los Playmobil, armás una buena historia y te ponés a jugar. Los padres no tenemos que perder nunca la iniciativa de jugar con los chicos".
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lunes, 8 de enero de 2018

Los lanzallamas

Blanca y radiante. Así luce la dragona albina Hobsyllwin en las entrañas de la Rural. Con dosis desparejas de sutil ferocidad y delicada belleza, la bestia recibe a las familias y curiosos que visitan Dragonland. "No, a mí estos bichos no me mueven un pelo, más me asustan los precios cuando voy al supermercado. ¡Pero mi nieta la vio y se pegó flor de julepe!", asegura Juan Manuel Ferrán, un abuelo estoico que se planta fiero frente al mastodonte, joya del bestiario montado este infernal verano en Palermo.
El evento lleva la firma indeleble del artista plástico argentino Ciruelo, bautizado por la crítica y sobre todo por el gran público como el "Señor de los Dragones". Porteño del barrio de Flores, radicado en Barcelona desde hace varias décadas y ciudadano de un mundo fantástico sin fronteras que sale de su propia imaginación, Ciruelo conquistó hace años el reino del Fantasy Art con su paleta creativa repleta de hadas, castillos y, obviamente, dragones.
"Hace tiempo que veníamos pensando una exposición sobre dragones, pero al sumar la obra de Ciruelo se alinearon los planetas. Es el referente mundial, el padre de la criatura", asegura Lucas Capalbo, coordinador de Akemusic, la productora responsable de la exposición que tuvo su debut triunfal el año pasado en París, donde la visitaron 75 mil personas. El show cuenta con 4000 metros cuadrados de recorrido, 29 dragones en escala monumental, 17 escenarios y una sala dedicada a las pinturas en lienzo y también en piedra –los célebres petropictos– del artista fantástico.
Dragones de agua, tierra y aire, de todas las épocas y geografías imaginadas, cobran vida gracias al aporte de la bestia reina del siglo XXI: la tecnología. "Usamos el sistema animatronics, que permite imitar al bicho en su escala de movimientos y sonidos naturales", resalta Capalbo, mientras a pocos metros un ejemplar de la especie Kwint Xent mueve la colita y emite un bramido primal, algo disfónico. "Veníamos de una experiencia con robots de dinosaurios –precisa el productor–, y este trabajo puntual demoró seis meses, con el aporte de diseñadores, dibujantes, ingenieros… fue todo un desafío recrearlos. Además, la idea que atraviesa la muestra es el edutainment, un concepto americano que fusiona educación y entretenimiento". La expo porteña –¡aclimatada con reparador aire acondicionado!– permite conocer las andanzas de estos seres mitológicos, sus hábitats, costumbres, psicología y poderes, además de las creencias y leyendas que los escoltan desde la antigüedad. Brevísimas sinopsis describen las escenas, con espíritu lúdico y goteo informativo. Edutainment en estado puro y duro. "Creo que la gente viene por el misterio –especula Capalbo–, por las ganas de verlos vivos. Hay cantidad de fans de los dragones. Yo no sé si existieron, pero ¿cómo se lo discuto a Ciruelo?".
La historia sin fin
Las historias de dragones atraviesan las mitologías de las más diversas civilizaciones, de los cinco continentes y los siete mares. Vikingos, celtas, mayas, chinos y hasta tehuelches dieron cuerpo a este ser alado, serpentino, de mirada penetrante y lengua viperina. Nidhogg para los nórdicos, la emplumada Quetzalcóatl azteca, el bravo Ryujin marítimo japonés y hasta el satánico Leviatán cristiano. En El libro de los seres imaginarios, Jorge Luis Borges escribió que "el dragón rige las montañas, se vincula a la geomancia, mora cerca de los sepulcros, está asociado al culto de Confucio, es el Neptuno de los mares y aparece en tierra firme". Shakespeare había observado incluso que hasta hay nubes con forma de dragón.
"A mí me llegan más por Smaug, el dragón de El Hobbit de Tolkien y sobre todo por Game of Thrones", cuenta Luciano, cocinero bonaerense y voraz degustador de series, al tiempo que recorre el espacio dedicado a la reproducción de las especies. Mamá dragona empolla con recelo a sus criaturitas, en una caverna que sería la envidia de Daenerys Targaryen. "Se ven muy realistas –se despide el chef– y por eso no pierden la magia".
Las cartas de Magic fueron las llaves que le abrieron a Patricia las puertas del reino de los dragones: "Aunque si tengo que ser más justa, el cine también puso su granito de arena. Me acuerdo de El Señor de los Anillos y de La historia sin fin", confiesa la dama llegada desde Caballito. Hincha incondicional de Ciruelo, en su casa atesora libros dedicados de puño y letra por el artista. También decenas de miniaturas de elfos, hadas y otros seres fantásticos. Su bestia favorita es Chimuelo, el protagonista del film animado Cómo entrenar a tu dragón. "Trabajo de cajera en un banco y lo tengo en el mostrador. Muchos clientes lo reconocen. Pero también, como dicen los chinos, creo que me protege y me trae suerte. Lo miro un rato y me salgo de toda la locura de los clientes que llegan dementes a cubrir el rojo de la cuenta corriente. Un rato de fantasía nunca viene mal".
Emanuel Paladini tiene una cuestión de piel con los dragones. Es de Vicente López, se gana la vida como tatuador y lleva con orgullo grabadas en su cuerpo dos bestias orientales que delineó con sus propias manos. "Acá se pueden ver muchos dragones europeos –dice Paladini, bien custodiado por tres fornidas gárgolas dignas de la Catedral de Notre Dame–, pero los orientales nunca pasan de moda". Luego deja ver un colorido ejemplar chino en su antebrazo y sentencia: "Tatuarse un dragón marca un punto de quiebre, un momento muy importante en la vida. Genera poder y la gente te empieza a mirar con respeto. Muchos se escrachan por una cuestión estética. Pero tatuarse un dragón no es para cualquiera".
Los lanzallamas
Ryu, Amphitere, Linworm, Amphisbaena, los nombres de dragón asustan. "Son todos muy lindos, pero este dragón negro me vuela la cabeza", afirma Roberto Vega, venido directamente de la cordobesa Jesús María para disfrutar de las obras de su admirado Ciruelo. Vega contempla en éxtasis el cuadro "híper-irrealista" del gigante oscuro y casi se le pianta un lagrimón: "Lo tuve tres años como fondo de pantalla en mi compu, tenerlo adelante es como tocar el cielo con las manos". El joven mediterráneo no tiene dudas: los dragones existen. "Quizá no con estas formas, que salen de la cabeza de Ciruelo. Si vamos al caso, está el dragón de Komodo, que es el reptil más grande del mundo. En Córdoba también tenemos: si te tomás cuatro vasos de fernet puro, en una de esas empezás a escupir fuego".
El fletero Rubén Valdez y su hijo Dante no dejan mole sin eternizar con sus celulares. "La verdad, no tenía ni idea quién era Ciruelo, me trajo mi pibe –confiesa el hombre de San Martín–. Al final me encantaron, me gustan los colores que tienen en las escamas, parecen cuadros, son una pinturita". Metalero de la primera hora, el transportista asocia la estética dragona con el mundo del rock. No se equivoca. Ciruelo llevó su arte a tapas de discos del violero Steve Vai, del Flaco Spinetta y hasta de Los Enanitos Verdes. "¿Si me gustaría tener un dragón como mascota? Tendría que hablarlo con mi jermu, pero seguro me sale un ojo de la cara darle de comer. Además, si se queda con hambre, me morfa vivo". «
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lunes, 1 de enero de 2018

Pulgar a fondo

En aquella época los pibes todavía jugaban con autitos. El pequeño Alberto Marcolongo no era la excepción. "Uf, tenía pilas: los Dinky Toys, los Solido, todos de colección. Aunque no parezca, soy de una era anterior al Scalextric, de tracción a sangre. No se imagina lo que fue cuando llegó al país, a principios de los '60, ¡una revolución!", recuerda Marcolongo, ya maduro, en las entrañas de AÑEslot, el templo pagano del automodelismo nacional que conduce desde el año 2004. Su vínculo con los bólidos, sin distinción de porte, viene aceitado en su ADN. Su padre, Oscar, fue piloto de Turismo Nacional y director del equipo Fiat. "En mi casa –sentencia– se respiraba mecánica". 
Para Marcolongo, el tamaño nunca importó demasiado. El arribo del novedoso Scalextric, el invento inglés que permitía mover autitos de forma remota, marcó para él el inicio de un romance eterno. "La primera pista se montó acá en 1960, en una Exposición del Automóvil. Fue un boom y no hubo marcha atrás. Desde ese día tengo el hobby", asegura mientras camina frente a las vitrinas repletas de naves forjadas en estricta escala 1:32: Lancias de rally, Volkswagens de calle y Hondas todoterreno. Todos a la venta, en un rango de precios que va de 800 a 2000 pesos. 
Su primera pista, un ocho redondo, la armó en un cuarto de la casa familiar. En la adolescencia fue sumando tramos y amigos pisteros. El segundo circuito que guarda en los boxes de su memoria fue construido en el sótano de un compañero de ruta, escenario de encarnizadas carreras dignas de las 24 Horas de Le Mans. De chico compartía la pasión por las curvas electrizantes con su hermano, después con sus dos hijos y ahora con su nieto. 
Hace exactamente 13 años, un tanto harto de correr la carrera laboral en un coche con patrón, decidió meter freno de mano, independizarse y salir de nuevo a las pistas con un local sobre Scalabrini Ortiz, en Villa Crespo. "Venía de trabajar 30 años en empresas y quise arrancar con algo propio. Este era el rubro que más conocía. Se sumó un amigo y pusimos primera". Al principio compartían espacio con un video club, que lamentablemente despistó. Tuvieron tiempos buenos, regulares y malos, pero los coches nunca dejaron de andar.
El primer y pequeño gran autódromo que construyó, inspirado en un circuito italiano, aún sigue en pie en el local. Doce metros de largo, cinco de ancho y casi 65 de recorrido neto. Tribunas repletas, cómodos boxes, un atento camión de bomberos, laboriosos vendedores de patys y hasta esbeltas promotoras –en rigurosa 1:32– pueblan el diminuto universo. Marcolongo mira con orgullo su creación y hace cálculos dignos de un perito: "Se ve gigante, pero no se deje engañar por la escala. Son menos de 3000 metros de la vida real. Me encantaría tener uno más grande, pero imagínese, para armar un autódromo como el de Monza, de casi 6000 metros, necesitaríamos un hangar". 
La ranura
En 1952 se le prendió la lamparita al ingeniero británico Fred Francis. Llamó al sistema Scalex y usó como prototipo un emblemático Jaguar XK 120. Tuvieron que pasar cinco largos años para que el mundo viera en las jugueterías el popular modelo actual. En ese tiempo, Francis le dio una vuelta de tuerca a su invento: incorporó el sistema de ranuras –slot– por el que los autitos circulan a toda velocidad. Nacía el Scalextric –amalgama de las palabras scalex y electric–, nacía la leyenda. 
"El funcionamiento es bastante sencillo –explica Marcolongo y prepara un Passat para salir al ruedo–. Pero hay muchos factores a tener en cuenta: las diversas relaciones de piñón y corona, el tipo de circuito, los compuestos de las gomas, la suspensión". Señala una vitrina, mini taller mecánico, que cobija cientos de piñones, escobillas, llantas y otros insumos básicos para la actividad. Como en la vida real, hay que poner el auto a punto antes de encarar la competencia. 
El éxito de ventas del primer circuito entre chicos y grandes –con forma de cero– le permitió al ingeniero Francis seguir innovando. En 1960, las pesadas carrocerías metálicas fueron remplazadas por las de plástico ligero. El detalle en la imitación alcanzó entonces niveles artísticos. El Maserati 250 F Grand Prix y el Lotus 16, primeros coches clonados, eran obras dignas de museo. "Fíjese esta Ferrari –ilustra Marcolongo sobre un ejemplar que reposa en la vitrina–, tiene el detalle de las ranuras en la palanca de cambios. El que hace esto es un artista".
El Turismo Carretera es el amo y señor del paladar tuerca criollo, y esa pasión, que aquí es inversamente proporcional al tamaño de los vehículos, también se reproduce a escala. Marcolongo, pulsador en mano y listo para entrar a pista a quemar llantas, muestra los modelos históricos y los más modernos, "desde el Chevrolet de Traverso o el Dodge de Mouras hasta el Ford de Rossi. La rivalidad es la misma. Por ahí viene un cliente fanático del Chivo y no quiere ni tocar un Ford. ¡Y es un simple autito!".
Escala de valores 
Noemí Díaz, la exseñora de Marcolongo, es el otro motor de AÑEslot, la encargada de asistir con lubricada paciencia a los clientes. Conoce al detalle gustos y debilidades de cada uno. Si tuviese que elegir uno solo de las decenas de autos que atesora el local, no duda un instante: su Alfa Romeo 147 verde tornasolado. A Noemí se le iluminan los ojos cuando deja ver el cochecito súper deportivo, conducido por una morocha de anteojos espejados y chalina al cuello, con un aire a mitad de camino entre Isadora Duncan y Grace Jones. "Para mí es más una reversión de Thelma & Louise, por esa cuestión del placer por la ruta", aclara la dama. Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, la miniaturización es una liberación profana, una auténtica salvación por lo pequeño. Noemí coincide con el autor de Infancia e historia: "Reconozco que no tengo una gran muñeca, pero cuando meto el auto en la pista siento una sensación de libertad… como cuando encaro la ruta en la vida real". 
No es por la entretenida competencia. Mucho menos por la banal necesidad de atesorar joyas en miniatura. Para la señora, la clave del hobby pistero permite mantener vivo el niño que todos llevamos dentro. Ahora mira cómo el señor Marcolongo acomoda su autito sobre la pista: "Creo que nunca perdemos la capacidad de jugar".
El pequeño Passat dibuja la S de curvas cerradas y luego encara la recta como una flecha de plata. Pulgar a fondo, Marcolongo lo pilotea con destreza digna de Fangio. "Este no es un hobby para nostálgicos, acá también vienen muchos chicos –cierra el conductor–. Hace unos días, vino un nene con el padre, se puso a ver los coches y de repente me dijo que prefería los que armaba en su computadora. Entonces le pregunté dónde estaban esos autos cuando apagaba la máquina. Se me quedó mirando. El padre me dijo que el nene ahora duerme con un autito en la mesita de luz". «
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