domingo, 18 de febrero de 2018

De acá a la China

Ana Chen está nerviosa. ¿Y cómo no estarlo? Ya son más de las 5 de la tarde y aún no hay noticias de los dragones en la Plaza de los Parques Nacionales Argentinos, abarrotada nueva sede de los festejos del Año Nuevo Chino en Buenos Aires. Tan lejos, tan cerca del histórico China Town porteño, en el corazón de Belgrano. 
Como toda gran anfitriona, la presidenta de Phoenix Dorada Media Company –empresa de capitales asiáticos responsable del ágape– cuida con esmero los pequeños grandes detalles que cobija la celebración máxima de la colectividad. Desde el estrictísimo protocolo en la recepción de las delegaciones diplomáticas hasta la grilla de horarios en que cientos de artistas saldrán al fastuoso escenario montado en el predio. Sin olvidar, por supuesto, a los demorados lanzallamas. "Piense que este es el Año Nuevo Chino con más convocatoria en América Latina. ¿Imagínese si fallan los dragones?", se estremece la señora Chen, al tiempo que cultiva la paciencia zen. 
Pocos minutos después, cuatro coloridos dragones de tela y una jauría de atléticos domadores hacen su ingreso triunfal en la trastienda. Entonces, a la señora Chen le vuelve el alma al cuerpo: "Es que queremos que salga todo perfecto, como cuando uno hace fiesta en su casa, para la familia. Aunque no sé cómo metería 20 mil parientes en mi departamento", bromea la dama llegada a Ezeiza hace exactos 26 años. Antes de seguir con sus tareas, Chen afirma que no le sorprende el éxito de la convocatoria: se esperan más de 60 mil asistentes en los dos días de festividad. Lo conecta con la franca integración entre porteños y migrantes: "Al principio había muchos prejuicios, porque los argentinos no conocían nuestra cultura. Pero ahora nos sentimos unidos, somos un todo". Para el naciente 4716, deja sus deseos: "Es el Año del Perro de Tierra. Imagino a un perro de campo, que corre a toda velocidad. Va a traer mucha riqueza para todo el pueblo argentino". Será cuestión de frenar al canino en su generosa carrera. 
Cuentos chinos
Había una vez una joven llamada Ángela, que un día de 1999 dejó atrás las penurias económicas de su natal Fujian y cruzó el océano para hacerse la América: "Vine del sur de China, del campo. Necesitaba una oportunidad". La encontró en el Once, en el supermercado de unos paisanos. Entre las góndolas, conoció los secretos del comercio. También al padre de sus tres hijas. Génesis, la más pequeña, se maquilla como una muñequita de la dinastía Tang antes de subir a escena. Bailará la antiquísima danza agrícola "Sacando champiñones". 
De los viejos años nuevos en el lejano oriente nunca pudo borrar de su memoria la postal familiar, unida en la limpieza energética del hogar, para dejar atrás las malas ondas: "Acá limpio todos los días, obvio", guiña un ojo la muchacha. Para el gran banquete del 16 de febrero –fecha precisa en que inicia el nuevo ciclo del calendario lunar–, Ángela no se deja ganar por la nostalgia y el paladar de su pago: "Una buena parrillada, nada de arroz, y no puede faltar el pescado". En chino, "pescado" es una palabra que suena igual que "abundancia".
En las decenas de puestos diseminados en la plaza se pueden degustar manjares de la gastronomía oriental: insulsos arrolladitos primavera, potentes shui jiao (ravioles con carne de cerdo), cosmopolitas rolls de sushi y largos fideos, casi interminables. También hay mil y un productos manufacturados que inundan hace décadas el bazar global: abanicos, alcancías, héroes del manga, gatitos saludadores y otras chucherías. Todos con el sello Made in China.
Luciano es uno de los 200 mil chinos que habitan suelo argentino. Viene de una familia de marineros que solían ganarse el pan pescando en el Mar de la China Meridional. Ahora pesca auspiciantes para una publicación de la colectividad. Tiene 23 años y un look súper cuidado, con un aire a medio camino entre el actor Jet Li y el rapero coreano Psy. "Dos días de festejo es muy poco, en China dura dos semanas –explica y se calza sus Ray Ban de dudosa originalidad–. No sé si los argentinos tienen tanto aguante". 
Martín Hsu está a cargo de la filmación del pantagruélico evento. Es hijo de migrantes taiwaneses y un secreto a voces del novísimo cine nacional. Su ópera prima La Salada puso en escena el carácter muticultural –no confundir con intercultural– de la identidad argentina. Un brillante relato coral que narra grandes historias mínimas de un grupo de inmigrantes, en este bendito país de inmigrantes. "El Año Nuevo es un momento que reúne a las familias. Mi madre ahora está en Taiwán, voy a llamarla el 15 para saludar". 
Sobre el Perro de Tierra que se acerca, Hsu deja de lado los vaticinios: "Los chinos son muy supersticiosos. A mí me divierte un poco lo del horóscopo. Pero si el Perro me ayuda a terminar el documental que estoy filmando… bienvenido sea". 
Argenchinos 
Para el brindis, olvídese de la burbujeante copa de champán. El Año Nuevo Chino ofrece otras variantes, como las delicadas tacitas de té. En su puesto, el doctor Luis Alcán Cañete, director de la Sociedad Tea Style, da clases magistrales sobre los 2727 años de historia que comparten el pueblo chino y la planta milagrosa. Sus conocimientos también abarcan el arte de la porcelana: "Piense que los occidentales tardaron más de un siglo en alcanzar la fórmula de la pasta dura. Mire esta obra de arte", dice y luego exhibe una diminuta tetera, digna pieza de museo.
Sobre el escenario, los alumnos de la Escuela Shaolin Argentina empiezan el año a las patadas. Daniel Vega y su señora Yamila Melillo son los sensei del pelotón de guerreros criollos. La pareja ha consagrado su vida a la práctica del kung fu shaoling. Incluso pudieron visitar la meca de la disciplina, en la provincia de Henan. Forman parte de un linaje de monjes luchadores que data del siglo XIII. Las piruetas que ensayan sobre las tablas dan fe de sus altos títulos: "Se va el Año del Gallo de Fuego, que tuvo una energía peleadora. El Perro es más tranquilo –advierten–. Igual, como buenos guerreros, siempre hay que estar atentos, con los sentidos bien despiertos".
El desfile de los dragones marca el punto más alto de la jornada. Los muchachos de la Asociación Lung Chuan lo saben de memoria. Llevan una década participando: "No somos de la colectividad, y por eso al principio tuvimos que ganarnos el espacio. ¿La receta? Mentalidad china, pura paciencia", asevera Germán Bermúdez, coordinador de los 70 danzarines, ocho leones y cuatro dragones que integran el staff. Listo para salir al ruedo, Bermúdez apunta: "Somos los que traemos la alegría, la energía para empezar el año con todo, bien arriba". Luego, con sus colegas elevan el dragón de tela y se pierden en la multitud. En un pogo milenario.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 12 de febrero de 2018

Los Laureles

Doris Bennan pertenece a una especie en extinción: la bolichera que vive en su boliche. "Allá en el fondo está la vivienda. Soy bolichera con todas las letras", afirma la dueña orgullosa y alma máter del histórico bar Los Laureles. Decimonónico, popular y sobre todo bien tanguero. Apostado en el sur último de la ciudad, el bodegón notable que comanda acredita ¡124 años! de historia bien servida sobre sus mesas. 
"Si tiene dudas, ahí en la pared están colgados los planos originales. El local abrió como pulpería en 1893, cuando esto era puro campo, aljibe y tranqueras. Al poco tiempo se convirtió en almacén de ramos generales y después en un espacio de bar y billares. En esos años, los barrios estaban poblados por estos boliches. Casi todos corrieron la misma suerte. Cerraron y quedaron en el olvido". Los Laureles resiste estoico como el último guapo del 900, en el cruce de la avenida Iriarte y la adoquinada Gonçalves Dias. Una de las esquinas más bellas de Barracas. Quizá también de Buenos Aires.  
La peña de los viernes es un clásico de clásicos del establecimiento. A las 9:30 de la noche, los parroquianos comienzan a apersonarse en el boliche bien emperifollados. Antes de que comience la acción en la pista, Bonnen disfruta un abundante plato de sorrentinos, uno de los tantos manjares de la generosa carta. Confiesa que antes de hacerse cargo del bodegón no tenía pedigrí tanguero: "Vengo de otro palo, más rockero, soy productora de espectáculos hace 35 años. Pero usted sabe, el tango siempre te espera". Hace justo una década, le ofrecieron alquilar el local, que estaba a la miseria, a punto de ser demolido. En un primer momento pensó en abrir un espacio dedicado al rock, pero las charlas con los vecinos le hicieron pegar un volantazo: "Me contaban de la vieja feria de frutas y verduras. Traían sifones, cubiertos, discos de pasta... Y sobre todo me hablaban de los músicos que venían: Eduardo Arolas, Anselmo Aieta, Enrique Cadícamo y Ángel Vargas, que era vecino y se crió entre estas mesas. Este lugar pedía tango". 
Pero no sólo de tangueros vivió el bodegón. Fue tribuna de doctrina política y escenario de tórridos debates entre conservadores y socialistas. Dicen que Alfredo Palacios era comensal habitual. Llegaba caminando desde la Casa del Pueblo de la calle Alvarado, siempre bien acompañado por Benito Quinquela Martín. Entre bocado y bocado, el autor de la "Ley de la silla" se ponía de pie y disparaba certeros discursos contra el régimen oligárquico. 
Otros luchadores, más duchos con los puños que con la palabra, también visitaban el local. Barracas es barrio de boxeadores: Tito Saenz, los hermanos Cañete, sólo para nombrar algunos. "Y no se olvide de Gatica –agrega la dueña y señala una mesa junto al tocadiscos–. Se ubicaba en la ochava, para recibir a los comensales. Así se hacía unos pesos, porque estaba proscripto, en la lona". A estos gladiadores y sus imaginarias coronas debe su nombre Los Laureles. Sus retratos en guardia siguen dando pelea en las paredes del boliche.
Antes de que arranque la ronda de cantores, Bennan recorre sus dominios: "El mejor piropo que me hacen los clientes es cuando me dicen que al entrar se transportan en el tiempo, vuelven a ser jóvenes. Acá el pasado sigue vivo".
Grandes valores 
Mauricio Díaz es un joven de la vieja guardia. Tiene 42 años, pero cultiva un look digno de los muchachos de antes, sin gomina. Bigotito sardina, timbos lustrosos y guayabera bien planchada. "Hace 30 años que empilcho así. No usé nunca un vaquero, menos zapatillas. Con este lorca, la guayabera es ideal. Salgo impecable de la pista". 
Díaz cuenta que a los 8 años, escuchó en la radio de su abuelo la más maravillosa música, que es la voz de Carlos Gardel interpretando "Tomo y obligo". Desde ese día consagró su vida al tango. Es historiador del género, coleccionista –tiene más de 10 mil discos en su casa–, organizador de milongas y, por supuesto, cantor: "Es difícil ganarse el mango, pero yo vivo por y para el tango. Es un orgullo laburar acá, porque Los Laureles son un cacho de historia". Esta noche también despunta el vicio del DJ en el inmortal combinado Ken Brown: "En una tanda que no falla meto Troilo del '40, algo de Tanturi y Pugliese. Una patada en la silla para que salgan a bailar". 
Cuando termina de cantar "Qué me van a hablar de amor", Marcela Prado recibe el aplauso cariñoso de la tribuna. "Esto es un hobby, venimos todos los viernes con una barra de amigos, la hinchada. Al principio me daba vergüenza cantar, pero ahora es una fija", cuenta la dama de 57 años, que se gana la vida como médica y periodista. Su pasión por el 2x4 viene desde cuando peleaba con sus hermanas para ver en la tele Grandes valores del tango. 
Como intérprete, Prado se mira en el espejo de las "minas con voz grave", como Beba Bidart. También envidia a la Merello, aunque dice "que no llega ni a la tapita del taco" de la eterna Tita. "¿Si esto va a morir? Sabe cuántas veces quisieron matar al tango. Cada día se acerca más gente joven. Mire cómo bailan".
En el boliche, conviven sin complejos los caballeros de riguroso saco, los coloridos turistas que se le animan al suburbio y muchos jóvenes de chupines y barba hipster. Al final de la noche, siempre triunfa la elegancia. 
Con 76 años recién cumplidos, Norma García está a punto de tener su debut triunfal en la peña de cantores. Es mendocina, llegó a la Reina del Plata en el '91 y canta en peñas desde que tiene uso de razón. Aunque la encasillaron en el folklore, es una dama del tango. "Está en mi biografía. Soy una mujer con padres de antes, que querían a la hija cocinando y planchando. Pero yo me largué nomás. Disfruto el sabor del aplauso, siempre con el micrófono en mano, ese fierrito bendito que asusta a más de uno". 
Norma lubrica su garganta antes de entrar al ruedo para cantar su versión aguardentosa de "Whisky". Como si recitara un fragmento de la Summa de Santo Tomás de Aquino, la mujer predica: "En esta ciudad, el tango está en el aire, en los adoquines, en los taxis. Existe en todos lados. El tango es Buenos Aires".  
La Calandria de Pompeya 
A Julio César Fernán le sobran pergaminos de la academia del tango. Cantó con todos: Troilo, Goyeneche, Hugo del Carril y siguen las firmas. También animó las veladas del mítico Bar El Chino de Pompeya por más de 15 años. Desde hace seis capitanea –llueva o truene– la peña de los viernes: "Este lugar tiene 'el ángel', querido. La mística heredada del Chino", asegura, al tiempo que acelera una milanesa a caballo con papas fritas que es una pinturita. "¿Hasta cuándo voy a cantar? Qué sé yo, pibe, hasta que dé la voz. Mi vida es esto".  
Si los parisinos tuvieron a Edith Piaf, el "Gorrión de París", los porteños atesoramos a Inés Arce, "La Calandria de Pompeya". La pequeña gran cantante, esta noche ataviada de elegantísimo vestido largo en tono dorado, es el plato fuerte de Los Laureles. Hace un rato se despachó con una versión de "Nostalgia" que hizo delirar al barrio entero. En pocos minutos tiene su segunda entrada al escenario: "No, nunca me canso de cantar. Si me dejan, me mando diez piezas seguidas". 
Sapiente ex obrera textil –trabajó por décadas en la fábrica de medias Carlitos–, La Calandria bordó una carrera sólida en el circuito de milongas porteñas. Con 91 pirulos recién cumplidos, es toda una institución. Su canto atrae fanáticos de Europa, Japón y más allá. Antes de abrir las alas y volar hacia el centro del salón, revela su mayor secreto: "Yo estoy recontrahecha, muchacho. Sólo quiero seguir cantando. ¿Sabe qué es la fama? Que me sigan aplaudiendo todos los viernes en el boliche".  «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 5 de febrero de 2018

En bolas

El dueño del parque temático naturista Palos Verdes predica con el ejemplo: recorre sus dominios como su madre lo trajo al mundo. “No soy un fundamentalista, para nada. Por ahí usted viene otro día y me encuentra vestido. Pero quién se aguanta las bermudas con este calor”, interpela Ricardo Peralta, de vitales 75 años. Después saluda con la mano a una parejita libre de atavíos que se encamina a un lago artificial custodiado por sauces frondosos, olorosos eucaliptos y algún que otro espigado álamo. Una copia fiel del edén en el oeste del Conurbano. “Todo esto que ve lo hice yo, como decía Churchill, con sangre, sudor y lágrimas. Plantamos los árboles, hicimos las piletas, diseñamos los caminitos: me rompí el lomo para levantar esto”, dice Peralta de su obra cumbre, el icónico espacio “no textil” que le da de comer hace década y media. 
Como en la teoría del Big Bang, la génesis de este paraíso nudista fue obra de una gran explosión. El crac económico que en 2001 desnudó las miserias del neoliberalismo. “Acá teníamos una fábrica de ladrillos, pero con la crisis estalló todo por los aires, y había que seguir comiendo –explica Peralta–. Y el hambre da ideas.” De las seis hectáreas del predio hizo un camping turístico, primero para el público estudiantil y después para jubilados. La fortuna no le sonreía, hasta que un conocido de su ex mujer le acercó la fórmula molotov: “¿Y si probás con un campo nudista?” 
Con una mano adelante y otra atrás, Peralta puso manos a la obra, en un terreno casi virgen de Moreno: “Yo sabía tanto de nudismo como de astronáutica. Una sola vez había visto una playa nudista en Brasil, y a 200 metros. Las personas parecían hormigas.” Acondicionó la ex fábrica a contrarreloj. Publicó un aviso diminuto en Clarín: “En mi casa tenía dos teléfonos. Ese día no dejaron de sonar. Me di cuenta de que acá había un buen negocio.” 
Palos Verdes abrió sus puertas en octubre de 2002 sin bombos ni platillos. “Éramos cuatro gatos locos: una parejita, una amiga y quien le habla. De los que llamaron, ni uno”. Peralta no desesperó. Recién con la llegada del verano, el boca en boca surtió efecto: “Finalmente la cosa se levantó –dice, pícaro–, y con los años fui aprendiendo los códigos. Hay gente que quiere estar en contacto con la naturaleza, pero también llega mucho público swinger y gay, que antes eran muy discriminado y no tenía espacios. Este es un lugar muy libre, pero de mucho respeto. Vienen desde una mucama que trabaja en el barrio privado de acá al lado hasta un juez. De alguna manera, el nudismo unifica a las clases sociales. En bolas somos todos iguales. Acá no hay grieta.”
La vuelta a la naturaleza
Peralta otea el ojo de agua artificial bautizado “El Río de los Sueños” y rememora viejas épocas: “Tengo la imagen grabada de una parejita que llegaba en su Mercedes Benz, abrían un champancito y se metían al lago. Era la vuelta a lo natural.” Este domingo tórrido, los visitantes, más de cien, repiten el ritual de lo habitual: disfrutan de un buen asadito, del baño de sol y de la piscina semiolímpica con cascada.
El pase diario cuesta 400 pesos. Miguel, ex obrero de la planta, está a cargo de la recepción. Hace un alto en su agitada faena, pita un Parliament y explica que su adaptación al nuevo modelo de negocios fue gradual: “Imagínese, pasé de fabricar baldosas a atender gente desnuda. Antes me chocaba ver a una mujer tomando sol en bikini en una plaza del centro. Y ahora, converso con mi jefe en pelotas y ni me mosqueo”. 
Roberto es un habitué de la casa. Sus primeros pasos en el gremio los dio a principios de los años setenta, en las playas del Lago Constanza, en la triple frontera de Suiza, Austria y Alemania: “Me tiré una siestita y al despertar estaba rodeado de familias enteras que conversaban, comían y jugaban a los naipes completamente desnudas. Lo primero que atiné fue a sacarme la pilcha: porque el que desentonaba era yo.” Desde aquel día, quedó fascinado con la práctica. “En el nudismo no existe la discriminación. Acá tienen espacio el flaco, el gordo, el joven, el viejo, la mujer de tetas caídas y el hombre con un abdomen generoso como el mío. Yo tengo 74 años y hace 40 que estoy en esto. Somos como una gran familia”, cierra este nudista de vieja escuela y enfila hacia el poblado tanque australiano, pegadito al “Monumento a la Virilidad”. 
En la última década y media, con pizcas de inventiva, reciclado y juego cómplice con los parroquianos, Palos Verdes sumó diversos atractivos. Desde los senderos verdes bautizados “De la pasión” y “Ho Chi Minh”, rodeado de vigorosas cañas de bambú, hasta el “Retiro espiritual de Tarzán y Juana”,  el “Centro Cultural Oscar Wilde” y el “Templo de la Diosa Afrodita”, el aún abrasador horno ladrillero, hoy acondicionado para el sexo grupal. Los visitantes pueden pernoctar en el hotel, con espacio comunitario, buffet, un sofá de 10 metros de largo y habitaciones con camas de tres plazas pensadas para la comodidad de varios huéspedes. Los cuartos tienen disponibilidad de uso libre durante el día. Mantener la puerta abierta es señal de invitación a participar, mantenerla cerrada es signo de que los de adentro quieren privacidad. Una ley suprema es el código de convivencia del parque: “Sí quiere decir sí. Y no quiere decir no.”
El almuerzo desnudo
Tiras de asado, chorizos, morcillas, chinchulines crocantes, lomos jugosos. El banquete está servido. En la zona dedicada a las parrillas la camaradería es ejemplar. “Bueno, tampoco idealicemos tanto. Acá muchos le van a decir que esto es el paraíso, pero no es muy distinto al afuera. Es la sociedad que los fines de semana se mete acá adentro: gente normal, pero sin ropa”, reflexiona Eduardo, un herrero que disfruta del sol y de un buen vaso de tinto junto a las brasas. Lo acompaña Erika, su pareja de bronceado perfecto. “Somos del palo swinger, donde el cuerpo es muy importante. Pero ahora estamos en otro viaje”, dice el morocho, se ríe y frota su generosa panza.
“El Perro” es un músico que no precisa un vestuario ostentoso para hacer gala de su virtuosismo. Sube a escena pelado de indumentos, acompañado por su infiel saxo, y arremete con el eterno “Summertime”. “Acá todos tenemos la misma idea: compartir en la naturaleza. Yo pongo la música, otro hace masajes, aquel enseña a bailar. Este no es un lugar de búsquedas, es más un lugar para reencontrarse con uno mismo. Eso es el naturismo.” 
A pocos metros, Norma Díaz reposa feliz bajo el sol tremendo. Nudista con mil y una historias, recuerda sus andanzas en playas de Uruguay y Brasil. Dice que rinde culto a la fe naturista hace más de 25 años: “Vida sana, gimnasia, es toda una cultura”. Le pone el cuerpo todos los días: “Los que estamos acá tenemos como una doble personalidad. Nos gustaría estar afuera como estamos acá adentro. Pero desgraciadamente tenemos que ser hipócritas. Una vez que franqueamos aquel portón y encaramos la ruta, tenemos que ser otros. Si usted quiere hablar con la verdadera Norma, la tiene delante. En bolas.” «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá