lunes, 28 de agosto de 2017

Cuando el viento sopla

Mientras dirige la batuta, Omar Federico sopla una zanka y golpea el bombo con milenario fervor. Al hombre orquesta lo custodian sus compañeros de la agrupación Wayra Q' Qantathi. Frente a una tórrida fogata, suspiran con sus sikus la postrera kacharpaya, como se llama a la fiesta que despide el carnaval. 
Pocos pasos más allá, decenas de bailarines giran en ronda, tomados de las manos. La imagen parece sacada de algún festejo en las alturas de la Puna. Pero si uno ajusta la mirada descubre que no hay cerros de siete colores sobre el horizonte, sólo el gris paredón del cementerio de la Chacarita como fondo.
"Para los que amamos la sikuriada, este encuentro demuestra que la cultura de los Andes también existe en Buenos Aires. Le aseguro que no tiene nada que envidiarles a las fiestas mayores que se hacen cerca del Titicaca", explica agitado Federico, motor fundador de la banda originaria de Parque Patricios. 
No se equivoca. Con 13 ediciones en su historial, el Mathapi Apthapi Tinku se ha transformado en convite obligado para los cultores de la música andina en el llano: migrantes llegados de Jujuy, Salta, Bolivia, Perú, Chile y Colombia, pero también cientos de bonaerenses y porteños de ley. 
Federico es uno de ellos. Su flechazo con los ritmos del Altiplano se dio a principios de los '80. "Venía de otro palo, más pesado. Me tiraba más una Fender que una zampoña –bromea–. Coleccionaba long plays de Zeppelin, Purple y Black Sabbath. Pero por curiosidad fuimos con un amigo a ver un recital en Canal 13. Tocaban Jaime Torres, Chabuca Granda y Domingo Cura. Fue un clic. Dejé los riff rockeros y arranqué a tomar clases con un músico salteño." 
Federico formó parte de muchas agrupaciones, se transformó en maestro de sikuris y dedicó su vida a descifrar los secretos de la saya, la diablada, la morenada, la cueca y decenas de géneros más. Con los años, pero sobre todo con la práctica, aprendió que el virtuosismo individualista no tiene espacio en la sikuriada. "Lo importante es sentirse parte de una comunidad", explica. "El siku no puede tocarse solo, necesitás compañía. Cuando soplamos las cañas, estamos conversando. Es un diálogo comunitario."  
Festejos y contrafestejos
El jujeño Marcelo Torres llegó a Buenos Aires en el '79 con una valija repleta de sueños. Y de sikus. "Vine a estudiar para técnico electromecánico. Y en los ratos libres, para engañar a la nostalgia, me juntaba a tocar con otros paisanos", evoca uno de los organizadores históricos del encuentro. Por esos años, los migrantes andinos y su cultura eran despreciados por los porteños: "El siku era mal visto. Así que decidimos juntarnos, armar bandas en el Centro Kolla y salir a la calle." En 1992, el contrafestejo por el quinto centenario sembró la semilla del Mathapi. Arrancaron con tres agrupaciones. Este año dan espacio a más de 40. Que el Parque Los Andes sea el espacio que los recibe no es casualidad. "Acá estuvieron nuestros hermanos del Malón de la Paz, cuando vinieron a reclamar sus tierras –destaca Torres–. No nos juntamos para hacer música y punto. Los aymaras, los quechuas y los kollas queremos mantener viva nuestra cultura, nuestra historia."
Mariana Barrios, hija de migrantes andinos, es una de las que pone el cuerpo en cada edición. Integra la agrupación Ayllu Sartañani, "comunidad, levantémonos" en aymara. "La idea es levantar los sikus para pelear contra el capitalismo, contra este sistema que nos alejó de la armonía que teníamos con la naturaleza", cuenta la joven y convida un puñado de hojitas de coca. Al Mathapi vino con sus hijos, apasionados de los italaques y los taquiles desde la panza: "Con Sartañani hacemos mucho trabajo en las escuelas, para que los chicos no sientan vergüenza de sus orígenes. Es importante contarles la verdadera historia, la que escribieron Bartolomé de las Casas y Galeano. Acá hubo un genocidio y no un crisol de razas. No se puede tapar el sol con un dedo." Antes de despedirse, señala un pasacalle colgado en el parque, que grita por la libertad de los presos mapuches y la aparición con vida de Santiago Maldonado: "Antes decían que no éramos humanos, nos llamaban salvajes. Ahora dicen que somos terroristas, violentos, usurpadores. Como le dije, hay que tener presente la historia. Para que no se repita. 
No se baila así nomás 
Multicolores wiphalas flamean en el parque. Las familias se agolpan frente a los puestos que ofrecen empanadas salteñas y manjares más sofisticados, como la vanguardista pizza de quinua o el meloso licor de coca. El elixir es obra de Franco Rizzuti, un cocinero de raíces ítaloargentinas y corazón quebradeño. "Es un proceso artesanal, lleva justo un año de trabajo. De agosto a agosto, porque le pido permiso a la Pachamama", cuenta y ofrece una copita, previa ch'alla obligatoria. Agrega que quiere desmitificar el consumo de la sagrada hoja del inca: "Lo dice el Evo y yo lo repito: la coca no es cocaína". 
La idea de reciprocidad e intercambio, que circula en los Andes desde tiempos inmemoriales, cobra vida en Chacarita. "Aunque estemos en un espacio urbano, este es un auténtico apthapi, la comida comunitaria que realizan los agricultores cuando terminan su faena. En el campo, se tienden aguayos y cada uno aporta lo suyo. Todo el mundo comparte, nuestra cosmovisión rescata la solidaridad", explica el sociólogo boliviano David Mendoza Salazar. El académico llegó desde La Paz, la capital aymara del mundo, para brindar una charla abierta sobre las mil y una danzas que florecen en los cerros. Su última obra se titula No se baila así nomás. Mientras mueve el esqueleto al ritmo de las zampoñas, confiesa que su ritmo favorito es la moseñada: "Se baila en la época de jallupacha, de fertilidad, para que la tierra dé sus frutos. Es el tiempo en el que bailan las flores y las papas."
Marta Arapa es la bailarina número uno de la filial local de los Intercontinentales Aymaras de Huancané. La agrupación peruana es una de las potencias de la superliga de sikuris. "Los argentinos han empezado a valorar nuestra cultura –reflexiona–. Nosotros somos muy querendones de las costumbres de este país. Y me gusta que el amor sea recíproco. No se olvide de que todos somos hermanos." La señora Arapa luce larguísimas trenzas, camisa naranja, pollera verde trébol y un par de abarcas todoterreno. Al bailar, hace girar los wichi-wichi que lleva en sus curtidas manos. De su Puno natal, confiesa, extraña los atardeceres junto al sagrado Titicaca y los suculentos platos de pejerrey, arroz y papines. También los kilométricos festejos en familia: "El peruano es de mecha larga –se despide antes de salir a escena–. Baila, toma, baila, come, duerme y vuelve a bailar. El peruano no muere fácilmente".«

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 21 de agosto de 2017

Tiempo del firulete

Parece de manual, pero el día empieza con "El arranque". En el predio de La Usina del Arte, el clásico inoxidable de Julio De Caro es la banda de sonido que da la bienvenida a los bailarines. Mañana diáfana en La Boca. Horario difícil para las parejas de milongueros que, agitadas pero sin perder un gramo de elegancia, apuran el paso para llegar puntuales a los camarines. En pocos minutos se largan las rondas clasificatorias del Mundial de Tango. Este año, el evento capital del 2x4 reúne a 636 parejas: los grandes valores del tango nacional pero también uruguayos, japoneses, daneses, ucranianos... Cuarenta y ocho naciones dicen presente.
"Nosotros preferimos tomarnos nuestro tiempo, señor. No sé para qué tanta corrida. El tango siempre te espera", asegura Ignacio Giannini,  pergaminense, con la máxima de Troilo como dogma de fe. Su partenaire, la chilena María José Garcés, apura un mate amargo y con dulzura da las últimas pinceladas de base sobre sus mejillas. Aunque bailan juntos desde hace un mes y monedas, sienten que se conocen de siglos. "El tango tiene mucho de magia. Si es por bailar, uno va a la milonga y baila con cualquiera. El hechizo empieza cuando conectás. Creo mucho en la ley de atracción, y les pedí a los santos del tango para que me trajeran a Ignacio. Al final se hizo el milagro", asegura la devota trasandina. La parejita ensaya un firulete y revela sus armas secretas: "Miles de horas de práctica, dar amor sobre el escenario y, para alejar la mufa, encomendarnos a San Pugliese. Nunca falla." 
Sophia y Nicolás juran y perjuran que en su Corea del Sur natal, el tango pelea cuerpo a cuerpo en popularidad con los caballitos de batalla del marketinero K-POP. A lo sumo, arriesgan, pierde por una cabeza. Desde hace años, Nicolás se gana el mango como profesor de baile en una academia en las afueras de Seúl. Con serenidad oriental y mínima labia porteña, transmite a sus pupilos los secretos de la danza rioplatense. Hoy lleva el 179 prendido como un abrojito en su saco oscuro. Cumple el sueño de debutar en la meca del ritmo. "Esto es como el final de un largo viaje, que comenzó hace 20 años, cuando escuché 'Nada', por la orquesta de Di Sarli. En el escenario voy a tratar de sentir la música como la primera vez."   
Nosotros dos
En el auditorio de La Usina, las parejas giran como el mundo. Compiten en dos categorías: la tradicional Pista y la versión más vanguardista en su formato Escenario. Ahora es el momento de los puristas. Como corresponde a un código básico de la milonga, van trasladándose por el borde de la pista en sentido contrario a las agujas del reloj. Le sacan viruta y chispas al piso. "Cuando arranca la música, se borran el tiempo y el espacio. Siento las piernas de ella, cómo se conectan y desconectan con el piso. Se da como una 'fusión molecular'. El tango tiene mucho de química", explica Filippo, un italiano con un aire a Franco Nero, que participa en el Mundial junto a su esposa Katerina. Si tuvieran que escribir un libro de los abrazos que compartieron en las milongas, la noche del 10 de junio de 2011 tendría un apartado especial: "Yo tuve muchas parejas de baile –asegura la morocha milanesa–. Pero ese día Filippo me cabeceó, salimos a la pista y no nos separamos más. Me lleva, pero sobre todo me siente. Por algo es mi marido". Ante el desafío de clasificar a las semifinales, enfrentan un dilema existencial: "Es que este domingo nos invitaron a una parrillada –confiesan–. Se va a poner difícil elegir si venimos a bailar o si nos comemos un rico asado." 
Poco antes de salir a escena, los jujeños Marcelo Torres y Edith Salazar lucen su pinta ejemplar. Traje azabache y a finas rayas para el caballero, con el detalle de la corbata rojo punzó haciendo juego con el apretado vestido shocking de la dama. "Los diseñó una modista amiga allá en El Carmen, de donde somos. Y una prima se encargó del bordado de los detalles de las piedras fantasía. En la fiesta del tango queríamos estar de gala, con un look bien pasional", cuenta la veinteañera. Aunque hoy los une el tango, los norteños se conocieron bailando zamba, en la Fiesta del Quesillo de San Antonio. "No nos importan las diferencias, nosotros bailamos –dicen a coro–. Cuando entramos a la pista, es como que compartimos el mismo lenguaje. Y solo hablan los cuerpos." 
Con su moño al cuello, Leandro Benítez rinde homenaje al oficio que le permitió conocer Buenos Aires y debutar en las grandes ligas. "En Chilecito soy mesero. ¿Dígame si no estoy buen mozo?", pregunta el muchacho entre risas. Lo marca de cerca Anabel Gutiérrez, su novia y pareja de baile estable. "¿Sabe?, a los que dicen que el tango es machista, porque la mujer se deja llevar, les digo que no sean tan anticuados. El tango es comunión", cierra la señorita, al tiempo que le estampa un amoroso piquito a su prometido.
Guardia vieja
El camarín es Babel en plena ebullición. Todavía lejos de la pista, las parejitas practican osadas quebradas. El profesor Gustavo Sorel acompaña a sol y sombra a sus discípulos. "Les doy una charla técnica y les explico los 'yeites'. Los jueces están muy pendientes del reglamento: no se pueden hacer boleos altos y hay que estar atentos con los enrosques... Pero lo más importante es que disfruten", asegura el hombre, nacido y criado en un bulín de San Telmo. Atesora un pedigrí tanguero curtido en salones de los cien barrios porteños. "Arranqué en los '70, cuando era estibador en el puerto. Mis compañeros me llevaban a las milongas de la Isla Maciel. Eran lugares non sanctos, de avería, donde te proponían bailar un tanguito y algunas cosas más", evoca. Después de aquellas iniciáticas incursiones al bajo fondo, Sorel sentó cabeza, tomó clases con los referentes, estudió al dedillo la danza, la anatomía y los códigos del lunfardo. Ahora es todo un profesional: "A mis alumnos les doy un solo consejo: estudien con el que estudia."  
José Meno es un auténtico guapo del 900, miembro de honor de la vieja guardia porteña. "Señor, yo siempre participo en tango Pista. Escenario es un curro for export, un cuentito para los europeos", asegura el varón de Almagro. Entra a la cancha relajado, con el 235 tatuado en la espalda y un prontuario milonguero grande como una casa. Frente al espejo, se retoca el jopo engominado: "Uno no sabe qué va a bailar, pero si pudiera elegir, no lo dudo, que suene 'Mala suerte', el himno nuestro. ¿Lo conoce? Es ese que dice: 'Yo no pude prometerte / cambiar la vida que llevo, / porque nací calavera / y así me habré de morir. / A mí me tira la farra, / el café, la muchachada, / y donde hay una milonga / yo no puedo estar sin ir.'" «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

martes, 15 de agosto de 2017

Todo un palo

La llanura llega lustrosa hasta el horizonte de palos. El hombre otea la lejanía y medita el tiro unos segundos. "No hay que dejar que un pino tape el bosque", filosofa Néstor "Bucky" Nicolini, erudito jugador de bowling, al tiempo que acaricia una bocha con devoción, en las instalaciones de la Sociedad Italiana de Tiro al Segno, Sitas, en el corazón de El Palomar. "Hay que tener muchos factores en cuenta, como los efectos de la bocha –asegura–. Pero la clave es conocer bien las canchas: de madera, sintéticas, laqueadas...  Hay lugares muy difíciles. Tranquilamente puede llevar 20 años dominar el terreno."
Nicolini es un baqueano experto en la geografía de las boleras nacionales. Con 63 años sobre el lomo, lleva más de 40 derribando bolos con la potencia de sus bombazos. Su fervor por la disciplina de palo chico arrancó en los '70, años tórridos de la primera "fiebre del bowling" en estas tierras. Su bautismo de fuego fue en el club Morón. Con la vuelta del general Perón al país, Nicolini y su barra de amigos resignificaban una de las máximas justicialistas: iban de casa a la bolera y de la bolera a casa. "Estaban los clubes, pero también empezaban a proliferar las confiterías. Era una salida económica, bien popular. Te tomabas una gaseosa, comías un sánguche y jugabas unas líneas por menos de 2000 pesos moneda nacional, dos fragatas", recuerda, mientras calibra el primer tiro de la noche.
El grupo empezó bien desde abajo, en la tercera división. Un directivo de Morón les vio pasta de campeones y propuso federarlos. Dieron el batacazo y ascendieron sin transpirar. Dos años después, a puro strike escalaron a la máxima categoría. Nicolini dio un paso al costado cuando hicieron cumbre: la colimba, los estudios en la UBA y el trabajo docente lo alejaron por casi diez años de las canchas. Pero, se sabe, siempre se vuelve al primer amor: "Me reincorporé en el '85, en la mítica bolera Thaler, cerca de la estación. Armé un equipo y no paré hasta hoy." Durante la segunda gran ola del bowling, en los '90, paseó su magia por canchas de todo el país: Mendoza, Necochea, Saladillo. Ganó todos los torneos habidos y por haber. Cerró la década concretando el sueño del pibe: abrió la bolera propia en San Nicolás. El boom del bowling se empezaba a quedar sin pólvora. Y el crac de 2001 lo dejó nocaut: "Fue un golpazo, desapareció la clientela, casi pierdo la casa." Un auténtico strike en contra.
El yerro económico no lo alejó ni un milímetro de su pasión. Hoy trabaja en las canchas del Sitas y mantiene intacta la puntería. Nicolini toma carrera con elegancia, lanza la bola y se carga a la familia entera de palos. Antes de despedirse, enciende un rubio y recuerda su partido perfecto: "En el Palo de Oro, que se jugó acá. Hice 238 puntos, una locura. Lo más cerca que estuve del número perfecto."
Palo bonito
En pocos minutos, arrancan los cuartos de final de la Copa Federación, uno de los encuentros cardinales del bowling porteño. Rigoberto Sosa, presidente de la Federación Metropolitana, apura los últimos preparativos, antes de que los equipos den inicio al sagrado ritual de las líneas.
La institución congrega a los fundamentalistas del palo chico, el duckpin, la versión con más historia en nuestro país, frente al modelo globalizado –palos largos y bolas de siete kilos– que gana terreno desde los noventa. La tradición es también fuerte en Uruguay, Canadá y los Estados Unidos, donde se realizan torneos desde 1896. "No lo dudo, en la Argentina reina el palo chico. Será por nuestra forma de ser, de compartir. El palo grande es más individualista. Acá gana el compañerismo, el equipo", asegura Sosa.
Con algo de nostalgia setentista, recuerda sus rateadas del trabajo para regalarse un par de líneas en Palo Cero, una bolera que estaba enclavada en Bartolomé Mitre y Callao. Buenos Aires era la ciudad de los bowlings, había más de cien: "Ahora no hay tantos, y la gente joven no se acerca como antes. En el interior es otra historia, ahí está el semillero." A la hora de definir su estilo de juego, Sosa recupera las enseñanzas del uruguayo Héctor "Gurí" Guerrero, genio y figura del deporte bajo techo: "El mejor de todos los tiempos. Un innovador que entendía al bowling como una actividad creativa. Acá no es voltear palos y nada más, no es tan fácil. Y eso es lo que me hace latir el corazón cada vez que entro a la cancha."
Marta Bartolosi calienta su muñeca en la cancha 3, sin perder ni un solo gramo de glamour. Llegó al mundo de los palos cuando conoció a su marido: "Era fanático. Yo lo acompañaba, no jugaba. Estaba como intrigada y no entendía demasiado. Era un espacio de encuentro social donde reinaban los caballeros, eran pocas las mujeres que se animaban." Bartolosi demoró casi una década en pasar al otro lado del mostrador. Un buen día se anotó en la categoría damas, armó un equipo en el Sagitario de su Ramos Mejía natal y quedó prendida para siempre. Para las jugadoras, resalta, es más importante la maña que la fuerza: "No hay con qué darle a la técnica: una bocha bien colocada voltea todos los palos." Aunque comparte el lecho y las canchas con su esposo, Marta no mezcla los tantos: "No me gusta que me ande dando instrucciones. 'Que corré por acá… que tirá por allá'. Yo lo amo, pero tengo mi propio estilo."
Línea mortal
No hay dudas, el deporte hermana. Para muestra, basta con asomarse a la cancha 1. El equipo que conforman Daniel Alvarado, representante de Huracán, y Javier Alcoba, de San Lorenzo, deja en el olvido las añejas disputas de los enemigos íntimos. "Eso es puro folklore. Acá demostramos que lo importante es la amistad, y no las chicanas de barrio", asegura Alvarado, un morocho bien conservado, nacido y criado en Parque Patricios. Su joven compañero cuervo agrega: "Se vive algo muy lindo en el bowling. A mí me hizo conocer gente de todo el país. Voy a Tucumán, Miramar o Rosario y siempre están las puertas abiertas."
Hoy los espera una parada difícil. Enfrente hay un potente combinado que mete miedo: dos jugadores muy precisos que representan al Sagitario y a Bella Vista. Luego de miles de combates, Alvarado dice que está tranquilo. El quemero sabe más por viejo que por diablo. Nada de roscas, contrarroscas ni efectos combados. Su arma secreta es el bowling añejo: "La vieja escuela, señor. Caminata de tres pasos y la insuperable bocha deslizada." El pibe Alcoba es más pragmático: confía en la fuerza de su juventud y de sus bochazos estilo Gringo Scotta.
Antes del tiro inicial, priman los buenos modales, y los contendientes se dan un fuerte apretón de manos. Alvarado da el puntapié de honor. Respira hondo, frota la suela de cromo del zapato izquierdo contra la madera lustrada y sale disparado. En el horizonte, los machucados palos aguardan, estoicos, el golpe mortal. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino por acá