lunes, 30 de mayo de 2022

Madrid era una fiesta

 Madrid es blanca y radiante como un merengue. La coqueta capital española luce sus oropeles madridistas en la tarde asfixiante del viernes. Del Rastro hasta Malasaña, de Sol hasta Lavapiés, de Plaza Mayor hasta el Bernabéu y mucho más allá no se habla de otro tema. Caliente previa a la finalísima de la Champions que enfrenta al gigante blanco contra los ingleses del Liverpool. “A por la 14” es la consigna tatuada en diarios, remeras y pantallas de televisión hasta el hartazgo. El Real levantó la copa en 13 oportunidades. Insaciable, va por una más. Entonces, Madrid y el partido son sólo una excusa para contar historias.  

“Ni me va ni me viene. Prefiero la ropa guay al fútbol”, dice Conchita, una dama digna de film de Almodóvar que hace la cola para entrar en un local de ropa de segunda mano pero primerísima calidad en el barrio de Chueca. “Eso sí, hay jugadores bien guapos en el Madrid. Enhorabuena si ganamos”, se despide antes de perderse en una montaña de telas.

Alejandro Molina se gana el pan vendiendo agua cerca del Museo del Prado. Su elegante bigote le da un aire de aristócrata digno de cuadro de Velázquez. Madridista de pura cepa, tiene fe ciega en los dirigidos por el tano Carlo Ancelotti. “Yo creo que la cosa va a estar apretada, pero de seguro ganamos. 1-2, una cosa así”. Después de la miserable pandemia, Molina dice que los madrileños se merecen un buen festejo: “Hay esperanza, que es lo último que se pierde”.

Cabulero, Armando Muñoz viene a ver cuadros de Picasso al Reina Sofía antes de cada partido importante del Merengue. Ataviado con la camiseta del Madrid, dedica largos minutos a meditar frente al “Guernica”. Suspira y dispara sin modestia: “El Madrid y este cuadro tienen algo en común. No tienen igual”.

Antimadridista es el barrendero Juan. “Es el equipo de la élite, del gobierno, lo hizo Franco”, sentencia al tiempo que barre la mugre que dejan los turistas en la calle Fuencarral. Juan prefiere el grana y azul catalanes del Barcelona. ¿Algún pálpito para la final? “Que le den por culo al Madrid”. 

En una tabaquería a pasitos de la Gran Vía labura Santiago. Fumando espera la final. “Estamos cerca de la Plaza de Cibeles, donde el Madrid celebra los títulos. Esperemos repetir”. Nervioso, cala hondo el pucho y reflexiona: “Estamos parejos, pero es favorito el Liverpool, que viene bien armado para el duelo. Nosotros tenemos al mejor jugador del mundo. Para mi gusto, Benzema. Y si alguien puede romper las previsiones, ese es el Real Madrid”.

Nuria Herrera vende poemas en el Parque del Retiro. Es de Ávila, tierras de los místicos escritores San Juan y Santa Teresa de Jesús. De fútbol, cero. Ni enterada está de la gran final. Dice que la poesía está en todas partes. Hasta en el balón pié. En un buen pase, en las grandes jugadas, en un bonito gol. Regala un poema a este cronista. Una delicia que anticipa la partida de este sábado. Se titula “Madrid era una fiesta”. Que lo disfruten: “Busquemos en el poema este rayo blanco / que anda cruzando las aceras / quieren mañana su pan /del cielo dicen / histórico número de nuevo y / ya se huele entre versos / el toque que dará el pase / que hará ese cielo, / es una rima suave pero flecha y / tantitos años jugando en las calles / y todas las canciones que esta tarde suenan / ahí, en el hilo invisible magia adelante / algún gol abrirá junio como un coco fresco / ese blanco alegrará las vidas de los muertos y/ la felicidad será todo un día entero / la copa / la  copa es un milagro / entre cristales / la estoy viendo.”

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

España desde el Sacromonte

 Volando voy, volando vengo por la subida empinada que lleva al Sacromonte. En el camino, yo me entretengo. En el arrabal gitano cosido al barrio Albaicín de Granada, la meca del flamenco luce sus galas plebeyas. La noche del adelantado verano hispánico es tórrida. Más de 30° de térmica cuando se derrumba el sol sobre la gloriosa fortaleza de la Alhambra. Entonces desde el atardecer comienzan a arder las zambras en las alturas. Las cuevas donde bailaoras, cantaores y sultanes de la guitarra le echan leña al milenario arte gitano. Un infierno encantador.

Los gitanillos del Sacromonte, Sevilla, Cádiz y mucho más allá también levantan temperatura cuando hablan del difícil presente de Andalucía. El sur siempre olvidado, pisoteado, relegado de España. Un romancero gitano que tiene como telón de fondo las penas que dejó la miserable pandemia. Inflación de casi dos dígitos el año pasado, desempleo para arriba, actividad económica estancada, crecimiento de la extrema derecha y mil y una penurias más. Si hasta vuelve el fugado rey Juan Carlos para correr una regata y saludar a la parentela. “La monarquía solo sirve para robar”, me dice José María, un chofer de bus que peregrina a las cuevas con su novia. “Ahora volvió el turismo, pero fueron dos años perdidos. Cerraron zambras y restaurantes históricos, difícil todo. La Alhambra es lo que atrae, los turistas vienen apurados ahora para subir. Yo les digo que está ahí arriba hace 700 años. No se va a ir a ninguna parte”.

En la zambra de María La Canastera se van amuchando unos pocos parroquianos. La cueva fundada a principios del siglo XX por la capitana María, ícono granadino del tablao, es ahora piloteada por su nieto Enrique Carmona. La familia lleva más de cien años de tradición flamenca. Canto, baile y goce pese a la malaria. Enrique toma un cafelito y reflexiona: “Se empiezan a ver turistas de nuevo. Tienen ganas de disfrutar, dejar las penas de la pandemia atrás. Para eso estamos, hombre. Los gitanos pasamos peores, pero nos vendría bien una mano, una ayuda del gobierno a las zambras, que somos pura cultura”.

Antes de que empiece la jarana, José Fernández afina la voz, Antonio Heredia calienta los dedos y Juan José Bustamante se prepara para el taconeo potente como un terremoto. Don Carmona da la señal y se mandan al ruedo. Al despedirse, Enrique elige sin dudar un tema para musicalizar la realidad española: “Siempre algo de Camarón de la Isla. Vamo con ‘Como el agua’. Ese que reza ‘Luz del alma mía, divina / Que a mí me alumbra mi corazón / Mi cuerpo alegre camina / Porque de ti lleva ilusión’. Vamo a estar mejor”.

Post Scriptum: hace 110 años, Marino de la Santísima Trinidad García dejó la malaria andaluza con una mano atrás y otra adelante. En Argentina fue peluquero, empleado, laburante, militante anarquista. Esta tarde su bisnieto pudo conocer su Motril natal. Puse las patas en esa fuente marina de aguas celestes. Renací en el Mediterráneo. 

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Los hijos de la lepra

 En la Colonia Infantil Mi Esperanza, Juan Antonio Aguilar era un número. 1184. El hombre, hoy de 56 años, camina en una tarde diáfana de abril por el predio enclavado en Isidro Casanova. Allá afuera para la mayoría es un día más. Acá adentro se respira el aire pesado de los recuerdos que duelen. Juan frena su andar para observar los pabellones abandonados donde creció durante la década del setenta. Respira hondo. Cuenta que jamás pudo borrar la cifra de su cabeza. Interno 1184.

La Colonia ubicada en La Matanza, a 22 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, fue el establecimiento en el que el Estado argentino confinó por la fuerza a los hijos de padres afectados por la lepra. La institución de encierro estuvo abierta por cuatro décadas, entre los años cuarenta y los ochenta, invisible para la sociedad, para los medios, para la historia.

Aguilar sigue andando, busca respuestas en el paisaje arbolado, contempla unas curtidas cruces de madera que cuelgan de unos postes de luz, vuelve ya canoso al pasado, a su infancia, que retrata sin rastros de esperanza: “En vez de nenes, éramos números. Cuando te daban la ropa, todo estaba bordado con esas cifras. Esa era nuestra identidad. Nunca jamás nos explicaron por qué estábamos acá, qué les había pasado a nuestros viejos. Éramos abandonados en nuestro imaginario. Huérfanos de padres vivos. Nos borraban nuestra historia. Durante más de diez años, yo fui 1184”.

El paradigma eugenésico

En esta historia, que combina en dosis desparejas la segregación, el desarraigo y el maltrato, hay otros números. El 17 de septiembre de 1926, el Congreso aprobó la Ley 11.359 de profilaxis contra la lepra, a partir de un proyecto del doctor Maximiliano Aberastury. La normativa fue sancionada en el contexto de profundas discusiones sobre el rol sanitario que debía asumir el Estado para combatir la endemia del “Mal de Hansen”, la enfermedad infecciosa causada por la bacteria mycobacterium leprae.

Frente al paradigma médico y científico se impuso el sesgo eugenésico como marco ideológico: aislamiento obligatorio de los “enfermos peligrosos” en colonias, la prohibición de contraer matrimonio entre contagiados, la denuncia a quien portara el estigma visible de la enfermedad en su piel, y hasta la separación obligatoria de los hijos de sus madres y padres afectados por la lepra. Ese fue el lóbrego marco normativo en el que se inscribió el tratamiento de los hansenianos (y sus familias) en la Argentina.

Durante la “Década Infame”, el giro conservador y represivo en el país acompañó a las políticas “antileprosos”. En esos años surgió el Patronato de Leprosos, una institución privada autodenominada “filantrópica”, creada para realizar obras benéficas de asistencia a los afectados por la enfermedad. Abrazado a las familias poderosas de la Argentina y a la Iglesia Católica, el Patronato accedió a suculentos subsidios, asignados para la lucha contra la lepra, y a tierras fiscales. Su presupuesto se engordaba también con campañas masivas de colecta y las donaciones de las damas de caridad de la alta sociedad, con doña Hersilia Mercedes Casares de Blaquier a la cabeza.

En los años cuarenta funcionaban en la Argentina siete “leprocomios”. La Colonia Buenos Aires (hoy Hospital Baldomero Sommer), en General Rodríguez; la Colonia Pedro Baliña, en Misiones; la Colonia Juan José Puente, en Córdoba; la Colonia Enrique Fidanza, en Entre Ríos; el Leprosario Manuel Rodríguez, en Santa Fe; y la Colonia Maximiliano Aberastury, en la chaqueña isla del Cerrito. Allí derivaban a las personas enfermas, estigmatizadas por y para la sociedad. Entrando a esos sitios de encierro dejaban de ser padres, madres o esposos. Pasaban a ser internos.

Rodolfo Walsh escribió una crónica ejemplar y demoledora sobre el día a día de los enfermos confinados en la colonia del Chaco. ¿Las víctimas? Invariablemente pertenecían a un mismo sector social, la gente más desamparada de las provincias del norte. El texto fue publicado en la revista Panorama en 1966 con el título “La isla de los resucitados”. Las palabras de Walsh llegan al presente como un rayo que no cesa: “Durante siglos la lepra fue tenida por castigo divino. Hoy no se puede ignorar que es un castigo humano. Su agente natural es el bacilo de Hansen. Su co-agente es el hombre, y específicamente cierta clase de hombre, que es también el responsable de la anquilostamiasis que parasita el setenta por ciento de la población correntina; del analfabetismo para el que ni siquiera hay estadísticas ciertas; de las migraciones que nadie se molesta en estudiar; de la miseria que roe a todo el noreste argentino.”

Vigilar y castigar

Desde el norte siempre pisoteado de nuestro país llegó Juan Aguilar a la Colonia Infantil Mi Esperanza en 1969. “A mi padre, Irineo Aguilar, le detectan lepra en Formosa. En orden a lo que decretaba la ley, nos traen a la fuerza a toda la familia a Buenos Aires. A mis tres hermanas las encierran en La Plata y a mi viejo en el Sommer. Mi hermano Casimiro Filomeno y yo terminamos en la colonia. Es como que nací acá, tenía 2 años, me destetaron de mi vieja, que era una señora muy humilde que apenas sabía hablar guaraní y quedó a la deriva en Capital. Así empieza la pesadilla”.

El nuevo hogar de los hermanitos Aguilar y de muchos otros niños que tuvieron la desdicha de ser hijos de leprosos había sido inaugurado con pompa y circunstancia en 1941. Treinta y siete hectáreas encajadas entre la Ruta 3, la avenida Cristianía y las vías del Belgrano Sur, en el barrio obrero San Alberto de Isidro Casanova. Contaba con un Hogar Cuna, una clínica, una escuela-taller y una capilla. También, con cuatro modernos pabellones: Ana Bernal de Justo, Eduardo Zuberbühler, Ángel Devoto y Virgilio Etcheverry. Todos bautizados con los apellidos de las familias patricias que dieron el diezmo para la causa.

Según los registros oficiales, más de 2000 pibes pasaron por la colonia. Muchos bebés murieron al poco tiempo de ingresar. Frente al hoy desértico edificio del Hogar Cuna, Aguilar explica que el ojo del Estado estaba puesto en separar a las familias de clase baja: “La gente acomodada que tenía lepra no era enviada a las colonias. Había obispos, políticos, hijos de policías contagiados, pero no corrían nuestra suerte”.

Con la cruz y la vara de madera sobre el lomo. Así crecieron los internos de la colonia matancera. Aguilar pasó once años allí. Los resume con una palabra: opresión. “Estaba todo regimentado. La educación, las relaciones personales, todo regido por personas con un sadismo enorme. Muchos eran religiosos, como las monjas que estaban a cargo. Situaciones de violencia, palizas cotidianas”. En Mi Esperanza reinaba un orden monástico: antes del desayuno venía la obligada misa, las procesiones periódicas, el machaque cotidiano de la fe católica: “Nos hacían rezar hasta por la conversión de los comunistas.”

Aguilar repite que las autoridades jamás les hablaron de la enfermedad que afectaba a sus padres, ni siquiera cuando eran más “mayorcitos”: “Si tenías a tus viejos internados cerca, te llevaban a visitarlos. Pero nunca explicaban nada. Salía un micro para el Sommer, por ejemplo. Los podías ver a la distancia, metros y alambrado de por medio. Ni soñar con tocarlos. Así crecimos, sin un beso o una caricia de nuestros viejos”.

Afuera de la capilla hay una placa que lleva la firma de la familia Blaquier. Adentro del pequeño templo reina un silencio sempiterno. Juan recuerda que fue monaguillo en mil y una misas. Ese rol le abrió la posibilidad de seguir sus estudios secundarios en una escuela agropecuaria de la localidad bonaerense de 25 de Mayo: “Pero la mayoría de mis compañeros no tuvieron esa suerte. A los 14 te abrían la puerta y era ‘arreglate como puedas’. Muchos terminaron en la calle, solos, sin poder revincularse con sus familias y sin la contención del Estado. Con el estigma social de la lepra en el ADN. Yo pude reconstruir mi historia muchos años después. Por eso nos estamos agrupando con excompañeros. Queremos que este espacio nos integre como minoría segregada que somos. Que haya memoria”.

Cuando se borra la mente

Elba, Miriam, Eduardo y Marta son hermanos. Después de varios años se reencuentran en el predio donde funcionaba la Colonia. Comparten milanesas caseras en unas mesas pegadas al Hogar Cuna. Su madre, Luisa Gamarra, se contagió la lepra a mediados de los ‘60, cuando la humilde familia vivía en San Fernando. “La mamá se enfermó y nosotros no sabíamos qué era. De un día para el otro nos separaron y terminamos acá. Pero mucho no me acuerdo, a veces siento que mi mente se borró; como que no quiero recordar, para seguir viviendo”, reflexiona Marta, la hermana mayor, de sonrisa blanca como la luz del sol de otoño.

Niños número. Marta recuerda que era el 949, su hermano Eduardo, 946. Miriam y Elba bucean en la memoria, pero sus números de registro no aparecen. Confiesa Elba: “Es terrible que te separen de tus papás. Es escarbar en una parte de la historia de una que no es linda. A veces pienso que fuimos felices acá, pero salen cosas que no son buenas. Cómo se separó la familia… porque nosotros éramos seis hermanos de distintos padres. Miño, Gamarra y Alegre. A una hermana la reencontramos recién hace 15 días, y salimos de acá en los setenta”.

Al maltrato cotidiano y al régimen estricto, los hermanos suman el flagelo del trabajo infantil: “Hacíamos bujías, chapitas de sidra, muñequitos, espirales, portalámparas. Era para juntar plata para los viajes del verano y para aprender a trabajar, pero nunca nos dieron ni un peso… diez años teníamos. Andá a saber quién se quedó con esa plata”.

Cuando dejaron Mi Esperanza, los cuatro hermanos se ganaron el pan como pudieron. Limpieza, changas, cama adentro. Siempre ocultando su pasado ligado al Mal de Hansen por temor a la discriminación. Añade Miriam: “Para mí, la lepra es una enfermedad más, pero afuera era mala palabra. Te rajaban del trabajo, mejor era no contar”. En el presente, Eduardo vive en Quilmes; las mujeres, cerca del Sommer, donde murió “la mamá ya de muy viejita, a los setenta y pico”.

De la Colonia, Elba conserva las heridas en sus rodillas –cuenta–, de cuando la obligaban a arrodillarse sobre maíz como castigo por hacerse pis en la cama. También la bronca por no tener a su vieja cerca cuando la necesitaba: “Era mi sueño, vivir con ella. Una vez se escapó del Sommer y me vino a buscar. Estaba feliz. Estuvimos unos días en lo de una tía, no teníamos nada afuera de las colonias. Tuvimos que volver, separadas. Se me cayó el mundo. Quisieron desmembrar a las familias. Pero miranos ahora, unidos”.

Don Eduardo deja un mensaje postrero antes de ingresar a la capilla en la que lo esperan sus hermanas, sentadas frente al altar: “A nosotros no nos abandonó la mamá. Nos abandonó el Estado. Nunca nos explicaron por qué estábamos acá. Al enfermo lo aislaban; al hijo, igual”.

Construir memoria

Desde los años ‘70 la colonia también albergó a niños judicializados. Así arribaron a los pabellones desde un Juzgado de menores los hermanos Patricia y Alejandro Guardia. Forman parte del grupo de exinternos que reclaman memoria: “Lo que rescato de este espacio es la solidaridad de los compañeros. Nos conteníamos, porque había gente que la pasaba muy mal. Les pegaban a los vulnerables, a los que no tenían a nadie”, sentencia Patricia, recicladora urbana de José C. Paz. Su hermano acota: “Si hay una enfermedad, la solución no es separar. Toda madre y padre tiene derecho a estar con sus hijos”.

Después del golpe de Estado del ’76, la relación de la colonia y el poder de turno llegó al paroxismo. Los niños fueron desalojados del pabellón Zuberbühler y allí se estableció, según recuerdan los exinternos, una guarnición militar. “Había movimientos de jeeps, soldados por todas partes, en plena época de la dictadura. Andá a saber si no salían a matar y a secuestrar gente”, arriesga Juan Aguilar y señala el espacio que ocupaba el pabellón, que en la actualidad se encuentra fuera del predio. En esos tiempos, suman los exinternos, Alicia Hartridge, la esposa del dictador Jorge Videla, realizaba visitas de propaganda a Mi Esperanza, siempre acompañada por una guardia pretoriana de uniformados. Desde el Obispado de San Justo, que actualmente interviene el lugar, lo niegan.

A principios de los ’80, en las últimas semanas de la dictadura, la Ley 22.964 reemplazó la vetusta normativa de profilaxis de la lepra. Fue sancionada por decreto del presidente de facto Reinaldo Bignone, cuya hermana era parte de la comisión directiva del Patronato del Enfermo de Lepra de la Argentina. Luego vinieron otros tiempos oscuros, cuando el espacio fue administrado por la Fundación Felices los Niños, comandada por Julio César Grassi, el sacerdote condenado por abuso sexual de menores, acoso y malversación de fondos.

Después llegó la intervención del predio bajo el ala del Obispado de San Justo, con el cura villero Basílico Brítez a la cabeza, quien abrió las puertas de la colonia a los exinternos. El “Padre Bachi” murió durante la pandemia. Actualmente el enorme terreno cobija una casa de encuentro comunitario para los niños del barrio, un refugio para abuelos y abuelas, un espacio dedicado a la recuperación de adictos a las drogas, un espacio de reciclaje, un jardín de infantes y una escuela. Ni un metro cuadrado, ni una placa, ni un cartel están dedicados a recordar el paso de los hijos e hijas de leprosos segregados por el Estado argentino. Sí, en cambio, una de la familia Blaquier.

Juan, Elba, Marta, Miriam, Eduardo, Patricia y Alejandro posan abrazados para el fotógrafo de Tiempo frente al edificio del Hogar Cuna antes de que caiga pesado el telón de la noche. A coro elevan su voz: “Queremos ser integrados a este espacio, que se asista a los compañeros abandonados, revincular a las familias. Construir memoria para que esta historia no se repita”. Nunca más. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 11 de mayo de 2022

Cadáver exquisito: postales veganas desde Argentina, el país de las vacas sagradas

En el principio era el verbo… dominar. “Dios hizo los animales domésticos, los animales salvajes, y todos los reptiles, según su especie. Y Dios consideró que esto era bueno, y dijo: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo’. Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó”. 

La cita es del Génesis, el libro de la Creación. No se discute: los animales fueron creados para ser dominados. Explotados, abusados, diezmados, devorados por los seres humanos. Es palabra de Dios. Amén.

“Es como un pecado dejar de comer carne en Argentina. Cuando le dije a mi vieja que no iba a consumir más leche y carne, ella pensaba que había entrado a una secta. Rezaba por mí, porque me había convertido en un diablo”, explica la activista santafesina Alexia Dean. Tiene 41 años y hace diez que es vegana. Pone el cuerpo en el activismo desde 2017. En Santa Fe capital pilotea Animal Libre Argentina, una ONG internacionalista que promueve el veganismo y los derechos animales. “Tenemos una postura ética que busca dejar de tratar a los animales como objetos, no cosificarlos, verlos como personas con derechos. Así como el racismo es la discriminación por raza y el sexismo, por sexo, el especismo es la discriminación por especies; es proteger a unos animales y comer a otros, creernos más, superiores a ellos, esclavizarlos. Ni alimento, ni vestimenta, ni trabajo, ni recreación. Son muchos frentes para pelear porque el mundo gira con los principios de la explotación animal”, precisa Dean, una rebelde con causa.

En 2012, mientras miraba un capítulo de CSI: Las Vegas, Alexia tuvo una epifanía. “Mostraban cómo se mataban gorilas en pruebas y ensayos de laboratorio. Eso me generó empatía, hacerme preguntas que nunca me había hecho”, recuerda. Al toque, salió disparada a buscar respuestas en Internet. Se encontró con información que la dejó nocaut. 

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, cada segundo son sacrificados 2.000 animales en el mundo, unos 345 millones por jornada. Los peces se cuentan por peso: 140 millones de toneladas a diario. Una operación masacre en el reino animal. Dean suspira, toma envión y confiesa: “Pensá que vengo de una familia de campo, alimentada a base de asado. Los animales se criaban para después alimentarnos. Siempre me preocuparon estos temas, no me gustaba matar ni a una hormiga. Pero en paralelo me encantaba comer salamín, acá cerca se hacen carneadas. Me di cuenta de que alimentaba esas matanzas. Ser vegana implica romper mandatos muy fuertes. Es todo un proceso entender que vivís en un mundo donde la economía, la cultura, las tradiciones están paradas sobre el abuso animal”.

Al inicio de su conversión al veganismo, en su Santo Tomé natal, Alexia se sentía una rara avis ante la bandada carnívora. Tuvo que aprender a comer desde cero: “Arranqué con el tofu, pero la primera vez que quise prepararlo lo corté con vinagre, un asco. Era fracaso tras fracaso. Al final aprendí, soy mandada”. Pastas caseras, leche de coco y hasta –ahora sí- tofu a la naranja. Alexia devino en chef verde sin pergaminos. “Muchos dicen que es caro ser vegano. Sin embargo, la realidad dice otra cosa. Un informe del Programa de Alimentación Saludable del Ministerio de Salud concluyó en que el costo de la comida vegana es un 20% más económico que la especista. Hay que informarse y buscar dónde comprar. En el interior es todo más difícil. Por eso con Animal Libre impulsamos un veganismo popular y federal. Este es un tema que no es mainstream en toda la Argentina”. 

A veces, confiesa, siente saudade de clavarse un sanguchito de miga de jamón crudo. Pero al rato se le pasa. Hace poco descubrió el jamón crudo vegano. Un manjar hecho a base de vegetales sin componentes cárnicos: “Ya te dije, no decidí dejar de comer animales porque no me guste, sino por una cuestión ética. Atrás de mis cinco minutos de disfrute con el sanguchito de miga había vidas que morían y no resucitaban”.

Temblando, exhaustas, aterradas. Sin derecho a decir ni “mu”. Con sus penas a cuestas. Así llegan al porteño mercado de Liniers las vaquitas que siempre son ajenas. Es una mañana tórrida de finales de verano. El sol bien alto en el cielo diáfano invita a prender el fuego para un asadito en mi casa de Barracas. Pero no tengo un mango y cada vez como menos carne. Entonces queda el consumo simbólico. Zapping por programas de cocina antes de trabajar. Puro postre. No me llenan. Cambio. En el canal de noticias, el cronista agropecuario informa que ingresaron 7.299 vacunos al mercado. Fueron descargados de 208 camiones. El periodista mira fijo a la cámara y después aclara que en las subastas se evidenció un mayor interés de los compradores por las categorías livianas y, comparativamente, menor firmeza para los novillos. Parece el mercader de Venecia. Liquida el informe: el Índice General del Mercado de Liniers fue de $222,368, mientras que el peso promedio general resultó de 422 kilos. En el país de las vacas sagradas, precio y peso de sus cadáveres exquisitos.

Hace unos años estuve en las entrañas de un matadero. Un frigorífico cosido a la Ruta 3, barrio de Virrey del Pino, en La Matanza profunda. Fui a hacer una nota sobre su reapertura. Recuerdo que, con el bolsito al hombro, iban cayendo los muchachos y las muchachas para comenzar la faena. Del otro lado del mostrador estaban las vacas en los corrales. A pasitos, la manga que las iba a llevar sin rodeos hasta el cadalso. Corredor de la muerte.

Esa tarde hablé con el capo de la empresa, una recuperada que había tocado fondo entre los años duros del menemato y el estallido de la Alianza. Era un laburante grandote como un toro. Un veterano del gremio. Cuarenta y tres años bien llevados sobre el lomo. Me contó que arrancó lavando y emprolijando las medias reses, y con el tiempo fue ganando confianza con el cuchillo y la chaira. A esa altura del partido eran casi la extensión de sus manos. Sin embargo, si era necesario pelaba las vacas con los dientes. “Hay que llevar el pan a casa”, me dijo antes de comenzar la faena.

Bañadores, guincheros, rajadores de pecho, sierristas: son las especialidades alineadas a lo largo de la noria que convierten la res en carne de gancho. Oficios que suelen heredarse. La escena es llena de vapores, ruidos mecánicos, metal pesado, hormigueo de trabajadores y las reses peso muerto que se deslizan desnudas hacia las cámaras.

Pintura gore: chinchulines, tripas, cueros, rojo shocking. Llueve sangre como en un tema de Slayer. ¿Huelen la muerte? El frigorífico devora todo en una pantagruélica digestión. Nada se pierde. Todo se aprovecha. Al final, los sellos de calidad. Argentina for export.

 Animales que son productos. Su vida y su muerte han sido mecanizadas. Escribe el sociólogo Christian Ferrer en su ensayo La mecanización del cadáver: “Transformado en el árbitro de todas las especies, el hombre las sometió a su arbitrio. Es un acontecimiento que no puede ser revertido, ni redimido, y quizás tampoco pueda ser detenido. La progresión de la historia humana, y el rango de sus necesidades, así lo exigen. Es un experimento inmenso y cruel diseñado para antedatar la llegada del Apocalipsis, comenzando con el de los animales. Se trataría de la remoción de la orden dada a Noé: no la conservación y cuidado de la vida, sino su holocausto”.

Desde hace demasiados años, muchos han dicho basta, paremos esto, no más. En 1987 fue Jennifer Graham, una adolescente yanqui que se negó a realizar una vivisección en su clase de biología. Dijo “no”. Por la osadía, las autoridades le bajaron la nota. La piba le hizo juicio al estado de California. Lo ganó. La disección in situ nunca más fue obligatoria en ese estado. Desde ese caso, miles de alumnos han optado por estudiar biología de una manera más humana, libre de violencia. Luchar garpa.

Vayamos más atrás en el tiempo. El naturismo, alimentado por los anarquistas, fue una doctrina muy popular a finales del siglo XIX. El padre ácrata de Borges estuvo entre sus cultores. Recuerda el escritor en su autobiografía que una vez, caminando por las calles, su papá le dijo que se fijara en las carnicerías, ya que en el futuro iban a desaparecer y algún día podría contarles a sus hijos que había visto alguna. La profecía borgeana sigue sin cumplirse.

El naturismo buscaba, sin eufemismos, mejorar la calidad de vida de las clases trabajadoras. Eran tiempos del capitalismo tracción a sangre de caballos, burros, mulas y, por supuesto, humanos. Entonces surgían las primeras sociedades protectoras de animales. Decimonónica también es la Ley Sarmiento, sancionada en 1891, que establecía penas– mínimas– a quienes maltrataran animales.

El menú naturista incluía principios como “la buena vida” en la naturaleza, la alimentación “proteínica-racional”, el nudismo y, obviamente, el vegetarianismo. Hermandad entre la política y la cultura popular. Una suerte de “ecología social de los pobres”, que siempre se han nutrido de vegetales. Se sabe, la carne es un privilegio de ricos. Suma más claridad Ferrer en su ensayo: “En China y en India hace miles de años que la comida está confeccionada con base de vegetales. Por cierto, los hindúes reverencian a las vacas, pero no dejan de ordeñarlas. Sin embargo, la necedad no deja de expandirse: el ganado necesita de alimento proveniente de tierras de cultivos que podrían ser usadas para nutrir a la especie humana con proteína vegetal; se destruyen bosques para hacer lugar a tierras de pastoreo; y las flotas pesqueras capturan un cincuenta por ciento de pesca inservible que sucumbe en el buque-factoría. Si se considera que los vegetales producen diez veces más proteínas que la carne, cabe concluir que la industria de la proteína animal colabora en el aumento del hambre en el mundo. Solo un boicot podría detener esta trituradora.” ¿Lo veremos con nuestros ojos?

La doctora en Derecho Silvina Pezzetta usa las herramientas de su disciplina para cuidar a los animales. Investigadora del Conicet y docente de la UBA, la jurista tiene a su cargo, junto a su colega Pablo Suárez, un curso de Ética Animal en la casa de estudios pública. Escribió decenas de artículos sobre el derecho animal, los fundamentos teóricos existentes y el vasto universo que falta explorar: “No es algo nuevo. Hace siglos que el Derecho dentro de sus estudios y la Filosofía se hacen preguntas sobre las relaciones inter-especies. Si pensamos en las historias de las segregaciones de grupos humanos por género, color de piel, nacionalidad, no hace falta mucho esfuerzo para sumar en ese marco a la especie”.

El concepto “especismo” fue la contribución de Peter Singer a la historia de las ideas. En su libro Liberación animal (1975), el filósofo utilitarista australiano afirma que, si nos guiamos por principios éticos que buscan la disminución del sufrimiento y la ampliación del bienestar, no sería aceptable inducir dolor a una especie en función de los intereses de un colectivo definido por su estatuto superior. Y en el supuesto de que los animales tengan intereses, el primero de ellos sería no sufrir. Pezzetta clarifica: “La segregación por especie es la única y última discriminación jurídica socialmente aceptada. Frente a una discriminación racista o de género se alzan voces, hay tribunales; después, uno puede ver si funcionan, pero hay herramientas para luchar después de siglos de disputas. Pero con los animales está totalmente naturalizado”.

Para Pezzetta es interesante desentrañar esa naturalización: “Su fundamento es la debilidad o pretendida inferioridad de los animales. Algo muy impresionante y peligroso. El argumento es que los animales no razonan, no tienen cultura, no son como nosotros. Obviamente están en inferioridad, por eso el dominio humano. Por eso se les puede hacer cualquier cosa”.

A la hora de combatir el especismo, Pezzetta afirma que hay que tener una mirada matizada sobre las herramientas que brinda el Derecho para la ampliación del campo de batalla: “Es una herramienta social, hay que mirarlo sin caer en extremos, ni tampoco con total escepticismo. Hubo causas resonantes en Argentina que han reconocido que los animales son sujetos de derecho”. Una de las más relevantes data de 2014, cuando Elena Liberatori, jueza en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires, consideró a la orangutana Sandra persona no humana, sujeto de derechos y ser sintiente. Sandra dejó atrás su cautiverio en el zoológico porteño y fue enviada a un santuario en Estados Unidos. El fin de las carreras de galgos y los fallos en los que se consideró que los animales son parte de una familia también marcaron hitos en este campo. En paralelo, el presente sigue siendo oscuro para Pezzetta: “El Estado incentiva la producción ganadera o la cría intensiva, que implican empeorar muchísimo la situación de millones de animales. Las próximas generaciones van a ver con espanto cómo los tratábamos”.

Manuel Martí dejó de comer carne a principios de los 80. Eran los años de la dictadura, cuando la Argentina era un matadero a cielo abierto. Mientras cocina unas papas, hace arqueología de la decisión que le cambió la vida: “Era un pibe, tenía 18 años. En ese tiempo era muy raro cruzarte con un vegetariano. Es más, era un acontecimiento. No había nada de información y menos grupos de vegetarianos locales. Solo algún libro naturista y lo que llegaba por organizaciones como la Gran Fraternidad Universal y la Fundación Hastinapura. Medio hippie y contracultural. Sumale el cerrojo de los milicos y sus condimentos. En esos primeros tiempos me sentía como un lobo estepario”.

Martí hoy se gana la vida como periodista. En esos años iniciáticos, se la rebuscaba como artesano. Tenía un puesto en la plaza San Martín. En la feria, vio que un colega no se despegaba de un libro gordísimo: “Una obra del doctor Eduardo Alfonso, un médico español. Manual de 40 lecciones de medicina naturista. Me llamó la atención y lo compré. Me atrapó, sobre todo la parte que hablaba de carnivorismo”. La lectura lo hizo dejar el churrasco para siempre: “Me bajó la ficha de que era una vaquita. No comí más carne. No quería ser más cómplice. Ni me preguntes si extraño. Cuando siento olor a carne, me viene una repulsión terrible”.

Martí es un pionero, con los retos que eso significa. En el año 2000, fundó la Unión Vegana Argentina (UVA). “Estábamos atrasadísimos acá. Tuvimos algunos antecedentes, como la Asociación Naturista de Buenos Aires, en 1900, que eran vegetarianos. Cuando llegó Internet, descubrí la International Vegeterian Union, que tenía más de 100 años de vida. Les escribí y me propusieron hacer unas traducciones. Me convertí en activista. Así nació la UVA y fuimos creciendo. Mucho”.

Los números hablan. En 2019, precisa Martí, hicieron una encuesta con la prestigiosa consultora Kantar, que repitieron en el pandémico 2020, sobre la cantidad de vegetarianos en nuestro país. Los guarismos dicen que el 12% de la población argentina es vegetariana: “Casi cinco millones de personas sin sumar a los flexivegetarianos, que comen poca o nula carne por semanas. ¡Una bocha! Por eso te digo, necesitamos políticas de Estado”.

Las autoridades van a contramano. El decano de la UVA reflexiona: “Supongamos que les importa un carajo el bienestar de los animales. ¿Pero no ven la relación que tienen las matanzas con las enfermedades? Accidentes cerebrovasculares, cáncer, diabetes, todas relacionadas con el consumo de proteínas de origen animal. Bueno, pensemos entonces que tampoco les interesa la salud. ¿No les importa el cambio climático? Las Naciones Unidas, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y el Acuerdo de París dicen que la industria cárnica es la que más contamina el planeta. Hay miles de científicos avisando que nos queda menos de una década para tomar decisiones radicales para mitigar el cambio climático que destruye el lugar donde vivimos. Ni los animales, ni la salud, ni el planeta que habitamos. Estamos frente a una patología importante. Son malas personas, solo les interesa el gustito que sienten cuando comen animales. Estamos en el horno”.

Según Martí, tomar el carril de la política es un viaje directo al abismo: “Si pienso en los legisladores, todos tienen intereses agropecuarios atrás. Muchos son dueños de criaderos de pollos, cerdos, vacas o tienen campos de soja. ¿Cómo van a votar leyes que reconocen a los animales como personas no humanas?”.

Con el Poder Ejecutivo no le fue mucho mejor. En pandemia visitó al presidente Alberto Fernández. Almorzaron, obviamente, viandas veganas. Martí le manifestó su preocupación por el acuerdo porcino con China, un megaproyecto millonario que implica la instalación de 25 granjas industriales, con el objetivo de exportar 900.000 toneladas de carne de cerdo. “Ecocidio y fábricas de nuevas pandemias”, aseguran a dos voces ambientalistas y proteccionistas. Martí le dejó al Presidente un documento muy crítico firmado por más de 500.000 personas. También mencionó la posibilidad de impulsar políticas como el “Lunes sin carne” (Meat Free Monday) en las dependencias públicas, una iniciativa, que Paul McCartney apoya desde 2009, para crear conciencia sobre el impacto ambiental de la industria y reducir el consumo. Con voz serena y tono pedagógico de profesor universitario, el Presidente fan de los Beatles redobló la apuesta: “Me dijo que si le traía a Paul y le tocaba ‘Blackbird’, se hacía vegano. Le dije que era imposible, pero que algo íbamos a hacer. Paul es de los nuestros, igual que Morrissey, que es más denso. Ni se te ocurra vender un chori de cerdo en sus recitales. Bueno, al final pudimos hablar con la productora de Paul y logramos que le mandara una carta. Ni te molestes en preguntarme cómo terminó la historia”. Otra vez sopa.

 “¿Te acordás de cuando comíamos asado?”. La pregunta se escucha como al pasar frente a una carnicería de barrio, en el corazón del casco histórico porteño. Con la ñata contra el vidrio, a una jubilada se le saltan los ojos al apreciar las pilas de churrascos, tiritas de asado, colitas de cuadril. Una obra de arte. Por lo caros. Es que con la última sangría económica que dejó la miserable pandemia y la deuda impagable con el FMI, sin lugar a dudas una época de vacas flacas, no es extraño que la carne se haya convertido en objeto digno de museo. Y aunque todavía conserve el primer puesto en el podio culinario nacional, cada vez pasta más lejos de la mesa de los argentinos.

Hay que repensar la relación que enlaza a las mansas vacas, su carne y derivados con el metafísico ser nacional. Argentina, país de generosas tierras que mataron el hambre de los conquistadores españoles llegados con sus vacas sagradas en el siglo XVI. Desde entonces, los regordetes animales se convirtieron en el pan de cada día –bife, albóndigas, guiso, milanesas, empanadas y siguen los platos– de los habitantes de este suelo. No hay dudas: con 46,1 kilos per cápita por año, la Argentina ostenta uno de los mayores consumos de carne bovina del planeta. Mal provecho.

Se sabe, la letra con sangre entra. La literatura nacional no es la excepción. Nace al calor de una violación en un matarife: “El matadero” del romántico Esteban Echeverría, escrito entre 1838 y 1840. Aunque su “Apología del matambre” es una pieza deliciosa anterior, acaso algo más empalagosa para el lector contemporáneo. Del Martín Fierro, gaucho matrero por antonomasia, no hay que olvidar la vaquería. Épocas en que los cueros, y no las carnes, eran el bien preciado en las pampas. Más acá, en el cine, la Coca Sarli en un frigorífico donde la carne era débil. No olvidemos a Moris y su joya “Pato trabaja en una carnicería”, filosa poesía sobre el aburguesamiento argento hecho canción.

Vaquerías, saladeros, mataderos, frigoríficos: la industria de la carne marcó a fuego el modelo de país. Quizá lo sigue haciendo hasta nuestros días. ¿Acaso los gurúes del subdesarrollo no dicen que el futuro está atado a la patagónica Vaca Muerta? 

Nahuel Peña Ayala curtió la vieja escuela del movimiento animalista vegano. Fanzines, ferias alternativas, recitales de hardcore antifascista. En los años noventa la información pasaba de boca en boca cuando tocaban Fun People o Animadversión, se leía en las publicaciones fotocopiadas que se vendían en la Feria de los Dos Congresos, se gritaba a los cuatro vientos en las protestas frente a circos, frigoríficos y peleterías. “No había Internet, era todo callejero. En las protestas contra McDonald’s y en las puertas de los mataderos hacíamos volanteadas y regalábamos comida vegana”, recuerda el muchacho de dreadlocks. 

Con aires de historiador, Peña Ayala destaca los puentes que unen el veganismo con la contracultura: “Hay raíces que vienen desde el anarquista Severino Di Giovanni, que propuso el vegetarianismo estricto. El veganismo es más reciente, de la década del 40. Acá llega de la mano del punk, en los años ochenta, con bandas como Cadáveres de Niños. En 1987 fue la primera protesta frente al McDonald’s de la calle Florida. Después viene el palo straight edge y los fanzines”. Un folleto de la Unión Vegana Española le partió la cabeza en mil pedazos a Nahuel. “Hablaba del Frente de Liberación Animal (FLA), de que si queríamos vivir en una sociedad justa, libertaria, no podíamos dejar afuera a los animales. Bien radicalizado. Eso me abrió un mundo nuevo. El veganismo tiene un trasfondo político contra la explotación, no es solo una cuestión de alimentación”, deja clarito.  

El Frente de Liberación Animal es una organización internacional de células independientes que nació en los años setenta. Para formar parte alcanza con cumplir una única regla: causar el mayor daño posible a la empresa o explotador y no lastimar a humanos u otras “especies animales”. Así, cualquiera puede ayudar a rescatar un cobayo de un laboratorio o escribir “carne = muerte” en el frente de una carnicería. Opera en más de 40 países. Los activistas del FLA argumentan que los animales no deben ser vistos como propiedad, y que los científicos y la industria no tienen derecho a asumir la propiedad de seres vivos que son “sujetos de una vida”.

“En la Argentina el veganismo tuvo olas. La de los 90 fue importante. Pero hace años que viene creciendo aún más: una década atrás hacíamos encuentros para veinte personas y ahora juntamos 3.000”, destaca el muchacho, fundador de La ReVeldía, un colectivo que activa en la zona noroeste del conurbano. Pegatinas, volanteadas, ferias, muralismo, charlas con eje en la educación son sus armas: “Hace un mes y medio nos invitaron a un evento en una fábrica cooperativa, bien popular. Llevamos el buffet y los laburantes comieron choripanes veganos a pleno. Cuando uno habló desde el escenario, dijo que eran riquísimos, que estaba bueno pensar en cuidar a los animales, el medio ambiente. Esa es una transformación social. Está al alcance de todos y es imparable”.

 Un cuchillito de madera contra la guadaña del sistema. Así grafica su lucha Lorena Bilicic, abogada penalista y directora del Observatorio de Derecho Animal Argentina, un espacio ad honórem –y a pulmón- que litiga por la causa. La doctora Bilicic se define como una vegana en eterna transición: “Porque en realidad no tendría que usar ni electricidad, ni celular, ni medicamentos, porque la mayoría están relacionados con la explotación, la muerte o el testeo en animales”.

Para la letrada, estamos viendo el nacimiento de renovadores paradigmas. “No es nuevo, pero fijate con lo de las familias multiespecie. En la base está la relación con el otro”, afirma. Mientras la escucho por el celular, siento la cabeza de mi perro Ringo, forzudo bóxer atigrado, apoyada sobre mis patas. Compañero, familia, amigo. Sí, Ringo es un amigo. Vivimos en manada.

El tratamiento de los animales familiares ha hecho replantear el universo jurídico, como eco de las transformaciones sociales. Bilicic dice que puede parecer una “moda” hablar en la actualidad de los derechos de los animales, pero todo es historia. A la Ley Sarmiento de finales del siglo XIX le siguió la Ley 14.346, alumbrada durante el primer peronismo. “Lo interesante es que en esa ley se ponen en jaque el Código Penal y el Civil, porque da trato de objeto al animal. Un objeto no puede ser víctima y eso abre las puertas a la protección, algo totalmente vanguardista”, explica.

Desde la perspectiva del derecho animal y de los activistas, resulta incorrecto decir “mascota”, porque esta palabra se asocia a su sinónimo: “talismán”, algo que da suerte, que se puede poseer. Mejor: “animal conviviente”, “animal familiar”, “animal del afecto”. Tampoco se habla de “dueños” de los animales, sino más bien de “tutores o cuidadores responsables”. El principal argumento de los expertos en derecho animal es que los animales son personas no humanas. Detalla Bilicic: “La familia multiespecie todavía no está volcada en la jurisprudencia argentina. Pero hubo un leading case hace poco. En Chubut, un tema de violencia institucional de un policía que mató a una perrita llamada Rita, parte de una familia multiespecie. El juicio se llevó a cabo tratando a Rita como víctima, como persona no humana. Eso marca un camino”. El policía fue condenado a un año de prisión en suspenso y a dos de inhabilitación en su cargo. “Son cambios lentos, pero significativos. La educación es la otra pata, la herramienta fundamental, que debe impulsar como base el respeto a la vida, sin adoctrinamientos. Romper con la violencia sobre los animales que aprendemos desde chicos. Tenemos que liberarnos de esas cadenas”.

Cuando corto el llamado, me quedo pensando. Mejor salir a caminar con Ringo para ordenar las ideas. Antes de ponerle la correa, esa libertad que mide metro y medio, veo que está echado justo por donde se cuelan algunos tibios rayos del sol. La escena me hace acordar a la historia del encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes, el filósofo de la escuela cínica al que apodaban El Perro. Cínico es una palabra que viene del griego, del adjetivo kynikos, perruno. Cuentan que después de un intercambio picante, el rey todopoderoso de Macedonia le dijo al cínico Diógenes que le pidiera lo que quisiera. Ringo me mira con cara de filósofo. Sé que sabe la respuesta. Me corro del sol. Perro sabio. 

 El grano que alimenta el ganado podría terminar con el hambre en el mundo. Hasta que la última jaula esté vacía. ¿Quiénes somos, la pandemia?. Violencia es comer animales. La primavera cartelista vegana puede verse desde hace algunos años en mil y una paredes de la Argentina y más allá. Son obras paridas por el movimiento artístico Voicot, un colectivo fundado en 2014 por Malena Blanco y Federico Callegari, dos publicistas. “Trabajábamos para empresas que destruían el planeta. Un día nos preguntamos, por qué no usar nuestras herramientas para luchar contra ellos, contra la explotación animal – explica Blanco-. La publicidad nos hace pensar que elegimos, pero no elegimos nada. El sistema nos da las opciones: pollo, cerdo, vaca, y no elegimos, nos impone miseria en masa, que enriquece a una pequeña parte de la población y al resto nos enferma”.

Las vigilias en las bocas de los mataderos y en otros centros de explotación animal han marcado a fuego la historia de Voicot. También ponen el cuerpo en las investigaciones: entrar y registrar en video o fotos el proceso de convertir a un ser vivo en comida. “Son momentos espantosos, donde hay que ser fríos. Me tocó filmar en mataderos de cerdos. Tenemos un link especial con ellos. Vi animales golpeándose contra los barrotes, chillando. Tienen conciencia de adónde van. Todos quieren escapar”.

Fruto de las investigaciones, Voicot presentó en febrero pasado Heterotopía matadero en el Centro Cultural Kirchner (CCK), una inmersión sensorial que permite recorrer las tripas del monstruo. Heterotopía es un concepto que trabajó el filósofo Michel Foucault. Blanco deja una reflexión postrera: “Con ese concepto repensamos los espacios que están construidos en los márgenes de la ciudad, como los basurales, las cloacas y obviamente los mataderos. Espacios que no se quieren ver. De alguna manera, en el matadero se matan animales, pero también se intenta matar nuestra propia animalidad.”

Si en el principio de esta crónica era el verbo dominar, al final solo nos queda otro, extinguir. ¿Alguien duda a esta altura de la historia de que somos la especie en peligro de extinguirlo todo? Cantaba el Indio Solari sobre una solitaria vaca: “salvada del motor eterno, justo a tiempo. La civilización la amaba, justo a tiempo”.  

Crónica publicada en la revista Rolling Stone, por acá.



Vaquera invertida

“Una polibiografía donde los deseos luchan por existir más allá de las fronteras del patriarcado y el capitalismo, pero también de la cultura gay”. Arriesga el filósofo queer Paul B. Preciado sobre Vaquera invertida, el libro de la escritora y docente australiana McKenzie War. Pero esa definición, por suerte, no cierra los límites de la obra recientemente publicada por la vital editorial Caja Negra. Memorias, diario, ensayo, novela fragmentaria, manual de supervivencia. Sin dudas, un libro transgénero. Mejor dicho, Wark inventa un género para narrar su devenir mujer. “Una autoetnografía de la opacidad del yo”, sentencia precisa la contratapa del volumen.

Wark se apropia del término “Vaquera invertida” para titular su libro. “La montada de espalda” es una de las mil y una posiciones sexuales que se hacen cuerpo en el papel. Un tratado alucinante sobre el sexo y el deseo que va desde Newcastle, un pueblito perdido a 100 millas de Sídney, la contracultura hippie, glam, punk y marxista australiana, los fallidos intentos por ser gay y hétero, los senderos que se multiplican a la hora de construir una identidad siempre provisoria, hasta la deriva por la movida queer de Nueva York, donde Wark migró hace años.

Las polimemorias de Wark son acompañadas por un coro de citas –guiño a los modos online que a veces dificultan la lectura en físico- de diversos escritores y escritoras, también de ensayistas y pensadores vibrantes: Wilde, Bataille, Genet, Megan Milks y también el mencionado Preciado.

La autora es profesora de Estudios Culturales y Medios de Comunicación en el Eugene Lang College de la New School for Social Research de Nueva York. Publicó varios ensayos de crítica cultural centrados en el legado cultural y político de la Internacional Situacionista (IS). También estudió los cambios sociales y culturales producidos por la incursión de las tecnologías de la información y la comunicación en el presente. Actualmente se encuentra trabajando en un libro acerca de la escena rave trans y queer en Nueva York.

En el epílogo de Vaquera invertida, Wark reflexiona sobre la escritura, su transición que comenzó en 2017 y la memoria trans: “Que nuestra historia ya no tenga el leitmotiv espantoso de estar absolutamente solas en el mundo… eso ya sería un progreso. Se puede transicionar a solas, de ser necesario, pero nuestra liberación sólo puede ser un proyecto colectivo y transnacional.” Cuánta razón.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá. 

domingo, 1 de mayo de 2022

La conquista del pan

Las banderas son de color rojo y negro. Llevan tatuadas consignas de luchas obreras más viejas que el capitalismo. “La conquista del pan”, “Salud y libertad”, “Ni dios, ni patria, ni patrón, ni marido”. Son el telón de fondo que abraza el acto convocado por la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) para conmemorar el 1º de Mayo. La cita es en la populosa Plaza Miserere, en el popular barrio del Once. En una tarde soleada de un auténtico domingo anarquista.

Ni jornada de fiesta, ni feriado, ni acto celebratorio, los anarquistas proponen, como debe ser, un Día de Protesta Universal. Miren si no sobran razones para que los trabajadores dediquemos un día a reflexionar y organizar nuestras propias luchas. Ahí están la miseria, la inflación y el hambre que muerden los talones. Las guerras masacrando a la vuelta de la esquina. La donación forzada al antojo de un patrón por un mísero sueldo. Dice los muchachos y muchachas de la FORA cuando toman la palabra por asalto al inicio del ágape: “Hoy no hay nada para festejar: hoy no hay fiesta. Hoy no hay descanso, no hay tiempo para descansar. Es el día en que los trabajadores y trabajadoras del mundo juntamos fuerzas para perseverar en la lucha por la dignidad, que no es el trabajo, sino la emancipación.”

Anarquistas, “la palabra –escribe el ensayista Christian Ferrer en su brillante libro Cabezas de tormenta- suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se mencionara un animal extinto. Un ave pesada que nunca pudo volar o un mamífero cuyo último ejemplar fue avistado décadas atrás”. Tantas veces los han matado, tantas veces los persiguieron, tantas veces los borraron de la historia. Sin embargo siguen aquí, dando pelea por un mundo de iguales.

La FORA cumplió 120 años de tórrida historia sindical en 2021. Fue la primera organización gremial del país y al inicio del corto siglo XX llegó a nuclear a miles de laburantes. Su corazón fue, es y seguirá siendo la actividad sindical. Además, cobija en su sede porteña de La Boca una generosa biblioteca, documentación histórica obrera y otros tesoros que son un festín desnudo para historiadores y cientistas sociales.

Jorge “Cacho” Smokvina, miembro activo de la comisión de jubilados de la federación, dijo lo suyo cuando pasó al frente. Recordó a los Mártires de Chicago y trajo su legado a las luchas del presente. Las batallas ya no son para conseguir las ocho horas, sino para que el trabajo remoto sin frenos salga de nuestras casas. “Hemos perdido mucho terreno con estos años de miserable pandemia –aseguró don Cacho, 68 pirulos bien llevados y elegante boina-, y los sindicatos y partidos políticos están al servicio de los patrones y de los gobiernos de turno. Ese es el modelo sindical que denunciamos”. Cacho también le dedicó un párrafo a los falsos libertarios que encabeza en el Parlamento el economista mediático Javier Milei, el huevo de la serpiente liberal: “Se llenan la boca hablando de libertad. Libertad de mercado”.

Contra la guerra en Ucrania, contra todas las guerras. Ese fue el principio que atravesó como un rayo que no cesa el discurso de Carlos Splausky, poeta y jubilado ácrata. “Tanques, bombas, fusiles, todas esas armas que usan para someternos a los trabajadores. Pero nosotros tenemos armas más fuertes, nuestros principios de igualdad”, arengó don Carlos, hijo de migrantes llegados a estas pampas desde Ucrania.

La organización de la FORA está basada en los principios anarquistas de la 1º Internacional Obrera: un sistema federalista y horizontal sin cúpulas dirigenciales ni profesionales del sindicalismo. Sociedades de resistencia, que es la unidad más clásica de los obreros tradición española. Se adhieren y se forman federaciones sin una conducción central. De la jornada participaron representantes de diversas zonas del Conurbano y se leyeron adhesiones que llegaron desde Italia y otros puntos del planeta.

“A desalambrar, a desalambrar / Que la tierra es nuestra”, suena la voz de Víctor Jara por los parlantes cuando el acto ácrata por el 1º de Mayo acaba. Pero la lucha sigue. ¡Salud y anarquía!

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.