jueves, 10 de noviembre de 2022

El camino de Santiago

 Ese sábado caliente de finales del pasado mayo en Barcelona yo caminé como Kung Fu. La ciudad estaba copada por italianos, holandeses y piratas británicos. Hordas fanáticas de la F1. El Gran Premio había transformado a la urbe catalana en un hervidero mecánico salido de un poema de Marinetti. Lejos del ruido de los motores y del glamour de la carrera, yo andaba a pata silente y sin un cobre. Pero tenía una misión: Osvaldo Baigorria, mi amigo escritor, me había encomendado acercarles un ejemplar de su última novela a dos editores sudamericanos radicados hace años en la capital de Catalunya. Digno oficio el de chasqui literario.

La editora argentina Ana María Chagra y el poeta chileno Bruno Montané Krebs son los motores de Ediciones Sin Fin, un pequeño sello dedicado a difundir en el Viejo Mundo a varias estrellas distantes de la literatura sudamericana de las últimas décadas. Una historia con senderos poéticos que se bifurcan y trifurcan entre la amistad, la literatura y las aventuras de la pandilla de escritores conocidos como los Infrarrealistas. ¿Les suenan? Seguro que sí, pero vamos paso a paso. Hay que tener paciencia de detective no tan salvaje para contar esta historia.  

Entonces, vuelvo a Barcelona, a la tardecita con la fresca salvadora que venía del Mediterráneo. Agarré nomás el libro que traía en la mochila desde Buenos Aires, encaré por el Arco del Triunfo hasta el Raval –parada obligada en algún localcito paquistaní para cargar un kebab bien picante- y seguí derechito unas cuantas cuadras hasta la Carrer de Villarroel al 100, donde me esperaban la paisana Chagra y una generosa pastafrola. Llegué famélico. Sin dudas, dios es argentino.

Ana María andaba con mala pata: estaba en reposo por una quebradura que la tenía enclaustrada hacía semanas. Entre porciones de pastafrola, tabaco con hachís y té helado, conversamos largo sobre su sello, los Infrarrealistas y las andanzas y desandanzas de Roberto Bolaño en Barcelona junto a su socio Bruno –el Felipe Müller de Los detectives salvajes y miembro decano del grupo nacido en el DF mexicano-, quien no pudo ser de la partida porque andaba guardado, recuperándose del maldito Covid.

Antes de despedirnos, la editora me regaló una joya de su catálogo: una edición bilingüe de Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger, poema capital de Mario Santiago Papasquiaro, padre fundador de los Infra, poeta radical mexicano, el demente Ulises Lima de la obra cumbre de Bolaño. Y en esa historia me quiero meter ahora de cabeza.

Las crónicas cuentan que José Alfredo Zendejas Pineda nació en la navidad de 1953 en el barrio de Mixcoac de la Ciudad de México. Intransigente hasta con los nombres que le dieron sus padres, de pibe el poeta decidió llamarse Mario Santiago. José Alfredo en México había uno sólo, José Alfredo Jiménez. El Papasquiaro lo tomó prestado del pueblo de Durango donde había nacido su admirado José Revueltas. Dicen que a los 18 años había devorado todos los libros del mundo. Santiago leía sin respiro y escribía sin freno. Hasta en la ducha leía, recordaba su amigo Bolaño.

Poeta desmesurado como el DF, la ciudad que caminó de punta a punta y cartografió en sus versos, Mario Santiago fue una patada voladora contra la conservadora cultura oficial mexicana de los años setenta. Por eso fue condenado al ostracismo años después.

Con Bolaño se conocieron en 1975 en el DF, en la puerta del café La Habana. Escribieron Ariel Idez y Osvaldo Baigorria hace unos años en el Radar sobre ese antro: “un reducto de periodistas y escritores en el que podía llegar a verse a Juan Rulfo tomándose el penúltimo tequila con Augusto Monterroso. No sólo era un lugar idóneo para conspiraciones poéticas: veinte años antes Fidel Castro le explicaba en una de esas mesas al Che Guevara cómo liberarían juntos una isla del Caribe haciendo pasar un pocillo de café por el yate Gramma.”

Junto a Bolaño y otros poetas como Cuauhtémoc Méndez, Guadalupe Ochoa y el nombrado Montané fundaron la vanguardia que dinamitó las bases de la poesía estatal azteca. Sin dudas, eran una pandilla de poetas feroces. De los buenos. Inmortales en la versión real visceralista que tejió Bolaño varios años después en Los detectives salvajes.

En 1976, Santiago dejó México y emprendió un extraño periplo por España, Francia, Austria e Israel. Al regresar al DF años después, le cerraron las puertas por sus pecados de juventud. A pesar del cerco, siguió filtrando poemas en pequeñas publicaciones y antologías. Sus dos únicos libros: Beso eterno y Aullido de cisne, fueron publicados por su propio sello a mediados de los años noventa. “Mario Santiago era un iluminado, y como tantos iluminados ardió en su propia luz. Era un hombre de una pasión extrema, que se sometió a exploraciones personales fuertes y dejó muchas cosas en el camino. Dejó su propia piel en la búsqueda de la poesía”, escribió Juan Villoro en el prólogo de una edición tardía de su obra.

Peregrino incansable, Mario Santiago se cruzó con la muerte en uno de sus paseos salvajes por los laberintos del DF. Murió la noche del 10 de enero de 1998, atropellado por un auto. “Un coche que se dio a la fuga, mientras Mario se daba a la muerte”, escribió Bolaño. En 2008, Fondo de Cultura editó una antología de sus poemas. El libro se tituló Jeta de santo. Amén.

Llegué tarde esa noche al hotel en Barcelona. La vuelta fue larga. Cuando crucé el Barrio Gótico, frené para fumar un pucho en una plaza y me pusé a leer los versos de Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger. Publicado el mismo año que el manifiesto Infrarrealista, el poema parece el “Aullido” de Ginsberg cruzado por la Masacre de Tlatelolco y el final de las utopías. Disfruten: “Poesía: aún estamos con vida / & tú prendes con tus fósforos mi cigarro barato / & me mirás como a 1 simple cabello despeinado / temblando de frío en el peine de la noche / Aún estamos con vida”.

Crónica en Tiempo Argentino, por acá

El juguete rabioso

 El compact lo trajo a casa un amigo de mi hermano. Compañero del colegio marista. ¿Cómo se llamaba? Ya me voy a acordar. Era buen guitarrista. Filoso, ruidoso, poco virtuoso. Al pibe le gustaba el hardcore de la Costa Este gringa: Cro-Mags, Agnostic Front, Sick of It All y toda esa pandilla salvaje nacida y criada en Nueva York, la “gran puta de Babilonia y madre de todos los engendros”, decía Joseph Mitchell, cronista mayúsculo de la isla de la perdición.

Me acordé. Federico, así se hacía llamar el dealer de discos. La obra magna sobre la que echó un haz de luz era la ópera prima de los californianos Rage Against The Machine. El disco fue publicado el 3 de noviembre de 1992. Cumple 30 primaveras. Yo era un mocoso de 13 pirulos cuando llegó a mis manos ese juguete rabioso. Años arltianos. Me da saudade.  

Terremoto bailable

Volemos a la costa brava de los Estados Jodidos. “The West is the best”, cantaba Morrison en los ’60, sobre la tierra bañada por el nunca manso Pacífico. No se equivocaba el Rey Lagarto, aclaro yo, en lo que a hardcore y punk se refiere. Black Flag, Dead Kennedys, Circle Jerks y siguen las firmas del parnaso oeste HC de los ’80. En paralelo entró en escena el rap, el hip hop, o cómo cuernos quieran llamarlo. Terremoto bailable y político arriba del río Bravo.

Elipsis hasta principios de los noventa. Sea paciente lector-lectora, ya casi llegamos al crac de 1992. El vaquero Bush padre allá y el menemato por acá. Fin de la Guerra Fría, fin de la Historia según Fukuyama. Hola globalización. Hola neoliberalismo. En el gran norte, ola de violencia racial. Mejor dicho tsunami. ¿Se acuerdan de Roadney King? El tachero negro que molieron a palos cuatro policías blancos en Los Ángeles, la ciudad que no tenía ángel de la guarda. Más bien puros demonios azules que salían a cazar afroamericanos. En abril y mayo, LA se transformó en un infierno poco encantador por las revueltas contra la violencia étnica. Saqueos y marchas de la bronca. Decenas de muertos, miles de heridos, 4000 milicos armados hasta los dientes que no pudieron apagar tanto fuego. Furia, mucha furia contra el Estado blancoide asesino hijo del Ku Klux Klan. La banda de sonido para ese abismo la puso Rage Against The Machine. Su debut puede resumirse en esa palabra: furia. Una línea que susurra Zack de la Rocha en “Freedom”, el tema que cierra el álbum, se tatuó en mi mente desde la primera vez que la escuché: la furia es un regalo.

Terremoto bailable y político

Volemos a la costa brava de los Estados Jodidos. “The West is the best”, cantaba Morrison en los ’60, sobre la tierra bañada por el nunca manso Pacífico. No se equivocaba el Rey Lagarto, aclaro yo, en lo que a hardcore y punk se refiere. Black Flag, Dead Kennedys, Circle Jerks y siguen las firmas del parnaso oeste HC de los ’80. En paralelo entró en escena el rap, el hip hop, o cómo cuernos quieran llamarlo. Terremoto bailable y político arriba del río Bravo.

Elipsis hasta principios de los noventa. Sea paciente lector-lectora, ya casi llegamos al crac de 1992. El vaquero Bush padre allá y el menemato por acá. Fin de la Guerra Fría, fin de la Historia según Fukuyama. Hola globalización. Hola neoliberalismo. En el gran norte, ola de violencia racial. Mejor dicho tsunami. ¿Se acuerdan de Roadney King? El tachero negro que molieron a palos cuatro policías blancos en Los Ángeles, la ciudad que no tenía ángel de la guarda. Más bien puros demonios azules que salían a cazar afroamericanos. En abril y mayo, LA se transformó en un infierno poco encantador por las revueltas contra la violencia étnica. Saqueos y marchas de la bronca. Decenas de muertos, miles de heridos, 4000 milicos armados hasta los dientes que no pudieron apagar tanto fuego. Furia, mucha furia contra el Estado blancoide asesino hijo del Ku Klux Klan. La banda de sonido para ese abismo la puso Rage Against The Machine. Su debut puede resumirse en esa palabra: furia. Una línea que susurra Zack de la Rocha en “Freedom”, el tema que cierra el álbum, se tatuó en mi mente desde la primera vez que la escuché: la furia es un regalo.

Ludismo

Desde la cuna aprendió Zack de la Rocha que en la vida hay que pelearla. Lo mamó de su viejo, el muralista y activista chicano Beto de la Rocha. También cuando le contaban las andanzas y desandanzas de su abuelo, José Isaac de la Rocha Acosta, cuadro  pesado de la Revolución Mexicana. El poeta cachorro se formó en la universidad de la calle del under desangelado de LA escuchando dosis desparejas de The Clash, Bad Brains y Run DMC. De pibito tubo una banda, Inside Out, grupo de culto de la escena hardcore local.

Tom Morello nació en el afro Harlem pero en realidad tenía raíces que llegaban hasta el continente negro. Era hijo de Ngethe Njoroge, miembro activo de Mau Mau, la guerrilla que peleó a morir por la independencia de Kenia. Su mamá, Mary Morello, era una activista social con más batallas callejeras que Norma Pla. En 1987, doña Mary fue la impulsora de Parents of Rock and Rap, una orga que luchaba contra la censura en los años victorianos de Reagan. Tom llegó a la Costa Oeste en las postrimerías de los años ochenta con una licenciatura con honores en Ciencia Política por la Universidad de de Harvard y un posgrado en guitarra forjado en cátedras musicales variopintas como Led Zeppelin, Bob Dylan y Public Enemy.

Al grupete seminal hay que sumarle ritmo: el bajista Tim Commerford y el baterista Brad Wilk. Hay equipo, señores y señoras. Pero todavía falta un nombre. De la Rocha rescata del olvido el título de una canción adolescente garabateada en algún cuaderno: Rage Against The Machine.  “Rabia contra la máquina”, “lucha contra el sistema”, ludismo puro. “Quería pensar en algo metafóricamente que describiera mis frustraciones respecto a los Estados Unidos, hacia su sistema capitalista y cómo ha esclavizado, explotado y creado una situación muy injusta para mucha gente”. Es palabra de Zack.

El debut fue en octubre del ’91. Hay un video en Youtube que los muestra prendidos fuegos en un patio universitario. ¡Dos personas saltando! No entendían nada los pibes de claustro. Se sabe, las universidades van a iluminar al pueblo el día que ardan.

American Composite fue su primer demo. Salió en diciembre del ’91 y se conseguía en los recitales por 5 dólares. Vendieron 5000 copias en poquitas semanas. Epic, filial de Sony, los fichó al toque. Entraron al estudio de la mano del productor Gggarth Richardson (Chili Pepper, Melvins, L7) y el ingeniero Andy Wallace, dedos de oro del metal de los años ochenta y obrero sonidista del mimado Nevermind de los Nirvana.

Los cuatro forajidos mezclaron punk con rap, metal con funk, hardcore con hip hop, et. al. Una ensalada condimentada por los incisivos poemas del chicano De la Rocha y los retoques volados de Morello.  “Ningún sampler, teclado o sintetizador han sido usados durante la grabación de este disco”, advertía el librito del album. Con aires de DJ, Morello llevó a otro planeta los sonidos que sacaba de su guitarra. Esa que llevaba pintarrajeada la frase “Hay que armar a los sin techo”.

A lo bonzo

La portada del disco merece un párrafo aparte. Una imagen literalmente incendiaria del fotorreportero Malcolm Browne, tomada en Saigón en 1963. El monje Thích Quảng Đức arde a lo bonzo como protesta contra la política de represión de la religión budista en Vietnam del Sur por parte de su presidente Ngô Đình Diệm. ¿Cómo olvidarla?

Esclavos, latinos, indios, obreros, pobres. Hay cadáveres en los pagos del Tío Sam. Las canciones de RATM narran, como sacadas de un libro del historiador Howard Zinn,  la otra historia de los Estados Unidos. El disco abraza clásicos de clásicos fogosos. La primera molotov es “Bomtrack” y la más postrera “Freedom”, la del video que clama libertad para el activista indianista Leonard Peltier. No hay que olvidar otras perlas como “Take The Power Back”, la explosión de “Bullet in the Head” y el groove de “Know Your Enemy”, con el aporte en voces de un tal Maynard James Kennan y la percusión de “rulitos” Perkins de los Jane’s Addiction.

“Killing in the Name Of” es otra historia. Una pieza que condensa todo el ideario de los RATM. Morello detalla: “Es una canción que cobró vida propia más allá del grupo. Ya es uno de los principales himnos rebeldes del rock para las personas que están en primera línea tratando de cambiar el mundo. Frederick Douglas, un esclavo liberado que se convirtió en abolicionista, escribió en su autobiografía: ‘El momento en que me liberé no fue cuando me liberaron físicamente de mis cadenas. El momento en que me liberé fue cuando el amo dijo que sí y yo dije que no’. ¡Y de eso se trata esa canción! Se trata de hacer frente a la autoridad ilegítima dondequiera que levante la cabeza. A veces, pueden ser los padres o puede ser la escuela, su lugar de trabajo o en su gobierno». 

A Federico lo rajaron del colegio poco tiempo después de pasarnos el disco. No tuvimos muchas noticias suyas y su recuerdo se perdió en la más recóndita memoria de los hombres. Algunos años más tarde supe que se hizo hare krishna. A veces lo imaginaba recitando el maha mantra en un loop eterno. Hoy lo recuerdo cantando otro mantra. Rabioso, haciendo fuck you en el frío patio de la escuela y gritándoles a los curas los versos de Zack: “andate a la mierda, no voy a hacer lo que me digas”.

La crónica en Tiempo Argentino, por acá


Verde que te quiero verde

 No hay olor a bosta en la Rural. El acceso al predio ferial palermitano está perfumado de marihuana. Acuden grupitos de amigues, familias, jubiladas y solitarios que caminan por la avenida Sarmiento. Peregrinan hasta Palermo para celebrar la misa verde cardinal de América Latina. El cónclave de la Expo Cannabis vuelve a florecer. La fumata blanca perdurará hasta hoy. 

La nueva edición (tras el periplo pandémico) trae novedades, desde gastronomía, mascotas o charlas de salud, pero mantiene tradiciones. Una es la masividad. El encumbrado flujo de público se puede apreciar en la verdosa Green Carpet. «Salud – Industria – Cultivo – Cultura» dice el cartel. Las cuatro patas que sostienen el ágape versión 2022.

Organizada por la decana Revista THC, con el novedoso apoyo estatal del Instituto Nacional de Economía Solidaria (INAES), ministerios como el de Salud, el Senasa y las universidades de Quilmes y de José C. Paz, la jujeña Cannava y sponsors privados de peso, Expo Cannabis es sin dudas una ola verde. Un tsunami que ocupa 15 mil metros cuadrados.  

El semillero

La Argentina vive años cannábicos. Y no solo por el crecimiento exponencial del autocultivo durante la peste. No hace tanto, el tímido gobierno de Alberto Fernández dio el paso rotundo con políticas activas de impulso al cultivo herbáceo. Un giro copernicano con el decreto que reglamentó la Ley 27.350, de uso medicinal del cannabis. La iniciativa sancionada en 2017 durante el mandato de Mauricio Macri fue un bluff. En su reglamentación imponía rigores y limitaciones: solo admitía el uso para la epilepsia refractaria, prohibía el autocultivo. Hoy, en cambio, las personas pueden registrarse para cultivar. El objetivo ya no es combatir una sola patología. Hay producción nacional, universidades metidas en el proceso. Hasta se volvió un potencial generador de divisas.

En la Rural, la novedad son las semillas. Se pueden comprar distintas (incluso plantines), con fines medicinales. ¿Requisitos? Estar inscripto en el Registro del Programa de Cannabis (Reprocann). «Hay muchos mitos y barreras que se van derribando para avanzar en cosas muy importantes que le cambian la vida a la gente y favorecen el acceso a la salud integral», aseguró ante un auditorio colmado la ministra de Salud, Carla Vizzotti. La funcionaria que funciona detalló que el Reprocann cuenta con 180 mil inscriptos, de los cuales 120 mil fueron autorizados a cultivar, y aclaró que «la diferencia entre estas cifras reside en que aún faltan médicos que certifiquen el pedido en 40 mil casos y hay otros 20 mil en análisis de documentación». Un problema es la capacitación. En eso andan universidades, provincias y el Conicet generando diplomaturas y formación en centros de salud.

Curtido semillero es el barbudo Ariel. Tiene 20 años en el gremio, «desde los tiempos en que dejé el prensado paraguayo y me enamoré de la planta». Pone el cuerpo en Criar, una flamante cooperativa de producción de semillas abrazada por once socios. Con paciencia de agricultores, consiguieron la matrícula del Inaes hace pocos meses: «Con los compañeros nos unimos para hacer crecer la industria nacional. Peleamos con un cuchillito de madera contra los bancos de afuera, los insumos importados y los grises de la regulación. Pero vamos para adelante». Ariel da una clase magistral de semillas antes de despedirse. Resalta las chocolope, destroyer y las automáticas, semillas ideales para el balcón o espacios liliputienses.

Granero del porro

En los pabellones de la Rural hay un océano de stands: centenares de marcas de disímiles empresas que ofrecen mil y un productos y servicios. Desde rústicos portafasos hasta precisos kits para medir los componentes del aceite, sin olvidar las dotadas máquinas industriales de procesamiento, elegantes cremas faciales regeneradoras, óleos lubricantes, tecnológicos vaporizadores digitales de diseño, y los fundamentales «lillos». Las promotoras –todas flaquísimas, «modelitos», ¿hasta cuándo?- no dan abasto. «En el descanso fumo uno para bajar», suspira una al pasar.

La ley de industrialización, sancionada en mayo por el Congreso, también marca el ritmo de la Expo. Busca impulsar el cultivo de marihuana y cáñamo –variedad de planta con bajo contenido de THC– para uso medicinal y productivo. ¿Argentina, granero del porro? Algo de eso hay. Según la Cámara Argentina del Cannabis (ArgenCann), el país podría generar un mercado interno de 500 millones de dólares, 50 millones en exportaciones y más de 10 mil puestos de trabajo.

Pulcro saco recto y zapatos lustrados. La elegancia de Pablo Fazzio contrasta un poco con los pibes freaks de rastas y crestas psicodélicas. Fazzio es la cabeza de la Cámara nacida en 2019. Al principio eran cinco gatos locos, hoy suman más de 200 miembros. Con tono corporativo, sostiene: «Estamos viendo el parto de una industria. Hay voluntad política y oportunidades. También una crisis, una guerra y algunas sobreexpectativas que generan acertijos. Pero hay algo claro, sin la ley era como plantar en un desierto.”

Fumando espero

Entre tanto desierto consumista está el oasis de Mamá Cultiva. Las madres cultivadoras han sido una pieza esencial para la sanción de normativas progresistas. Gabriela es voluntaria desde 2016: “Somos parte de las luchas de las organizaciones sociales que queremos la regulación completa. En el país de las Madres y de las Abuelas, politizamos la maternidad para garantizar derechos”. La legalización del “consumo adulto responsable” se proyecta en el horizonte futuro, pero sin fecha próxima. Mientras tanto, la vetusta Ley 23.737, resabio de la “guerra contra las drogas”, sigue engordando los registros de detenciones y causas penales con perejiles. 

Entre los espacios más concurridos de la Expo se anotan los stands de consultas medicinales, veterinarias y legales. Guillermo Genta forma parte de la asociación de veterinarios cannábicos. «El aceite funciona muy bien en varias patologías y dolencias –destaca–. Mejoran la calidad de vida de nuestros compañeros. Y finalmente un consejo: no automediquen, vayan siempre al veterinario amigo».

En el palo de las conferencias, la Expo ofrece talleres y clases magistrales sobre la veta medicinal y gastronómica de la planta, con disertantes galenos y chefs de renombre. Paula Saavedra se vino desde Chubut para empaparse de conocimientos y después compartirlos con los agricultores patagónicos. Juntaron monedas y recibieron el apoyo de la Legislatura para bancar la aventura: «Somos 40 familias, armamos una asociación civil que asiste a chicos y chicas. Seguimos adelante, pese a los allanamientos de la policía». En el espacio abierto de la muestra, la nube de humo dulce flota en el aire y suena rock fumón. Antes de despedirse, Paula mira la frase tatuada sobre el escenario de la Rural. Se lee «Cultivar el suelo es servir a la patria». La muchacha hace una mueca y resignifica: «Para mí, cultivar es un acto de amor». «

La crónica en Tiempo Argentino, por acá