sábado, 30 de abril de 2022

Miles de ojos

 “No tenemos inconvenientes en declarar que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera, con su caja adornada de gruesos tubos que se dirían serpientes de aliento explosivo… un automóvil de carrera, que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. El epígrafe del fascista poeta italiano Filippo Marinetti es un conjuro tatuado al comienzo de Miles de ojos (Caja Negra Editora), la poderoso nueva novela del escritor boliviano Maximiliano Barrientos. Velocidad, el culto de las máquinas, la fe ciega en la técnica, las balas, la destrucción. Con estas palabras podría resumir –sin jamás lograrlo- parte del vertiginoso y alucinante viaje que narra la obra. Con senderos que se bifurcan y trifurcan entre la weird fiction, la literatura pulp, el realismo alucinógeno, Miles de ojos es un bólido lanzado a través de rutas en que la naturaleza y los cuerpos se funden con el acero, el cromo y las bujías.

La novela, dividida en cuatro apartados, cuenta la deriva de una subcultura de adoradores de los fierros y el black metal. Un bólido deportivo yanqui –Plymouth Road Runner modelo 1970- es el instrumento ritual que utilizan los fieles para liberar a una demencial entidad capaz de transfigurar el mundo capitalista de mierda tal cual lo conocemos.

Tribus post apocalípticas, imaginario cyberpunk y mucho metal pesado. Venom, Celtic Frost, Slayer, Burzum, Sodom. Esa es la banda de sonido que acompaña también a una postal adolescente de una Santa Cruz de la Sierra empestada por visiones del más allá. Barrientos es nacido y criado en la “Miami sin mar”, la principal ciudad del tórrido oriente boliviano. Una urbe rica, opulenta, empresarial y demasiado racista, cuyo esqueleto conformado por anillos, alguna vez arriesgó Fabián Casas, “haría las delicias de Tolkien”.

El narrador camba es autor de los volúmenes de cuentos Diario (2009), Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer (2011) y Una casa en llamas (2015) y de las novelas La desaparición del paisaje (2015) y En el cuerpo una voz (2018), otra obra incendiaria e indispensable del boliviano.

En Miles de ojos, la pluma de Barrientos es fiel a su clásico estilo frío, empapado de belleza rabiosa, algo seco, siempre efectivo y cinematográfico. Repleto de historias tórridas nivel bonzo, que construyen un mundo hostil e inexplicable, donde muchas veces se impone el drama de lo no dicho. Cultor de una tradición literaria bien norteamericana: DeLillio, McCarthy y siguen las firmas. Con dosis desparejas de Ballard y la angloboliviana Alison Spedding lubricando la novela.

Escribe Barrientos en Miles de ojos: “Ya no sabía dónde terminaba el sueño y dónde comenzaba la vigilia, la línea divisoria se había roto y el espacio no era otra cosa que una prolongación de los paisajes de su mente. Recordó los pies de su madre, blancos y pequeños, hundiéndose en los pedales mientras se desplazaba por la carretera. La velocidad corrió por sus venas y sus huesos, el aliento de ese dios terrible habitó su mandíbula, sus ojos”. Atravesando todo límite, dirían los Hermética. Empapados por la violenta belleza de la aceleración.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

lunes, 25 de abril de 2022

Presos por plantar marihuana: armando causas con perejiles

 Como un “perejil”. Así se siente José María Montero en su fría celda. El joven carpintero de 36 años lleva once meses invernando en un pabellón del penal de máxima seguridad de Sierra Chica. ¿Su delito? Tener tres plantas de marihuana en su casa. Fue detenido el 29 de abril del año pasado, cuando un pelotón de policías irrumpió en su domicilio de la ciudad de Laprida, localidad enclavada en el centro-sur profundo de la provincia de Buenos Aires. Los agentes del orden dañaron la puerta de su casa, revolvieron todo, le apuntaron a la cabeza con una pistola 9 milímetros como si fuera un dealer de los pesados. Carátula del expediente: tenencia de estupefacientes con fines de comercialización. “Dos plantas cortadas y una al final del proceso de floración, eso encontraron. Plantaba para no ir al mercado negro, viste lo poco que vale la plata. Soy un laburante. Hacía vida normal. Les enseñaba a cultivar a varios amigos, para fines médicos de ellos o de sus parientes. En el operativo, los policías me decían que yo era un narcotraficante. Revisaron todo y requisaron $ 1030 pesos. Un chiste. ¿Qué capo narco anda tan justo de plata?”, mastica bronca el muchacho tras las rejas.

Montero es militante de la causa cannábica desde hace largo rato en sus pagos. Puso el cuerpo en el colectivo Cannabis al Congreso, una agrupación que impulsó la normativa para el desarrollo industrial de la droga blanda, que solo cuenta con la media sanción de los senadores y aún duerme la siesta en la Cámara Baja del Parlamento nacional.

Un par de meses antes del allanamiento, el joven había tenido una reunión con el intendente justicialista Pablo Torres y varios concejales de Laprida. Hablaron sobre promover la investigación y el desarrollo de la producción de marihuana con fines medicinales e industrial a secas. Imitar a sus vecinos de la cercana meca de General La Madrid, municipio pionero en la materia. “Estamos a solo 60 kilómetros de distancia, somos Springfield y Shelbyville. El agua y el aceite. Ellos avanzaron, los nuestros te detienen”. En la juntada, también pidieron a las autoridades plasmar una futura reunión con el secretario de Seguridad local. Había miedo entre los cannabicultores. Pocas semanas después, Montero marchó preso.

“Es una locura estar detenido por tener plantas que nos da la naturaleza, con todos los beneficios que tienen. Hay mucha gente guardada por lo mismo”, explica. Luego precisa que su captura fue algunos días después de la reglamentación del Reprocann, el registro público para el cultivo controlado. Montero, asegura, no puedo inscribirse porque en esos tiempos no funcionaba la página web estatal.

Sueños de libertad. Esperanzado, Montero aguarda con paciencia de campesino el juicio que comenzará, con suerte, en marzo de 2023. “No hay pruebas de la comercialización. Van a ser dos años largos perdidos. No conocía el interior de una comisaría y ahora estoy preso por cultivar. La Justicia lava otros pecados arrestando a pibes que plantan. Hacen números y dicen que todos somos narcos. Pero el negocio ilegal sigue floreciendo. Te aseguro que si tuviera plata no estaría acá. Soy un pobre perejil”.

En la Argentina, cada vez más personas eligen cultivar su propio cannabis. Sin embargo, la ley solo permite este derecho a usuarios medicinales registrados en el Reprocann. Más allá de esta excepción, el Código Penal sigue penando con hasta 15 años de cárcel a los cannabicultores. Más acá del discurso progre, los guarismos indican que los allanamientos y detenciones no tuvieron freno durante los dos últimos años con el kirchnerismo al frente del Poder Ejecutivo, después de la perdida “guerra contra el narcotráfico” impulsada por el gobierno de Cambiemos.

Luego de un 2021 especialmente cannábico –y no solo por el crecimiento exponencial del autocultivo en pandemia–, en los últimos 12 meses el tibio gobierno nacional que preside Alberto Fernández dio pasos en forma no tan tímida a políticas activas de impulso al cultivo herbáceo. Un giro radical se observa con el decreto que reglamentó la Ley 27.350, de uso medicinal del cannabis. La iniciativa original sancionada en 2017 durante el mandato de Mauricio Macri fue un bluff. En su reglamentación imponía rigores y limitaciones: solo admitía el uso para la epilepsia refractaria, prohibía el autocultivo, no reglamentaba la producción nacional y no aceptaba ventas por farmacias. Todas flores que se abrieron con la nueva normativa.

En paralelo, el gobierno del peronismo ahora partido impulsó en el Parlamento un proyecto para promover el cultivo de marihuana y cáñamo –variedad de planta con bajo contenido de THC, en criollo, “no pega” – con fines de industrialización para uso medicinal y productivo. ¿Argentina, granero del porro? Es el deseo de muchos. Según la Cámara Argentina del Cannabis (ArgenCann), se espera que en 2027 el mercado mundial de la industria cannábica mueva más de 40.000 millones de dólares. La tasa de crecimiento anual superará el 30 por ciento. Con este escenario, la Argentina podría generar un mercado interno de 500 millones de dólares, 50 millones en exportaciones y más de 10.000 puestos de trabajo. Verde que te quiero verde.

¿Y de la despenalización? Según los especialistas aún falta mucho camino por recorrer. El llamado “consumo adulto responsable” se proyecta en el horizonte futuro, pero sin fecha próxima. Mientras tanto, la vetusta Ley 23.737, resabio de las políticas belicosas contra las drogas, sigue engordando los registros de detenciones y causas penales con pequeños cultivadores.

Según el informe “La guerra contra lxs consumidorxs de drogas debe terminar”, publicado por el Cels (Centro de Estudios Legales y Sociales) en 2021, siguen las detenciones a lo largo y ancho del país: “Las policías los privan de la libertad y se les inician causas penales que, aunque no prosperen, funcionan como un castigo. La mayor parte de les funcionaries declaran públicamente que no se debe perseguir a les consumidores, sino que hay que concentrarse en investigar y detener a los grandes actores del narcotráfico. Sin embargo, las policías que dirigen dilapidan todos los días horas y dinero en detener usuaries, recursos que podrían ser utilizados en otras políticas de seguridad. El Poder Judicial suele operar con el criterio de que este tipo de causas deben desactivarse de inmediato.”

Los números de algunos distritos son botones de muestra: “En 2018 habían ingresado a la justicia federal de la Ciudad de Buenos Aires 4777 causas por consumo. En 2019, por el mismo motivo, ingresaron a la justicia porteña 19.275 causas. Esto implica un aumento de más del 400%. Desde enero de 2019 hasta agosto de 2020 se iniciaron 38.696 causas por delitos de drogas. Más del 75% (29.206) fueron por tenencia para consumo personal, y solo el 17% (6706) por comercialización”. Sesgo de clase, el informa afirma con alarma que por decisión policial y de la política de seguridad, el consumo de drogas es un delito casi únicamente en las zonas más pobres de la CABA.

Al otro lado de la General Paz, el panorama es igual de sombrío, con 47.927 “hechos delictuosos” de drogas informados en 2019. Desde el Cels afirman que las detenciones por tenencia para consumo son una herramienta policial para legitimar la persecución de sectores postergados y el control del territorio por parte de las fuerzas. Las detenciones son usadas para inflar estadísticas y construir así una falsa imagen de eficacia.

En el apartado dedicado a los cannabicultores, el Cels detalla que se les imputa tenencia para comercialización como práctica cotidiana. Han sido el blanco predilecto de la Policía Bonaerense y el Ministerio de Seguridad provincial: utilizan las detenciones como parte de su estrategia de comunicación pública. Los presentan como narcos peligrosos, mientras los uniformados que incautan plantas son retratados como héroes de la patria.

Paradojas. Máximo López cursa una diplomatura sobre cannabis medicinal en la Unidad Penitenciaria Nº 7 de Azul, donde está detenido por cultivar. La pesadillas alucinógena de este comerciante de 33 años, padre de tres hijos, sin antecedentes penales, comenzó el 9 de septiembre de 2020, cuando la Bonaerense allanó su casa en Azul, por una investigación vinculada al juego clandestino. Los policías debían llevarse documentación, computadoras, papeles con anotaciones y dispositivos electrónicos, pero cuando le preguntaron al “sospechoso” si en la vivienda había algo más que pudiera comprometerlo, López les mostró el lugar donde guardaba los cogollos que había cortado de su cosecha. En total, secuestraron 420 gramos de cannabis, sobre todo ramas. Fue detenido y luego liberado a los pocos días.

De la causa por las “apuestas virtuales”, López no tuvo más noticias, pero el 18 de febrero de 2021, le notificaron que quedaba preso por las plantas. El título de la obra es conocido: “Tenencia con fines de comercialización”. “Alegaron que había mensajes comprometedores, pero eran pavadas de hablar con amigos o con mi mamá sobre el aceite. Tuvieron un problema con el software, muchos mensajes se perdieron y yo quedé acá adentro”, dice Máximo desde el penal.  

López es uno de los fundadores de la Asociación Civil de Cannabis Terapéutico de Pigüé, colectivo que encabezó varias marchas por su liberación. “Ya estuve en dos penales y hay muchas historias parecidas a la mía. Causas inventadas, gente que le hacían allanamientos por un tema, no encontraban nada y los llevaron  por dos plantas. Todos morochos, laburantes que están presos por plantar marihuana”.

El caso de Máximo López es una de las banderas del Frente de Presos y Presas por Plantar (PPP). La agrupación recibe el apoyo de instituciones como la Correpi, varias federaciones universitarias y diversos gremios. También de muchos trabajadores del cannabis, como el cultivador de origen chaqueño Cristian Chamorro: “Para mí el tema es fácil. El negocio ilegal con el porro prensado paraguayo que entra al país es manejado por bandas lúmpenes asociadas a las fuerzas del Estado. Ese es el nudo que hace presión sobre los trabajadores de la planta”.

Para Chamorro, con la pandemia se profundizó la política de represión y persecución a los trabajadores del cannabis: “El Reprocann funcionaba muy lento y la policía, hasta el día de hoy, está totalmente desinformada y hace lo que quiere. El otro día estaba por Palermo fumando, se acercó un oficial y la situación se puso tensa, aunque le mostré mi carnet.”

Con sus compañeros, Chamorro realiza trabajo social en diversa barriadas estigmatizadas del Conurbano. Su experiencia le dejó ver el rol económico que pueden tener los cultivadores de cannabis para el desarrollo: “Los que plantan están lejos del narco y de cometer delitos. Trabajan con la marihuana. Nosotros queremos la regulación y ganar derechos laborales. Pero el Estado sigue con el prohibicionismo”.

María Victoria Baca Paunero es defensora oficial criminal y correccional del Departamento Judicial de Lomas de Zamora, especialista en Derecho Penal y presidenta del Centro de Estudios de la Cultura Cannábica (CECCa). Para la letrada, vivimos tiempos con cambios de paradigmas en relación a la planta. Del viejo prohibicionismo se pasó a la mirada medicinal, y lentamente estamos entrando en la regulación. Sin embargo, las viejas prácticas de la lucha contra el narcotráfico siguen activas: “Son parte de un sistema penal que existe para legitimar la exclusión social. Las regulaciones siempre tienen dos varas, para quien tiene la capacidad de cumplir con los requisitos y el que no. En ese sentido, la empresa estatal de producción de Jujuy cumple con toda la normativa y está muy bien que así sea. Pero por el otro lado plantar o fumarte un porro en La Matanza te puede llevar a la cárcel”.

El proceso para la regulación es complejo para Baca Paunero: “Hay que informarse, hacer políticas activas desde el Estado. Si un pibe o una piba plantan, tienen que conocer las reglas de juego. Saber lo que pueden o no pueden hacer. Quién puede cultivar. No se puede vender cualquier cosa, no es el vale todo, porque el Estado tiene que cuidar a todos”.

Mariano Aquino recuperó su libertad en diciembre pasado. Pasó más de dos años preso por cultivar. Sufrió un allanamiento digno de un film de Hollywood en su casa de Tortuguitas allá por mayo de 2019. “Un grupo comando corte SWAT, con ametralladoras, miras láser, cámaras. Iban a capturar a Pablo Escobar. Yo les abrí la puerta en ojotas y calzoncillo. Encontraron cogollos y ramerío. Fui víctima de lo que se llama un ‘ruleo’, unieron tres allanamientos y parecía que habían desbaratado un cártel. Éramos tres boludos”, explica Aquino, 41 años, mensajero de profesión.

El muchacho es un apasionado de la planta. “Es amor, un hobby, una actividad que me hacía bien. Dedicaba buena parte de mi producción a regalar y hacer aceite para mejorarle la calidad de vida a gente con dolencias. Por eso fui preso, al final se cayó la carátula y quedé libre. Pero quién me hace recuperar el tiempo que perdí encanado”, dispara.

En el penal de La Plata, Aquino escuchó con bronca cuando el presidente habló del cannabis en el inicio de las sesiones parlamentarias en 2021: “Y yo con otros compañeros guardados por tres plantas. Como se dice en el penal, me sentí ‘rezarpado’, como que te mojen la oreja. Porque dicen una cosa y hacen otra. Las cárceles están repletas de pobres, de gente de a pie. ¿Sabés cuántos perejiles todavía están adentro?”.

Crónica publicada en la Rolling Stone, por acá

La larga marcha de un internacionalista

Facundo Molares Schoenfeld camina sereno por un pasillo de la Unidad 6 de la cárcel de Ezeiza. En su recorrido hasta la enfermería, su cuerpo es rozado por los rayos blancos del sol que se filtran entre las rejas. Mientras escucha las órdenes de los grises guardias de la escolta, el militante social y fotorreportero argentino, exmiembro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), pispea el cielo diáfano del bello abril en un pulmón interno. Camina y piensa. Quizá en el juicio de extradición a Colombia que enfrenta. Quizá en su padre, en su hermana, en sus amigos y compañeros que lo esperan afuera. Quizá en el Conurbano profundo donde nació en los años setenta, en la Patagonia rebelde de su adolescencia durante el menemato, en sus derivas iniciáticas por las venas abiertas de América Latina, en la exuberante selva Amazónica que lo cobijó más de una década, en las jornadas agónicas peleando por su vida en la Bolivia de facto de Jeanine Áñez. Quizá, no tengan dudas, también en recuperar la libertad.

Molares Schoenfeld se agita un poco, pero sigue andando. Deben ser los problemas de salud por los tres balazos de los golpistas bolivianos, el sobrepeso por el sedentarismo carcelario, los días interminables a la sombra. Ya son demasiados los meses que lleva confinado en el penal federal de máxima seguridad. Fue detenido en noviembre pasado en la localidad chubutense de Trevelin, donde había hecho nido luego de ser repatriado desde La Paz.

Entonces, se abre la última reja que nos separa. El hombre de 46 años saluda al entrar a la enfermería con un fuerte apretón de manos, se acomoda en una silla, mira recto a los ojos y dice que quiere hablar. Es momento de contar sus verdades, sus principios, sus muchas historias en el campo de la lucha popular. La larga marcha de un internacionalista.

El pasado miércoles 20 de abril comenzaron vía Zoom las audiencias del juicio de extradición contra el militante comunista del Movimiento Rebelión Popular. El pedido fue realizado por el gobierno colombiano del derechoso presidente uribista Iván Duque. El fuero penal ordinario del país andino-amazónico- caribeño acusa al excombatiente de la Columna Teófilo Forero del secuestro del concejal Armando Acuña, ocurrido en marzo de 2009 en el municipio de Garzón, departamento del Huila, en el sur de Colombia. El requerimiento fue rechazado por la defensa y por organismos de Derechos Humanos. Consideran que los delitos que se le imputan al periodista de la revista Centenario ocurrieron antes de 2016, por lo que están encuadrados en el Acuerdo de Paz firmado por el Estado colombiano y la guerrilla. El juez federal a cargo de la causa es Guido Otranto, señalado por diversas irregularidades en la investigación por la desaparición y muerte de Santiago Maldonado. El próximo viernes 29 de abril concluye el proceso. “No quiero ser extraditado y no corresponde –dice Molares Schoenfeld-. No participé de esa retención política, hasta el concejal lo manifestó. La única tarea que tuve fue entregarlo a una comisión humanitaria mediante un acuerdo con el Estado, en el marco de los diálogos de paz ya encaminados. Si quería, me quedaba en Colombia. Pero elegí firmar el acuerdo, volver a mi tierra para ver a mi padre, para ver la tumba de mi madre, para ver a mi pueblo. Yo quiero seguir peleando en libertad, no ir preso.”

Hijo de las luchas

“Uno a veces reflexiona en la vida para entender lo que es y lo que hace. Soy nacido en 1975, hijo de una generación que luchó mucho en la Argentina. Ese es mi primer condicionante. Siento orgullo de mis padres”, dice Facundo con la mirada encendida. Los Molares Schoenfeld la pasaron fulero durante la dictadura. Papá Hugo, militante sindical del Hospital Ciudadela, zafó de milagro de ser chupado por los grupos de tareas. “Vivíamos en José C. Paz, entre baldíos y calles de tierra, me acuerdo de los camiones de los militares, el miedo del barrio. Eso marca”.

Después de la primavera democrática y con el crac económico del gobierno de Alfonsín, la familia empobrecida decidió dejar Buenos Aires y partir a la Patagonia con el sueño de forjarse un futuro mejor. Comenzaba la pesadilla del menemismo. “Años en que no podíamos comer un pedazo de carne. Mis viejos eran comerciantes. En paralelo mi papá estudiaba Derecho y mi mamá terminaba el secundario. Eran tiempos de muchos rebusques para hacer unos pesitos”.

También de una fuerte educación sentimental y militante. Las marchas contra la Ley Federal de Educación, la defensa de la escuela pública, las tomas. Con apenas 14 años, el joven Facundo puso el cuerpo, se hizo comunista y leía los diarios del Che Guevara. “Un ejemplo imperecedero, un imán para los jóvenes. Su ejemplaridad, su voluntad de dejarlo todo por una causa justa, eso me impulsa hasta hoy.”

Cuando terminó el secundario -es técnico forestal-, Molares Schoenfeld decidió volver a Buenos Aires para estudiar, justo antes de que la Alianza neoliberal estallara por los aires en el 2001. Se instaló en el Bajo Flores, en la estigmatizada villa 1-11-14, donde militaba. Vivía en una piecita que forjó con sus manos. “El 19 y 20 movilizamos con el barrio entero, vecinos que fueron por primera vez al centro. Cómo no participar en una manifestación social de ese calibre. Los gases, los escuadrones que andaban en autos sin patentes y tiraban a mansalva. Fue un gran sacrificio del pueblo heroico, que se desperdició. No surgió una nueva realidad. El sistema se recompuso. Volvieron todos los que se tenía que ir. Me acuerdo de que en las protestas, un muchacho gritó ‘La ciudad es nuestra’. Por un rato. La ciudad es nuestra cuando el pueblo puede vivir con dignidad, con trabajo, con futuro. La sensación de esos días fue agridulce.”

Pocos meses después, desencantado, Facundo vendió sus pocas pertenencias y decidió salir a la ruta. Conocer la realidad del continente de primera mano. Como aprendió del Che.

Plan Colombia

Cataratas, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador. Miles de kilómetros recorrió Molares Schoenfeld hasta llegar a Colombia. En la carretera se ganaba la vida changueando. Fue electricista, carpintero, albañil. En paralelo compartió las injusticias sin fronteras que sufren los olvidados de América.

Cuando entró a Colombia tuvo una epifanía al ver una pintada de las FARC en la puerta de un cuartel del Ejército. “Decía ‘Hasta la victoria’. Desde que ponías un pie en esa tierra era imposible abstraerse de la realidad. La lucha era muy poderosa. Me fui quedando. Escuchaba las historias de los campesinos desplazados, los masacrados por los paramilitares, la pobreza extrema, la prosperidad que habían tenido en los años de la guerrilla. Ver esa realidad y mi recorrido me hicieron sumarme a las FARC. Era jugársela, vengo a ofrecer mi corazón. Como decía el Che, dejar anotado a quién hay que avisarle en caso de perder la vida.”

En julio de 2003, con 27 años, se sumó a la Columna Teófilo Forero en Los Pozos, un pueblito donde el presidente Pastrana y el líder guerrillero Marulanda habían firmado un fallido acuerdo de paz dos años antes. Facundo Molares Schoenfeld adoptó el seudónimo de “Camilo Fierro”: el nombre, por Cienfuegos y el cura Torres. El apellido, por un viejo apodo de su padre sindicalista. En la selva sus compañeros los llamaban simplemente “El Argentino”.

Por su formación, fue instructor político de la Teófilo. Organizaba a la comunidad. Así se curtió en la selva amazónica. Ese espacio “apasionante, apabullante: los insectos, los animales, las plantas que tenía mi vieja en su casa pero gigantes”. La vida era nómade, en perpetuo movimiento para evitar las bombas del Ejército. “Como caminar desde acá hasta Rosario o Mar del Plata.” Muchas veces, hace memoria Facundo, estuvo a punto de perder la vida. “Zafé por la fortuna y la rapidez de piernas. Cuando te ataca un avión con toneladas de explosivos, valen las piernas, no es cobardía. Es inteligencia. Me tocó enterrar a muchos compañeros destrozados. Personas que no deberían haber muerto.” Reinaban el Plan Colombia, alimentado por los fondos estadounidenses, y el señor matanza al frente del Poder Ejecutivo. “Uribe gobernó ocho años y dejó 100 mil desaparecidos. Ustedes comparen con quién quieran. Millones de campesinos desplazados. La realidad colombiana, que sigue hasta el día de hoy. Se exacerbó después de los diálogos en La Habana porque no existe un contrapeso. Los campesinos no querían que se fueran las FARC.”

-¿Usted tuvo discrepancias abiertas sobre cómo la guerrilla conducía el proceso?

-Hubo discusiones internas. Yo creía que el acuerdo era un calco de los fracasos anteriores. Ya era previsible lo que sucede hoy, con asesinatos de líderes sociales y exguerrilleros. Tuve consecuencias por manifestar mi desacuerdo con los términos del acuerdo, no con alcanzar la posibilidad de la paz. Fui castigado y apartado.

-¿Cómo fueron sus últimos tiempos en las FARC?

-Hubo un proceso de desmovilización. Viajamos tres días en canoa remontando el río Putumayo hasta un pueblo llamado Las Carmelitas para entregar las armas. Yo firmé un documento, que está en poder de las Naciones Unidas, eso impide la extradición. Dejé el campamento a la luz del día, me despedí de mis compañeros de 15 años. Sentí tristeza por el pueblo colombiano, porque su sufrimiento no terminó y se merece una vida mejor.

Bolivia, cárcel y el después

De regreso en la Argentina, Molares Schoenfeld decidió seguir la lucha por otros medios. Se hizo comunicador popular. En 2019 partió hacia Bolivia, para retratar el golpe de Estado contra el gobierno de Evo Morales. Estuvo en la opulenta Santa Cruz de la Sierra, en el oriente opositor al gobierno del MAS. Tierras de las fascistas juventudes cruceñistas. Fue herido cuando cubría un enfrentamiento en la localidad de Montero. Recibió tres disparos. “Estuve a punto de morir, 23 días en coma inducido, y los médicos que me salvaron terminaron presos. Perdí casi toda la visión en el ojo derecho y tengo un problema cardíaco por las balas de los golpistas. Terminé preso 13 meses acusado de terrorista en Chonchocoro, la cárcel de máxima seguridad, a casi 5000 metros de altura en el Altiplano. Enfermé dos veces de Covid, dormí meses sentado contra la pared.”

En diciembre de 2020, sin la usurpadora Áñez en el poder y con una campaña internacional por su liberación, Facundo fue finalmente repatriado a la Argentina.

En noviembre pasado, fue detenido en el sur. Pasó por el penal de Rawson y desde hace unos meses espera el juicio en Ezeiza. Facundo suspira hondo y dice que no baja los brazos. Que su sueño de formar una familia y de tener un hijo lo mantienen vivo y le dan fuerzas para seguir peleando. “No me arrepiento de nada, siento orgullo por lo que hice con toda bondad y honestidad. Eso es ser internacionalista. Demostrar solidaridad con los pueblos del mundo.”

Antes de volver a la sombra del pabellón, Molares Schoenfeld mira una vez más los rayos del sol tibio de otoño que se filtran entre los barrotes. Deja un mensaje postrero: "Después de tanto camino recorrido, acá me siento como un gato montés en una jaula de conejos. Me hace falta el camino de tierra, los kilómetros, la libertad".

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

martes, 12 de abril de 2022

Fierros peronistas

El cielo del séptimo día es diáfano, celeste y blanco, bello en el sur del Conurbano plebeyo. El fresco bonaerense se pinta entero con una fila multicolor de rastrojeros. Las chatas duermen la siesta estacionadas frente al Centro Municipal de Exposiciones de Avellaneda. Brillan como un arcoíris forjado en metal. En el aire hay humo de choris, una carrera  por radio del TC y estribillos que mixturan cumbia con rock pesado. Liturgia justicialista pura. Y también, reforzado en estos tiempos convulsionados de desencuentros, es pasar por la puerta de entrada a la nostalgia.

Para un peronista no hay nada mejor que un auto peronista. Esa parece ser la consigna que nuclea a los fieles que se acercan a la misa pagana del motor nacional y popular. No es una reunión cualquiera para los devotos fierreros. Celebran los 70 años del nacimiento de la IAME (Industria Aeronáutica y Mecánica del Estado), utopía hecha carne por el general Perón a comienzos de la década del ’50. Fábrica de aviones, motos y automóviles que dio a luz, entre otros proyectos de innovación pública, al tractor Pampa, a la moto Puma, a la coupé Justicialista Gran Sport. El sueño científico y tecnológico de una Argentina soberana a todo motor, que terminó fundido por las pesadillas gorilas de la Revolución Fusiladora y la desindustrialización de sus hijos pródigos neoliberales.

Desaparecida, ocultada, negada, borrada por la historia oficial, la resistencia tuerca de la IAME sigue viva. Muestra sus caballos de fuerza en un domingo de gloria peronista.

Familia rodante

La familia Fermoselle es uno de los motores que impulsan el encuentro. Tienen una potencia sin freno. Gabriel es presidente del Club IAME, institución creada en 2004 para congregar a los y las fanas. Ataviado con mameluco de época, Gabriel va en zigzag de una punta a otra del salón recibiendo a los invitados, atendiendo a los periodistas, dando clases magistrales sobre historia mecánica. Por ahí también andan su hermano Héctor y su mamá María Cristina Duarte, piezas fundamentales para mantener encendida la memoria de los autos del pueblo. “Para mí, la IAME es parte del país que fuimos, y que no nos dejaron ser. Un proyecto de Argentina potencia en serio. Pero cómo íbamos a ser potencia unos indiecitos del sur que estábamos fabricando autos con fibra de vidrio en el ’55, cuando solo lo hacían los yanquis. Así nos fue”, reflexiona doña Cristina, de coquetos 72 pirulos, bien custodiada por un retrato de Perón y otro de santa Evita. “Peronista de la primera época, pibe –deja clarito la señora–. Soy hija de un obrero de Alpargatas y de una costurera. Mi marido, que falleció hace dos años, era laburante de SEGBA. Mis dos hijos son recibidos en la universidad pública. Lo llevamos en la sangre”.

Cristina ceba unos mates cerca de un lustroso IAME V8 rojo shocking que haría ruborizar a don Enzo Ferrari. El V8 fue la máxima expresión de la fábrica estatal. Diseñado por el ingeniero Ambrosio Taravella, tiene un motor modular refrigerado a aire que, comentan, puede hacer mover una tanqueta. Desde sus curvas con trompa de tiburón hasta su última tuerca: 100% Made in Argentina. Detalla Héctor, el hijo mayor de Cristina: “IAME fue la fábrica de fábricas, la semilla de la industria automotriz nacional. Perón les abrió las puertas a las terminales extranjeras, pero no quisieron venir. ‘No están aptos’, decían. Entonces se aprovechó la fábrica militar de aviones, que hacía el Pulqui y el Justicialista del Aire, para empezar a producir automóviles. Se necesitaban talleres, ingenieros, aprendices con buena salud, techo y bien comidos, escuelas técnicas, abrir el juego a las pymes, dar créditos. ¿Te das cuenta por qué hablamos de un modelo de país? Eso lo liquidan la Fusiladora y más tarde Martínez de Hoz”.

Los Fermoselle atesoran varias joyas rodantes en el ajuar familiar. Desde rastrojeros hasta un Sedán Justicialista, rebautizado “Graciela” durante el proceso de “desperonización”, en homenaje a la hija de un funcionario cagatintas de la autodenominada Libertadora. También preservan, estacionado en el jardín de su casa, un tractor Pampa del ’52. La gema es una coupé justicialista cremita y verde agua. Doña Cristina desenfunda un álbum de fotos curtidas para recordar la puesta a punto de la nave: “La compró mi marido. Estaba abandonada en Rosario y tenía hasta nidos de ratas adentro. Revivirla fue un trabajo familiar que duró diez años. Cada uno puso su granito de arena. Yo me encargaba de alimentar a mi esposo y mis hijos a puro sánguche de milanesa. La veo ahora y sé que en este auto está la historia de mi familia. No se puede perder”.

Antes de dejar un mensaje postrero, entre sus múltiples caminatas por el Centro de Exposiciones, Gabriel, hijo menor de Cristina y atareado presidente del club, hace sonar la bocina de la coupecita familiar. Entonces, se escucha en el salón la más maravillosa música. La Marcha que sale del motor del bólido les pone la piel de gallina a los muchachos y muchachas peronistas. “Queremos armar un museo en mi casa y le vamos a poner el nombre de mi viejo, Osvaldo Fermoselle –se enorgullece Gabriel, con sus dedos dibujando una V–. Él nos legó esta locura, este fanatismo. Nos enseñó a hacer patria”.

Rápidos y amistosos

Torino, Siam Di Tella, DKW son los primos rodantes que se acercaron al festejo. Todos, sin excepción, forjados por manos argentas. “Cómo no íbamos a estar en la fiesta, hermano. Viste que dicen que Ford y Chevrolet son River y Boca. Torino es la Selección Argentina”, saca pecho Eduardo García, presidente del Club de Amigos, junto a un refulgente ejemplar vino tinto cosecha 1970. “Es bien de familia, lo compró mi viejo cero kilómetro –acaricia García el auto como si fuera un pariente–. Mirá los detalles del enchapado en madera, el tablero de avión, hasta la calco original que dice ‘Bienvenido a bordo’, flor de nave”. Para Eduardo, no hay con qué darle al Toro. A la historia automovilística se remite: “El día que volamos en la pista de Nürburgring en el ’69. Decían que era un elefante y al final corrió como una gacela, les pasamos el trapo a los BMW y a los Mercedes Benz. Una locura hermosa, hecha en nuestro país.”

El morocho Siam Di Tella 1500 de Walter Garrido tiene más pinta que Rolando Rivas. “Es un sinónimo del tachero de los años sesenta. Simple, fiel, no te deja nunca a gamba”. Garrido confiesa que su máquina llevaba cuatro años estacionada en un garaje. Anoche le dio marcha y arrancó sin problemas: “Solo hay que meterle mano a los frenos. Desde Quilmes llegamos sin escalas”.

La coupé Fissore es nostálgica y eterna como un buen tango. “En una de estas se mató Julito Sosa. Es un coche elegante, no hay dos iguales, se hicieron 62 en nuestro país”, precisa Francisco “Pancho” Pérez, mandamás del Auto Unión DKW Club. Cuando se acomoda en la butaca y acelera, Pérez dice que siente una emoción que puede resumir con una sola palabra. Libertad.

Mi reino por un Rastrojero

El anteúltimo de los rastrojeros. Diana Gómez y José Molina son dueños de una chatita modelo 1979, parida en estos pagos un año antes de que se frenara su producción. Con el Rastrojero se ganaron el mango en el reparto de embutidos, fueron hasta Córdoba y la Costa Atlántica, hicieron roncha en los cien barrios porteños. “Vivimos por y para el auto –remarca la pareja, y dejan ver el impecable motor que nunca recalienta–. Suena raro, porque hablamos de una máquina, pero sentimos amor. Todo el trabajo para dejarlo impecable, así de lindo, con la ayuda de los mecánicos amigos. Sí, no tenga dudas, hay mucho amor”.

La historia que une a Osvaldo Romero con su Rastrojero parece sacada de un cuento del «Gordo» Soriano. Sentado en la cabina, el correntino que ya peina canas pone primera y vuelve a su infancia. Cuenta que quedó huérfano de gurisito. Arrancó a laburar a los nueve años. Tiempos fuleros, ni sabía lo que era un juguete. Lo más cercano era el Rastrojero de un vecino gamba que lo acercaba al trabajo. “El viejo pasaba, me dejaba tocar la bocina, aceleraba a fondo. Yo era feliz y soñaba con tener el mío”. Hace algunos años cumplió el sueño del pibe. Consiguió un Rastrojero del ’76 azul Francia que es la envidia de todo el barrio. “Se llama Torito. Yo le hablo, él me habla. Es un sentimiento y es de acá, de mi patria”. Como aquel peronismo que no era de juguete.

Publicada en Tiempo Argentino por acá. 

martes, 5 de abril de 2022

Rezar por la paz

 explica el religioso, máxima autoridad en estas pampas de la mayor de las iglesias ortodoxas orientales del planeta.

–¿Cómo lo interpela el conflicto en Ucrania?

–Lo que está pasando en Ucrania, que algunos llaman invasión, en realidad es una guerra entre hermanos. Fratricidio. No solo lo digo desde el corazón, sino también por la historia de nuestros pueblos: la “Pequeña Rusia” y la “Gran Rusia”. No son dos naciones, es un mismo pueblo. Es como que Buenos Aires ataque a Corrientes, que se había independizado hace algunos años y era reconocida. Sigue siendo el mismo pueblo, hasta seguro tenemos parientes. Por eso le digo, esto es un enfrentamiento entre hermanos.

Iwaszewicz cuenta que comenzó a recorrer el camino religioso desde la cuna. En el templo que lo vio nacer. Relata entonces una historia digna de una novela de Tolstoi. Su padre, el arcipreste Valentín Iwaszewicz, había dejado la convulsionada Bielorrusia en el año 1937, durante los primeros días de la avanzada nazi sobre territorio soviético. “Mi familia huyó de Polesia durante la ocupación alemana, en los tiempos de la Segunda Guerra. Vinieron a hacerse la América. Mi padre tenía apenas un año”, explica el misionero. Llegaron a la pacífica Buenos Aires y se instalaron bajo el cielo de Pompeya. Desde muy joven, Valentín tuvo inquietudes religiosas. Entonces, decidió hacerse monaguillo. Su fe creció bajo el ala del presbítero Constantino Izrastzoff, el padre fundador del icónico templo de San Telmo. Con el tiempo, decidió ordenarse sacerdote y, desde ese momento, dedicó toda su vida al Señor. Se casó, tuvo hijos y comandó la iglesia de la calle Brasil hasta su muerte, hace pocos años.

“¿Y cómo comienza mi vocación religiosa?”, se pregunta Alejandro y relata: “Los rusos tenemos un dicho que dice: ‘Tener un hijo no es tener un hijo. Tener dos hijos es tener medio hijo. Y tener tres, en realidad es tener uno solo’. Eso se explica porque uno de tus hijos va a servir a las órdenes del zar, el otro a Dios y el tercero se queda en casa. En mi caso no funcionó así. Tuve libertad para elegir mi vocación”. Luego de terminar la secundaria en el Juan Martín de Pueyrredón, Alejandro se dio cuenta de que no le atraían ni la arquitectura, ni el derecho terrenal. Mucho menos la fría contabilidad. “Me gustaba la música. Cantaba en el coro de la Iglesia –recuerda el hombre de la sotana negra–. Entonces le pedí la bendición a un obispo y me fui a estudiar a un monasterio de Estados Unidos. Aproveché la oportunidad e hice el seminario”. En 1995 se ordenó sacerdote. En paralelo a su labor religiosa, se ganó la vida como traductor e intérprete, a partir de la apertura comercial entre la madre Rusia y América, que disparó la Perestroika. Desde hace algunos años pilotea los destinos de la catedral. Es religioso dedicación full time.

Como hijo de migrantes, Iwaszewicz sabe lo que es dejar atrás su tierra por el horror de la guerra: “Esas imágenes de las familias ucranianas huyendo que se muestran en los medios, y las que no se deben mostrar, son el horror actual, parecido del que escaparon mis familiares hace décadas. Nos hacen recordar el pasado. A mi entender, estos son vestigios del gobierno soviético, algo que nunca se cerró del todo en esa zona. El terror y las masacres del pasado que todavía siguen vivas”.

–¿Qué le cuentan conocidos o los miembros de su comunidad que están en Ucrania?

–Que el día a día es de terror. Buscan la manera de salir del país, tienen que abandonar lo poco que tienen para salvar sus vidas. No es algo nuevo en Ucrania, que hace años tiene conflictos internos, matanzas, estaba todo mal. La gente queda entonces entre dos o tres fuegos. Hubo detenciones e interrogatorios a miembros de nuestra Iglesia, se los acusaba de espías. Esas son las vivencias cotidianas que me llegan.

–¿Cómo analiza la figura de Putin y la posición que adoptó la Iglesia Ortodoxa Rusa frente a la guerra?

–Primero, quiero dejar bien claro que no le tengo confianza a ningún político. Para mí, la política es algo sucio y mentiroso. Por otro lado, es obvio que desde la Perestroika hasta nuestros días, en Rusia se ha dado un juego que busca el equilibrio entre el patriotismo, los negocios y lo religioso. Todo para fortalecer una estructura de poder. Esto quedó bien claro con la guerra y la figura de Putin. Pese a que la Iglesia Ortodoxa del Patriarcado de Moscú ha dado su apoyo, en los últimos tiempos muchos jerarcas valientes han empezado a levantar su voz. La guerra hizo visible este juego de poder. Es imposible mezclar el agua con el aceite. ¿Cómo no levantar la voz contra la guerra? Nuestra Iglesia tiene mucha presencia en Ucrania, grandes monasterios, el pueblo ruso se bautizó en las aguas del río Dniéper en Kiev. Somos hermanos. 

Finalmente, al ser consultado sobre la falta de información sobre el conflicto y la censura que han sufrido los medios rusos, Iwaszewicz levanta temperatura: “En esta parte del mundo parece que existe una sola campana. Creo que hay que escuchar todas las voces para sacar conclusiones. Si uno no sabe ruso o ucraniano, si no tenés un conocido que te informa o si no podés buscar en Internet sitios confiables, se hace muy difícil. La censura es inconcebible, no es sana. Acá se escucha una sola campana, y muchas veces es parte de una campaña para convertir al ruso en mala palabra”.  «

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

Puerta 8: los venenos del olvido

Albañiles, obreros, changarines, cartoneros, amas de casa. Laburantes que llegan a fin de mes contando las monedas viven en Puerta 8. “Nos discriminan igual. Desde que llegó la droga al barrio es peor. Pero acá somos trabajadores. Gente que se levanta a las 6 de la mañana para ganarnos el pan”, dice Silvia Suárez, con la frente bien alta junto a un busto de santa Evita Perón. El monumento de la abanderada de los humildes se erige en el cruce de una plaza y Catamarca, el acceso a la barriada popular del municipio de Tres de Febrero. Un patrullero de la Policía Bonaerense hace presencia pasiva a unos pasitos.

Puerta 8 fue dramática noticia hace un mes, cuando en sus angostos pasillos se vendió la cocaína adulterada que ocasionó 24 muertes y provocó la internación de 80 personas. Los flashes ya se fueron. “El barrio quedó como herido y ahora nos estamos recuperando –desliza Suárez mientras cruza la canchita de fútbol desolada–. Metieron policía en un par de esquinas, pero tenemos miedo de que pase el tiempo y todo vuelva a ser igual. Ya pasó otras veces.”

El barrio luce en la mañana refulgente del jueves una tranquilidad ejemplar. Hace semanas que no se ve a los dealers, a la jauría de periodistas, a los funcionarios de turno que no funcionan. Eso sí, quedó el parche de la custodia policial. Los vecinos temen al abandono y el olvido. Esos venenos sempiternos que escupen las autoridades. Suárez suspira en la cocina de su enjaulada casa: “No queremos que vuelva a pasar, tener el barrio copado por la droga, vivir encerrados. Hay que tener memoria. Eso le pido a los políticos.”

La memoriosa señora es militante del Movimiento Evita, una de las agrupaciones que da una mano a los vecinos. Tiene 55 años, cinco perros y una polenta envidiable. Pone el cuerpo y las cacerolas en un comedor que da alimento a más de 50 bocas. La miserable pandemia fue un mazazo para la barriada: “Mucha gente se quedó sin trabajo, muchos abuelos y abuelas se murieron, tuvimos muchas más bocas para alimentar en el comedor”. En ese tiempo, otra peste se extendió por Puerta 8: “La droga era una problemática que estaba en todos lados, pero acá creció mucho. Hace meses esto era un desfile. Mañana, tarde, noche; no había horarios. No se podía pasar por los pasillos ni salir de las casas. Mire si la policía no iba a saber. Así terminamos.”

Como un quiste

Puerta 8 es uno de los 4416 barrios vulnerables y asentamientos alistados en el Registro de Barrios Populares (Renabap), que depende del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Sus fronteras difusas están demarcadas por el cruce de las transitadas Ruta 8 y el Camino del Buen Ayre, un matadero, el arroyo Morón y más allá los basurales del Ceamse. La barriada de 200 modestas casitas de ladrillo, material y chapa nació a principios de los años ochenta. Jamás fue urbanizada. Viven unas 170 familias. El pavimento, el agua potable y las cloacas son bienes escasos.

Hace cinco años que el padre Adolfo Benassi da misa en el barrio. Pilotea la capilla Virgen de Itatí. El cura villero repasa la genealogía del asentamiento: “Puerta 8 surge cuando llegaron muchos migrantes desde el Litoral, después de una gran inundación en los ’80. Encontraron trabajo en el frigorífico que está acá al lado. Gente humilde, sacrificada, de trabajo. Pero desde hace añares, como en otros barrios de la zona, por las necesidades, por la dejadez del Estado, por la complicidad de las fuerzas policiales, se instaló la droga como un quiste”.

La falta de futuro, la desocupación, las desgracias familiares. Un rosario de penurias hundió a muchos jóvenes del barrio en la droga: “Hay como dos mundos. Pibes muy cuidados por las familias y otros que quedaron tirados en la esquina. Nosotros desde la Iglesia, las organizaciones y los vecinos podemos estar atajando penales, salvando a alguno, pero por otro lado te meten mil goles. En realidad, sabemos que el partido en serio para terminar con este problema se juega en otro lado. La política, la policía y la justicia tienen que dejar de hacer la vista gorda. Son cómplices.”

El pequeño templo del padre Adolfo está a metros del pasillo donde aquella noche de terror del 2 de febrero empezaron a caer los primeros fulminados después de aspirar la cocaína cortada con carfentanilo, un opioide usado para anestesiar elefantes. Antes de despedirse, el sacerdote confiesa: “Hay mucho para hacer para que no se repitan estas tragedias. La Pastoral tuvo una reunión con representantes de Tres de Febrero y San Martín, además de las organizaciones. Pero queremos soluciones concretas, que se responda a las necesidades de los vecinos. Que no se cajonee la Emergencia Nacional. El mes pasado se ensañaron con Puerta 8, pero la droga es una realidad que está en todos los barrios.”

Diálogos de pasillo

El pasillo abre su boca sobre la calle Miramar. La fila de casitas parece cosida al frigorífico. El cielo está cubierto por cables tendidos a la marchanta. El suelo, por las aguas servidas de las zanjas. Pablo dobla plásticos en un recodo. Se gana la vida reciclando. El morocho es nacido y criado en Puerta 8. “Para lo que era, está tranquilo. Esto era tierra de nadie”, se sincera el hombre de 45 años. Y sigue su faena plástica con parsimonia. Muy cerca, a metros de una casilla abandonada donde se vendía merca, Germán le da duro y parejo con la lija al cuadro de su bicicleta. La compró por 200 pesos esta mañana, con lo que rescató de una changa: “También saco metal y comida del cinturón del Ceamse. Los vendo y pongo plata para la casa de mis viejos. Voy tirando con la mía, no me cabe meterme en lo de la droga para vivir”.

Sandra cuelga la ropa en el patio. La custodia su bravo perro Juanfer, que no para de ladrar. La piba vive encerrada en su búnker. No abre la puerta ni para que entre el aire fresco. “Acá no se acercó nadie de la municipalidad. Ni por la droga, ni para que deje de inundarse el pasillo. Si lo tengo al intendente adelante, le diría que se ponga a trabajar”, dispara Sandra, broches en la mano.

María tiene una verdulería en el corazón profundo del barrio. Saca lo justo para alimentar a sus cuatro hijos. Los dos varones andan desocupados: “Estaban en el frigorífico, ahora embotellan aceite para hacerse unos pesos. El Estado no da una mano, vienen sólo para ganar unos votos”. El cartel con el rostro del intendente cambiemita Diego Valenzuela que está tirado en el pasillo es un botón de muestra. Lleva tatuada la frase “Tres de Febrero está mejor”.

Cuando se vaya el patrullero

José Antonio Spinelli está vivo de milagro. “Tony” es el mecánico del barrio. Tiene 53 años. Mientras mete las manos engrasadas en las fauces de un herido Gol, empieza el relato: “Esa noche fui a comprar porquería y nos dieron veneno. La tomé y caí redondo en el pasillo. Estuve internado, me desperté al otro día a las 10 de la noche todo intubado. Se murieron conocidos, una vecina que era mamá de dos pibes. Me lo dijeron los médicos, yo salí vivo de milagro.” Desde aquel día, Tony se juró no volver a consumir: “Me lo prometí a mí, no a mis siete hijos, esto lo hago por mí. Está la tentación, pero voy a ser fuerte”. ¿Sus temores? Que no vuelva todo a la vieja normalidad. “Ese es el miedo del barrio. Que vuelva a ser todo una mierda.”

Juan Carlos López regresa al barrio después de una eterna jornada de trabajo. Es seguridad en el Hospital Bocalandro. “Seguro gano menos que los dealers y los policías corruptos, pero hago las cosas bien.” A López le da bronca que Puerta 8 quedó marcado como «el lugar de la falopa”. “Nadie habla de los que nos rompemos el lomo trabajando, de los comedores, de que estamos a punto de abrir un club. Es injusto”. Se despide amable y sigue camino en silencio digno hasta su casa. Es mediodía y en la esquina de Catamarca ya no está el patrullero de la Bonaerense que custodiaba el acceso a Puerta 8. Solo queda el busto de santa Evita. Ella nunca deja solos a los olvidados.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

El día que Pantera me rompió la jeta

Quién duda a esta altura del partido de que hay experiencias sonoras que pueden cambiarnos la vida. Para algunos será escuchar los latidos del corazón de un hijo en el vientre materno. Para otros un discurso de Trotsky. Quizás un podcast sobre tarot terapéutico. O el bel canto de un jilguero preso en una jaula. En mi caso, quiero hablarles de un disco que este 25 de febrero cumple ¡30 años! Se llama Vulgar Display of Power. Fue parido bien lejos, en Gringolandia, a principios de los años noventa, durante el reinado de Bush padre allá y nuestro nefasto menemato más acá, por una banda de origen texana llamada Pantera. Seguro la conocen. Para los distraídos en cuestiones de heavy metal, un par de párrafos más abajo daré detalles sobre la historia de los cuatro forajidos que engordaban esta barra brava del groove metal-hardcore-thrash y otros géneros dignos de banda de sonido para algún infierno del Dante. 

En el invierno del ’92 mi vieja no tuvo mejor idea que llevarme a Mar del Plata para disfrutar una soporífera semana de vacaciones. Frío de cagarse, playas desiertas, el mar enojado que escupía su furia en la Bristol. Un combo ideal para Palo Pandolfo, pero insufrible para un pendejo de 13 años. ¿Mi refugio? Los discos que gastaba en un discman alimentado por cuatro pilas impagables. El menú incluía Cannibal Corpse, Suicidal Tendencies, Sepultura. Un canto a la vida. Los mareaba de tantas vueltas. Una tarde de esas en que no había nada que hacer –¿hay tardes en que hay algo que hacer cuando uno es adolescente?-, yo andaba fumando un pucho a la deriva por la calle Santa Fe y me mandé a una galería muy chiquita. De un local me llamó la atención el nombre: Mr. Bungle, como la banda de Mike Patton, el cantante demente de Faith No More. Me arrimé y descubrí que era una desolada disquería. Entré sin golpear. ¿Qué iba a perder?

El vendedor me dio las buenas tardes desde el mostrador. Se notaba que andaba medio muerto de hambre. ¿Quién no andaba muerto de hambre en Mar del Plata durante los ’90? Mientras yo chusmeaba al tuntún unos estantes repletos de mercadería, el muchacho seguro vio en mí a una presa fácil, tiernita, y se preparó para dar el zarpazo. Me dijo que me arrimara. Como buen dealer, usó la táctica de las “novedades”. Los discos importados recién salidos del horno que llegaban como pan caliente a nuestras pampas gracias al desindustrializador 1 a 1. Con un movimiento digno de René Lavand, el ilusionista-comerciante de sinfonías de la destrucción hizo aparecer ante mis ojos Vulgar Display of Power. Ahí empezó el combate.

El primer golpe que me surtió el disco no fue en los oídos. Me lo dio recto entre los ojos. La tapa era digna de un aguafuerte de Roberto Arlt. Cross a la mandíbula. La foto de portada captura el instante preciso en que un melenudo se come una terrible trompada en la jeta. Es una obra del fotógrafo Brad Guice, autor también de la portada de Cowboys from Hell (1990), el disco anterior de Pantera. Vinnie Paul, el baterista de la banda, alguna vez contó que al chico de la tapa le habían pagado 10 dólares por cada golpe que recibió estoico. Dicen que le dieron 31 roscazos hasta llegar a la imagen perfecta. Verde que te quiero verde.

“Vulgar demostración de poder”, traduje en mi cabeza el título que estaba tatuado en la tapa. Años después me enteré que la frase fue sacada del film El exorcista. El censor cartelito de “Parental Advisory. Explicit Lyrics” me terminó de definir. Lo miré al vendedor y le di la orden de que me inyectara por los auriculares.

Con “Mouth for War” (Boca para la guerra), la primera pieza del álbum, sentí la explosión de una bomba atómica en mis tímpanos. La viola filosa de Diamebag Darrel, la pared de concreto que construyen su hermano Vinnie Paul y el bajista Rex Brown hasta el rugido primal del rapado Phil Anselmo declaraban el final del armisticio -¿les suena actual por lo de Ucrania?-. De repente sentí cómo perdía el control de mi cuerpo. Me dieron ganas de sacudirme como los muchachos trastornados del video de “Ya Mama” de Fatboy Slim. Preferí mantener la compostura. Lo miré fijo al vendedor y le dije “dame más”. Siguieron “New Level”, “Walk” y esa llamarada de napalm que es “Fucking Hostile”. Quedé prendido fuego antes de llegar al quinto tema, que daba cierto respiro, y se titula “This Love”. Nocaut justo cuando el vendedor apretó el botón de “Stop”.

Vulgar Display of Power es la obra maestra de Pantera. Su perla negra de 11 clásicos inoxidables. Después de cuatro olvidables discos glamoroso de los años ochenta -conchabo de Anselmo mediante-, con Cowboys from Hell habían sacado pecho. Entonces Vulgar… sella su sonido, también su destino masivo, y los catapulta a las grandes ligas del metal. Una pizca de heavy clásico, mucho de espíritu callejero del hardcore estadounidense y la salvaje distorsión como una opción potable al thrash, que salía de su gloria con el “disco negro” de Metallica, y al grunge, que ladraba poco y lloraba mucho.

Después vinieron discos más pesados y oscuros, peleas aun más pesadas y oscuras, adicciones todavía más pesadas y muy oscuras, hasta que los Pantera dijeron basta en 2003. Nunca volvieron a tocar juntos. El 8 de diciembre de 2004, durante un concierto en Ohio, Dimebag Darrel fue asesinado a quemarropa por un desquiciado “fan”, cuando tocaba con su nuevo grupo Damageplan. Otro vaquero tejano que murió con las botas –All Stars- puestas. Su hermano Vinnie falleció por una falla en el corazón en 2018, mientras dormía en su casa de Las Vegas. Vulgares demostraciones del poder de la muerte.

Pude verlos en físico durante aquellas tórridas noches de diciembre de 1993 en Obras, cuando llegaron a la Argentina para presentar el disco. Los racimos de pibes tirándonos de la popular al campo, el pogo demencial esquivando mastodontes con remeras de Slayer, un cover de Kiss que hizo detonar el estadio. Infierno encantador.

Aquella tarde marplatense dejé la disquería con las manos vacías. No tenía los 20 pesos-dólar que costaba el disco. Un par de días después aparecí de nuevo por Mr. Bungle. Ahora sí, empoderado, para llevarme mi botín. ¿Cómo conseguí los morlacos? Esa es otra historia. No way, punk.

Crónica publicada en Tiempo Argentino por acá