miércoles, 30 de septiembre de 2020

IMPA: metal pesado de fondo

Pegadito a la prensa en la planta baja, Carlos labura el aluminio con templanza. En el segundo piso, al fondo, Emilia ordena el espacio dedicado al diseño industrial y gráfico. En el cuarto, superconcentrada en la isla de edición, Luciana da los últimos retoques al noticiero de Barricada TV. Sus vecinos, Gabriel y el Chino, reparan con ojo clínico el herido transmisor de una radio comunitaria en el taller de PTGA. Por el sector del polo educativo se lo puede ver a Julio, coordinador de la casa de estudios de los trabajadores. Y no hay que olvidarse de don Castillo, que pasa las horas trabajando en la administración. La librería, el museo y el centro cultural, por la maldita pandemia, hoy están en forzado reposo. Por último, no menos importante, el mercadito de productos cooperativos que funciona cerca de la recepción espera, siempre con buenos precios, a sus fieles clientes.

De fondo, la banda de sonido es el ruido de máquinas que golpean, aplastan, escupen aire comprimido. Comen aluminio, devuelven tubitos y bandejas descartables. Todos juntos entonan un estribillo de metal pesado. 

Esas son las escenas que regala IMPA una mañana de martes de la primavera naciente. La empresa recuperada por sus laburantes en 1998 hace rato que dejó de ser solamente un espacio dedicado a la metalurgia. En sus 22 mil metros cuadrados, una manzana entera del barrio de Almagro, se levanta una suerte de catedral proletaria consagrada a la autogestión. “Cultura, Trabajo, Resistencia, Educación”, dice el mural tatuado en el portón de acceso. Las cuatro palabras que resumen esta experiencia fabril única en su especie. Una fábrica de cooperativas.

Castillo el memorioso

Marcelo Castillo tiene una memoria grande como una fábrica. Puede relatar historias en serie sobre la recuperada. El presidente de la cooperativa es sanjuanino. Se vino a Buenos Aires de muy pibe, fuerte como el Zonda, a probar fortuna cuando arrancaban los '80: “En el hotel donde paraba, había un muchacho que andaba con la camisa Grafa que decía IMPA. Me daba curiosidad y le pregunté qué significaban esas letras. Ahí nomás me habló de la Industria Metalúrgica y Plástica Argentina, me dijo que se laburaba lindo. Yo me tiré un lance a ver si me hacía entrar. Crucé los dedos. Un par de semanas después, justo un domingo, apareció con buenas noticias. Arranqué el lunes. Más de 38 años llevo en la fábrica. Siempre como maquinista en la imprenta de papel de aluminio. Tapas de yogures, envoltorios de alfajores y chocolates, de todo se hacía. También política. El recorrido de esa época hasta ahora fue puro aprendizaje. Todos los días llego y aprendo algo nuevo”.

Una breve genealogía de la planta enclavada en Querandíes y Rawson dice que fue fundada en la década del ’20, expropiada por el general Edelmiro Farrell, luego nacionalizada en el primer mandato de Perón y finalmente vuelta cooperativa en 1961, durante el gobierno de Frondizi.

IMPA llegó a tener tres plantas, donde trabajaban más de 3000 obreros. En sus talleres se fabricaron desde pomos hasta aviones, y sartenes, alfileres, hasta las afamadas bicicletas Ñandú. “Pero con los años se transformó en una cooperativa trucha. La manejaba un grupo de ‘compañeros’, ponelo entre comillas, desde esta oficina donde estamos charlando. Los obreros, que estábamos abajo, no teníamos ni voz ni voto. El presidente venía en un Mercedes Benz, nosotros a pata, porque no teníamos ni para el bondi. Gente con una ambición terrible, sin idea de lo que significa la dignidad del laburante”, dice Castillo, bien custodiado por un retrato de Santa Evita y el General que cuelga en una pared.

En los '90, la mano se puso muy fulera. La miseria del menemato y el efecto tequila, los negocios espurios del Consejo Administrativo, el concurso de acreedores inflado y el fantasma del vaciamiento daban vueltas por IMPA. Había rumores de que querían transformarla en una sociedad anónima o vender el predio para construir un supermercado. La fábrica estuvo cerrada varios meses hasta que en mayo del '98, los laburantes dijeron basta: “Estábamos con los bombos en la puerta. Los muchachos del frigorífico de enfrente nos donaron unos choris para aguantar –se enciende Castillo–. Llovía y entramos unos 60. Aguantamos como pudimos, durmiendo al lado de las máquinas, sobre cartones. Hicimos asamblea y arrancamos de cero. Se sumaron compañeros como el ‘Vasco’ Murúa y Guillermo Robledo, de los cuales aprendimos mucho para organizarnos como recuperada. Ya te dije, acá se aprende todos los días”.

Mientras capeaban la malaria de los primeros años, los obreros le abrieron el portón a la cultura: “Teatro, música, cine, gente de otros mundos. Era loco, la fábrica se transformaba de un turno al otro. De día se veían galpones desnudos, pero a la noche se llenaban de luces. La gente venía al Centro Cultural y a las peñas, se enamoraban de la fábrica. Pasó el tiempo y crecimos. Queremos que todos tengan un espacio en IMPA. Así devolvemos el apoyo que el pueblo nos dio siempre. Así se construye una cooperativa”.

Universidad obrera

“Aceiteros Cooperativos de La Matanza”, dice el barbijo que lo protege. Ni hace falta aclarar que el psicólogo social Julio Pomacusi es fiel militante del Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas. Da una mano hace una década en el polo educativo IMPA: “Esto arrancó en 2009, con la fábrica bajo amenaza de desalojo. Hubo una huelga de hambre y un acampe, y en ese espacio de lucha nace la idea de una universidad de los trabajadores”. Se sumaron Vicente Zito Lema, varios docentes y psicólogos. La educación popular puso una semilla. Así crecieron un bachillerato, dos diplomaturas y seis profesorados.

Pedagogía del oprimido como bandera. Según Pomacusi, la clave es hacer foco en las necesidades de los sectores populares: “Buscamos articular el saber del pueblo con lo académico. Decimos que no alcanza solo con recuperar las fábricas, hay que dar herramientas, ayudar a los que menos tienen, a los que la pasan mal. Seguir construyendo”.

Julio coordina grupos del profesorado y la dirección de las diplomaturas. Por la pandemia, cuenta, están suspendidas las clases, a la espera de que pase el temblor del virus. De la vieja normalidad en las aulas, lo que más extraña son las charlas encendidas con los estudiantes: “Un pibe del profesorado, que laburaba como peón de albañil, una vez me dijo que estudiar acá era como hacer una revolución”.

La Cooperativa de Diseño tiene su patria en el segundo piso. Emilia Pezzati egresó de la UBA en la rama industrial. Comparte proyecto con compañeras de la gráfica y el audiovisual: “Llegamos a IMPA con la idea de volcar el diseño a las luchas populares, a un proyecto justo y transformador. Acá estamos hace nueve años. Peleando”. Creativas y muy batalladoras, las diseñadoras dejaron su huella en el packaging de Durax y en los estampados de una línea de acolchados muy coqueta de Alcoyana. Ahora andan amasando un proyecto integral con 15 empresas recuperadas: “Entendemos el diseño no solo como algo creativo –cierra Pezzati–, sino también como una herramienta para cambiar la realidad”.

Barricadas y antenas

“Entro, escucho el ruido de las máquinas y ya me pongo en clima de laburo. Te lleva directo a los principios y valores de las recuperadas”, explica Luciana Lavila, la encargada de cranear la programación de Barricada TV, el canal que transmite desde IMPA. “Para nosotres es importante este espacio, porque los medios alternativos, populares, comunitarios y autogestionados, al igual que las recuperadas, siempre estuvimos marginados por el sistema, y con nuestro laburo colectivo pudimos demostrar que nos sostenemos, que hacemos un trabajo de calidad, profesional, sin dejar de lado los principios de transformación social”, dice Lavila, y da las últimas puntadas de edición sobre el noticiero. En cuarentena, Barricada adoptó protocolos, pero no cambió sus ideales: “Tenemos una mirada de la pandemia muy distinta a la de los grandes medios. Ellos cuentan muertos y contagiados, nosotres hacemos foco en las organizaciones sociales, en cómo colectivamente vamos a salir adelante”.

“Obrero Not Dead”. El mensaje punk-proletario está grafiteado en el taller de Producción Tecnológica Gráfica Audiovisual (PTGA), la cooperativa que brinda servicios de telecomunicaciones. Fabrican e instalan antenas, reparan transmisores y hacen mantenimiento integral de radios. Siempre dan una mano salvadora a los medios comunitarios. Gabi y el Chino son torristas, laburan en altura. Cero vértigo. Este mediodía curan las heridas del transmisor de radio Las Cavas, de Rafael Calzada: “Está en terapia intensiva, pero ya revive. Lo ves así medio desmembrado, pero con un par de plaquetas nuevas, vuelve al aire”, explica Gabi, el pibe del barbijo rojo y negro ácrata. Cuentan que andan con proyectos: instalar paneles solares en la fábrica y producir para afuera. “Es muy rico compartir espacio, nos potencia –dicen–. Enriquece el trabajo, compañero”.

En la planta baja, don Carlos no afloja con la prensa. Desde 1979 le mete fichas al trabajo colectivo en IMPA: “Más de 41 años. Hoy ya terminó mi turno, pero me gusta quedarme un rato más”, saca pecho el obrero de porra canosa. Y sigue sacando pomitos de la máquina. “Esta es mi casa, mi familia, mi fábrica. Somos dueños de nuestro trabajo. ¿Qué era eso de tener patrón?”.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

jueves, 17 de septiembre de 2020

¡A las barricadas!

En el febrero caliente de 1937, Cayetano Córdova Iturburu se embarca en el vapor Florida rumbo a España. “Policho”, como lo apodaban, era poeta, crítico de arte y firma destacada del diario Crítica. Pieza clave de la vanguardia del periodismo argentino. También, militante combativo del Partido Comunista. En la aventura lo acompañaba otra gran pluma, su amigo y colega Raúl González Tuñón. El viaje tenía dos metas: participar del II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas y, sobre todo, poner el cuerpo como corresponsal en los frentes de la Guerra Civil española. La contienda entre la República del pueblo y el fascismo de los “señoritos” y las hordas de Franco, Hitler y Mussolini.

Seis meses pasó Córdova Iturburu al otro lado del Atlántico. No regresó el mismo hombre. “Fui a España convencido de la justicia de la causa de su pueblo. He vuelto más convencido todavía. En el doloroso pleito entablado entre el pueblo de España y los invasores de su suelo y los que han abierto las puertas a sus invasores, no soy un espectador. Soy un combatiente”, escribe el poeta en el prólogo de la edición original de España bajo el comando del pueblo, el libro que reúne sus crónicas de trinchera.

La obra fue publicada en 1938 por la editorial antifascista Acento. Ocho décadas después, es recuperada por el joven sello Omnívora Editora, con un completo trabajo introductorio firmado por Magalí Andrea Devés y potentes fotos tomadas por el escritor con su fiel cámara Rolleiflex.

Despachos de guerra, crónicas encendidas, manual de supervivencia en las trincheras, documento histórico imperecedero, reflexión perentoria sobre la necesidad de unidad popular para frenar el avance fascista.  El libro de Córdova Iturburu es todo eso, y aún mucho más. También un tratado sobre el rol del intelectual militante, como Miguel Hernández, como André Malraux, como el propio Policho. En esa trinchera también aparece retratado el estoico poeta Jef Last, un holandés errante que escribe versos mientras silban sobre su cabeza las balas enemigas. Entre sus mil y una hazañas,  el argentino recuerda: “Durante la noche anterior a la fiesta universal de los trabajadores, Jef Last y el sargento Vico, arrastrándose en la oscuridad llegaron hasta cien metros de las líneas enemigas. Tres horas, tres largas horas, tardaron en llevar a cabo ese recorrido y volver sigilosamente a las posiciones leales. Pero al día siguiente -1º de Mayo- los fascistas tuvieron que soportar, a cien metros de sus líneas el espectáculo de una bandera roja, de cuatro metros de altura, que ondeaba en el aire frío de la madrugada. Como es natural abrieron fuego sobre ella para derribarla. No tengo noticias de que lo hayan logrado todavía.”

Cantos en prosa poética a los heroicos obreros, campesinos y brigadistas se entrelazan con profundas indagaciones sobre la reforma agraria, el cuidado del patrimonio cultural y la organización del frente popular.  En la última entrada de su libro, fechada el 28 de mayo de 1937, Córdova Iturburu escribe: “En los frentes heroicos de la lucha y en la retaguardia laboriosa España canta sus nuevas canciones populares, fervorosa  y resuelta a la victoria o a la muerte. Podrán aniquilarla. Pero nadie podrá rendirla. Nadie. Ni el oro de la infame piratería internacional ni el hierro y el fuego de sus mercenarios. Desde las cenizas y los escombros de sus ciudades mártires, desde sus campos cada día más fecundos y desde sus trincheras irreductibles, se alza el canto de España. El nuevo canto. Nadie podrá vencerla -¡nadie!- porque trabaja y lucha con la misma alegría vital y fervorosa con que canta.” Esos cantos siguen vivos en estas páginas escritas por Cayetano Córdova Iturburu. Crónicas que siguen entonando hasta el oscuro presente el invencible: “¡No pasarán!”.

Publicada en Tiempo Argentino. Se lee por acá

lunes, 14 de septiembre de 2020

Sin patrón, la autogestión se hace carne

 En la mañana gélida del sur del Conurbano se reparten facturas y chocolatada bien calentita, en el playón del frigorífico. Los muchachos de la noria están ataviados de estricta etiqueta blanca y cubrebocas al tono. Llevan a mano, todavía enfundados, sus fieles y siempre afilados cuchillos. Antes de comenzar la faena en las cámaras, conversan mansos y tranquilos, con la obligada distancia social que impuso la maldita pandemia. Se los ve contentos a los laburantes del Subpga, la impronunciable sigla de Subproductos Ganaderos Argentinos. No es para menos. La cooperativa nacida en el arrabal obrero de Berazategui acaba de recibir del Ministerio de Desarrollo Social un financiamiento de 8 millones de pesos para poner operativas dos nuevas torres de enfriamiento. “Es un golazo, compañero, sin esas torres seríamos como una heladera sin frío, casi un ropero. Son esenciales. Imagínese lo contentos que estamos”, explica Luis Maidana, presidente de la empresa recuperada por los trabajadores en el lejano 2006, cuando fueron víctimas del vaciamiento empresario.

El Subpga es un frigorífico histórico con más de 70 años sobre el lomo. “En 2005 les habían otorgado a los dueños la mayor cuota Hilton del país, pero los sinvergüenzas primero dejaron de pagar los aguinaldos, después las vacaciones, y más tarde ni siquiera los salarios. Una mañana llegamos y se habían rajado”, recuerda Maidana de los tiempos en que los trabajadores eran carne de cañón de la patronal. Vaciamiento, acampe, toma, desalojo, fondo de lucha, rifas, cortes de ruta, vaquitas en el barrio, colectas en los semáforos del Camino General Belgrano. Durante mucho tiempo los laburantes la pasaron brava, hasta que lograron reabrir el frigorífico. A puro esfuerzo colectivo, armaron una cooperativa.

Atravesaron épocas buenas, malas y hasta muy malas. Pero siempre salieron a flote. “En 2011 tuvimos una renovación. Entonces éramos cien personas, ahora casi 500 familias se ganan el pan acá. Piense que arrancamos desde menos veinte, nadie nos quería poner una vaca. Acá todos ponemos el lomo en varias tareas. Somos industriales, abogados, contadores y, por supuesto, trabajadores del cuchillo. Esta es nuestra empresa y la cuidamos”, dice Maidana, que comenzó en el gremio a los 16 juntando grasa. Maneja el acero con destreza y sabe mares sobre los subproductos como las achuras y los cueros. Actualmente, Subpga produce para el mercado interno y además exporta a Brasil y al continente africano.

“Muchos dicen que empresario viene de la palabra emprendedor, bueno, acá los trabajadores somos emprendedores”, sostiene el presidente, filoso.

Carne propia

Bañadores, guincheros, rajadores de pecho, sierristas: son las especialidades alineadas a lo largo de la noria que convierten la res en carne de gancho. Oficios que suelen heredarse. “Lo llevo en la sangre, mi viejo era del gremio y yo de pibe venía a traerle el morfi”, recuerda Rubén Ángel Sosa, que está en la empresa desde 1979. El memorioso obrero de 64 años da una clase de historia: “Acá trabajaban 3500 personas. La carne nuestra era marca registrada en Sudamérica y en Europa. En el ’87 nos llevamos la medalla de oro. Después vino el vaciamiento, y por el trabajo de todos los compañeros, ahora es nuestra empresa.”

La primera faena en la etapa cooperativa, dice don Sosa, “fue uno de los momentos más felices de mi vida, teníamos unas ganas bárbaras de pelar vacas.” Después saca pecho y dice orgulloso que Subpga es de los mejores frigoríficos de la zona sur: “Le ganamos a los tarifazos, a las 46 inspecciones que nos mandó Macri y andamos mejor que antes. Hasta pusimos médicos y dentistas para atender a los compañeros. Piense que cuando había patrón, no teníamos ni para una aspirina.” ¿La receta del éxito? Don Sosa no titubea: “Apostar al laburo colectivo, al futuro. A los pibes nuevos siempre les digo lo mismo. Que no piensen en el hoy, en el manguito de la semana, que a veces es poco, pero siempre sirve. Si le metemos todos para el mismo lado, el mañana siempre va a ser mejor.”

Vapores, ruido mecánico, hormigueo de trabajadores y las reses que se deslizan desnudas hacia las cámaras. Chinchulines, tripas, sangre. El frigorífico devora todo en una pantagruélica digestión. Nada se pierde. Todo se aprovecha. Ariel Sánchez hace mover los ganchos. Entrar al frigorífico, hace dos años, le cambió la vida: “Estaba en la mala, y los compañeros me dieron una mano. Ahora puedo darle un plato de comida a mi familia”. Muy cerca laburan Cristian y Pablo, expertos afiladores: “El cuchillo es como la extensión de la mano, es un trabajo delicado, no se pueden dañar las mollejas, por ejemplo. Somos como cirujanos”, arriesgan los muchachos.

En la sala de máquinas aparece Walter Espíndola, el hombre orquesta que garantiza el frío: “La principal diferencia con la etapa patronal se la resumo en dos palabras: somos dueños”. Hace un tornillo siberiano en las cámaras que cobijan las menudencias para exportación. La térmica está por el piso, 20 grados bajo cero. Pablo Almada es el especialista en estos terrenos congelados: “La cooperativa es como una cadena, compañero, cada laburante es un eslabón. De cada anillo vive una familia, ese es el compromiso que renovamos todos los días.”

Treinta años en la noria del Subpga atesora Miguel Barraza. Su experiencia la resume con palabras directas, rápidas y precisas, como aconseja laburar a sus pupilos con el cuchillo: “Hay que dar todo por el trabajo. Acá está mi vida entera.”

Antes de dejar las cámaras, los muchachos del frigorífico hacen una promesa para cuando la peste sea sólo un mal recuerdo: “Flor de asadazo vamos a compartir”, se despide Barraza. La carne, de primera obviamente, la pone la cooperativa.

Una crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá


Guernica: barro, chapa y viento

El viento furioso que sopla del sur golpea las casillas forjadas con nylon, madera, alambre, cartón y, con suerte, alguna chapa. Se levantan sobre el descampado, en los márgenes olvidados de Guernica. Las casitas y carpas llegan hasta un bosque, el horizonte y mucho más allá. El ventarrón mañanero las zamarrea, las castiga, las maltrata. Pero no las puede doblegar. Tampoco a los vecinos que las construyeron. 

“Pasamos lluvia, piedra, helada, la policía apretando... y mire, no se fue nadie. Estamos acá por necesidad, por nuestro derecho a tener un pedacito de tierra”, dice Leandro con la frente alta, desde su lote en la manzana 8. El joven de 28 años cuenta que está en pareja y tiene dos pibes. Hasta marzo pasado, cuando la peste llegó al país, se ganaba el mango como albañil. El jornal en negro alcanzaba raspando para pagar la pieza en el barrio de al lado, en Numancia. No mucho más: “Entonces llegó la cuarentena y me quedé sin laburo. Traté de inventarme changas, sacaba poco y nada. Ya debía cuatro meses de alquiler. La mayoría estamos en la misma. Changarines, vendedores ambulantes, buscas, trabajadores precarizados, todos afuera del sistema. Yo no quiero que mis hijos vivan abajo de un puente. Entrar acá fue la salida que encontramos.” 

El dilema

Gente sin tierra, tierra sin gente. Hace casi dos meses, empujadas por la crisis habitacional y la eterna falta de techo, unas 2500 familias ingresaron al predio abandonado de casi un centenar de hectáreas en el municipio de Presidente Perón, en el último sudoeste del Conurbano. El deseo era construir un barrio donde vivir. Ya en el asentamiento se organizaron en asamblea, eligieron delegados y lotearon. Terminaron conformando cuatro barriadas: La Unión, La Lucha, San Martín y el 20 de Julio, en memoria del tórrido lunes invernal en el que se encendió la toma.

“La mayoría es gente de Presidente Perón. Vivían hacinados en casas de familiares o tuvieron que dejar el alquiler por las deudas. Es bravísima la situación en pandemia. El dilema es comer o pagar la pieza. Muchos ya estaban a la intemperie”, asegura Lorena, docente y militante activa del MULCS (Movimiento por la Unidad Latinoamericana y el Cambio Social), una de las tantas organizaciones que dan una mano en los barrios para capear la malaria, como el MTR Votamos Luchar, el FOL, la OLP Resistir y Luchar, el Polo Obrero, Víctor Choque, Barrios de Pie-Libres del Sur y el Frente Darío Santillán Corriente Nacional. La historia de Guernica, explica la maestra, está atravesada por las tomas: “Así creció esta parte del Conurbano en particular, y la Argentina postergada en general. Los asentamientos son la única forma que tienen los pobres para acceder a un techo”.

Esquivando charcos y barro, Lorena dice que después de 45 días de toma, las respuestas del municipio y la gobernación de Buenos Aires han consistido en la judicialización, el hostigamiento y la represión. “La parte del 20 de Julio está floja de papeles, hasta ahora en la causa nadie presentó documentos –detalla–. Supuestamente, hay solo algunos papeles de posesión y también denuncias por la venta fraudulenta que hizo el anterior intendente. Está ayudando la Gremial de Abogados, y el barrio sigue organizándose”.

Hace unas semanas, los funcionarios engañaron a las familias con un falso censo. Tomaron datos y 533 vecinos quedaron imputados: “En el medio hubo una mesa de diálogo con la intendenta Blanca Cantero, representantes de la provincia y los delegados del barrio. No se avanzó en nada. Ahora está la orden de desalojo. Hay mucho miedo”.

El pasado fin de semana, antesala a la protesta con sirenas y patrulleros, la brava Bonaerense intentó anticipar el peor final: se llevaron detenidos a nueve vecinos. ¿El delito? Traer agua y maderas a la barriada.

“La policía nos verduguea, nos cagaron a palos. Es difícil la lucha”, dice Alejandro, al tiempo que hunde sin descanso la pala en la tierra. El muchacho está armando una huerta en su terrenito: “Mañana le meto semillas, es buena tierra, bien negrita”. Para el verano promete cosechar generosos morrones, zapallos y mucha verdurita: “Para que coman los pibes en el comedor del barrio. De acá no nos vamos”.

La olla y el martillo

Carolina camina diez cuadras todas las mañanas para conseguir un poco de agua que les brinda una vecina del Numancia: "Ella es muy buena. Hay otros que se aprovechan, empezaron a cobrar, hasta 100 pesos por bidón”, tira la bronca la cocinera y se acomoda el barbijo casero que la protege del virus. No deja de revolver con un palo el guiso de la olla popular. Pollo, cebolla y algo de calabaza: “Cada vecino pone lo que puede, todos ayudamos. A la tarde hacemos mate cocido y tortas fritas para los chicos”.

Cuenta Carolina que es migrante paraguaya, oriunda de las rojas tierras de Encarnación. Se vino con su mamá cuando tenía diez años. Ahora anda por los 26. Fue empleada doméstica y vendedora de ropa. Está sin una moneda. Sola cría a su hija Safira, que corretea un barrilete cerca de la casilla: “No pudimos con el alquiler, con lo puesto nos vinimos al terreno. Dormimos en una hamaca, cuando llueve nos gotea el nylon del techo. Nada tenemos. Si nos sacan de acá, ¿a dónde vamos a ir?”.

Alejandro sabe que hay que ser preciso con el martillo. Bajo el sol tibio del mediodía ayuda a sus vecinos a armar el esqueleto de una casilla. “El Pela”, como lo apodan sus compañeros, hace un alto en la faena con los clavos. Reflexiona usando la palabra con precisión, como cuando trabaja la madera: “Los políticos y los medios demonizan la recuperación de tierras. Cuando ellos miran este predio, seguro piensan en hacer un country, un negocio inmobiliario. Para nosotros, es la posibilidad de tener un futuro”.

Yamila llegó al predio el 23 de julio con sus hermanos. La morocha estudia trabajo social y milita en el FOL (Frente de Organizaciones en Lucha). Sabe que para lograr la ansiada urbanización, la clave está en el trabajo colectivo: “La pelea es de todos los vecinos y vecinas. Si no nos hubiéramos organizado, ya nos habrían sacado. Por algo le pusimos La Unión”. A veces, cuando lee en el teléfono las noticias sobre su barrio, Yamila se agarra flor de bronca: “Muchos medios corren el eje y solo lo reducen a la toma de tierras, nos llaman usurpadores. El tema es mucho más complejo. ¿Y las necesidades de las familias? ¿Y la falta de oportunidades? La gente acá no está por gusto. En la pandemia nos quedamos sin trabajo, con deudas, sin casa, era imposible seguir así”.

Dónde caerme muerto

Desde el lote de Juan puede verse el camión de la infantería, que vigila con recelo el acceso al barrio: “A veces ni agua dejan entrar. Es algo esencial, tengo cuatro criaturas. Dígame, ¿cómo les hago un té?”. Juan tiene 23 años y es cartonero. La calle en cuarentena, asegura el muchacho, ya canoso, está cada vez más brava. Últimamente no saca ni para los pañales: “Está re dura. Mucha gente se metió en el cartón, hasta oficiales albañiles hay cartoneando”. Después, agradece las manos solidarias que le tienden sus compañeros: “Estoy acá porque no puedo pagar un alquiler. Usted nos ve: pasamos frío, no tenemos baño, aguantamos como podemos, esta es nuestra realidad. La de todos los que necesitamos un pedazo de tierra, para hacernos una casita y dejarles a nuestros hijos. Para de una buena vez, tener algo el día de mañana”.

A don Francisco se lo encuentra tomando unos mates frente al ranchito que armó con cuatro chapones en la zona de La Lucha. Ahí guarda un colchón, un par de frazadas y su dignidad infinita. Estoico albañil desocupado, con 60 años sobre el lomo. Seis meses sin trabajar, nada de nada, le comieron los ahorros: “Como Dios me trajo al mundo. Abandonado y olvidado, así me siento”. Sin embargo, dice, no se va a rendir. Menos ahora que consiguió un terrenito: “La vamos a pelear con los compañeros. Hay que aguantar, es duro, pero hay que aguantar. Ahora tengo dónde caerme muerto. No tenga dudas, esta es nuestra tierra”.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

viernes, 4 de septiembre de 2020

Cielo Suelo Cerro

 “Cielo Suelo Cerro” es el nombre de la primera exposición digital del artista Fernando Fernandez. “Pero ojo, más allá del título, es bueno aclarar que no son paisajes lo que se puede ver en las obras. A mí me gusta decir que estuve pintando con arcilla, con cenizas, con el viento. No es que quiero pintar una montaña y preparo el color, sino que me acerco a ella, tomo tierra de ese espacio, y ahí nace el cerro. La naturaleza me da esos colores”, asegura Fernandez en diálogo con Tiempo Argentino desde su casita en las afueras de Tilcara, el pueblo erecto en el corazón de la jujeña Quebrada de Humahuaca.

-Sé que es nacido en Buenos Aires, le pido si puede contarnos un poco de las derivas que lo llevaron hasta Jujuy.

-Me formé en la porteña Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano y tenía mi espacio de trabajo en la parte industrial del barrio de Barracas. Trabajaba murales, instalaciones con el grupo Acción-Reacción en pleno 2001 y un buen día me fui a Alemania. A mi regreso me instalé en Tilcara, año 2004, un pueblo en ese momento perdido en el tiempo. En la Quebrada empiezo a ver otros colores. Si en la ciudad estaban los carteles y las luces de neón, acá aparecen los cerros y otra forma de dialogar con la naturaleza. También aprendí mucho de artistas de estos pagos, como Pedro “Macho” Molina y Hugo Irureta.

Fernandez es un artista multifacético que experimenta variopintas técnicas, soportes y materiales como pigmentos, arcillas, cenizas, semillas y tierras junto a óleos, tintas, acuarelas y acrílicos. Sus obras se expusieron en Nüremberg, Berlín, Bolonia, Cuzco, Buenos Aires y la siempre cercana Rosario. Su práctica multidisciplinaria abarca la pintura, la escultura, el diseño textil, la ilustración, el diseño de muebles y la intervención visual. También es músico.

-“Cielo Suelo Cerro” no es la primera experiencia en la que usted explora el contexto quebradeño.

-Totalmente. Aunque siempre fui muy ecléctico con los temas que trato en mis obras. La literatura y la historia son dos referentes que me han marcado. Esa búsqueda se puede ver en trabajos anteriores que hice ya viviendo en Tilcara, como “Los espantos” y el “Quesada Proyect”, una historieta futurista ambientada en la Quebrada de Humahuaca, donde se filtran William Burroughs, el Che Guevara y una experiencia de ayahuasca. Creo que ese proyecto fue algo muy futurista, que hoy en día se puede resignificar en el contexto de pandemia. También realizamos el “Proyecto Lavalle”,  una propuesta conceptual en torno a la construcción mítica y popular de la figura del general.

-¿Y en qué cambia para usted la experiencia de trabajar en una exposición virtual como esta que se presenta en el Museo Terry?

-Sin dudas exponer en un espacio virtual marca un desafío. Es mi primera vez, y también del museo, en este formato. Ese cambio de la pared a la “pared” de la pantalla o de la tablet es raro, pero creo que las obras se adaptaron muy bien. Además, permite un acceso increíble que en el físico quizá no tenemos. Eso sí, lo mágico de la exposición en la sala, compartir un vino y una empanada con la gente que se acerca, todo el pueblo metido ahí en el museo, eso se extraña, y este escenario de pandemia nos cambió todo. Nos estamos acostumbrando, y creo que la curaduría quedó fantástica, hay un intercambio muy rico que se abre con lo virtual.

-¿Cómo se viven el avance de la pandemia en la Quebrada?

-En Jujuy estamos muy jodidos y la situación sanitaria está al límite. El paisaje de la Quebrada también está distinto, lo veo de otra manera en estos meses de aislamiento. Cambió el espacio físico en el pueblo. Los restaurantes se volvieron almacenes, la gente intenta sobrevivir como puede, eso estoy viendo. Era un pueblo que vivía del turismo, y sin los turistas cambia todo. La gente no puede ir a las huertas, nadie les compra las verduras, poco trabajo, todo muy complicado. Estoy pintando en este contexto, distinto al que conocíamos, hasta el silencio es distinto.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá