domingo, 23 de octubre de 2016

Esos raros peinados nuevos

Sobre la calle La Rioja, a pasitos de la estación Once, hay un salón de belleza que es una auténtica isla caribeña en el gris océano porteño. Son las 4 de la tarde y en la peluquería Rihanna, obviamente, se escucha salsa. “También ponemos bachata, merengue y reggaetón, todos ritmos bien dominicanos”, cuenta Apolinar de Jesús, un curtido barbero con más de 25 años en el rubro pero pocos meses en Buenos Aires. La música ardiente enciende la inspiración del peluquero, dice, y también relaja al cliente. “Así no sale corriendo si no le gusta el peinado”, bromea el hombre nacido y criado en Santo Domingo, la capital del país con más peluqueros por metro cuadrado de la región. “Hay barrios enteros, como el Simón Bolívar y Las Cañitas, donde hay seis o siete salones por cuadra”, describe a esa ciudad estilizada por los profesionales del corte.

“Es bien sencillo el tema, ustedes tienen la carne y el fútbol, y nosotros, los salones de belleza”, compara Apolinar, consultado sobre la célebre fama de los barberos antillanos. “El oficio es hereditario: aprendí a los 15 con mi abuelo Francisco, que tuvo cinco hijos, y tres son peluqueros. Toda una familia dedicada al barbershop”, dice y barre con esmero los montoncitos de pelo diseminados por el piso. Recuerda que a fines de los ’80 empezó a prestar atención a los cortes que lucían sus compañeros de colegio, los primeros valientes que pusieron sus cabezas al servicio del joven estilista. En su casa comenzó a experimentar el filo de la navaja. En el ’92 consiguió su primer trabajo y para el ’96 comandaba su propio salón. Con los años se transformó en un maestro del estilismo. Meses atrás, su primo Juan –que hace siete años abrió el Rihanna en Balvanera– le propuso mudarse a Buenos Aires. Quería abrir la primera escuela de peluquería dominicana de la ciudad y pensó que Apolinar sería el hombre ideal para comandar el cuerpo docente. No se equivocó. El salón-escuela hoy cuenta con 30 aprendices. Todos los domingos se pasan largas horas dándole duro y parejo a las tijeras. El curso completo cuesta 3600 pesos. “Lo que gane, lo quiero ahorrar –confiesa Apolinar– para pagarles un buen estudio a mis hijos, que están en Dominicana. Hoy una joven me preguntó por qué había venido, y le dije que soy de los que creen que a veces hay que migrar para conseguir lo que uno quiere. Por eso el sacrificio”.

Pedrito Abreu, otro miembro del staff, sacrifica 12 horas diarias en el salón. Mientras esculpe con parsimonia una patilla, el corpulento hombre originario de Montecristi, en el norte de la isla, explica que su labor se asemeja a la del psicólogo. Es importante estar atento a la personalidad del cliente, y sobre todo escucharlo: “Así uno se asesora: qué quiere, cómo le gusta, si bien peladito o no tanto. Y ahí nomás, a trabajar”. Su colega Carlos Torres se jacta de no haber recibido jamás una queja. “Es que nosotros estamos a otro nivel”, se ufana, pero reconoce su talón de Aquiles: no tiene paciencia a la hora de atender al público femenino. “El hombre es más ligero, más suave, y uno sabe lo que se le puede ofrecer. La mujer es distinta: más conservadora, pero estética. Y muchas veces complicada”, dice Carlos, mientras mira embelesado un video de Farruko, un reggaetonero puertorriqueño, en el plasma que cuelga en una pared. “Ojo lo que dicen de las mujeres”, los regaña a la distancia Yajaira de Jesús, la encargada de la caja y experta masajeadora capilar. En el salón dicen que sus dedos hacen magia, por solo 30 pesos la faena. “Es un trabajo muy paciente, el relax final, luego del corte”, puntualiza la morena con aires de Buda y melena eléctrica, y luego convida una porción de la bandera, el plato emblema dominicano que combina en partes desiguales arroz, habichuelas y carne. “Ya lo ve, esto es una gran familia –cierra Yajaira–, y eso ayuda a no extrañar tanto. Vienen los paisanos, charlean. Falta un poco el calor, pero ya llegó la primavera. Hay más trabajo”.

Volver

Al poeta Washington Cucurto le gusta decir que América Latina empieza en Once y en Constitución. En las últimas décadas, los trabajadores que llegaron desde los países más castigados del continente ayudaron a trazar otra cartografía porteña, menos europea, más morena y multicultural. Restaurantes peruanos, locales de ropa atendidos por sapientes cholas bolivianas y puestos ambulantes de chiperas paraguayas pueblan el nuevo mapa de la ciudad de la furia. Según los datos del último censo, en Capital Federal hay 381.778 extranjeros, lo que representa el 13% de la población. Los migrantes de países limítrofes son mayoría. Sin embargo, los llegados desde el resto de América, donde se destaca la colectividad dominicana, alcanzan casi el 8% del total.

Yeury Vladimir Batista, empleado del local Mi Tierra, en Estados Unidos al 1300, calcula que entre Independencia y Garay hay más de 30 peluquerías atendidas por sus paisanos. Tiene 23 años, una nena de dos y hace seis que llegó desde Azua, la “Atenas dominicana”, al sur de la isla. Una de las primeras ciudades fundadas por los europeos en el Nuevo Mundo. Ahora también vive en el sur, en Lanús. Todos los días surca la ciudad en el 31 para llegar al trabajo.

“Se está usando mucho el degradé, tipo militar americano, que es un corte que viene de la Segunda Guerra Mundial. Bien rapado abajo, y cortito arriba en el penacho. También se puede hacer un buen desmechado con tijera”, dice Yeury, se quita la gorra que tiene tatuado en letras doradas Beverly Hills y luce su brillante peinado a la moda. Sueña con hacerle un corte especial a Cristiano Ronaldo, y se prepara para el gran día tallando las cabezas de dos jugadores locales: uno de la reserva de Independiente y otro de Argentinos Juniors. Extraña a su mamá, la playa y sus amigos. También comerse un buen sancocho frente al río. Para trabajar esta tarde en Constitución elige “He vuelto”, un tema del salsero Willie González. Yeury suspira, cierra los ojos, regresa por un instante a su isla y recita: “He vuelto / después de tanto tiempo, / detrás de tantos sueños / gigantes, pequeños, encima del amor”.

Tarde en el Abasto

El aire tórrido de los secadores de pelo empieza a calentar la primavera en el salón Corte Latino, sobre la calle Gallo, pleno Abasto. En la puerta se abrazan una bandera dominicana y otra argentina, como símbolo de hermandad. La variopinta platea de clientes espera su turno en un sillón. En los parlantes suena la voz del empalagoso Romeo Santos. “Acá vienen argentinos, peruanos, colombianos, de todos lados”, resalta Edwin Álvarez, un jovencísimo estilista de trenzas y sonrisa luminosa. De día, rinde examen en el salón de la peluquería; de noche, en el Comercial Nº 25, donde está terminando la secundaria. “Yo creo que el argentino es matraquilloso y detallista con el corte”, agrega Juan Mendoza, el cubano que devuelve con elegancia las estocadas socarronas de sus compañeros. Destaca que en La Habana hay muy buenos peluqueros. Desde sus rincones, los dominicanos Luis y Wander le gritan que no mienta más “porque le va a crecer la nariz”.

Wander es el artista de la pandilla. Un Dalí caribeño que usa la navaja como un pincel. Hace diseños exclusivos y tinturas. Sus obras cuestan unos 200 pesos. Dice que cuando empezó esta moda, se usaba el corte taza, los clientes dejaban hacer y se iban contentos. Ahora son más exigentes. Antes de continuar con el tallado de un tribal sobre la nuca de un cliente, Wander se mira fijo en el espejo y lanza una recomendación para todos los caballeros que esperan su turno: “Nunca en la vida se dejen cortar el pelo por sus novias. Cortan, dicen que estás bonito, pero en realidad te hacen cualquier cosa, para que no te miren otras en la calle. Te dejan más feo que el diablo”.

Se lee en Tiempo Argentino por acá

miércoles, 19 de octubre de 2016

Luche y vuelve

Karl Ove Knausgard sigue dando pelea. Bailando en la oscuridad es la cuarta entrega de la serie de novelas de no ficción del escritor noruego. La acción se concentra en los últimos días de su adolescencia y la difusa entrada en la vida adulta. Los primeros tiempos lejos del nido materno y su deriva por Hafjord, un diminuto pueblo de pescadores del país nórdico. Días tórridos, cargados de deseos, muchas veces frustrantes, pero sobre todo iniciáticos. 

¿Pero cómo arrancó esta historia? En el año 2009, el primer tomo de Mi lucha, la saga autobiográfica de Knausgard, provocó un tsunami arrollador e inédito en Noruega. Hasta ese año, Knausgard sólo había publicado dos novelas. Su segunda obra, titulada Un tiempo para todo, es un fascinante relato sobre la vida de los ángeles en la Tierra. El escritor noruego tenía cierto prestigio en su país, pero no era ni por asomo un autor masivo. Para finales de la primera década de este siglo, Knausgard comenzó a escribir una autobiografía en seis tomos que bautizó con el escandaloso título de Mi lucha. La polémica levantó temperatura, no sólo por el nombre de la serie, sino también por el procedimiento de escritura intimista y proustiano que ejercita. Para el escritor, el punto central de sus novelas no es su vida, “sino qué hago con la vida en la literatura”. Mi lucha vendió más de 500 mil ejemplares en Noruega, un país con 5 millones de habitantes. El 10% de los noruegos tiene un ejemplar de la serie, que suma más de 3600 páginas. 

Sin el vuelo filosófico y algo ensayístico de las entregas anteriores, mucho más narrativa, Bailando en la oscuridad se zambulle en la agitada adolescencia de Karl Ove. El joven Knausgard acaba de terminar el secundario. Para evitar el servicio militar y el ingreso al mundo universitario, decide conchabarse como docente en un pueblito de pescadores en el norte del país. En sus recuerdos de provincia, Knausgard se pinta como un joven mordaz y filoso con sus nuevas compañías. Pero a la vez, en la obra se filtran los vaivenes existenciales de un adolescente por demás inseguro, hipersensible y eternamente avergonzado por su virginidad. En paralelo, Karl Ove comienza a dar sus primeros pasos en el duro oficio de escribir. Y descubre que muchas veces la ambición supera con creces al talento. 

Es 1987 y la banda de sonido que acompaña al joven en sus andanzas y desandanzas está integrada por hits de Simple Minds, Led Zeppelin, The The, Bowie, Talking Heads y, obviamente, The Smiths. En los meses que pasa cerca de los fiordos y el mar, Karl Ove se deprime, se enamora, piensa que jamás tendrá sexo, se vuelve a enamorar, pero sobre todo esconde sus miedos emborrachándose hasta perder la conciencia. Un espejo escalofriante que le devuelve la imagen de su padre, quien ha comenzado su lento suicidio ahogándose en alcohol, el tema que navega la primera entrega de la serie: La muerte del padre. 
Vital, tambaleante y sobre todo eléctrica. Bailando en la oscuridad, de alguna manera, es una novela con aires beatniks. Una batalla más en la historia del realismo en la literatura. Todavía restan dos entregas de la serie. Para Knausgard, la lucha continúa.
Publicado en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 17 de octubre de 2016

Todos los caminos conducen a Warnes

En el año 2012, el fotógrafo Facundo Pechervsky tuvo una epifanía. Mientras cursaba un taller de "fotografía terapéutica", su docente le propuso un trabajo práctico: indagar en los vínculos familiares. Pechervsky no dudó un instante a la hora de elegir un personaje para retratar. Días después, apareció por el local de venta de embragues que tiene su familia en Warnes. Quería inmortalizar en plena faena a su padre Isidoro, un curtido vendedor de repuestos con 50 años de experiencia en el rubro. "El Bocha", como todos lo conocen, agarró una foto de mi abuelo Isaac que tenía colgada con un clavito en la pared. Se paró en la puerta y lo retraté. Esa fue la semilla", dice el fotógrafo mientras toma un café en la confitería Tiro Loco, en pleno corazón del barrio de repuestos y autopartes más importante de Sudamérica. "Después de aquella primera toma, apareció por el local un vecino que vende ópticas y le propuse retratarlo en su comercio. Cuando vi las dos fotos con el mismo encuadre en la pantalla de la cámara, fue una iluminación. Ese mismo día hice más de 20 tomas", explica el autor de Warnes Auto-Retratos, el libro que busca eternizar la variopinta gama de personajes que habitan en este rincón de Buenos Aires, una crónica-retrato en blanco y negro que funciona como testimonio del aceitado empuje del barrio tuerca por antonomasia.
Durante dos años, Pechervsky pateó la avenida de punta a punta. De Jorge Newbery hasta Olaya, sin olvidar el sendero que se bifurca sobre Honorio Pueyrredón y sus adyacencias. Retrató a unos 300 laburantes, miembros de familias enteras que dedican sus vidas a la pasión por los fierros. "Para muchos es raro que alguien pueda sentir afecto por un amortiguador, una bujía o un radiador –asevera el fotógrafo–. De alguna manera, el libro trata de explicar ese amor."
"En mi caso, la relación afectiva se da con los rulemanes", comenta sin ruborizarse Eduardo Kvitko, mientras abre una gaseosa en la mesa de Tiro Loco. "El rulemán es lo que hace mover una rueda, un motor, una máquina. Es algo que parece frío, pero cuando empieza a girar, genera vida", completa el feliz propietario de Rulemanes Kvitko. Cuenta que por el comercio enclavado en Warnes 1450 circulan "desde el cartonero que quiere cambiar el rulemán de su carro hasta el mecánico aeronáutico que necesita reparar la rueda de un avión". Tiene 43 años y viene de familia de repuesteros de toda la vida. Cuenta que a mediados del siglo pasado, su abuelo se daba maña adaptando rulemanes de autos norteamericanos, cuando no había producción local. Eduardo estudió Administración de Empresas, luego trabajó en un banco y en una consultora, pero decidió volver a las fuentes. "Me gusta poner en práctica todo lo que aprendí fuera de este mundo. En lo profundo, siempre supe que Warnes era mi lugar." Cuando Pechervsky le propuso retratarlo, primero dudó. "Después pensé en las familias que nos dedicamos a los repuestos –confiesa–. Creo que es una buena iniciativa, que le puede cambiar la fama al barrio. Siempre hubo un estigma sobre Warnes, por el tema de los desarmaderos. Por eso es importante que aparezcan las caras de los laburantes." En la foto sonríe junto a Pablo, su papá, ambos custodiados por los rulemanes que hacen girar sus vidas.
El motor de la historia
Las crónicas cuentan que el barrio de los repuesteros puso primera el 27 de noviembre de 1893, cuando el antiguo Camino a Moreno fue rebautizado como Avenida Warnes. En la zona funcionaban el taller metalúrgico Hermanos Máspero, la Fábrica Nacional de Calzado y la Curtiembre La Federal. Para finales de los '30, luego del entubamiento del Maldonado, Warnes comenzó a erigirse como la meca de los repuestos automotores. En rigor, la avenida había nacido como cementerio de automóviles, y los vecinos que los desmantelaban se convirtieron en los primeros vendedores de repuestos usados. El padre de Ana Kapiluk fue uno de los pioneros. "Tenía un local rechiquito sobre Honorio Pueyrredón y se especializaba en repuestos para los Siam Di Tella. En esa época todos los taxis eran de esa marca. Tenía trabajo a lo loco, de lunes a lunes, y los tacheros tocaban el timbre de casa a cualquier hora", recuerda la propietaria de Planet Repuestos. Dice que arrancó dando una mano en el local familiar, en los '90. Al principio don Arnaldo no quería que atendiera a los clientes y la mandó a boxes, como administrativa. Eran pocas las mujeres en el rubro, pero Ana supo ganarse su lugar. "Ahora soy dueña y tuve que aprender mucho." Ana pilotea con destreza un local de repuestos para Ford y Fiat. Dice que el machismo sobrevive en el gremio. "Generalmente los clientes buscan la mirada de aprobación de otro hombre. Como que no aceptan que una mujer les pueda dar cátedra sobre un rulemán. Pero cada vez pasa menos."
Los Lamanna también aparecen retratados en el libro. El pater familias Fabio posó en su comercio dedicado a los accesorios para el automotor acompañado por sus tres hijos: Juan, Sofía y Santiago. Todos ataviados con la camiseta del club de sus amores: San Lorenzo. Fabio conduce la Asociación de Comerciantes de la zona, que nuclea a más de 600. Lo conocen como el "presidente de Warnes". Trabaja, dice, para cambiarle la cara al barrio. Anuncia una feria y encuentro de autos clásicos para el próximo 5 de noviembre. Y sueña con erigir un arco que dé la bienvenida al barrio autopartista. "Acá viene gente de todo el país: de San Justo, de La Pampa y hasta del Uruguay. Los sábados, para muchas familias es como ir al shopping: los hijos juegan en la plaza, mientras el padre chusmea precios de amortiguadores." Empezó en el gremio a los 13 años, vendiendo portaequipajes en el local de su tío. "Arrancamos de cero, la peleamos y acá estamos. ¿Quiere saber cuál es la clave? Ser solidario con los colegas. Si no tengo un repuesto, recomiendo a un vecino. Todo cliente que viene a Warnes se tiene que ir contento."
M'hijo el artista 
"Creo que el nudo principal del libro es el vínculo entre padres e hijos, esto de tomar la antorcha generacional y seguir dando una mano en el local. En mi caso, la historia arrancó con mi abuelo, la siguió mi viejo, pero mis dos hermanos y yo nos dedicamos a otra cosa: uno es médico, el otro está en la construcción y a mí se me dio por la fotografía", cuenta Pechervsky antes de entrar a Nogoyá Embragues, el refugio enclavado en Batalla del Pari 512, a pasitos de Warnes. Detrás del mostrador están su padre y los más de 3000 repuestos que integran el ajuar familiar. 
El Bocha cuenta que nació en el barrio, en 1958, en un conventillo de la calle Darwin, y trabajó varias décadas en una fábrica de embragues, hasta que la importación lo obligó a cerrar. En el '99 abrió el local que hoy regentea. Siempre, subraya, codo a codo con Isaac, su fallecido padre. "Tengo pasión por los autos y hago todo con mucho amor. Trato al auto del cliente como si fuera mío." Antes de seguir con sus tareas, el Bocha se frota las yemas de los dedos engrasados y dedica una sonrisa a su hijo: "Cuando Facundo me dijo que quería ser fotógrafo, le pregunté si se podía vivir del arte. Yo lo desconocía, porque soy fierrero, ando con el martillo en la mano. Con su trabajo, me demuestra todos los días que se puede."

Publicada en Tiempo Argentino, se lee por acá

lunes, 10 de octubre de 2016

La aristocracia del barrio

"Disculpe, madame, ¿usted es María Antonieta?" El hombre con atavíos de verdugo parece algo desorientado. Con su hacha al hombro, recorre la fila de damas con aires cortesanos que nace en la boca del edificio de la Società Italiana Unione e Benevolenza, en Perón al 1300. "¿Usted es María Antonieta?", pregunta una y otra vez a las damiselas que aguardan para ingresar al edificio de estilo neoclásico, erigido por el arquitecto Simon Dessy en 1913. "Me invitaron los chicos de la organización para que la encontrara, pero todavía no tuve suerte. Por ahí, cuando arranque la fiesta se me da. Lástima que no traje la guillotina", dice con ironía filosa Luis, un electricista de 50 años de Lanús. Fanático del cosplay, cuenta que sufre horrores cada vez que se pierde un evento medieval. Llegó hasta el centro luego de un tortuoso viaje en el 128.
Luis se saca por un rato la capucha, deja ver su sonrisa bonachona y confiesa: "Este siempre fue un trabajo mal visto, indigno y vil. El hombre que mataba por orden del rey o de la Inquisición. Pero acá es distinto, porque el verdugo terminó con la realeza. Igual, esto es pura facha, no mato ni una mosca." Antes de ingresar al salón donde en breve comenzará la mascarada, Luis vuelve al personaje. Blande su maza pinchuda y destaca: "¿Sabe por qué viene la gente? Porque la máscara hace salir el alter ego. Libera."
Caras y caretas
Mientras cruza el salón central de Unione e Benevolenza, Roxana cuenta que no sabe cómo liberarse de la presión del corsé. Luce un vestido de estilo Watteau, con una falda rimbombante sobre el miriñaque. Demoró más de un mes en darle los toques finales con sus propias manos. Una máscara veneciana decorada con plumas cubre su rostro. "Lo atractivo de estas fiestas es que te dan la posibilidad de cambiar la identidad por un rato. Perderte en la multitud", reflexiona la profesora de Letras que llegó desde San Isidro. Esta noche es su debut en la mascarada, un evento inspirado en las fiestas de las grandes cortes europeas, que florecieron entre el siglo XVI y mediados del XVIII. Los festejos de la nobleza combinaban dosis parejas de danza, teatro, música y pantagruélicos marcos arquitectónicos, especialmente diseñados para que los monarcas hicieran alarde de su grandeza. Enrique VIII de Inglaterra, la reina Ana de Dinamarca y Luis XIV de Francia solían degustar las mieles de las mascaradas. Incluso Shakespeare les dedicó un interludio en su obra La tempestad. 
"Los tiempos cambian. Antes era un festejo cortesano, pero ahora podemos participar los plebeyos. Tenían mucha pompa, y más que nada aparecieron durante las grandes crisis", arriesga Roxana, mientras la música barroca empieza a flotar en el aire. "Ahora la gente quiere divertirse y salir un rato de la realidad. Y sobre todo se dejaron de lado los prejuicios: ya nadie te mira raro en Buenos Aires si venís disfrazado a una fiesta", cierra la dama, hace una reverencia y se pierde en una jauría de jovencitos vestidos con aires góticos.
Desde su improvisada cabina de DJ, Adrián Juárez dispara temas de Strauss, Händel, Tchaikovski e incluso de Sisters of Mercy. A eso de las ocho, el salón se transforma en una discoteca clásica. Las parejas le sacan viruta al piso de roble. Giran al ritmo del Danubio Azul. Adrián es uno de los organizadores de la mascarada, junto a la productora Magic Fans. Integra el grupo de Facebook Gothic BA y hace más de 15 años que arma fiestas recreacionistas. Cuenta que el festejo de esta noche está inspirado en la figura de María Antonieta, la polémica reina francesa que perdió la cabeza en el cadalso revolucionario el 16 de octubre de 1793. "Pero nosotros tomamos como inspiración a la María Antonieta de la película de Sofía Coppola, que era una reina más punk y new romantic", explica Adrián, y se acomoda la careta símil Fantasma de la Ópera. El film de Coppola intentaba retratar, en palabras de su directora, la "vida de una adolescente en Versalles". "Una chica que, sin elegirlo, llega a un mundo desconocido y tiene que aprender los códigos cortesanos. Pero que tenía los bienes del reino a su disposición. Y como buena adolescente, los usó para festejar. Sin embargo, nunca pudo evitar el runrún de la revolución que estaba al acecho. Por eso pusimos a un verdugo que la está buscando. Creo que hay cosas que son inexorables, aunque intentemos esconderlas", reflexiona el DJ. ¿Qué atrae a los porteños a participar en estos festejos? No duda: "Son épocas de mucho 'ruido blanco', por la sobrecarga de información y responsabilidades. Estos espacios te transportan a una época que es casi un sueño." Esta noche, los enmascarados pueden visitar por un rato aquellos paraísos artificiales. La entrada cuesta 200 pesos.
Que coman pasteles
Todo festejo real siempre ostenta un gran banquete. La mascarada no es la excepción a la regla. En el puesto de Gothic Raven se pueden degustar desde cupcakes de chocolate decorados con rositas rococó hasta bombas rellenas con frutillas frescas y crema chantilly. Obviamente, también opíparos pasteles. Los productos light parecen no tener sitio en la dieta aristocrática. Según la pastelera a cargo del emprendimiento con sede en Constitución, María Antonieta no ahorraba en calorías y popularizó la pastelería de diseño entre los cortesanos. Las delicias se ofrecen a precios accesibles al bolsillo de la plebe: entre 25 y 30 pesitos la porción.
La joven diseñadora Florencia Barreda es cultora de la moda retro. Sus vestidos tienen aires victorianos, renacentistas e incluso medievales. Para la creadora de la firma Gotique Poupée, María Antonieta es un ícono de la moda. El mito dice que la reina nunca usó dos veces el mismo vestido. Florencia sueña con encontrar clientas con ese perfil.
Sara y Dafne son artistas. Sin embargo, prefieren llevar con orgullo el título menos ostentoso de artesanas. Se especializan en el diseño de antifaces, inspirados en el Carnaval veneciano. En sus rostros, las emprendedoras de Il Ballo lucen máscaras de Colombina y el Gato, personajes de la Commedia dell’Arte. En su puesto de venta también se ofrecen diversas versiones criollas de los afamados huevos de Fabergé, las joyas que hacían delirar a los zares. "Tenemos la misma intención artística del joyero ruso, pero mucho menos presupuesto", comenta Sara, y luego exhibe con orgullo un huevo de ñandú finamente tallado.
Bailando en la oscuridad
Onorata baila en trance en el centro del salón. Desde el pelo hasta la punta de los pies, luce una estricta etiqueta negra. Cuenta que vive en Banfield, trabaja como ilustradora y cultiva el tradicionalismo. "Me gusta el mundo antiguo, porque es la última época en que el hombre estuvo unido con Dios. Luego se perdió la belleza del mundo cotidiano", sostiene. Consultada sobre la única argentina que ostenta un título nobiliario de peso, la reina Máxima de Holanda, Onorata no duda en desinflarla: "No representa los valores antiguos. La principal preocupación de los reyes actuales es mantener el poder. Han dejado de lado la creencia en lo trascendente." No muy lejos, una grupo de adolescentes se sacan selfies. Onorata contempla la escena y dispara: "El capitalismo degrada la belleza. El nuevo rey es el consumo."
Antes de que den las 12, las damas y sus consortes aprovechan para tomar el último trago de la noche. Cerca de la barra, un clon de María Antonieta no se cansa de posar para las fotos. La muchacha se llama Carola Frank, es actriz e interpreta a la reina en una comedia musical que narra con tono mordaz los últimos años de la familia real. La escolta su pareja, el escritor Gabriel Sosa. El autor de la obra luce una peluca blanquísima, que hace juego con los bucles postizos de la reina de la noche. "Los nobles la pasaban de maravilla. Tan bien que no se dieron cuenta que la tragedia estaba a la vuelta de la esquina", arriesga Carola y sonríe otra vez para la foto. A unos pocos pasos, acodado sobre la barra, Luis el verdugo toma cerveza y conversa con dos parroquianos. "Me parece que, por esta noche, la reina zafa –bromea–. No me quiero manchar con sangre azul."
Una crónica publicada en Tiempo Argentino, se lee por acá

domingo, 2 de octubre de 2016

Un aplauso para el presentador

Ya lo dijo Borges en un célebre epílogo, la presentación de un libro es siempre una ficción o un imposible. Requiere dosis parejas de maestría, destreza y una pizca de pericia para analizar una obra y a la vez darle la bienvenida, pero siempre cuidando no anticipar la trama a quienes todavía no la han leído. 
En la presentación de su nuevo libro Elogio de la pérdida y otras presentaciones, publicado por InterZona editora, el escritor y periodista Ariel Idez plantea una de las reglas básicas de este género literario menor, muchas veces ninguneado: ¡Muchachos, hay que hablar del libro! “Sin espoilear, por supuesto, hay que contar de qué se trata, cómo surgió, de qué materiales está hecho”. En lo que respecta a presentaciones de libros, Idez conoce el paño como pocos. Las fronteras del género, desde el under hasta el mainstream. En sus mejores épocas, llegó a presentar un libro por semana. Se sabe, en Buenos Aires florecen las editoriales independientes. Un día, algo cansado, decidió dejar de presentar libros de otros, con el propósito de escribir el suyo. Así nace esta obra.
El nuevo libro del autor de la novela La última de César Aira (2012) y de los cuentos de No vas a ser astronauta (2010) y Luz y fuerza (2014) es una suerte de antología engordada por presentaciones imposibles de once libros improbables. Desde los poemas argentinos de un poeta chino que se gana el pan atendiendo una fiambrería al fondo del supermercado Felicidad en el barrio de San Telmo, pasando por el manifiesto del Movimiento Internacional de Acción Inutilista, los “covers” del sagaz plagiador serial Aaron Medina y el vanguardista ebook cuyos párrafos van desapareciendo a medida que se avanza en la lectura. Sin olvidar Caída libre, el poemario del mayor Velazco, un paracaidista que eterniza en verso cada uno de sus saltos, y las andanzas y desandanzas de un presentador conchabado para satisfacer las demandas de un millonario autor de la obra El dinero para mí no es un problema.
Elogio de la pérdida es un libro delicioso, por momentos mordaz y sobre todo muy divertido. Una antología ficticia que puede dialogar sin preámbulos con el primer Bolaño de Literatura nazi en América y también con el clásico Vidas imaginarias de Marcel Schwob. El libro de Idez es un artefacto literario raro que, como afirma Osvaldo Baigorria en la contratapa del volumen, “reivindica el goce de escribir contra la demanda y la obligación del éxito”. Y por eso es bueno darle la bienvenida.
Un reseña en Tiempo Argentino, se lee por acá.