lunes, 21 de noviembre de 2016

Bajo el asfalto

La escena parece sacada de un filme de los hermanos Lumière. A las tres en punto, el subte llega con modorra a la estación Corrientes. Las puertas de la formación de la línea H bostezan el andar agitado de los pasajeros rumbo a la salida. Con dosis desparejas de civilidad y premura, pugnan por montarse en la escalera mecánica. La lucha no es cruel, pero es mucha. Y la banda de sonido que acompaña la típica postal del bajo fondo porteño es un clásico de Gardel y Le Pera. Desde su improvisado escenario en el andén, un anónimo dúo arremete con el sprint final de “Por una cabeza”.
Aunque nacieron en Venezuela, el violinista Denys Bonilla y el guitarrista Pablo Tirado parecen llevar el 2x4 en su ADN. “Es la música que se respira en la ciudad y por eso tocamos mucho tango. Aunque no olvidamos nuestras raíces: en el repertorio tenemos valses y joropos. Piden mucho ‘Caballo viejo’”, explica Tirado, oriundo de Aragua, pegadito al Caribe. Tiene 20 años, prolija raya al costado y las yemas de los dedos muy curtidas. Estudió guitarra clásica y llegó a Buenos Aires hace cinco meses, en busca de nuevos escenarios. Los andenes de la H fueron los primeros en darle cobijo. Se siente heredero de la dilatada tradición de músicos trotamundos que parió su patria. “Tocando en el subte te ganás la vida y además te das a conocer: dos pájaros de un solo tiro”, asevera mientras acaricia los trastes de su fiel instrumento. No tiene prejuicios en tocar a la gorra: “No soy ‘elitesco’, prefiero tener la actitud del guitarrista popular, tocar adonde sea. Es más, acá es un desafío todos los días, porque el pasar de los trenes y las bocinas te desconcentran.”
Para Bonilla, su socio, los músicos del subte brindan un servicio público, le mejoran el día a los viajeros. Cuenta que formó parte del sistema orquestal venezolano, que compartió escenarios de América y Europa con el afamado director Gustavo Dudamel. Con una sonrisa pícara, dice que la acústica de los andenes obviamente no es la del Colón, pero en el fondo zafa. Para acreditar sus pergaminos, cada tanto se despacha con el “Concierto para mi menor”, de Mendelssohn. “Ahora me postulé para ingresar a la Sinfónica de Buenos Aires, pero mientras tanto tengo que comer. Y si llego a entrar, quizás siga en el andén. Esto no es una limosna, acá hay muy buenos músicos.”
Libertangos
Mientras intenta mantener el equilibrio en el centro del vagón, Jazmín Pimentel rasguña la criolla. Un pequeño parlante amplifica su dulce voz y por momentos se impone al runrún metálico de la formación. “Siempre trabajo arriba del vagón, siento que se me pasa más rápido el tiempo. Se mueve el tren, se mueven los segundos”, arriesga. Jazmín es de Ciudad Evita, tiene 24 años y desde hace tres se gana el mango en el subte. Empezó en la centenaria línea A, pero al tiempo descarriló. No conocía los códigos del under. “Era muy pichona y no sabía que durante el día los vagones los laburan los vendedores. Los músicos de la A arrancan a las 19.” Decidió mudarse a la novel línea H. Arrancó bien de abajo, como los 200 músicos que según el Frente de Artistas Ambulantes Organizados (FAAO) trajinan de lunes a lunes las seis líneas del subterráneo de la Ciudad de Buenos Aires. Una verdadera orquesta itinerante bajo el asfalto porteño.
Para Jazmín, el factor sorpresa es clave para atrapar a la audiencia usualmente embobada con la pantalla del celular: “La gente no está esperando que toques, y de alguna manera está buenísimo romper la monotonía del viaje, musicalizar un lugar de paso. A veces siento que el vagón es como un teatro y la gente disfruta tranquila del show. Muy pocos ponen mala cara.” Por estos días encara una gira subterránea. Presenta su primer disco, titulado Decora. “A veces me compran el disco acá abajo y después me van a ver cuando toco en la superficie. Es una difusión que no frena.” En la caja de su colorida guitarra lleva tatuado el título de una de sus canciones: “La libertad es el tango de hoy”. “Es un homenaje que le hice al Libertango de Piazzolla. Pero también habla de lo libre que somos los músicos del subte: sin horarios, sin jefe, sin patrón.”
El guitarrista del Titanic
La parada Carlos Gardel es la estación del Abasto. En un alto en su faena diaria de zapadas funkeras en la línea B, Lucas “El Mago Bassman” cuenta que la cantidad de colegas que trabajan bajo tierra viene en aumento. “Está jodida la calle –advierte el joven de rastas–, el cambio nos pegó duro y la gente sale a rebuscársela para parar la olla.” Pero “ni a palos” se resigna a dejar de lado su pasión por las gruesas cuerdas del bajo. No lo amilanan ni los agentes de la Metropolitana que a veces lo rajan del andén. En Diagonal Norte, por las noches se lo puede escuchar prendido en alguna jam session. “Acá todos los días pasa algo interesante. Por ahí llega un rapero y se larga a cantar. O un pibe con bongó y se arma una fiesta en el andén.”
La estación Santa Fe es la parcela del guitarrista brasileño Neil Marques, cultor del mejor rock anglosajón, de Pink Floyd a The Who, sin olvidar a los Beatles. Su caballito de batalla es “Blackbird”, porque “la gente se engancha, nunca falla”. De mil historias de sus años en el subte, elige la de esa pareja de chicos que vivían en la calle. Siempre le pedían que tocara “Golpeando las puertas del cielo” de Bob Dylan y bailaban en el andén. Un día dejaron de aparecer. “Hasta que una noche, de la nada, apareció el chabón solo. Lo noté raro, como perdido, me pidió que tocara el tema una vez más. Se puso a llorar. Me contó que su novia había muerto hacía unas semanas. La gente sólo podía ver a un anónimo pibe llorando. Pero yo sabía. Pasan cosas fuertes acá abajo".
“A esta estación la apodan ‘la que nadie quiere’”, bromea Willy sobre las dificultades que enfrentan los valientes que se le animan a Pueyrredón, en la D. El ruido de las formaciones ensordece y la deriva de la masa es abrumadora. “A veces pienso que es como tocar en el Titanic. Sobre todo por los muchachos de seguridad de Metrovías que todo el tiempo me vienen a sacar. Andan dando vueltas –comenta el guitarrero y señala a dos hombres de negro–. Yo les hago chistes, los llamo los ‘matrixvías’.” Willy critica la hipocresía del gobierno porteño, que empapeló la ciudad con la imagen de un “músico” del subte: “Es un modelo, y aparece con un equipo que debe costar 7000 dólares. Acá los pibes juntan monedas para cuerdas.”
Llueva o truene en el mundo exterior, Willy, ataviado con su elegante galera, realiza cada tarde su show repleto de clásicos del rock nacional. Homenajea a sus ídolos: Charly, Spinetta y Vox Dei. Pero no es un purista. “No sé por qué, la gente colabora más con los temas en inglés. Así que hago 50 y 50. De algo hay que vivir”, dice y luego puntea “Is This Love” de Bob Marley. ¿Cuál es el hit? Willy deja una reflexión final: “Esa es la pregunta que no tiene respuesta. Me la hago una y otra vez. Si supiera cuál es, lo tocaría todo el tiempo.” Como en un loop eterno.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, se lee por acá

sábado, 19 de noviembre de 2016

Cómo ser una chica Manson


El sueño está a punto de terminar. De transformarse en una verdadera pesadilla. California. Tórrido verano del ’69. Evie, una adolescente bastante solitaria y algo insegura, se fascina con un grupo de chicas libertarias y desprejuiciadas que conoce por casualidad en un parque. Las chicas pasan sus días en un rancho comunitario liderado por Russel, un gurú mesiánico, manipulador y músico frustrado. La joven Evie decide sumarse al grupo. Se sumerge en un espiral de fraternidad, amor libre, LSD y otras dosis desparejas de paranoia y violencia. Las chicas, primera novela de la estadounidense Emma Cline (Sonoma, 1989), es un trip iniciático que deviene en expedición al lado más oscuro del Summer of Love. Un libro que hace foco en los años de “paz y amor”, pero también en el territorio fronterizo, donde se gestaba el costado turbulento que manchó con sangre a los ideales hippies. 
De prosa elegante y por demás inteligente, Cline se inspiró en los crímenes de la familia Manson para escribir su ópera prima. Episodios clave de la crónica negra americana. El más célebre fue el de la actriz Sharon Tate, la pareja del director Roman Polanski, en agosto del ’69. Pero en su novela, Cline no hace foco en la figura psicótica de Charles Manson, el pater familias demoníaco, sino en algo mucho más perturbador: las “angelicales” chicas que cometieron los asesinatos, y que ni siquiera perdieron las sonrisas y su mirada provocativa durante el juicio que las condenó a cadena perpetua. Esas adolescentes “extrañas y salvajes como esas flores que se abren con un estallido fulgurante una vez cada cinco años, con esa provocación escandalosa y turbadora que era casi lo mismo que la belleza”. En el fondo, Las chicas es una novela que bucea con sutileza perturbadora en el mundo adolescente, pero que también golpea duro y parejo a los valores de la sociedad americana: del New Age al consumismo, sin olvidar las miserias del Flower Power. 
Emma Cline es licenciada en Bellas Artes, y cursó un máster en escritura creativa en la Universidad de Columbia. Trabajó como lectora para la revista The New Yorker y ha publicado cuentos en las prestigiosas Tin House y The Paris Review. En 2014, con su relato “Marion” obtuvo el Plimpton Prize. Las chicas es un bestseller desde que llegó a las librerías hace pocos meses. Los derechos de traducción se vendieron a 35 países y el productor Scott Rudin (Closer, Red Social y Las horas) está trabajando en una adaptación para la pantalla grande. Cline prefiere mantenerse al margen del proyecto cinematográfico y del runrún editorial. Está preparando un libro de cuentos y una novela. Tiene firmado un jugoso contrato por 2 millones de dólares con la editorial Penguin. 
Hace pocas semanas, una periodista le preguntó sobre los motivos que la llevaron a escribir una novela sobre la familia Manson, y la joven aclaró que en realidad “quería escribir un libro basado en un crimen, pero el crimen en sí es lo menos importante, esa es la violencia más obvia, el desafío era exponer otros momento psicológicos de violencia cotidiana, de vergüenza, humillación y traición. Aunque en el fondo, el corazón de esta historia es la amistad.”
Se lee en Tiempo Argentino por acá

lunes, 7 de noviembre de 2016

Dios salve a las reinas de la noche drag

Diva total. Peluca carré a lo Uma Thurman en Pulp Fiction, pestañas kilométricas orladas con plumas de fantasía y sandalias de taco aguja que dan vértigo. Esta noche nace una estrella: Dixie Valentine. Danilo, el padre de la criatura, confiesa que por ahora sólo le preocupa conseguir un rush rojo shocking para barnizarse los labios. "Es la primera vez que me transformo. Mi debut… Espero que no sea también mi despedida", dice el joven de 19 años y guiña el ojo derecho, sexy.
Se larga en Casa Brandon, Villa Crespo, la tercera edición de Divas Drag Race, que premia a las drag queens más carismáticas de la escena porteña. "La competencia es una excusa. Acá hay comunión, un espacio abierto para performatear, sumar fuerzas e ir para adelante. Sin dejar de lado el glamour, obvio", explica Nico, uno de los organizadores y a cargo de las bandejas de DJ. "Nos interesa darles un espacio a todos: drag queens, drag kings... Es una auténtica varieté con escenario y micrófono abierto. La última palabra la tiene el público. El aplausómetro define quién es la reina", dice el muchacho musculoso de pelada brillante, frondosa barba leñadora y botas bucaneras. 
En la previa, Nico calienta la pista con ardientes clásicos de la música disco. La elección no es azarosa: las drag queens no pueden ser escindidas de esa estética setentosa. Tampoco de la teatralidad camp, y mucho menos de los brillos de la moda. Drag significa "ropa", y en la jerga teatral anglosajona designa a la vestimenta femenina para un actor masculino. Una drag queen es mucho más que un varón cross-dresser o un cultor del fetiche. Ni travesti ni trans, no vive bajo esa "regia" identidad las 24 horas. Con dosis desparejas de humor, exageración y barroquismo, las drags son personajes que nos hablan de los tiempos modernos. "Le suben el volumen a lo que está dando vueltas en la calle y no se dice. Y obviamente hacen gala de eso", asevera sin vueltas Nico, y enseguida hace explotar en los parlantes el inoxidable "Last Train to London".
La crónica cuenta que las drag queens fueron una parte fundamental de la cultura gay del siglo pasado. Del Pop Art de Andy Warhol a las caminatas por el lado salvaje que inmortalizó Lou Reed en su disco Transformer, sin olvidar el culto que les profesa Pedro Almodóvar. Las chicas no esquivaron el bulto en la primera línea de la revuelta de Stonewall, en la Nueva York de 1969, y desde ese momento se ganaron en buena ley su espacio en las carrozas de las Gay Parade a lo largo y ancho del planeta. En su versión criolla, en los años '80, brillaron primero en los sótanos del under, aquel subsuelo de la patria sublevado en los tórridos años de la primavera democrática. Y en los '90 fueron un faro en las noches porteñas, con sus andanzas y desandanzas en las pistas de El Dorado, de Bunker o Morocco.
"Hay toda una historia de las drag queens que nunca se cortó, pero creo que en los '80 fue el pico, por las ganas de expresarse luego de la represión que arrastrábamos de la dictadura. En esos años, mis amigas tenían que escaparse de las brigadas de moralidad de la policía", recuerda Ignacio, mientras se maquilla los pómulos en el diminuto camarín. Nació en Casilda, vivió gran parte de su vida en Rosario y hace nueve meses se mudó a Buenos Aires. Es bailarín y actor todoterreno. Por las tardes trabaja en una obra infantil en la calle Corrientes. Esta noche subirá al escenario caracterizado como Putito Broadway: "Es más bien un hijo de una drag queen neoyorquina que se permite jugar. Es un híbrido, una máscara que me pongo, una construcción de mi cabeza. Me gusta ponerle el lomo", comenta. Para el artista de fibrosos brazos repletos de tatuajes, "draguearse" es toda una profesión, por el grado de detalle en la preparación del personaje y el método de maquillaje. 
Antes de seguir su faena delineándose los labios, resalta el carácter inclusivo del encuentro: "Acá no participa exclusivamente la gente del mundo drag. También se interpretan cuentos o se leen poemas, es un espacio abierto. Está bueno romper el género. Acá la única vedette es la libertad."
Antes muerta que sencilla
Matías tatúa con parsimonia las cejas de Irupé, la Reina del Camalote. La Beyoncé guaraní está casi lista para hacer su entrada triunfal en el escenario. Es de San Lorenzo, muy cerca de Asunción del Paraguay, pero hace un tiempo comparte una casa en Caballito con varios amigos artistas. Dice que está en plena etapa de búsqueda: baila, canta y estudia Medicina. En los claustros universitarios conoció a su chongo. "Me estoy metiendo, soy recién llegada al mundo drag. Es la quinta vez que lo hago. Y está buenísimo. Irupé busca una identidad, es una mamarracha que se monta y se va reciclando. Se construye todo el tiempo."
Un poco más de base por aquí, algo de glitter por allá y el lápiz labial como la cereza del postre. Matías es un artista del maquillaje. Su personaje drag se llama Serendipia. "Adopté ese nombre porque significa 'encontrar algo cuando no lo estabas buscando' –cuenta–, y me gusta esa cuestión de que las casualidades sean la regla." Su identidad también se nutre de la diversidad: "Arriba del escenario, Serendipia es medio étnica. Tiene algo de mapuche, de tibetana, es como una ciudadana del mundo. Y eso flashea a la gente." 
Como todo gran show, la Drag Race tiene su maestra de ceremonias. La blonda Loca Di Crazy lleva la batuta. "El personaje me acompaña desde hace diez años, surgió cuando armé mi primer grupo de amigues. En esa época no había Facebook ni WhatsApp, mucho menos matrimonio igualitario. Teníamos 20 años y nos juntábamos a performatear en casa o alquilábamos salones y boliches. ¡Explotaban!", resalta Lucas Tapia, el joven actor oriundo de Azul. Con su espectáculo Divas hizo varias temporadas en Carlos Paz y en la Costa. "A los argentinos les llama la atención el universo drag porque son medio tapados –dice entre risas–. En realidad, lo que fascina es la alegría y la forma que tenemos de mostrarnos sin prejuicios." Para la gala de esta noche, Loca eligió un look bien sencillo, casi de entrecasa: vestido largo de leopardo "bien divine" con muchas lentejuelas, estola de plumas y un infaltable abanico, porque "la noche va a estar muy acalorada". En Brandon, todos la conocen como la RuPaul argentina, porque sin esforzarse podría seguir los pasos de la morocha estrella mediática norteamericana que conduce el programa de TV semillero de la cultura drag contemporánea. Pero, se sabe, las comparaciones son odiosas. Lucas aclara que su búsqueda va más por el lado de las rubias: "Me inspira Susana Giménez, pero la hago más deforme. Una Susana cruzada con el Che Guevara."
Nueve reinas
Las chicas saben cómo hacer delirar a la platea. En la pista, donde se ven los pingos, hacen gala de sus dotes, bailan hasta quedar exhaustas. Antes de la medianoche, las nueve candidatas al trono se sacan chispas en el dancefloor, pero sólo dos llegan a la gran final. La joven Dixie Valentine y la bahiense Emily –una maestra en el arte de imitar la lengua karateca de Moria Casán– se baten a duelo para definir quién es la reina de la noche. La consigna es sencilla: matar o morir bailando. La batalla es parejísima. Emily deja todo en la cancha, pero no puede hacer nada ante el glamour de la nueva monarca. Dixie termina la noche coronada. Disfrutando la divina gloria. 
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domingo, 6 de noviembre de 2016

Alta tensión


Hay novelas que te pueden dar un sacudón. Una descarga de buena literatura. Obras que no se quedan simplemente en la construcción de una historia atrapante o en la narración atolondrada de sucesos. Libros que desafían al lector, que lo invitan a elegir su propia aventura. Los electrocutados, la primera novela del misterioso autor argentino J.P. Zooey, puede integrar este selecto grupo.

Pero vayamos por partes, antes de sumergirnos en la obra. ¿Quién es J.P. Zooey? La pregunta se viene repitiendo desde hace varios años en el círculo literario local. Más precisamente desde el año 2009, cuando se publicó por estas tierras un libro breve y bastante raro titulado Sol artificial. Estaba firmado por un tal J.P. Zooey: nacido en Buenos Aires en 1973 y egresado de Periodismo de la UBA. En la solapa también se aclaraba que no ejercía el digno oficio de construir noticias.

La ópera prima de Zooey circuló con fuerza por estas pampas, llamó la atención de críticos y lectores, y finalmente llegó a manos de Beatriz Sarlo, quien escribió que “El seudónimo abre una situación inestable y atractiva. Ése es el caso de Sol artificial, publicado bajo el evidente seudónimo de J.P. Zooey. El nombre del autor, a la cabeza de un libro nuevo, tranquiliza por lo menos una incógnita. Cuando un libro es firmado con seudónimo, el terreno incierto de ‘lo nuevo’ se vuelve más incierto todavía”. El sol artificial compilaba una serie de relatos poco convencionales: una búsqueda de mundos posibles e imposibles. Cartas, papers y entrevistas que guardaban en su seno dosis desparejas de humor mordaz y vuelo creativo.
Luego de aquel prometedor debut, en 2011 el sello español Alpha Decay publicó en el Viejo Mundo la primera novela de Zooey, Los electrocutados, que ahora es editada en Buenos Aires por el sello Sigilo. La obra obtuvo el Premio Talento que otorga la librería FNAC. En 2014, se publicó la segunda novela del autor, titulada simplemente Te quiero.
Entre la teoría del Big Bang y el inminente Apocalipsis, Los electrocutados es una disparatada, eléctrica y algo melancólica canción de amor dedicada a la humanidad contemporánea. Una novela que hibrida el enciclopedismo con la ciencia ficción. Zooey narra la historia de Dizze, un curtido profesor que de niño compartía con su hermana y amante Oidas Mucho el deseo de comprender el Universo. Para los hermanos, cada planeta del Sistema Solar esconde una palabra y juntas forman una frase que revela el sentido de la existencia: “Y la frase que formen todos ellos juntos se repetirá mientras giren en el espacio. Así estaremos a tiempo, durante muchas generaciones, de ir abreviando nuestra comunicación a esas diez palabras y hablar, leer y escribir solamente la frase del Sistema solar, de aquel que nos ha puesto en el mundo para escuchar y al que traicionamos hablando miles de idiomas. Lo traicionamos hablando cualquier cosa, enloquecidos, apurados, comunicando nada pero ya. Miles de millones de palabras y puntos entre ellas, sin más ton ni son que el chirrido de grillos bajo éxtasis”.

En la novela, el propio Zooey aparece en la narración como “periodista sin empleo” y vecino de Dizze. Ambos traban amistad y Zooey será el albacea de los documentos (cartas, documentos, textos de clases para la asignatura Historia de las Ideas Menores) que Dizze deja tras su suicidio, lo que otorga a la novela un aire de recomposición. En este periplo hacia la iluminación, el periodista “que no ejerce”, la novela y los lectores navegan por un extraño y a la vez maravilloso mundo de preguntas: ¿Los humanos descendemos de los pájaros? ¿El origen de los genios puede encontrarse en el cerebro de Lenin? ¿Cuál es la relación entre los gatos y los extraterrestres? ¿Qué es una pregunta?


Sobre Los electrocutados se ha escrito que es un libro que cultiva una hiperpercepción a lo Fogwill, con encadenamiento de historias a lo Aira. También que tiene ecos de Pynchon, Vonnegut, y obviamente Salinger –el pseudónimo Zooey viene de un personaje creado por el autor de El guardián entre el centeno-. Escritores que son capaces de darte una descarga de buena literatura.

Se lee en Tiempo Argentino por acá.