lunes, 24 de abril de 2017

Otra oportunidad

Con ojo clínico, Nelly analiza los atributos de una bufanda escocesa. "¡Mire qué lana, bien bonita! Usted sabe, con estos primeros fríos se larga la temporada de invierno, hay que ir buscando precio y calidad, y dejarse sorprender por lo que aparece", asegura la señora nacida y criada en Pompeya. Dos veces por semana visita con puntualidad las instalaciones del Cottolengo Don Orione en ese barrio del sur. En el sector ropería se aprovisiona de muy variopintas prendas de segunda mano, aunque primeras marcas. Luego las revende en una feria de Florencio Varela. "Acá vestí a mis hijos y aprendí a ganarme mis pesitos. Antes se conseguían cosas más interesantes: acá compré los zapatos que usé el día de mi casamiento, unos Liotti que me quedaban al pelo, parecía la Cenicienta. Hay que reconocerlo, el Cottolengo nunca me dejó a pata. Pero bueno, con la crisis, ya no se regala ni un pañuelo", dice Nelly sobre los tiempos violentamente austeros que vive el país. En las ferias, cuenta, la venta de rezagos y ropa usada aumentó en los últimos meses. "La mano viene brava, bravísima", subraya. El trueque volvió a salir a escena.
"Sí, no tenga dudas, los clientes fluyen todo el día buscando alguna oportunidad. Igualmente, se nota que falta dinero", aporta Nora, una de las encargadas. Ante un auditorio de cuatro estoicas compradoras, recita de memoria: "Chalecos a 30 pesos, corbatas a diez, camperas a 150 y pantalones a 30. Busquen, chicas, que hoy llegó de todo. ¡Después de la una, rebajas de 50 por ciento!". Bien temprano, Nora recibe la indumentaria que llega en camiones. Selecciona, clasifica y, finalmente, les señala virtudes y defectos a los clientes. "Los precios son muy accesibles –asevera la coqueta vendedora mientras dobla un abrigadísimo pullover escote en V– pero igual siempre se regatea. El público es variado: al pie del cañón siempre están los revendedores de acá y del interior, algunos curiosos, pero sobre todo gente humilde que no tiene un peso, más que nada ahora. Y bueno, ¿cómo era la frase? –pregunta Nora a una de las señoras–. Sí, esa… habrá que pasar el invierno".
Desde hace más de 25 años, Pablo Bártolo abre religiosamente el galpón de la calle Cachi a las 7 de la mañana. Trabaja para la obra de Don Orione desde que terminó el secundario. "Este, más allá de ser un lugar de oportunidades, es un espacio que ayuda a financiar a los cottolengos", aclara. La institución mantiene centros en todo el país, en los que se atienden unas 2000 personas con discapacidad. El de Claypole es el más importante de la obra parida por el cura piamontés. Don Orione fue canonizado por Juan Pablo II en 2004 y era reconocido como "el padre de los pobres e insigne benefactor de la humanidad dolorida y abandonada". Mientras recorre la nave central, repleta de muebles y electrodomésticos, Bártolo explica que las donaciones refuerzan el espíritu altruista del proyecto. "No vendemos descartes ni basura. Hay un trabajo de selección y reparación. Los donantes le dan una mano a la obra y a quienes se acercan a comprar porque tienen necesidades". Bártolo ejerce el duro oficio de cajero. "La gente regatea mucho, y no sé si es una buena o mala costumbre. Entiendo que la calle está dura, pero a mí me toca defender los ingresos para la orden. Cuando hay crisis, lamentablemente, es cuando mejor se trabaja acá. Pero ahora ni eso: desde finales del año pasado venimos mal. En marzo repuntó algo. No hay plata ni para comprar usado".
Veteranos de Pompeya
Don Mario Gorosito, santiagueño, comanda el área de electrodomésticos. Reconoce con modestia sus dotes para reparar televisores y heladeras "con lo que tiene a mano". En su espacio se ofrecen desde tevés de los años '80 hasta lavavajillas de marcas premium apenas venidos a menos. "Con el cambio de gobierno, la gente volvió a lo usado", arriesga Gorosito, apoyado en un lavarropas automático que espera dueño por 1500 pesos. Precio final. Su hija Samanta trabaja en el sector polirrubro: vende clásicos de Salgari, palos de golf, enseres, juguetes de lata, cubiertos de plata y diversas fantasías de ayer y hoy.
Elvia Espíndola es la decana del espacio de indumentaria. Adora trabajar rodeada de telas, lienzos y tejidos añejos, darles una segunda oportunidad. Con buen gusto, suele aconsejar a los vestuaristas que visitan su reino textil. "Viene mucha gente de teatro y de Indumentaria de la UBA. Buscan vestidos de época. No sabe la cantidad de películas y de programas de televisión que se vistieron en el Cottolengo." Entre las clientas más afamadas, recuerda a Teté Coustarot y a la oriental China Zorrilla.
Las artes visuales también encuentran sus musas en este espacio. Mientras chusmea los percheros repletos de camisas de seda, el artista plástico Ovidio Wain dice de sus visitas al Cottolengo: "Es como un vicio para mí. Compro cepillos, fichas, blusas, cosas antiguas y de mucha calidad. Todo lo reciclo para mis obras." Hoy tuvo suerte: se topó con una camisa hecha en Nueva York a solo 20 pesos. Y quiere encontrar algún sombrero que le dé un aire a Harrison Ford. "Este es un lugar de inspiración. Acá hay muchos mundos. Es una vuelta por el universo".
En el galpón trabajan más de 20 empleados. Armando tiene varias décadas en el gremio. Su hábitat es el espacio dedicado a los muebles. Los arregla, recicla, lustra. Es experto en dejarlos "pipí-cucú", resalta. Mientras plumerea pianos, sillas de oficina y camastros de hierro, cuenta que más de una vez se ha sorprendido por lo que se vende, "cosas raras que uno mira y dice: 'esto no lo llevan ni regalado'. Pero siempre aparece el interesado. Nunca falta un roto para un descosido".
Una crónica en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 17 de abril de 2017

Cuchillo entre los dientes

Pesada, en caída libre, la maza golpea el acero que reposa tórrido sobre el yunque. Ante cada embestida, el vapuleado metal dispara decenas de chispas como un volcán en erupción. Con dosis desparejas de templanza y frenesí, los mazazos de Mariano Gugliotta dibujan el candente acero de Damasco. "¡Guarda con los chispazos! –advierte el artesano y ensaya la arremetida final–. Como le comentaba hace un rato, este va a ser un cuchillo multilaminado, con varias capas. El proceso es largo: hay que limpiarlas, llevarlas a 1200 grados en la fragua y luego hacer el caldeo a puro golpe: una soldadura sin electrodos. Imagínese el trabajo para lograr el dibujo, es como un hojaldre. Arranco con 20 capas, pero se van plegando, después son 40, 80… Soy el segundo que lo hizo en el país. El primero fue mi padre".
Gugliotta lleva en los genes el noble oficio de forjar hojas afiladas. La saga familiar arrancó hace varias décadas, cuando su abuelo Miguel llegó de Italia a hacer la América. En el campo comenzó a trabajar en un taller de herrería y adoptó el gusto gaucho por los facones. Su hijo Miguel, mecánico de profesión, heredó la pasión por trabajar el fierro. "Mi viejo fue explorando esta técnica artesanal que viene de los romanos –recuerda Gugliotta–. Le preguntaba a mi abuelo sobre herrería, pero también aprendía de las revistas especializadas yanquis que llegaban acá en los '80. Pateábamos Corrientes para revolver las mesas de saldos y por ahí aparecía alguna".
Golpe a golpe sobre el yunque, papá Miguel se transformó en un secreto a voces de la cuchillería. Su otra pasión eran las artes marciales, y un día decidió forjar katanas, el sable curvo de los samuráis. Su fama atravesó fronteras: le llegaban pedidos desde Estados Unidos y aun de Japón. Una tarde, Lou Reed, fan y coleccionista, visitó el taller de Villa Soldati para asegurarse una espada.
Hace ocho años, Miguel se retiró. Mariano es el último eslabón de esta genealogía. En su infancia, lo apasionaban las aventuras de Tarzán, Mac Gyver y Rambo: "Cuando le pedí a mi viejo el cuchillo de Rambo, me dijo que era una bosta. Igual me lo compré. Tenía razón, parecía de plástico". Cuando terminó el secundario, estudió Derecho y estuvo al filo de obtener el título, pero lo atraía el metal. "Fue como el cuento 'El llamado de lo salvaje', de Jack London. Largué todo y me metí acá." En 2003 arrancó de cero en su propio taller, en el fondo de su casa. Empezó a buscar su sello de autor con los puñales criollos. Y al poco tiempo, la fortuna golpeó su puerta, cuando un estadounidense le compró uno. A los seis meses, la mítica revista Tactical Knives hablaba maravillas del "cuchillo gaucho" que llevaba su firma. Ese fue el despegue. "Ese año participé en una feria en la Rural. Salí de Soldati con 80 centavos en el bolsillo. Me volví con 1000 dólares". Compró herramientas y máquinas para mejorar su producción, que hoy no supera las dos piezas semanales. Cada cuchilla que forja es una obra de arte. Y se volvió un "coleccionable".
Mientras cae la tarde en el suburbio, Mariano bebe un vaso de Coca Light y repasa la historia de la cuchillería local: "Acá nunca se incentivó la producción de cuchillos artesanales. Al contrario, dominó la importación. Desde la conquista española estuvo prohibido que los nativos usaran armas. Entonces, los gauchos recauchutaban limas, sables rotos: el reciclaje es el origen. En otros lugares fue distinto: los yanquis tuvieron a James Bowie y los alemanes fabricaban en un día lo que acá se hacía en un año." Pese al viento en contra, la pasión nacional por los filos se mantuvo a flote. "Acá nadie se sorprende si sacás tu cuchillo en un restaurante para comerte un asado. Amigos de afuera me dicen que este debe ser el único país del mundo en donde se venden en el aeropuerto".
Antes de despedirse, Gugliotta reflexiona sobre el futuro de la herramienta que le da de comer: "Aunque avance la tecnología, el cuchillo no va a pasar de moda. Piense que nos cambió la dieta, en la época de las cavernas. Cuando el hombre hizo el primer cortante con una piedra, dejó de comer las vísceras de los animales. Empezamos a fetear la carne y creció el cerebro. Empezó otra era. Se lo explico con palabras de un pibe de Soldati."
Memorias filosas
Los cuchilleros empezaron a forjar a fuego lento su historia como arte y profesión hace más de diez siglos. Durante la Baja Edad Media y el Renacimiento, los trabajadores de los metales comenzaron a organizarse en sindicatos y guildas. En su libro El artesano (2008), el sociólogo norteamericano Richard Sennett cuenta que en aquellos tiempos el aprendiz de orfebre estaba sujeto a su puesto mientras aprendía a fundir, expurgar y pesar metales preciosos, bajo la paciente guía de un maestro que lo educaba en su taller. Una vez presentada una obra maestra en su lugar de residencia, el novicio cerraba su período formativo y comenzaba a ejercer su oficio en el vasto mundo. Era una actividad de aires nómades, plagada de aventureros. El gran orfebre "heroico" de ese período fue el florentino Benvenuto Cellini. En su jugosa autobiografía, titulada simplemente La Vita, Cellini se jacta: "En mi obra, he superado a muchos y he llegado al nivel del único mejor que yo". Se refería a Miguel Ángel.
La Ilustración, el Iluminismo, las ideas de libertad de la Revolución Francesa, nacen con una cuchilla y terminan en otra. Denis Diderot, a quien se debe la concepción y ejecución de la Enciclopedia Francesa, la suma de las ideas laicas, libertarias, científicas del siglo científico que fue el XVIII, era el hijo de un cuchillero, y a veces se lo llamaba así despectivamente. Diderot escribió, en los tomos de la Enciclopedia, los artículos técnicos, incluyendo el de la orfebrería. La cuchilla con la que termina esta historia es la de la guillotina, obra de monsieur Guillotin, y perfeccionada por Luis XVI, a quien no le faltaría ocasión de experimentar el uso de tan eficaz invento.
Cocodrilo Dundee
"Sin duda, los franceses son mis mejores clientes. Son locos por los cuchillos. Ojo, nosotros no nos quedamos atrás, y si se alejás un poco de la ciudad, en las afueras de Buenos Aires, todavía siguen resolviéndose pleitos a puntazos", cuenta Julio Argañaraz, un artesano de San Telmo con una docena de años en el gremio. Mientras ordena algunos criollos y damasquitos en su local de la histórica Galería de la Defensa, a pasos de Plaza Dorrego, relata historias dignas de un cuento de Borges: "En Madariaga, un ambiente muy gauchesco, si hay algún atrevido en un boliche, la pelea es a facón. Pero ya no hay tantos revuelos".
Argañaraz es oriundo de Tucumán. En sus 47 años de vida aprendió un sinfín de actividades: trabajó el cuero, crió exóticos peces de estanque y se curtió en la construcción. Con su sombrero gastado, tiene un aire a Cocodrilo Dundee. Se define como un artesano autodidacta. Su pasión por la cuchillería le viene de muy joven, cuando comenzó a armar una colección. Su tesoro era un Randall reluciente. Un día decidió exponerlos a cielo abierto en la feria del barrio y un curioso le ofreció un dineral.
"Cuando estaba negociando, se me ocurrió que esta podía ser una buena manera de ganarme la vida". Se instruyó entonces sobre las diversas aleaciones, el golpe preciso para el forjado y el secreto del templado, el alma del cuchillo.
Argañaraz ha forjado cuchillos con elásticos de autos, clavos de tren y hasta acero de camastros. "A veces agarro un fierro y voy diseñando en mi mente cómo va a quedar. Por ejemplo, este va a ser un machete japonés. Y le voy dando forma: el filo cónico, pienso un cabo, que puede aparecer en la calle, un hueso, una madera rara. Reciclo todo el tiempo, desde pibe. Todo sirve".
Argañaraz mira fijo la hoja de un Bowie pantagruélico: "A veces me piden modelos para cazar jabalíes, para el remate. Se juega todo ahí, y el cuchillo tiene que funcionar sí o sí. La presión que ejerce el animal puede partir la hoja. Y un jabalí no te perdona la rodilla". «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 2 de abril de 2017

El dinero no es todo...

La historia de un país es también la historia de su moneda. "La afirmación da en el clavo, pero permítame ser un poquito más profundo. Atrás de este billete de 10 mil pesos moneda nacional, hay elecciones políticas, económicas, estéticas y, por supuesto, ideológicas. Un pedacito de papel que guarda parte de nuestra historia", dice Fernando Perticone, mientras señala con precisión de coleccionista un billete colorado que se luce en la vitrina del Centro Numismático Buenos Aires. 
En el distinguido hall, Perticone da la bienvenida a una docena de notafílicos: aficionados a la colección de papel moneda, en su mayoría caballeros, que se acercan el sábado por la tarde al caserón de la avenida San Juan, para participar del 2º Encuentro de Coleccionista de Billetes. "Este lugar es nuestro cable a tierra. El Centro tiene 600 socios y abre solo dos horas por semana, los jueves a la tarde. Pero para organizar estos eventos, que hacemos a pulmón, casi que vivimos acá", completa el miembro de la Comisión Directiva. Lo escolta Facundo Vaisman, tesorero del espacio que nuclea, desde hace más de medio siglo, a los fanáticos de las monedas, las medallas, las fichas y, por supuesto, los agasajados billetes.
Sin medias tintas, Perticone asegura que coleccionista se nace. Su caso no es la excepción a la regla. "Desde pibe se me daba por guardar de todo: piedritas, figuritas, estampillas y hasta herramientas. Quería tener todas las medidas, todas las marcas. De alguna manera, esa pasión fue dándole identidad a mi vida." El gusto por los billetes le llegó de grande. Hoy tiene 53 años y desde hace diez es uno de los motores del Centro. La puerta de entrada al universo del papel moneda se la abrió el legendario Catálogo de billetes argentinos de Roberto Bottero, figura capital de la numismática en el Río de la Plata. "Lo compré en un stand de la Feria del Libro, lo abrí y dije: 'Faaa… No solo hay billetes, sino también series, letras, detalles'. Ese día, me cambió la vida." 
Primero hay que saber juntar, después guardar, después averiguar qué es lo que se tiene, y al fin armar una buena colección. "Para ser coleccionista es fundamental investigar sobre lo que uno atesora", detalla Vaisman. "Por ejemplo, usted puede ver este billete de cinco australes, que circuló entre tal año y tal otro, con tal gobierno, que se devaluó, que tiene una simbología, la imagen de un prócer. Hay que estudiar. De alguna manera, somos historiadores." 
Vaisman llegó al Centro por recomendación de los curtidos coleccionistas que se reúnen religiosamente los domingos en el Parque Rivadavia. Y su curiosidad por los billetes se avivó cuando, por casualidad, encontró unos inmaculados australes durmiendo dentro de un libro. "Me surgió la inquietud por saber si tenía la serie completa… todos los valores." Ese día puso primera. En poco tiempo consiguió todas las piezas de la moneda parida durante la gestión de Juan Vital Sourrouille, antes de que comenzara a enfriarse la economía de la tórrida primavera alfonsinista. Vaisman siguió su deriva monetaria con los pesos argentinos, los convertibles y los moneda nacional. Luego, la globalización lo hizo enamorarse de billetes de distintas partes del orbe. "No sé cuántas piezas tengo. Llega un momento en que se me arman cuellos de botella, se pone difícil conseguir o comprar un billete. Entonces hay que arrancar otra búsqueda", dice.
Dónde hay un mango
En la vitrina se exhiben elegantes billetes de fiel papel decimonónico, pero también los ultramodernos forjados en polímero. Rupias indias con la figura de Gandhi, devaluados marcos de la República de Weimar, minúsculos takas de Bangladesh, y hasta el pantagruélico dólar zimbabuense de ¡cinco mil millones de dólares! "Los billetes argentinos son bellos, pero poco vistosos. Tenemos buenas impresiones, ojo", afirma Claudio Fernández, maestro de ceremonias y organizador del encuentro. Señala un ejemplar de moneda nacional que lleva tatuado el busto del general San Martín: "Este era conocido como el 'ladrillo', por su tamaño y color. Circuló hasta finales de los '60. En esos años, el Libertador era el personaje omnipresente. Como antes, la efigie de la Libertad. Ahora hay más innovación, con la incorporación de la flora y la fauna. Son políticas de Estado."
Fernández llegó a la notafilia por línea paterna. Su progenitor era un "coleccionista oculto", que atesoraba ejemplares bajo el vidrio de la mesita de luz. "Igual, esta historia arranca en serio en los años '80, cuando tenía un kiosco en Ezeiza. Como veía gente de todo el mundo, les pedía billetes." Con el tiempo, se hizo habitué de las casas de numismática del centro porteño y también del mercado de pulgas. Su mujer, miembro de una familia de filatelistas, lo aleccionó sobre las virtudes de los catálogos. Pasaron las décadas e Internet sumó conocimientos a sus pesquisas. Hoy pilotea el concurrido blog Billetes del Mundo. "El universo es enorme. Si no te ponés un coto, nunca parás", asegura. Sin embargo, es difícil detener la pulsión. Y por eso Fernández confiesa que colecciona todo lo que cae en sus manos. "Bueno, no todo; si tengo que elegir, me gustan los billetes de 1960 para atrás. Tengo billetes muy raros de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Piezas militares, de colonias y hasta de campos de concentración." Tiene más de 4000 piezas, conservadas en sagrados sobres de acetato. Extrae de su valija algunos de sus tesoros: divisas del protectorado nazi de Bohemia y Moravia, coloridos ejemplares cubanos de fines del siglo XIX e inmaculados pesos de los años peronistas, con la inscripción "Una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana", que borró de un plumazo la Revolución Libertadora.
Antes de despedirse, Fernández cuenta que, por fuera del hobby, el papel moneda también le da de comer. Desde hace años regentea una agencia de quiniela: "Estoy en relación directa todo el día con los billetes. El peligro es que se pueda transformar en un vicio, de mirar todo el día el número, la serie, la firma. Acá hay gente que colecciona billetes capicúas y están todo el día mirando el numerito de serie. Una cosa de locos."
El chanchito de mamá
La imagen se parece a la de un recreo, en el patio de una escuela. En el salón central, señores y muchachitos dan rienda suelta a su pasión. No intercambian figuritas, sino preciados billetes. "La historia monetaria es muy rica. El ingreso del billete a la Argentina es tardío, para 1820, aproximadamente. La gente se manejaba con la moneda de plata potosina, que era una de las mejores del mundo", explica Gastón Subirá, un docente santafesino.
De su abuelo, Subirá heredó la fiebre numismática y una formidable colección de monedas, medallas y billetes centenarios. Más de una vez, cuenta, usó las divisas con fines pedagógicos. Toma algunas piezas del pilón que tiene sobre la mesa y dice: "Por ejemplo, si tiene que explicar el ciclo lanar, puede utilizar este billete con ovejas. O cuando arranca la revolución agrícola, mire este otro con vacas. Ahí también aparece la figura de la mujer con trigo en las manos, que simboliza la fertilidad. En los billetes aparece el imaginario del país." Entre los más curiosos de su colección, están los emitidos poco antes del crack del gobierno de Juárez Celman. Billetes que llevan el rostro del concuñado de Roca y hasta de su ministro de Economía: "Imagínese, como si Cavallo hubiese tenido un billete con su cara en 2001."
En otra mesa, el joven arquitecto Daniel Ruiz recuerda con nostalgia el chanchito-alcancía que su madre le regaló cuando niño. "Tenía la panza llena de monedas, que ella había guardado desde chica. Una tarde, me dio curiosidad y me puse a sacar una por una por la ranura. Un trabajo de artesano. Ahí nomás me di cuenta de que eran todas distintas, y me puse a catalogarlas." Desde hace más de 30 años, Ruiz lleva una suerte de diario íntimo, donde consigna las características y la historia que lo unen a los tesoros que colecciona. "Y sí, soy un fanático del orden. En definitiva, todos los que estamos acá buscamos lo mismo: ordenar el caos."
Publicada en Tiempo Argentino, por acá