domingo, 18 de octubre de 2020

Tarde en el Abasto

 El bautismo es con una delgada lluvia de alcohol sobre las manos. Así arranca el protocolo para quien quiera ingresar al Abasto Shopping. Después hay que sonreírle a la cámara termográfica. Si el hombre de negro de la seguridad levanta el pulgar, recién entonces el fiel cliente, con su barbijo bien colocado, puede hacer su ingreso triunfal a esta moderna catedral del comercio.

Ya en el hall, un plasma informa con puntualidad la cantidad de personas que deambulan por los 116.624 metros cuadrados del edificio art déco con visos de brutalismo, diseñado en los años ‘30 de la vieja normalidad por el esloveno Viktor Sulčič. A las 15:50, hay 995 visitantes, el 49,75% de la capacidad máxima permitida de 2000. A cada uno le corresponden 15 metros cuadrados, ni uno más ni uno menos.

Desde la reapertura de los shoppings porteños, el pasado miércoles, la clientela ha sido más bien flaca, dice el vigilante de pocas palabras: “El sábado será el termómetro. Pero no se espera la ola de otros días de la Madre. Mucho más no le puedo informar. Por favor, circule”.

Circular. Es la palabra que más se repite en la señalética adaptada a la peste. Si algún distraído se demora eternamente chusmeando una vidriera, entra en acción la seguridad. “Circule”, repite el mantra cordial, siempre en el mismo sentido.

Más allá de la amena musiquita funcional y la iluminación siempre cálida, el panorama en los corredores es preocupante, con muchas –persianas– bajas. Según IRSA, la empresa que explota el espacio, solo el 75% de los locales están abiertos. Los más afectados son las "góndolas", los islotes en medio de los pasillos que alquilan pequeños emprendedores.

Solo como un náufrago quedó Hernán en el tercer piso. Vende paraguas e impermeables. “Se fueron las vecinas que vendían alpargatas y las chicas de los cosméticos veganos”, dice, y cuenta, aliviado, que después de 210 días concretó la primera transacción. “Una mochila impermeable de PVC. Hay que aguantar, de a poco la gente va a volver”. Siempre que llovió, paró, agrega. 

Al local del rubro textil que atienden Nicolás y Alejandra solo pueden ingresar cinco clientes. Eso advierte el cartel en la vidriera. “Volver a laburar ya es un paso adelante, terapéutico después de tanta incertidumbre”, asegura ella. Para incentivar la venta mantienen los precios de la época pre-Covid, y hasta un 20% de descuento. Sin posibilidad de que los clientes sientan la prenda sobre la piel, otro mandamiento innegociable del protocolo, el ojo de sastre del vendedor es fundamental: “Estamos entrenados. Veo el cuerpo y te digo el talle. Igual se puede cambiar”, informa Alejandra cerca de los probadores, una zona vedada que remite a un pasado lejano. 

El patio de comidas y los cines lucen un vacío ejemplar. “Me gusta un poco esta tranquilidad, que no quiere decir que disfrute de la pandemia. La gente es más higiénica y se puede recorrer sin estar apretujado. A esta hora, esto era un pandemónium”, comenta Vladimir, vecino de La Boca que se arrimó al shopping para comprar un juego de pilas recargables.

Durante el parate obligado, Danilo cambió la venta de exclusivos trajes por los mucho más populares productos de limpieza. “Pasé de ambos importados de 100 mil pesos a bidones de lavandina de $ 120. Tengo familia y hay que seguir comiendo”, explica el elegante encargado de Rocha, ataviado de punta en negro, con barbijo haciendo juego. “Hay que amoldarse, sobrevivir, no hay mucha vuelta”.

En la parada histórica sobre la avenida Corrientes, frente a la salida del shopping, Dante hace tiempo arriba de su taxi: “Nuestra peste son las aplicaciones ilegales. Acá la pandemia llegó cuando vino Obama, en la época de Macri”, dice el veterano laburante. Y sigue en la paciente espera del primer pasajero de la tarde. Bajo la sombra eterna del Abasto.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

Los otros Guernica

 El ranchito de Esteban es de madera, chapas y nailon ajado. Está erguido a pocos metros del arco de un potrero desierto. Sobre la base de cemento de una casa que nunca fue. “Más de diez años tiene este plan de viviendas. Depende de Acumar y Nación, y la tierra es de la municipalidad. Solo entregaron algunas casas hace seis años. El resto quedó abandonado. Nunca terminaron el proyecto”, explica, mientras señala los esqueletos de ladrillo y cemento del barrio Los Ceibos, arrabal desamparado de González Catán. “Por la cuarentena estamos sin un mango. No alcanza para el alquiler –dice el muchacho, enfermero desocupado–, por eso entramos. Necesitábamos un techo y acá lo encontramos”.

A fines de agosto, un mes después de la masiva toma en Guernica, con el telón de fondo de la malaria económica pandémica y el eterno déficit habitacional, 300 familias matanceras entraron al predio, a la altura del km 32 de la Ruta 3. Hace casi dos meses habitan, como pueden, estas viviendas inacabadas del oeste del Conurbano.

El predio es un auténtico monumento a la desidia estatal. “Para que se haga una idea, esto era una boca de lobo. Ratas, pastizales, basura. Los chorros se habían robado hasta los techos de las casas. Ni bien entramos, con los vecinos desmalezamos y limpiamos. Hace décadas que no se hacía. Por este camino que vamos, puede pasar la Gendarmería”, explica Esteban, 38 años, vocero de la toma y cocinero a cargo de una de las tantas ollas que matan el hambre de las familias.

Los hombres de verde custodian con celo la barriada. No dejan que los vecinos ingresen tablones de machimbre, chapas o colchones. Hace unos días, cuentan, liberaron la zona y una patota armada presionó a una vecina para que dejara su vivienda. “Acá la gente no quiere que le regalen nada –aclara el joven–. Queremos un plan de pagos y terminar las casas. Somos albañiles, electricistas, pintores, plomeros. Podemos construir un barrio popular”. En las últimas semanas, los vecinos marcharon a la sede municipal en San Justo y buscaron dialogar con las autoridades. No obtuvieron respuesta.

María está a cargo del comedor Los Peques. Prepara generosas meriendas todas las tardes y la cena tres veces a la semana. La necesidad, dice la morocha de 45 años, es demasiada. “Hay muchos chicos, casi 700, mayores y discapacitados. Tenemos cinco ollas en el barrio. Se llenan gracias a las donaciones. Hoy voy a preparar revuelto de carne”, explica, con cara de cansada, la infatigable madre de siete hijos y abuela de seis nietos. Dice que no la apichona la notificación por la usurpación: “Nos notificaron, como si fuéramos delincuentes. Pero yo quiero saber dónde están los responsables de que las casas no estén terminadas. Dónde están los políticos y los empresarios que no cumplieron con el barrio. Nosotros vamos a pelear por nuestro derecho a un techo”.

Johana cuida a sus cinco hijos, cuatro nenas y un varoncito. Hasta mayo pasado pudo pagar justito el alquiler de 10 mil pesos por una pieza cerca de la Ruta 3: “Ahora se cortaron todas las changas de mi marido. Era una de dos: pagar o que coman mis hijos”. No dudó. En la toma está desde el día uno. Pasó frío y hambre: “Como tengo el hueco en el techo, el día de la tormenta de Santa Rosa era una catarata que caía adentro”.

En una casita al fondo del barrio, Gabriel y su hijo Noah ven pasar los días. Hasta la llegada de la peste, se ganaba el pan como albañil en los countries de Ezeiza: “Gente que tiene tanto y nosotros nada”, dice. Antes vivía con sus viejos, “hacinados, éramos como 20”. Abraza fuerte a su hijito y comparte sus sueños: “Esta lucha es por él, por su futuro. A mí me gustaría tener plata y comprar un terrenito. Una vez averigüé y me pedían dólares. Si cuesta conseguir una changa, de dónde voy a sacar un dólar”.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá