miércoles, 21 de diciembre de 2022

La patria transpirada

 No es un 17 de octubre, pero es un 18 de diciembre y todos los caminos conducen al Obelisco. La patria transpirada vive su domingo de gloria, pero para llegar al cielo, al abrazo con desconocides, primero sufrimos. Porque la argentinidad se hace con ingredientes precisos de agonía, orgullo, heroísmo, alegría y llanto. Ningún sentimiento moderado se encuentra en las columnas que engrosan desde las 4 de la tarde la Diagonal Norte, avenida Corrientes, Córdoba, Belgrano, Independencia, San Juan hacia la 9 de Julio. Ni bien aprendemos a caminar, sabemos que para vivir este fervor, este amor, vamos a tener que aprender otra cosa: a alentar. Así entendemos la vida colectiva.  

Un río, una ola, un océano, un tsunami celeste y blanco. Más de dos millones de personas que, sin prisa pero sin pausa, fluyen desde los barrios porteños, desde el Conurbano, desde las provincias, desde el cielo con diamantes del Diego. Inundan el centro porteño. Peregrinando desde el suburbio del suburbio de Avellaneda llegó Alexis. El  hercúleo albañil llora: “36 años, hermano, desde la cuna que la vengo soñando a la copa. Pellizcame, no me quiero despertar”. Sueño de una primavera futbolera que no quiere terminar. “Hoy somos inmortales”, dice un grafiti tatuado a las apuradas a dos cuadras del Obelisco.  

El triunfo es de cada persona que lo gritó y se volvió a ilusionar. De las que pusieron estampitas, velas prendidas, las que tuvieron cábalas, las que prometieron, las que juntaron figuritas con solemnidad, las que alimentaron familias enteras comprando remeras en la calle, las que usaron los talismanes, las que se tranquilizaron con estadísticas y confiaron en que viven en un país coronado de gloria. A la altura de la Avenida de Mayo se baila, se perrea, se twerkea, se canta el himno de la alegría que sale del baúl de un Golcito destartalado. En llamas, a lo bonzo, les pibis de Florencio Varela sacuden el esqueleto a todo ritmo. Confiesa el DJ a cargo de set: “Hasta que no nos den más las piernas, papu. Mañana no sé ni de qué trabajo”.

El mundial de fútbol recién termina, pero esto recién empieza. Falta que lleguen los pibes que pusieron la magia, que llegue Lio, el cuerpo técnico, les hinchas que pusieron el bombo. Falta que llegue la copa dorada, la concentración material de nuestras ilusiones. Falta volver a salir o falta no salir nunca de la calle. La tarde es sofocante y en el asfalto recalentado se ve la sombra de las banderas albiceleste que flamean en círculos, como satélites de nuestras alegrías. La tercera estrella no es más distante. Brilla, alta en el cielo, sobre la Argentina.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Luche y vuelve: crónica bajo un cielo con tres estrellas en Ezeiza

 Es un éxodo. En auto, en camiones, en micros, en bici, a caballo, a pata. Todo medio de locomoción arrima al pueblo hasta el predio de la AFA. Familias, grupetes de amigues, acarameladas parejitas de la mano, solitarios borrachos de gloria peregrinan hasta la flamante Meca del fútbol mundial. Vienen desde la ciudad de la furia macrista, desde los tolkienianos cinturones del Conurbano profundo, desde las provincias unidas, desde la patria grande latinoamericana y seguro desde más allá. Van a Ezeiza para recibir, no para irse.

No entra ni un alfiler en la curtida cinta asfáltica de la Ricchieri. ¡Mi reino por un metrito de banquina! La escena frente al Mercado Central parece sacada de “La autopista del sur” de Cortázar. El matrimonio del Fiat Uno no afloja con la bocina. Agitan a la monada de la Ford F100 que salta sin respiro en la caja, en el techo, en el capot. El pibito del Gol sonríe, me grita que tiene la sonrisa gardeliana de Enzo Fernández dibujada en la cara desde el domingo. El tachero del Peugeot 208 Full canta “¡Dale campeón, dale campeón!” Suena tan parecido al ¡Viva Perón, viva Perón! Tachito me giña un ojo y dibuja la V con los dedos. De repente, la inmovilidad obliga a dejar los bólidos abandonados a la buena de D10s. Diego los cuida desde su cielo de diamantes. Amén.

¡Gorro, bandera y vincha! ¡Gorro, bandera y vincha! Alejandra repite el mantra salvador que la ayuda a llegar a fin de mes. Desde Alejandro Korn se arrimó al festejo la costurera de 48 pirulos. Los gorritos los zurció con sus propias manos, esas manos sabias que le dan de comer a sus tres pibes: “Salen, salen. La mano está difícil y esto es hoy, es mañana y hay que seguir laburando. Pero Messi y los muchachos también me dieron una mano para llevar el pan a mi casa.”

En su pingo Canelo vino el gaucho Héctor. Cría animales y trabaja la tierra el muchacho de 38 años. Llegó a la AFA cabalgando a rienda suelta desde el suburbio del suburbio de Ezeiza: “Es que la patria se hizo a caballo, hermano, cómo no íbamos a estar para recibir a los campeones”. Abraza una imagen del Gauchito Gil y agrega: “El 8 de enero me voy con el Canelo hasta Corrientes para agradecerle al Gaucho la copa. Promesas son promesas. En el campo tenemos palabra.”

Un mar, un océano, un tsunami celeste y blanco fluye bajo el Puente del Km 26 a las dos de la matina. Desde las alturas disfruta el oleaje el riojano Rubén: “Somos de los pueblos originarios, diaguitas, de Sañogasta. La fiesta integra todo. No andamos bien, la peleamos, la vamos a seguir peleando. ¿Cómo te pensás que se alcanzan los sueños? Preguntale a Messi”.

A unos metros, Martín, chagarín venido desde González Catán y fana de Brown, abraza a su hijito Marcos. El pendejo ataviado con la casaca de Messi duerme la siesta de los héroes: “Cuando pase el micro lo despierto. Está grogui, no sabés lo que gritó”. El boca en boca dice que el avión argentino ya pisó tierra santa. La caravana quedará grabada en la más recóndita memoria del pueblo. Pero hasta que llegue el micro, Marquitos seguirá acunado por su viejo. Abrigado por un trapo albiceleste. Y el manto de una noche alumbrada por tres estrellas. Brillan sobre la Argentina.

La crónica se lee en Tiempo Argentino, por acá.

jueves, 15 de diciembre de 2022

Yo nado

 Yo nado. Cuando siento que estoy cerca del naufragio –a cámara lenta, diría Nicanor Parra, como todo naufragio que se respete-, yo me voy a la pileta. Agarro la mochila engordada por la malla, las antiparras, las ojotas, la toalla, y enfilo sin chistar para el Club Progresista. En Piñeyro, la parte más fabril de la fabril Avellaneda, hay un oasis a cuatro cuadras del Riachuelo. Mi bote salvavidas de 25 metros de largo. En sus andariveles, remo. “Yo remo / Yo remo / Yo remo contra tu vida”, escribió Michaux. También contra la mía. Para no irme a pique, yo nado.

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In Utero. Aprendí a nadar en la panza de mi vieja. Consagrada docente, la mejor nadadora. Me contaron que era todo un espectáculo verla nadar a principios de los años setenta. Andrea volaba en mariposa. Ganó unas cuantas medallas. Por unos poquitos segundos del tirano cronómetro, mi mamá tuvo que ver Múnich ’72 en la tele blanco y negro de la casa de Ramos Mejía. Esos Juegos Olímpicos se tiñeron de rojo shocking. Fueron noticia por la masacre que sufrió la delegación de Israel en una toma de rehenes del comando Septiembre Negro, vinculado a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). La mayor tragedia de la historia de los JJ OO, con once atletas y entrenadores israelíes fusilados por los milicos alemanes en el “operativo de rescate”. La sombra de esos crímenes llega hasta el presente: el genocidio en Gaza y Cisjordania sigue con otros victimarios. Mark Spitz, un nadador californiano de origen judío, fue la estrella distante en lo deportivo. El “Tiburón” se comió el medallero: siete preseas doradas con sus respectivos récords mundiales. En la casa de mis abuelos había un póster de este Aquaman fibroso y bigotudo. Una suerte de santuario al que me invocaba cada vez que entraba a la pileta. En ese rectángulo de fibra de vidrio hundido en el jardín, custodiado por rosales, jazmines y agapantos, tuve mi bautismo de agua. Cada vez que entro a una pileta, siento que vuelvo ahí. A la pileta del Nonno, al convento de San Spitz, a la panza de mi vieja. Nevermind.

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¡Pato al agua! Les cuento que me empapé de cultura natatoria para escribir esta crónica. Mientras nado, repaso mentalmente la pesquisa. “Meditación activa”, me dijo Alejandro, mi psicólogo, otro nadador avezado. Estilo libre.

Cuatro brazadas y una bocanada. Entonces llego a la orilla del Génesis, cuando la Tierra era un ojo de agua. Después pataleo hasta Grecia, donde chapotea Heráclito, que no sabe nada, pero sabe todo, se baña en el río que siempre fluye y descubre –baldazo de agua fría- que no lo rodea sólo líquido, sino el acontecer. Nadamos juntos, luego existimos.

Cuatro brazadas, otra bocanada. Hace poco un amigo me contó el mito de Hero y Leandro. Una historia de amor y natación. Ella, sacerdotisa de Afrodita, vivía en una torre en Sesto, en el extremo del Helesponto, actual Dardanelos. El pibe, al otro lado del estrecho. Se adoraban. Sus viejos les prohibieron verse. ¿Puede el agua apagar tanto fuego? Leandro nadaba todas las noches hasta la casa de su chica, guiado por la antorcha que encendía en la torre Hero, su faro. Amor vincit omnia. Pero una noche de tormenta, el fuego se apagó y el muchacho fue devorado por las olas. Al ver que el mar escupió el cuerpo sin vida de su amante, Hero saltó a la fosa marina como una clavadista. Maldito Neptuno que se ensaña con los enamorados y no con las flotas guerreras y mercantes. Cuentan que Lord Byron -poeta rengo en la tierra y pez en el agua- intentó desmitificar el mito. Primer gran nadador de la modernidad, con un amigo cruzó a nado el viejo Helesponto. Agotado pero canchero, se comparó con el héroe Leandro en un poema: “Él perdió su vitalidad y yo mi buen humor”. En otro, Byron se tatúa: “Las olas reconocen a su maestro”.

Cuatro brazadas, una bocanada. Vuelta americana. El cuento “El nadador” de Cheever es una perla que crece en las sucias profundidades de las piscinas gringas de la Costa Este. La deriva líquida –natación y alcohol- de Neddy Merrill –Burt Lancaster en la peli-: el caballero que quiere volver a su casa nadando todas las piletas del barrio. Sueño húmedo del american dream, devenido pesadilla a secas. El “Gran Splash” –o crac- desde el trampolín que pintó David Hockney. Creo que una vez me dormí nadando. Me despertó el golpe seco contra el borde. Esa frontera de mi patria. “Nada por la patria”, dice un grafiti anarquista que vi en Instagram hace unos días. ¿Tendrán confines mis océanos? Cuatro brazadas, una última bocanada.

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Llegué un rato después de las 11 a la pileta del Progresista. Me gusta evitar la rush hour de la primera mañana, “cuando los andariveles están congestionados como la Panamericana”, como dice Sergio, el guardavidas. Prefiero el tránsito parsimonioso y el silencio casi monástico que inunda la pileta al mediodía. El agua me abraza y contiene. Es una corriente que me lleva de viaje por los mares, los océanos, los ríos, las lagunas, los tanques australianos, las pelopinchos donde pude zambullirme. El Mar Argentino, el bravo Pacífico, el barroso Amazonas, el correntoso Iguazú, el apunado Titicaca, el verde Mediterráneo, et al. Hasta los cóndores de las playas desoladas de Bolivia Mar me vieron nadar crawl con poco estilo.

Crawl, así se titula un libro de Héctor Viel Temperley, el mayor poeta del parnaso natatorio argentino. Su lectura me la sugirió hace años Ariel Idez, escritor, nadador de aguas abiertas, guardavidas, amigo. Los poemas de Viel Temperley son de una belleza inconmensurable como los océanos. Leerlos son una experiencia religiosa. Ahora tengo que abandonarlos -el llamado del agua-, pero antes de zarpar les dejo acá en el borde de la pileta unos versos del poeta. Tírense de cabeza. “Soy el nadador, / Señor, sólo el hombre que nada. / Gracias doy a tus aguas porque en ellas mis brazos todavía / hacen ruido de alas.”

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

Marruecos: que la tortilla se vuelva

 

Los milicos españoles subieron al micro a la altura de Valencia. La noche era oscura a finales de mayo pasado, sin una estrella en el cielo de la madre patria. El colectivo había salido de Granada y tenía destino final Barcelona. En el medio más barato para completar la deriva de 700 kilómetros no cabía ni un alfiler. En el viaje hacia el amanecer, el bondi avanzaba a los tirones, engordado por unos pocos turistas de la Europa de élite, pila de migrantes africanos soñando el european dream y este flacucho cronista porteño sin un mango en su billetera magra.

El milico avanzó por el pasillo escaneando a los pasajeros. “Documentos, por favor. Abajo”, indicó el rati con ojo colonial. Moros, negros y este sudaca fuimos los seleccionados por el hombre de la Guardia Civil para bajar de la bestia mecánica. Los europeos pálidos siguieron arriba del micro, panchos, durmiendo la mona. Nos requisaron los bolsos, en busca de la amenaza “terrorista”.  A un morocho veinteañero de acento de las mil y una noches le requisaron un cuchillito de madera como si fuera un arma de destrucción masiva. Este cronista perdió una bolita de dos gramos de hachís que había comprado en el barrio árabe Albaicín de Granada. “Dale limosna mujer, porque no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego en Granada”. El humo del chocolate ayuda a soportar las penurias granadinas. Casi una hora nos retuvieron los uniformados. Que más papeles, que no querían más moros ni drogones en su patria. Botonazos. Al final, nos dejaron seguir nuestra ruta. Nunca seré policía de provincia ni de capital, cantaba Flema en los auriculares.

El bondi hizo una parada estratégica al amanecer. Desayuno, estirar las patas, apurar un cigarrillo. Rutinas del mundo occidental. Para mis anónimos compañeros de andanzas y desandanzas, que venían desde la otra orilla del Mediterráneo y más allá, fue un momento dedicado a la oración. Mirando hacia la Kaaba, la casa de dios erecta en la Gran Mezquita de La Meca, los muchachos comenzaron con sus rezos junto a la ruta. Se sabe, Alá es grande. Está en todos lados.

Ahmed era marroquí. Venía desde la nívea Casablanca. En la mañana diáfana, compartimos un Camel argentino. El pibe me contó que era comerciante, padre de familia y fanático de Messi. Viajaba hasta París, previo stop en el Raval de Barcelona, para reencontrarse con su familia. En un español sereno, me relató las penurias de ser migrante en la racista Europa, los días de la miserable peste, sus ganas de que Argentina ganara el Mundial. Yo le conté la historia de mi bisabuelo, Marino de la Santísima Trinidad García, un anarquista con dosis desparejas de sangre cristiana, mora y gitana que dejó atrás la malaria andaluza con una mano atrás y otra adelante y se hizo la América en las pampas criollas. Historias de una familia, o de miles. Arriba del bondi, hablamos un rato más hasta que nos venció el sueño.

Al despedirnos en la terminal de micros de Barcelona, entre risas, nos prometimos vernos en la final del mundial. En medio de una nube de tabaco de otro Camel, Ahmed me regaló una sonrisa pícara blanca como las nubes de su natal Magreb, el poniente, donde siempre el sol se va a dormir.

Esta mañana de miércoles me acordé mucho de Ahmed. Lo imagino reunido con su familia y amigos en algún suburbio del suburbio de París, esperando la gran semifinal contra los franceses. Un partido que ni la mente brillante de Houellebecq habría podido cranear. Quizá, apurando un picante kebab, fumando kif o tomando un tecito de sus pagos. Ojalá nos veamos en la final sudacas y moros, compañero. Los sueños no tienen fronteras.

La crónica se lee en Tiempo Argentino, por acá.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

Soy el Riachuelo

«Somos el vano río prefijado / rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado. / Todo nos dijo adiós, todo se aleja. La memoria no acuña su moneda. / Y sin embargo hay algo que se queda / y sin embargo hay algo que se queja». Cándido Aranda no conoce los versos de Borges, pero dice que puede recitar poemas de sus memorias sobre las aguas que fluyen por el Riachuelo. En la mañana clara del martes, Aranda mira desde la cabina de su grúa las barrosas aguas. Y se lanza de cabeza a sus recuerdos: «Vi de todo en este río. Imagínese que laburo en el puerto desde los 18 años. Ahora tengo 66, medio siglo pegado al río. Estaba en las areneras, soy de los pocos gruistas que quedan. Cuando el puerto estaba vivo, se vendía arena a rolete, pero dejaron de entrar barcos, y el Riachuelo pasó a ser como un cementerio. Puro casco hundido y basura. El agua era petróleo, color tumba. ¿Se acuerda del olor? Hace unos años se sacaron los cascos, fueron a desguace, y nosotros venimos limpiando». Otra vez de gruista, pero ahora sacando los desechos: «Limpiando el agua que siempre me dio de comer. Dándole vida».

Don Cándido se gana el pan laburando en la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (Acumar), el organismo público creado luego del fallo de la Corte Suprema de 2008 en la Causa Mendoza, que obligó al Estado (nacional, provincial y porteño) a avanzar en el saneamiento del río y sus afluentes. Se encarga de coordinar la política ambiental del curso de agua herido por más de 200 años de contaminación industrial, cloacal y domiciliaria. Un símbolo de basura y corrupción, y un reto titánico: tiene 64 kilómetros de extensión; 2000 kilómetros cuadrados habitados por 4,5 millones de personas. Atraviesa 14 municipios y nueve comunas de la Ciudad. La región más contaminada de la Argentina. Suena quimérico, pero no imposible. El viernes Acumar realizará una audiencia pública para debatir la navegabilidad de un tramo con fines turísticos, algo prohibido desde 2011.

Cándido extrae la basura que flota a la altura del Bosch, el puente que hermana Barracas con Avellaneda. El brazo del armatoste es una extensión del suyo. En un eterno retorno, el balde abre los dientes, muerde el agua y regresa empachado de botellas, bidones y bolsas de plástico (hasta plástico amorfo) amuchados contra una barrera flotante que les impide nadar a la deriva hasta La Boca, Dock Sud y las aguas quietas del Río de la Plata. Franco, diagramador del trabajo de limpieza, cuenta que sacan más de 300 toneladas de residuos flotantes al mes: «Tenemos 18 barreras. Con las grúas, los catamaranes y los barcos con tangones se barre el cauce hasta la Ruta 4. El cambio salta a la vista. Hace 20 años pasabas por acá y el olor te volteaba, hay un cambio en el color del agua, volvió la fauna. Esto es paso a paso, vamos bien». En las alturas, Don Cándido saluda con su brazo mecánico.

Paisaje Riachuelo

La lancha avanza, sin prisa pero sin pausa, rumbo a La Boca. Pilotea con destreza el patrón a bordo Carlos Gómez, capitán graduado con honores en los canales del Delta. «Allá es distinto, más tráfico de embarcaciones. Cuando empecé acá casi no se podía navegar por la basura. Había una idea de río muerto. Me daba una bronca bárbara el abandono. Ahora se puede andar. Ojalá se abra a todos. Me gustaría que mis nietos lo puedan aprovechar en el futuro, el río y el paisaje. Mire eso patos y las garzas, están volviendo a su casa», y señala a estribor una familia plumífera que pasea a la altura de El Coloso de Avellaneda. Las aves disfrutan de una vista ejemplar del gigante descamisado forjado en hierro por el escultor Alejandro Marmo. Un poco más adelante, los humeantes carritos de choripán alimentan a los descamisados del presente. Cultura trabajadora florece en los márgenes. Paisaje justicialista.

«Pensá que el Riachuelo fue el centro de diversos procesos de crecimiento de nuestro país: económicos, sociales, culturales y políticos. Puerto natural desde la llegada de los españoles por sus aguas estables, mantuvo ese rol por siglos. Fue protagonista del modelo agroexportador y del desarrollo industrial. La boca de la Cabeza de Goliat. También el nuevo hogar y sustento de los migrantes; campo de batalla en las luchas de las organizaciones obreras, con fuerte participación de los anarquistas, y un lugar fértil para el desarrollo de la cultura y el deporte. Pero la contaminación es histórica. La primera orden de limpiarlo viene de las épocas de la Revolución de Mayo, este espacio parecía condenado al abandono. Nuestra misión es reconectar a los habitantes con el río», asume Carlos Gradin, trabajador del área de Cultura y Patrimonio de Acumar.

Gradin es licenciado en Letras y un enamorado del Riachuelo. El flechazo fue hace varios años, un domingo que se arrimó a Barracas para comer en El Puentecito, el bodegón decimonónico cerca del Viejo Puente Pueyrredón. Llegando al cauce tuvo una epifanía: «Un paisaje desconocido con puentes, orillas, verde, barracas del siglo XIX. Nadie te hablaba de ese espacio. Ahora se puede recorrer casi entero. El Camino de Sirga está abierto en su totalidad del lado de provincia y sólo restan algunos sectores del borde porteño hasta Puente Alsina. Es crear un paisaje nuevo».

Del lado norte del río se aprecian las longevas barracas donde se acopiaba mercadería for export. La Barraca Peña, estoica, sigue de pie. Data del finales del siglo XVIII y tuvo la primera conexión ferroportuaria de la Argentina. Más adelante, a la altura de la Vuelta de Rocha, se pueden cerrar los ojos y con la mente pintar un fresco digno de Quinquela Martín o de Fortunato Lacámera, la belle époque boquense. Trabajadores haciendo fila para zarpar en los botes hacia la Isla Maciel, barcos pesados navegando, los boteros apurando el cruce y pibitos corriendo cerca del trasbordador. Volvemos al presente. El viaje sigue rumbo a cuatro bocas. El Riachuelo abraza a Dock Sud, Puerto Madero y el Río de la Plata. El polo industrial del «Doque» (ahí queda Villa Inflamable, donde vivían las primeras 17 denunciantes de la causa), el verde de la isla Demarchi de la Costanera Sur, las frígidas torres de Madero, el Puente Transbordador Nicolás Avellaneda con una pata en La Boca y la otra en Maciel.

Las casas del río

Remontando hasta Pompeya llegamos a una zona donde la vegetación le gana la partida al cemento. De repente, del lado porteño se dibuja la silueta de la Villa 21-24. No es nuevo que la vieja «ciudad de lata» sea uno de los barrios más postergados de la opulenta Buenos Aires. Los márgenes del Riachuelo dieron abrigo a los nadies, familias castigadas por la exclusión y las crisis que construyeron sus hogares junto al río derruido. 

Las soluciones habitacionales impulsadas por Acumar en la 21-24 y otros distritos ya alcanzaron las 6030 unidades, y otras 2923 se encuentran en ejecución. Aún restan 8818 unidades, según el Plan de Viviendas formulado por el organismo en 2010 para relocalizaciones. Lo que hace más complejo el asunto es que se necesita la coordinación de los tres Estados (Nación, PBA y CABA). Lo que para uno es prioridad para el otro puede no serlo. «En la 21-24 queda un tramo del camino de sirga por abrir. Pero hay mesas de trabajo con las familias. Los avances para el barrio se perciben: arbolado, complejos habitaciones, urbanización», cierra Gradin.

Volviendo rumbo al Puente Bosch, pasamos por las ruinas de un antiguo muelle. Sobre los tablones, dos tortugas de río toman sol, panchas por su casa. Sana envidia a la sabia naturaleza que todo lo vence. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Apología de la cresta

Crestas. Filosas, puntiagudas, duras como rulo de estatua, algunas coloridas, bastantes ya canosas, cuidadosamente peinadas, todas de aires mohicanas. Es la cresta de una ola de punks que peregrinan por la avenida Santa Fe a la altura de Plaza Italia, miran con justo desprecio a la oligarca Rural y siguen viaje hasta la puerta del boliche Groove. Apiñados en la parte menos cheta de Palermo, van a celebrar su pico máximo, el icónico penacho rojo shocking que se agita desde hace más de 40 años en las alturas de los escenarios del under, la cumbre más borrascosa del punk británico. En la noche de un jueves sin estrellas distantes en el cielo, The Exploited y el plumero inmortal de Wattie Bunchan van a hacer lo de siempre: ponernos los pelos de punta.

¿Ya crepó el punk? La pregunta –que cansa y harta- se repite desde la génesis del movimiento contracultural parido en las islas piratas durante la segunda porción de la década del setenta. Los Exploited no se cansan de refutar a los enterradores. Los escoceses lo hacen desde Punk’s Not Dead, su ópera prima. El disco es un clásico de clásicos del hadcore-punk y sus satélites. Vio la luz a principios de los ’80, durante la UK82, segunda marejada de la gran ola punkie. Años duros de la dama de hierro Margaret Thatcher y del neoliberalismo más cruel. También de la Guerra de Malvinas. “Cuando arrancamos había mucha pobreza y rabia en Gran Bretaña con la clase trabajadora, siempre tratada como basura. Eso inspiró a bandas de punk como la nuestra. Creo que en muchos países el punk continúa furioso con la pobreza y con los gobiernos de mierda”. Es palabra del crestudo Wattie. Amén.

Banda de culto, sus sinfonías aceleradas y efímeras fueron una influencia poco secreta para glorias del thrash como Slayer, Megadeth y siguen las firmas. Después de cuatro décadas de carrera, ocho discos, tres EPs y miles de recitales, los escoceses explotados repiten sin transpirar su eficaz receta de hardcore-punk lumpen y despreocupado. Himnos al pogo. Por favor, todos de pie.

Flema se encarga de prender el fuego. En un set corto y emotivo, los de Gerli –con el aporte de Mike de Kapanga en la tercera guitarra- no defraudan a seguidores propios y unos pocos extraños. El espíritu del no-santo punk Ricky Espinosa sobrevuela el boliche. “Nadie pintó el Conurbano y a la juventud no future del menemato como Ricky. Es nuestro Roberto Arlt de los años noventa”, me dice Leonardo, un curtido punk llegado desde la Siberia de Villa Urquiza, tierras santas del eterno Pil Trafa. Pasan perlas negras como “Si yo soy así”, “Metamorfosis adolescente”, “El linyera” y “Siempre estoy dado vuelta”. El final es con sorpresa. El hijo de Ricky se hace cargo de las voces. Diecinueve años tiene el pibe y, albricias, no canta trap. Recita los versos antiyuta escritos por su padre: “Nunca seré policía / De provincia ni de Capital”. El mensaje postrero de los Flema antes de dejar el escenario es clarito: “Estudien y trabajen, chicos, pero no sean cobanis.”

Y el show de The Exploited arranca… cabezas

La batalla de cresta roja arranca con puntualidad británica pocos minutos después de las 21:30, a la hora señalada. Entonces, The Exploited dispara una tríada incendiaria: “Let’s Start a War (Said Maggie One Day)” –con saludito para la Thatcher-, seguido por “Fightback” y “Dogs of War”. Pibas y pibes desatan un pogo bañado con napalm. ¡Cuidado con el mastodonte con remera Black Flag que puede partirnos la cabeza!

Wattie, con 66 años sobre el lomo, hace gala de una cresta colorada ejemplar. También de un pulcro estado físico, luego del paro cardíaco que sufrió hace algunos años durante un show. Lo que no te mata, te fortalece. El frontman regala puños en alto y agarradas de testículos por doquier. Al colorado lo secundan como fieles escuderos el rastudo bajista Irish Bob, el violero Stevie Campbell y su hermano Willie Buchan atrás del bombo y los platillos. Equipo sólido. A propósito de equipos y de mundiales, Wattie le dedico un saludito a los eliminados alemanes, los favoritos del piedra Macri.

En hora y media, The Exploited le sacó brillo a sus antihits. Desde “Cop Cars”, hasta “Fuck the USA”, sin olvidar “Fuck the system”, “Punks not dead” y otras delicias. El final fue para “Sex & Violence”, con Wattie y su hermano invitando a los presentes a copar el escenario. Una escena barroca, sucia y desprolija. Un fresco muy bello. La última cena punk.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.