miércoles, 27 de julio de 2022

Escarapelas en el corazón

 La aurora hace un rato cosió la luna con el sol. Arriba, un cielo de intenso celeste, y el blanco merengue de unas pocas nubes. Abajo, las grises fábricas y los radiantes laburantes de bolsito al hombro. Así es la postal mañanera en el filo más profundo del fabril José León Suárez, en medio de otra fecha patria. Laene SA es una industria nacida y criada en esta localidad del norte del partido de General San Martín. Una fábrica dedicada -¡hace más de 50 años!– a la producción de cintas tejidas de raso y falletina. Arco Iris es su marca de autor. Seguro la conocen si alguna vez pisaron una mercería, esos locales en peligro de extinción por el triste “progreso” del fast fashion. Del generoso catálogo de la pyme conurbana, la “cinta bandera” albiceleste con la que se forjan las escarapelas es su producto insignia. Tanto se usa la escarapela y tan poco se sabe de quiénes están detrás. Esta es la punta del ovillo de una historia que une sueños de progreso, trabajo sacrificado, eternas batallas cotidianas en nuestro suelo. Símbolos de esa cucarda bella, plebeya, algo desteñida, bastante curtida, también llamada patria.

Silvia Neudorffer es hija de don Enrique, el padre fundador de Laene. Desde hace años, la blonda señora comanda, junto a su hermano, los destinos de la firma. Silvia no da puntada sin hilo a la hora de bordar las memorias de la fábrica: “Mi viejo era hijo de migrantes alemanes dedicados al textil. Tomó la posta en 1965 con un tallercito de pocos telares en el fondo de su casa, a unas cuadras de acá. Con mucho laburo de toda la familia fuimos creciendo. Ya tenemos tres generaciones de historia. Ahora dan una mano hijos y sobrinos. Producimos muchas clases de cintas textiles, pero la bandera es especial. Se usa en las escarapelas, y para otros adornos. Muy poquitas empresas la fabrican. Varias veces tuvimos viento en contra, pero nunca dejamos de hacerla. Le dije que somos muy trabajadores, la peleamos.” No es casual que “escarapela” –el primer símbolo patrio instituido por decreto del Triunvirato en 1812– sea una palabra que proviene del antiguo verbo “escarapelar(se)”. Dicen que todavía se usa en el portugués. Es sinónimo de riña, de pelea con heridas visibles, de luchas que dejan huellas. El escritor Juan Sasturain la definió como nadie: “Una identidad pagada-ganada con sangre y convertida en emblema”.

Los días de la escarapela

Alejandro tenía diez meses la primera vez que visitó la fábrica. Pocos días antes había dejado de gatear. Al taller entró de la mano de su abuelo Antonio. De pie. “Atrás de estas cintas, de esta bandera, hay valores, ideas, sudor, lágrimas, caídas, volverse a levantar. Es nuestra historia”, remarca el ahora muchacho, con la frente en alto. Junto a otros 40 laburantes, el joven de 31 años es uno de los motores que impulsa la pyme sanmartinense.

Bandera, raso, gross de seda, falletina y la antimufa cinta bebé rojo shocking. La fábrica de 3000 metros cuadrados produce más de 10 millones de metros al año. Cifra que seguramente enorgullecería a French y Beruti. Una línea para el revisionismo histórico: las cintitas que repartía el dúo dinámico de patriotas eran blancas y poco radiantes. El celeste del cielo todavía no inspiraba a los revolucionarios.

Alejandro camina entre una decena de máquinas que ensayan el eterno retorno del hilo y la aguja. Una aceitada sinfonía suena en el taller. Proviene de las arpas metálicas. “La banda de sonido de mi vida”, arriesga con aires de director de orquesta. Detalla el hombre de la batuta: “Camino por el taller, voy escuchando cada máquina, que suenen afinadas, y puedo darme cuenta si un hilo está fallando. También está la vista de costurero, veo el dibujo de la tela y descubro al toque un puntito saltado.”

El muchacho se detiene frente a la máquina Made In Taiwán que teje a todo ritmo la celeste y blanca Industria Argentina. Doscientos hilos de poliéster abrazados, siete centímetros de ancho, pila de horas de tejido sin respiro. Aquí la bandera se produce todo el año. La temporada alta va de abril a julio, también durante los mundiales: “Nuestras ‘navidades’ son la Semana de Mayo, el Día de la Bandera, el Día de la Independencia. Con el final de la pandemia notamos mayores ventas, sobre todo con el regreso de las juras presenciales en los colegios. Creo que hay más entusiasmo –acota Alejandro–. Aunque antes se veían más escarapelas por la calle. En la Semana de Mayo se usaban todos los días. Quizá cayó un poco en desuso. Ahora tuvimos este repunte. Ojalá dure.”

A la deriva por el taller se suma su madre Silvia. Confiesa que siempre anda con una escarapela en la guantera del auto, en la cartera, en el bolsillo: “Cuando Alejandro iba a la escuela, les llevaba cintitas para todos los grados. No sé mucho de historia, no investigué sobre el origen, pero siento orgullo de nuestro trabajo”.

Los hilos de la patria

Evelyn doma los hilos en la primera parada de la línea de producción. Está a cargo de la urdidora, una araña de metal que parece una escultura de Louise Bourgeois. Esta máquina enrolla en un carrete kilos y kilos de hilos. Crea la urdimbre que después es usada en el proceso de tejeduría. “Es un trabajo muy delicado. Acá soy buena costurera. En casa no me gusta coser ni un botón”, bromea la piba.

En el sector de tejido surge Micaela. Controla el proceso con la sapiencia de una artista del ñandutí, el arte del bordado paraguayo. Dice que no suele usar escarapelas. Sin embargo, de sus años escolares atesora una en el ajuar familiar: “Se la puse a un peluche que tengo en casa. Es un recuerdo, mi tesoro.”

Al final del recorrido, Cristina. En el sector dedicado a la madeja. Como una aplicada abuela tejedora, estira y ordena las cintas antes del postrero planchado. Custodiada por metros y metros de banderitas argentinas, todavía recuerda cuando iba al colegio con las cintitas atadas en el pelo y la escarapela abrochada del lado del corazón. “La tradición sigue con mis hijos. Son las banderas que fabricamos. Cómo no voy a estar orgullosa”, se despide Cristina. Sonríe. No deja de mover sus manos. Esas manos que tejen historias de trabajo, sacrificio y lucha cotidiana. Las que hilvanan el hilo del que pende la historia de la Argentina. Que no se corte.

La crónica se lee en Tiempo Argentino, por acá

Evita vive en el pueblo y en su museo

Santa Evita sonríe en el corazón frígido de Palermo Cheto. Perdón, Palermo Chico. El cartel que lleva grabado su rostro decora la fachada de un soberbio caserón de aires neorrenacentistas. Está encajado sobre la calle Lafinur, a pasitos del verdoso Jardín Botánico y de las anchas avenidas oligarcas Las Heras y Del Libertador. El petit hotel fue parido a principios del corto siglo XX. Dio asilo a la Fundación de Ayuda Social María Eva Duarte de Perón hasta el golpe de Estado de la Revolución Fusiladora.

Desde hace 20 años, el coqueto inmueble abraza al Museo Evita, un espacio dedicado a narrar vida y obra de la abanderada de los humildes. Lejos del mito, mantiene encendida la llama de sus luchas. Victorias tórridas frente al gélido presente del campo de batalla nacional y popular.

El retrato deja ver el rostro de una muchacha dulce, tierna, bella, plebeya. Eva ilumina la mañana gris del viernes. Otro día sin sol, poco peronista, y van… La imagen lleva tatuada al pie un mensaje tan potente como esa mujer. Una palabra solitaria, justa como el justicialismo, que es grito de masas: “Inmortal”.

La razón de mi vida

¿Habrá algo que Santiago Régolo no sepa de Evita? Peronólogo eminente, el joven investigador es capaz de detallar, sin repetir y sin soplar, desde el árbol genealógico de la muchacha nacida en Los Toldos, su rol central en la creación del Partido Peronista Femenino (PPF) hasta los rasgos del vestido de jersey de seda negra con par de guantes de organza que lució la primera dama el día que visitó al Papa Pío XII durante su gira europea del año ’47. “Mi vieja me carga con que era peronista desde muy pibito. Ella militó en su juventud. Más atrás, mi abuela Elba defendía mucho a Evita y mis tías hicieron el magisterio gracias a ella. Vengo de una familia con ramas justicialistas y de la contra. Desde muy chico me vinculé con lo que significaba el peronismo como la verdadera expresión popular argentina y ahí está Evita, sus luchas y las historias que siguen interpelando”, juega Régolo su carta de presentación. Luego canta envido: “Nuestro trabajo en el Museo no solo es mantener el legado, sino hacer el puente con el presente. No contamos una Eva del pasado. Recuperamos su historia y la de miles y miles de personas a las que les transformó la vida. Por eso hay millones de Evitas, porque a cada persona la toca distinto”.

El sociólogo egresado de la UBA es miembro activo del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Eva Perón e integrante de la Comisión Directiva del museo. Actualmente, coordina el área de contenidos. Labura en el espacio hace 18 años. Arrancó bien de abajo, guiando a los visitantes. Resalta que el museo es de los más concurridos de la Argentina. Un must para los turistas extranjeros que visitan la opulenta ciudad de la furia macrista.

El investigador conoce al detalle cada milímetro del caserón. Cuenta que perteneció a la patricia familia Caravassa. En 1923, fue reciclado por el arquitecto Estanislao Pirovano, dentro de la corriente de la restauración nacionalista. En 1948 fue adquirido por la Fundación Eva Perón y se transformó en una casa de tránsito para atender las necesidades de los “nadies”: mujeres, pibas, pibes, abuelas y abuelos olvidados, llegados desde los rincones más enterrados de nuestro país. “Pero no era un típico espacio de asistencia social, era más bien un hogar. Evita cambió la lógica de cómo se pensaba al otro. Un sujeto íntegro, con sus derechos y necesidades materiales, pero también con sus sueños, anhelos y deseos. Este lugar tan cálido, cuidado, ‘lo mejor de lo mejor’, transmitía la idea real de que el ascenso social efectivo no es solo desde el punto de vista material, también desde lo simbólico. Por eso sigue tan presente Eva, su forma de hacer política, pensando al otro en su integridad”.

En las paredes del hall del primer piso sobresalen imágenes cotidianas que capturan el día a día en el hogar. Postales sempiternas del primer peronismo. Las fotos parecen frescos de Daniel Santoro. Cerquita está la sala dedicada al 17 de Octubre. La banda de sonido mixtura las voces de Perón y su compañera. Sinfonías de un sentimiento. Detalla Régolo: “El mito fundacional, la campaña electoral y el rol fundamental de Evita en ese tiempo. Su actividad gremial, su aporte en la rama femenina del movimiento y, sobre todo, la extensión de la seguridad social a los sectores que estaban por fuera del paraguas de las redes formales de contención”. ¿Qué pensaría Evita de los funcionarios que no funcionan en el presente? Seguro usaría la lapicera. Pondría el cuerpo.

Donde existe una necesidad

Muñecas, autitos, libritos, pelotas de cuero. El museo tiene una sala repleta de juguetes salidos de un cuento del “Gordo” Soriano. Aquel justiciero peronismo de juguete. Amalia es del equipo de seguridad de la institución. Custodia con recelo militante el espacio juguetero. “Es un orgullo cuidar estos tesoros. Los miro y pienso en mi vieja –sonríe la colosa guardiana-. Su primer juguete fue un conejo de tela que le mandó Evita al monte santiagueño, donde vivía. Mire si no voy a ser peroncha”.

Muchos juguetes fueron donados por anónimos y memoriosos hijos e hijas de descamisados. Cada uno guarda una sonrisa, una alegría, una historia. El trencito a cuerda que se exhibe en una de las vitrinas es especial. “Lo acercó Saúl Masisin, un hijo de obreros de origen polaco que tuvo un grave accidente cuando era muy pibe. Estuvo a punto de morir y perdió un brazo –cuenta Régolo-. Evita lo conoció durante una visita a un hospital. Pidió que se le dieran los mejores cuidados. Saúl recuerda que, más allá de que le salvaron la vida, Evita le salvó la infancia. Por su delicada salud, no podía salir a jugar a la plaza. Todos los pibes del barrio iban a su casa a compartir las tardes de trencito a cuerda. Años después, fundó una asociación para ayudar a personas discapacitadas. ‘Me enseñó Evita’, me dijo la última vez que lo crucé”.

Nace un derecho

Los mechones rubios, el rodete, la boquita pintada le dan un aire de personaje de novela de Manuel Puig. Pura “belleza evitista”. Renata Donaire luce su elegancia en la primera planta del museo. Cerca de las salas dedicadas a contar la infancia y juventud de María Eva. La chica trans dice que está muy feliz de trabajar en el museo. Es su primer laburo formal. Hace cinco meses que colabora en el área administrativa. “Entré gracias al cupo travesti-trans, soy pionera. Usted sabe, nuestra comunidad era muy rechazada por la sociedad, y el trabajo dignifica, me cambió la vida. Sin dudas, Evita sigue dando derechos, no me desamparó”. Renata no duda cuando le consulto por el objeto que más la atrapó del museo: “El vestido largo acampanado del primer piso. Es un sueño, aunque me gustaría que fuera un poquito más escotado. Evita era un ícono de la moda. Orgullo del pueblo.”

Más que un ícono, Evita es un símbolo. Polisémico. Así piensa la historiadora Romina Martínez, encargada de las relaciones institucionales del museo. “Se va resignificando, porque nos vamos reapropiando de Eva. Lo digo, por ejemplo, por las luchas feministas del presente, que la llevan como bandera a la victoria. También mueve mucho a los jóvenes y no sabés las experiencias que tenemos con las visitas de los colegios, otra gran apuesta de nuestro museo”. Martínez anda a las corridas, preparando la muestra que se inaugura el próximo martes 26 de julio, por el 70º aniversario del paso a la inmortalidad. Prometen tirar la casa por la ventana. La historiadora deja una reflexión postrera: “Este espacio se abrió en 2002, muy poco después del estallido de diciembre. Es el único museo dedicado a un movimiento político que todavía se presenta a elecciones. Nos hacemos cargo de esa historia, también de la reconstrucción de la memoria que intentaron borrar los golpes de Estado y las dictaduras. Entendemos que un museo es un espacio de disputa. Un lugar que te interpela”.

Cerca de la salida anda dándole duro y parejo a la escoba Fernando Siles, el encargado del mantenimiento. En criollo, de que el museo luzca radiante como una joya en cada jornada. Piensa Fernando en voz alta: “Para muchos es un museo sobre Evita. Pero también es un museo sobre nosotros: los trabajadores”.

Antes de dejar el museo, este cronista leyó algunos mensajes en el libro de visitas. Con letra prolija, alguien tatuó certero: “En tiempos de especulación, uno debe saber dónde tener el corazón: con Perón, Evita y la patria peronista”. Cuánta razón. Otro, más simple y amoroso, cerraba el cuaderno: “Gracias, Evita”. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

Aniquilación: Michel Houellebecq amplía el campo de batalla

 La hoja de acero de la guillotina cae pesada. De un solo golpe rebana la cabeza del ministro de Economía. El video circula por internet, acompañado de unos extraños símbolos geométricos: microfiguras artificiales. Los ojos del funcionario no expresan libertad, igualdad y fraternidad. Sólo tristeza y una sorpresa inmensa. Pura sangre rojo gore.

Las imágenes no son del presente. Mucho menos de una marcha opositora en Plaza de Mayo. Comienza el año 2027. Francia navega sin prisa pero sin pausa rumbo a los comicios presidenciales con rígido, burocrático y afrancesado entusiasmo. El candidato favorito para llegar al Elíseo es Benjamin Sarfati, una star de burdo talk show que brilla sin brillo en la TV. El hombre fuerte detrás de su candidatura es Bruno Juge, el ministro de Hacienda que pierde la cabeza en el video. Su consejero en la cartera se llama Paul Raison, abatido cuarentón en caída libre.

“Algunos lunes de los últimos días de noviembre, o de principios de diciembre, tenemos la sensación, sobre todo si uno es soltero, de estar en el corredor de la muerte”. La primera oración del último libro de Michel Houellebecq (1958) es una declaración de principios. La novela se titula Aniquilación. Dicen, los críticos que saben, que es una “novela total”. ¿Qué será una novela total? En forma más modesta, se puede especular que el escritor francés más amado, odiado, temido y leído orquesta una fascinante reflexión –otra más- sobre el caótico mundo moderno. No hace falta decir una palabras más. ¿O sí?

Ni thriller esotérico, ni reflexión sociológica, ni relato intimista, mucho menos dramón familiar. Literatura a secas. De la buena. Aniquilación es más bien una meditación metafísica sobre la muerte, el dolor, el presente conjugado en tiempo cínico y, a pesar de todo, el amor. ¿Será el amor lo único que podrá salvarnos?

“A Houellebecq hay que leerlo con mucho cuidado”. Es un consejo que me dio una amiga hace un tiempo. Cuánta razón. Sus novelas cargadas con dosis desparejas de nihilismo, humanismo, decadencia y una pizca de romanticismo pueden ser trompadas que te dejan groguiAniquilación no es la excepción. Es más, el ex enfant terrible amplía el campo de batalla en su nuevo libro. Si algún lector sale indiferente después de devorar las más de 600 páginas de la novela, seguro no tiene sangre.

El autor de Las partículas elementales construye un fascinante patchwork de historias en Aniquilación: los hilos marketineros y especulativos de la campaña presidencial que encarna la metamorfosis de Bruno Juge –copia bastante fiel del actual ministro de finanzas galo Bruno Le Maire, de quien Houellebecq, dicen, tenía un retrato en su escritorio mientras escribía-; la veta de los misteriosos atentados contra un buque mercante en La Coruña, un banco de esperma en Dinamarca y un barco de migrantes africanos en las costas de Ibiza y Formentera; y las penurias familiares y conyugales del gris Paul Raison. Esta tercera franja atraviesa la novela de forma fascinante, luminosa y aún dolorosa. Un padre todopoderoso exespía jubilado aniquilado por un infarto cerebral, el fantasma de una madre escultora, una hermana chupacirios y derechosa, un hermano eternamente infeliz y un matrimonio cuesta abajo. Crudo retrato familiar a la altura de Dostoievski que manipula Houellebecq para hablarnos de un mundo que dejó de existir hace rato, de la melancolía, la piedad, el sexo, el afecto, la misericordia y cierta esperanza, mínima pero real. Cuando el amor es más potente que la morfina.

En enero pasado, pocos días antes de que Aniquilación llegara a las librerías francesas, Houellebecq se mató de risa de su éxito editorial en una entrevista concedida al diario Le Monde: “Escribo para obtener aplausos. No por el dinero, sino para ser amado y admirado”. Para acabar, el escritor comparó su oficio con la prostitución: “Uno es feliz dando placer”. ¡Chapeau!

Reseña publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Joan Didion: memorias de una chica californiana

 

“La destrucción conduce a un camino muy duro / Pero también alimenta a la creación. / Y los terremotos son, para la guitarra de una niña / Solo otra buena vibración. / Y las olas de la marea no pudieron salvar al mundo / De la Californicación”. Los versos son de Anthony Kiedis, el cantante de los Red Hot Chili Peppers. Engordan esa brillante oda a la volada Costa Oeste norteamericana, que da título al séptimo disco de la banda nacida y criada en la poco angelina ciudad de Los Ángeles. El disco de los Chili Peppers puede ser la banda de sonido perfecta si van a leer De donde soy, el nuevo libro de la escritora y periodista Joan Didion (1934-2021). Las memorias sin nostalgia de una chica californiana.

Narrar las historias de una familia. O de miles. De su tatara tatara tatarabuela Elizabeth Scott Hardin y de sus paisanos contemporáneos. Desafíos que asume Didion en esta obra originalmente publicada en el lejano 2003. La santa patrona de los cronistas –¡ruega por nosotros, Joan!- explora sus “propias confusiones” sobre sus pagos.

¡Go West! California, ese espacio mitológico, legendario, luminoso pero dark, siempre salvaje, tierra de oportunidades –pocas veces- redentoras. ¿California dreamin’? No tanto. Escribe Didion: “Casi nada en California, tal como se ve a ella misma, anima a sus hijos a sentirse conectados entre sí.” La pregunta por el “ser californiano” empapa como una ola del furioso Pacífico todos los textos del volumen. Un libro transgénero, con dosis desparejas de crónica, memoria familiar, ensayo sociológico y crítica literaria. Cantos llenos de dudas y preguntas, sin tanta saudade, sobre el territorio que su familia adoptó como hogar hace siglos.

De alguna manera, De donde soy navega entre dos obras maestras de la cronista: El año del pensamiento mágico –dolorosa narración autobiográfica basada en el duelo por la muerte de su marido- y Arrastrarse hacia Belén, la docena de perlas hechas crónica que todo periodista debe leer.

Didion es oriunda de Sacramento, la capital del “Estado Dorado”. Se mudó a Nueva York en los años ’50, volvió a California en los años sesenta, pegó la vuelta a la Gran Manzana a finales de los ’80, a donde murió en diciembre pasado. De alguna manera, siempre se consideró una suerte de “californiana en el exilio”. Sus raíces con la Costa Oeste eran profundas. El mapa histórico y personal que traza en De donde soy da cuenta de las formas en que crecieron, cambiaron y siguen mutando esas raíces. Senderos que se bifurcan y trifurcan con la vuelta a la naturaleza, el trabajo de la tierra, la salvaje extensión del ferrocarril, el rol tutelar del Estado central, el desarrollo accidentado de la industria aeroespacial, el culto al individualismo, el fetichismo por las cárceles, el terror al otro. Postales lejos de Hollywood.

Canta Kiedis al comienzo de su poema: “Es el fin del mundo / Y de toda la civilización occidental / El sol quizás salga por el este / Al menos se quedará en la posición final / Se entiende que Hollywood vende Californicación”. Sueños húmedos de Californicación. Para Didion, pesadilla a secas.

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 11 de julio de 2022

«Los hijos de Goni», memorias de El Alto: una ciudad de pie, nunca de rodillas

 “El Alto de pie, nunca de rodillas”. Es el estribillo de batalla pesada que identifica a la plebeya ciudad altiplánica erecta a más de 4000 metros sobre el nivel del mar. El canto sonó fuerte en 2003 en Bolivia, cuando se desató sangrienta la Guerra del Gas. Corría el segundo mandato de Gonzalo “Goni” Sánchez de Lozada, el agringado presidente –balbuceaba en spanglish– que quiso vender gas a precio vil a Estados Unidos y México vía los puertos de Chile. La maniobra terminó en tragedia. Los combativos alteños pusieron el cuerpo en las calles. Goni renunció y debió huir a Miami, donde sigue exiliado. Nunca respondió ante la Justicia por las decenas de muertes que dejó su gobierno.

El apellido Sánchez de Lozada es mala palabra en la capital aymara del planeta. El expresidente es un “q’ara”, blanco racista que quiso pisotear los valores y principios de la urbe popular. “Yo conocía a Goni por mi papá, ya que nos contaba también que, aparte de odiar a los pobres, odiaba todo aquello con lo que mi familia se identificaba: ‘¡Ustedes son hijos de campesinos, hijos de aymaras! ¡No pueden comportarse como hijos de ese q’ara!”, escribe Quya Reyna al comienzo de Los hijos de Goni, el fascinante libro de no-ficción en el que la joven escritora asume el desafío de narrar en primera persona la historia reciente de sus pagos. Las memorias de una familia, o de miles.

Publicado por la activa editorial Sobras Selectas hace pocos meses, Los hijos de Goni es un libro transgénero. Crónica, diario, memorias, manual de supervivencia. Una “mirada alteña”, alejada de la visión sociológica que suele abordar el día a día en la ciudad dormitorio que custodia desde las alturas a la hoyada de La Paz.

Desde la Guerra del Gas hasta el golpe de Estado contra el gobierno del MAS, sin olvidar a la vital Feria 16 de Julio, los mil y un mercados, el choque entre lo urbano y lo rural, las penurias y orgullos de un pueblo que nunca baja los brazos. Nueve crónicas de prosa delicada, íntima, amorosa, luminosa, vital, melancólica. Recuerdan, con otros tonos, las derivas de Víctor Hugo Viscarra, Jaime Sáenz y la Vicky Ayllón.

Quya Reyna, seudónimo literario de Reyna Maribel Suñagua Copa, es nacida y criada en El Alto. Y eso se nota en cada línea. Es parte del grupo indianista-katarista Jichha y del colectivo Las Martinas. Se gana la vida como comunicadora (egresada de la Universidad Mayor de San Andrés), ilustradora y diseñadora gráfica.

Reflexiona Reyna en una de sus crónicas: “Y quizás sí pues, eso es el alteño: un plato sin receta, uno que se construye desde lo que hay en casa, desde lo que se cosecha, dependiendo la temporada”. Cuánta razón. Un pueblo que está de pie, nunca de rodillas.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá. 

Mano con mano: las luchas de Darío y Maxi siguen vivas en los murales de Avellaneda

 Las manos son la ventana de la mente. Dos grandes manos muestra el viejo stencil. Está tatuado en una de las paredes del hall, justo frente a la boca de acceso a la estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. La obra mira a la siempre transitada avenida Pavón, en el corazón obrero de la obrera Avellaneda. La pintura atrapa el momento preciso en el cual Darío protege a su compañero malherido ante el avance de la asesina Policía Bonaerense aquel 26 de junio de 2002. Su mano derecha es lo que a primera vista llama la atención. El brazo combativo extendido y los dedos militantes frente al plomo de la represión. Pero quiero detenerme en la otra mano de Darío. La izquierda que abraza la palma del cumpa caído. Gesto solidario, amoroso, memorioso. Mano con mano frente a la barbarie.

“Mano con mano” se titula el poema de Manuel Suárez que inspiró el dibujo. Su autora es la artista visual y militante Florencia Vespignani. Lo trazó a mano alzada con lápices de colores en un simple papelito allá por el año 2003. “Manuel me pasó el poema, volví a mi casa en el colectivo y pensé en hacer el dibujo. Sale de la foto que hizo Pepe Mateos y sacó a la luz la cacería. Resalté las manos piqueteras, de lo que habla mucho el texto de Manuel, como símbolo de lucha colectiva”, dice Vespignani frente al curtido stencil. Debajo de las siluetas de los pibes puede leerse una frase: “No están solos”. Cuánta razón. Desde hace 20 años, las luchas populares y el arte –que debe ser también una lucha popular– se toman de las manos en la estación Darío y Maxi. Son para siempre, grita el poema de Suárez, “flameante bandera de combate piquetero”.

Lápiz, piquete y cacerola

Vespignani tiene 50 años. Se gana el pan laburando como docente en escuelas públicas del extremo sur Conurbano.  Cuenta que militó en el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón (MTD AV) desde finales de los años duros del duro menemato. Antes de que la Argentina neoliberal timoneada por la Alianza naufragara en el crac de 2001, Florencia ya ponía el cuerpo y el lápiz en las barriadas. “Vivía en Villa Corina, desocupada. Me habían rajado de un laburo en centros culturales de la Capital. Contratos basura de los ’90. Ahí empecé a militar en el MTD. Dibujaba las cartillas de educación popular. Imágenes sencillas, potentes, didácticas”. Escenas de la dignidad piquetera: marchas, ollas, asambleas, la bloquera, la panadería, los comedores. Resistencia artística frente a la demonización estatal y mediática. Bien lejos del caballete y de los merchantes, de la pizza y el champán, son obras que florecieron en murales, carteles, remeras, banderas, medios alternativos y vaya uno a saber qué otro salón de ese museo a cielo abierto del campus libre que llamamos arte popular. Recuerda Flor: “Los compañeres me pedían que dibujara a todos abrazados. Lucha y arte colectivos”.

En las asambleas del Movimiento La Patria Vencerá conoció a Darío. Militaron codo a codo en ese nido; en 1998 abrieron las alas y migraron al MTD. Flor mira el rostro de su cumpa en un mural, de fondo se escucha una formación del tren Roca que acelera rumbo al Sur, entonces la colorada pintora viaja a otra estación del pasado: «Cuando Darío se mudó de Don Orione a Lanús paraba en casa. Dormía en la habitación de mi hijo y tenía un cajoncito con sus cosas. Era muy querido por los vecinos».

Dignidad piquetera

La siguiente parada del recorrido por su memoria es en el día de la masacre. Hace semanas que Vespignani dedica largas horas a recordar y escribir sobre ese oscuro mediodía de injusticias: “Llegué  tarde al corte del puente porque mi hijo tenía otitis. Me tomé el 570 hasta Avellaneda, bajé en Mitre y vi las corridas. Avancé para el lado del puente para buscar a mis compañeres. Era una cacería. Nadie tenía celular en esa época. Nadie sabía nada de lo que pasaba. Con un compañero, el Nica, entramos a la estación. Vi la sangre, solo la sangre. Eran las 13:15. Yo creo que les dispararon a las 12:50. No había nadie acá, era un desierto. Solo algunos policías. Y la sangre”.

En el punto de repliegue en la estación de Lanús no sabían nada de Darío. En el Hospital Fiorito, tampoco. Florencia recuerda: “Nos dijeron que había dos muertos. Que había detenidos, más de cien; que había muchos heridos de bala de plomo, más de 30. En la puerta de la comisaría llegó la confirmación de Darío y Maxi. Y ahí, nada, cómo te lo pongo en palabras”.

“Gracias por dar hasta sus vidas por la dignidad piquetera”, reza el primer mural pintado en la estación. Fue parido al mes de la masacre. “También pintamos un mural grande en el Puente Pueyrredón. Acá se hizo este firmado por la Verón y se puso una placa que enviaron los trabajadores de Zanón. Fue lo que empezó a cambiar la fisonomía de este espacio, a resignificarlo. Ese lugar lleno de sangre y muerte se empezó a convertir en un espacio de memoria y vida”. Querían transformar el dolor –lo único que es real– en lucha. “Con la alegría de seguir peleando –dice Flor frente al mural–. Así seguimos hasta hoy”. 

Presentes

Las paredes de la estación son un patchwork. Retazos de batallas populares narran cada milímetro de sus paredes. La lucha piquetera hecha mural se da la mano con los feminismos, con los pueblos originarios, con la clase trabajadora, con el guardapolvo de Carlos Fuentealba, con la bicicleta del Pocho Lepratti, con Tehuel y Jorge Julio López que siguen sin aparecer, con una cholita marina que reclama mar soberano para Bolivia, con la sonrisa iluminada de Mariano Ferreyra, con la dignidad de los nadies.

Alejandra Andreone es una de las artistas que alimenta el espacio con su trabajo. Resalta que la iniciativa funciona en forma independiente y a puro pulmón. Andreone se acercó en 2005, en la época de los juicios contra Franchiotti y Acosta, los policías condenados a perpetua por los asesinatos. “Creo en la militancia como una perspectiva de vida, para extender las barreras de lo posible. Este espacio amplifica luchas, es una expresión popular auténtica. Un ‘no-lugar’, de paso, que te invita a pensar y a tener memoria, y está vivo, siempre mutando”, dice Alejandra. Una de sus obras, un collage combativo, se puede disfrutar en el hall. Cuando tiene que elegir la pintura que más la moviliza, deja de lado los grandes murales. Se queda con un grupito de azulejos algo descoloridos que tiene un mensaje clarito para los aún impunes responsables políticos de la masacre: “Van a pagar cada lágrima asomada, cada gota derramada de la sangre popular”.

Desde hace varios años, la estación cuenta con un anfiteatro, un espacio manejado por la UTEP dedicado a la producción textil y un local donde se produce y se puede aprender el arte de la cerámica. Lorena trabaja en la coordinación de los talleres y la producción. En el horno del local, decorado con retratos del eterno Durruti y El Che, se forjan tazas, cuencos y dignas placas piqueteras. Se venden a “precio compañero” para bancar la iniciativa. “Es un lugar de resistencia”, cierra la incansable Lore y sigue laburando.

Florencia me espera en el hall de la estación. Antes de despedirse quiere hablar una vez más de las luchas del pasado, pero sobre todo de las del presente. “Hay muchas cosas que cambiaron. En esos años luchábamos por trabajo, dignidad y cambio social. Les costó la vida a dos compañeros. En estos días se discute mucho sobre los movimientos sociales. Hay que seguir peleando. Así vamos a alcanzar el horizonte”, dice Flor. A su espalda, sobre la puerta de la estación, un viejo mural arriesga: “Hacia la felicidad del pueblo trabajador”. A unos pasitos, en el puesto de diarios hay otro cartel. Más pequeño, seguro fue pegado en una marcha reciente. Grita un mensaje urgente: “Maldita inflación”.  «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá. 

Miguel Hernández, el rayo que no cesa en Orihuela

 En la mañana diáfana del sábado Orihuela se ve bonita hasta en Google Maps. Anoche llegué a esta ciudad de la provincia de Alicante desde Madrid, en uno de esos trenes de alta velocidad que vuelan sobre los rieles. El viaje fue corto y acelerado como un recital de La Polla Records. ¿Habrá algo más bello que la velocidad, como decía Marinetti? Sí, que un amigo de toda la vida te espere en la estación de su pueblo adoptivo cuando se derrumba el sol luego de un viaje transoceánico, de la pedante burocracia migratoria antisudacas de Barajas y de casi mil años sin vernos. ¿Habrá algo más bello que el abrazo de un amigo?

Con Roberto nos conocemos de muy pibitos. Una amistad forjada en el patio de los maristas, en el scrum del Rugby Club Los Matreros, en las andanzas y desandanzas por las venas abiertas de América Latina. Roby dejó atrás nuestras pampas hace más de una década. Es médico. Terapista intensivo que pelea día a día, cara a cara, contra la parca. Mi amigo el doctor se gana el mango curando gente en hospitales de la Comunidad Valenciana y de Murcia. Me cuenta que vienen de ganarle a duras penas la guerra a la miserable peste. Lo escucho mientras desayunamos en la mañana pedregosa de cara a la huerta que está cosida a su casa. Las naranjas brillan como si fueran de oro, yo tomo té y pienso en la pandemia. En cómo nos hizo entender a la fuerza lo que es la melancolía. Saudade de lo que no va a volver. Miro una vez más la silueta de Orihuela en la lejanía y pienso en Miguel Hernández, el poeta máximo que parió este pueblo vecino del Mar Mediterráneo. “Elegía” es uno de sus poemas más brillantes. Una luminosa perla negra de 15 tercetos y un cuarteto dedicados a Ramón Sijé, su amigo eterno, sorprendido por la muerte a los 22 pirulos. Canta el poeta: “No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada. (…) A las aladas almas de las rosas… / de almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”.

Las palabras de Hernández llegan a la mañana oriolana como un rayo que no cesa. Liquido el té y le confieso a mi amigo que quizá esta crónica sobre la estela del poeta es solo una coartada. Un pretexto para escribir sobre el presente de un pueblo sacrificado, las heridas de la Guerra Civil española y los fantasmas de la dictadura franquista. Acerca del amor, la vida y la muerte, los grandes temas de la obra hernandiana. Pero también, una excusa para escribir sobre la amistad. ¿Acaso no es eso también la poesía?

Mercado poético

Mi abuela decía que para conocer un pueblo hay que ir a sus mercados. El de Orihuela se despliega abrazado al parque Severo Ochoa, en los suburbios de la capital de la comarca de la Vega Baja del Segura, extremo suroccidental de la “madre patria”. En su casco urbano viven poco más de 30 mil habitantes. El rey aragonés Alfonso El Magnánimo le concedió el título de ciudad en 1437. Un siglo antes, Pedro El Ceremonioso le había otorgado la distinción de población “Muy Noble, Muy Leal y Siempre Fiel”. La dominaron los romanos, los bizantinos y los visigodos. Durante siglos estuvo bajo el ala de los musulmanes: formó parte del Califato de Córdoba. Volvió a manos cristianas en el siglo XIII. Uno de los lemas del pueblo viene de la Baja Edad Media: Semper prevaluit ensis vester (Siempre prevaleció vuestra espada).

El verdulero Rafael corta sandías con la precisión de un cruzado. Es de Cox, una localidad vecina. En su puesto ofrece frutos de su huerta. Piñas, nísperos, tomates. El precio promedio –¡señora no haga la conversión a pesos porque puede darle un síncope!– es de dos euros el kilo. Le pregunto al mercader si conoce a Hernández, quien nació el 30 de octubre de 1910 en la calle San Juan Nº 82, no muy lejos del casco histórico oriolano que es bañado por el río Segura. Cuchillo entre los dientes, Rafael dice que poco y nada sabe de poesía: “Pero mire esto tomates, son casi un poema excelso”. Como todo buen vendedor, el verdulero es un gran versero.

Amparo sí sabe de poesía. También de comercio justo. Vende chocolate, café, té y azúcar morena que producen cooperativas. De la pluma de Hernández destaca su ópera prima, Perito en lunas. “Bien de nuestro pueblo: de pastor, de montaña, de huertas. En Orihuela muchos ni lo conocen, pero es un fuera de serie, quizá en Sudamérica se le da más valor que aquí”, dice la coqueta señora, con aires de nobleza dignos de un cuadro de Velázquez. Amparo resalta que el poeta era un hombre comprometido: “Fue a colegio religioso, pero tenía una ideología de izquierda, por eso lucha en la Guerra Civil, no hay que olvidarlo”. Hernández fue voluntario del Quinto Regimiento de Zapadores Minadores y de la Primera Brigada Móvil de Choque. Peleó contra el fascismo con el fusil y con la pluma. Al final de la guerra fue detenido. Pasó por un rosario de penales. Entre ellos, el campo de concentración franquista que funcionó en el Seminario de San Miguel, la “fábrica de curas” que vigila desde un monte a Orihuela.

Yoana es la compañera de mi amigo Roberto. Enfermera de corazón grande como una catedral, oriolana de pura cepa, cabellos oro en polvo. La toponimia no se equivoca, Orihuela viene del latino-visigodo aurariola, “jarrón de oro”. Caminamos por la feria con sus hijos Santiago y Martita, “ricitos de oro”. La rubia compra cebollas a buen precio en un puesto. Mientras espera el vuelto en metálico, confiesa que si tiene que elegir un solo poema del autor de Cancionero y romancero de ausencias, ni lo duda: “Nanas de la cebolla”. Escrito en la cárcel, es una de las canciones de cuna más bellas de la literatura española. Los versos hablan de la mujer y el hijo del poeta, que vivían a míseros pan y cebolla franquistas. Lejos del abatimiento, en sus versos Hernández parece olvidar las penurias y se serena en la prisión recordando la risa de su pibe: “Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea”.

De camino a la casa de mi amigo, pasamos a buscar a Tomás, su hijo mayor, por el colegio público Miguel Hernández, donde practica rugby. Nos recibe el entrenador, ataviado con una remera que lleva tatuada la cara del poeta. Segismundo Pérez Llorente es profesor de Educación Física. Apasionado de la poesía, juega con una pelota ovalada y reflexiona: “La figura de Hernández trasciende las letras. Su compromiso, su pasión, sus valores universales. Todos principios que sirven para la vida”. Al despedirse, el rugbier sensible recita de memoria otro verso de las “Nanas…”: “Vuela niño en la doble / luna del pecho. / Él, triste de cebolla. / Tú, satisfecho. / No te derrumbes”.

Las alpargatas y la higuera

La casita donde creció el poeta está erecta en la calle Arriba Nº 37, en la falda de un monte. A unos pasitos del Colegio Santo Domingo, sede de la primera universidad valenciana. Fue creada por los jesuitas en el siglo XVI. El pastorcito terminó los estudios básicos en sus aulas. Allí también leyó a Virgilio, a San Juan de la Cruz, a Verlaine, al parnaso del Siglo de Oro de las letras castellanas. Frente al colegio está la sede de la Fundación Cultural Miguel Hernández. Aitor Larrabide es su director. El filólogo vasco oriundo de Bilbao sabe mares sobre la obra del oriolano. Cuenta que hace más de 30 años visitó el pueblo y fue amor a primera vista. Dedicó una amorosa tesis doctoral al autor de El hombre acecha. Para el académico, la obra del escritor es sagrada. Su vigencia a 80 años de su muerte en una cárcel de Alicante, irrefutable. Y sanseacabó. En el contexto de la guerra fratricida en Ucrania, recomienda leer “Canción del esposo soldado”. Grita el poeta desde las trincheras: “Sobre los ataúdes feroces en acecho, / sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa / te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho / hasta en el polvo, esposa”.      

El hogar de la familia Hernández es humilde, bello, plebeyo. Del mobiliario original conserva la cama prolijamente tendida y tres dibujos firmados por el poeta. En su cuarto, sobre una maleta duermen la siesta un par de alpargatas. Similares a las que ponía Miguelito las noches del 5 de enero antes de la visita de los Reyes Magos, cuando soñaba que el 6, el mundo se transformara en una juguetería. “Las abarcas desiertas” es un poema bellísimo que narra las carencias de la España rural: “Nunca tuve zapatos, / ni trajes, ni palabras: / siempre tuve regatos, / siempre penas y cabras”.

Al fondo del hogar están los cobertizos para los animales y la huerta repleta de ajo, perejil y una centenaria higuera. Bajo su copa leía Miguel. La guía cuenta que la higuera estuvo muy enferma. Sobrevivió gracias a los cuidados de los sabios jardineros de la Universidad Miguel Hernández. Se la ve fuerte, vital, eterna. Se sabe, los árboles pelean o mueren de pie.

Las paredes de San Isidro

En San Isidro anoche hubo jarana. Comparsas, bailes y cervezas para festejar al santo patrono que protege al barrio obrero. La empinada barriada es un libro a cielo abierto. Sus coloridas paredes son hojas que llevan pintados los poemas de Hernández. La señora Ana Lizón es representante de la plataforma vecinal. Cuenta que empezaron a pintarlos en 1976, después de la caída de la “dictadura de mierda”. De que el “Generalísimo” partiera al infierno. “Somos un barrio humilde que quiere salir adelante. En los versos de Miguel vive ese espíritu”. Pedro y Ana residen hace décadas en San Isidro. “Dicen que es peligroso, pero que yo sepa, acá no comemos humanos. Nos dicen marginados, pero somos trabajadores”, resaltan a coro. Luego señalan un mural: “Jornalero: España, loma a loma / es de gañanes pobres y braceros. / No dejes que el rico se la coma, / jornalero”. Antonio es un agricultor ya jubilado. Quiere que lo retrate junto al mural del toro. Miguel Hernández era un apasionado de la tauromaquia. Decía en un soneto: “Como el toro he nacido para el luto / y el dolor”. Antonio posa bajo la frase “Despierta toro de España”. Frente al avance de la ultraderecha fascista, las palabras son una barricada poética.

Dejo Orihuela al alba. Me esperan Andalucía, la historia de mi bisabuelo anarquista, renacer en el Mediterráneo. Pero ese será otro cantar. Roberto me acerca hasta la estación Miguel Hernández. Al despedirnos hay un abrazo inmortal. También un poema. Seguro lo conocen recitado por el catalán Joan Manuel Serrat. Se llama “Para la libertad (El herido)”. Nunca está mal volver a leerlo: “Para la libertad sangro, lucho, pervivo. / Para la libertad, mis ojos y mis manos, / como un árbol carnal, generoso y cautivo, / doy a los cirujanos. / Para la libertad, siento más corazones / que arenas en mi pecho dan espuma a mis venas; / y entro en los hospitales, y entro en los algodones, / como en las azucenas. / Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, / ella pondrá dos piedras de futura mirada, / y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan / en la carne talada. / Retoñarán aladas de savia sin otoño, / reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida; / porque soy como el árbol talado que retoño: / aún tengo la vida”.  «

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Escarapelas en mi corazón

 La aurora hace un rato cosió la luna con el sol. Arriba, un cielo de intenso celeste, y el blanco merengue de unas pocas nubes. Abajo, las grises fábricas y los radiantes laburantes de bolsito al hombro. Así es la postal mañanera en el filo más profundo del fabril José León Suárez, en medio de otra fecha patria. Laene SA es una industria nacida y criada en esta localidad del norte del partido de General San Martín. Una fábrica dedicada -¡hace más de 50 años!– a la producción de cintas tejidas de raso y falletina. Arco Iris es su marca de autor. Seguro la conocen si alguna vez pisaron una mercería, esos locales en peligro de extinción por el triste “progreso” del fast fashion. Del generoso catálogo de la pyme conurbana, la “cinta bandera” albiceleste con la que se forjan las escarapelas es su producto insignia. Tanto se usa la escarapela y tan poco se sabe de quiénes están detrás. Esta es la punta del ovillo de una historia que une sueños de progreso, trabajo sacrificado, eternas batallas cotidianas en nuestro suelo. Símbolos de esa cucarda bella, plebeya, algo desteñida, bastante curtida, también llamada patria.

Silvia Neudorffer es hija de don Enrique, el padre fundador de Laene. Desde hace años, la blonda señora comanda, junto a su hermano, los destinos de la firma. Silvia no da puntada sin hilo a la hora de bordar las memorias de la fábrica: “Mi viejo era hijo de migrantes alemanes dedicados al textil. Tomó la posta en 1965 con un tallercito de pocos telares en el fondo de su casa, a unas cuadras de acá. Con mucho laburo de toda la familia fuimos creciendo. Ya tenemos tres generaciones de historia. Ahora dan una mano hijos y sobrinos. Producimos muchas clases de cintas textiles, pero la bandera es especial. Se usa en las escarapelas, y para otros adornos. Muy poquitas empresas la fabrican. Varias veces tuvimos viento en contra, pero nunca dejamos de hacerla. Le dije que somos muy trabajadores, la peleamos.” No es casual que “escarapela” –el primer símbolo patrio instituido por decreto del Triunvirato en 1812– sea una palabra que proviene del antiguo verbo “escarapelar(se)”. Dicen que todavía se usa en el portugués. Es sinónimo de riña, de pelea con heridas visibles, de luchas que dejan huellas. El escritor Juan Sasturain la definió como nadie: “Una identidad pagada-ganada con sangre y convertida en emblema”.

Los días de la escarapela

Alejandro tenía diez meses la primera vez que visitó la fábrica. Pocos días antes había dejado de gatear. Al taller entró de la mano de su abuelo Antonio. De pie. “Atrás de estas cintas, de esta bandera, hay valores, ideas, sudor, lágrimas, caídas, volverse a levantar. Es nuestra historia”, remarca el ahora muchacho, con la frente en alto. Junto a otros 40 laburantes, el joven de 31 años es uno de los motores que impulsa la pyme sanmartinense.

Bandera, raso, gross de seda, falletina y la antimufa cinta bebé rojo shocking. La fábrica de 3000 metros cuadrados produce más de 10 millones de metros al año. Cifra que seguramente enorgullecería a French y Beruti. Una línea para el revisionismo histórico: las cintitas que repartía el dúo dinámico de patriotas eran blancas y poco radiantes. El celeste del cielo todavía no inspiraba a los revolucionarios.

Alejandro camina entre una decena de máquinas que ensayan el eterno retorno del hilo y la aguja. Una aceitada sinfonía suena en el taller. Proviene de las arpas metálicas. “La banda de sonido de mi vida”, arriesga con aires de director de orquesta. Detalla el hombre de la batuta: “Camino por el taller, voy escuchando cada máquina, que suenen afinadas, y puedo darme cuenta si un hilo está fallando. También está la vista de costurero, veo el dibujo de la tela y descubro al toque un puntito saltado.”

El muchacho se detiene frente a la máquina Made In Taiwán que teje a todo ritmo la celeste y blanca Industria Argentina. Doscientos hilos de poliéster abrazados, siete centímetros de ancho, pila de horas de tejido sin respiro. Aquí la bandera se produce todo el año. La temporada alta va de abril a julio, también durante los mundiales: “Nuestras ‘navidades’ son la Semana de Mayo, el Día de la Bandera, el Día de la Independencia. Con el final de la pandemia notamos mayores ventas, sobre todo con el regreso de las juras presenciales en los colegios. Creo que hay más entusiasmo –acota Alejandro–. Aunque antes se veían más escarapelas por la calle. En la Semana de Mayo se usaban todos los días. Quizá cayó un poco en desuso. Ahora tuvimos este repunte. Ojalá dure.”

A la deriva por el taller se suma su madre Silvia. Confiesa que siempre anda con una escarapela en la guantera del auto, en la cartera, en el bolsillo: “Cuando Alejandro iba a la escuela, les llevaba cintitas para todos los grados. No sé mucho de historia, no investigué sobre el origen, pero siento orgullo de nuestro trabajo”.

Los hilos de la patria

Evelyn doma los hilos en la primera parada de la línea de producción. Está a cargo de la urdidora, una araña de metal que parece una escultura de Louise Bourgeois. Esta máquina enrolla en un carrete kilos y kilos de hilos. Crea la urdimbre que después es usada en el proceso de tejeduría. “Es un trabajo muy delicado. Acá soy buena costurera. En casa no me gusta coser ni un botón”, bromea la piba.

En el sector de tejido surge Micaela. Controla el proceso con la sapiencia de una artista del ñandutí, el arte del bordado paraguayo. Dice que no suele usar escarapelas. Sin embargo, de sus años escolares atesora una en el ajuar familiar: “Se la puse a un peluche que tengo en casa. Es un recuerdo, mi tesoro.”

Al final del recorrido, Cristina. En el sector dedicado a la madeja. Como una aplicada abuela tejedora, estira y ordena las cintas antes del postrero planchado. Custodiada por metros y metros de banderitas argentinas, todavía recuerda cuando iba al colegio con las cintitas atadas en el pelo y la escarapela abrochada del lado del corazón. “La tradición sigue con mis hijos. Son las banderas que fabricamos. Cómo no voy a estar orgullosa”, se despide Cristina. Sonríe. No deja de mover sus manos. Esas manos que tejen historias de trabajo, sacrificio y lucha cotidiana. Las que hilvanan el hilo del que pende la historia de la Argentina. Que no se corte.

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