martes, 13 de marzo de 2018

Como en la guerra

El primer día que usó el uniforme de los paracaidistas yanquis de la División 101 Aerotransportada, Martín sintió el peso de la historia sobre sus hombros. "Imagínese, 50 kilos suma el equipo completo. Casco, mochila, linterna, cantimplora, la pistola Colt 45, la máscara antigás, la ametralladora Thompson, el saco de gabardina y las botas, siempre lustrosas. Piense por un momento el instante del salto desde el avión en Normandía. Eso fue una locura", reflexiona el miembro activo de la Asociación Argentina de Recreadores de la Segunda Guerra Mundial.
Martín tiene 35 años, es profesor de Educación Física y uno de los padres fundadores de este colectivo nacido en 2014, un grupo de hombres y mujeres cuyo hobby es poner en escena el teatro de operaciones de la guerra que desangró a la humanidad a mediados del siglo XX: "Intentamos ponernos en los zapatos de esos soldados –advierte–, es una forma de honrar su memoria".
Desde chico lo apasiona desandar los senderos de la historia, quizás por los relatos que le recitaba su papá Alejandro antes de dormir: "Mi viejo es una enciclopedia viviente. Me contaba del hundimiento del Titanic, de cuando el hombre llegó a la Luna y de las guerras mundiales. A mí me gustaban las historias bélicas". El papá de Martín condimentaba las narraciones con grandes dosis de ficción en celuloide: "Me hizo ver todos los clásicos. Desde Casablanca hasta Los cañones de Navarone, El día más largo y, por supuesto, El gran escape". Ya adolescente, Martín tuvo una epifanía cuando vio Rescatando al soldado Ryan: "Quedé enloquecido con las historias sobre el Día D, más tarde me fanaticé con la serie Band of Brothers y en ese momento arranqué como coleccionista". Su primer fetiche de militaria fue el uniforme de un teniente paracaidista que saltó tras las líneas nazis en la madrugada del 6 de junio de 1944, el día que comenzó el ocaso de Hitler y su eje del mal. 
Hace un par de años, decidió contactar por Facebook a otros entusiastas como él. Del tiroteo virtual pasaron al encuentro cuerpo a cuerpo. El primer ágape no reunió un batallón, eran apenas tres mosqueteros con ganas de mostrar sus tesoros verde oliva: "Teníamos puro material norteamericano de colección. El primer evento fue en el Regimiento de Patricios. Ahí nos dimos cuenta de que para recrear ese conflicto, no podíamos pelear entre aliados. Entonces tuvimos que contactar a coleccionistas de pertrechos alemanes, italianos, soviéticos... Se fueron sumando de a poco. Esa fue la semilla del grupo". Poco después ya estaban listos para enfrentar su bautismo de fuego.
Juegos de guerra 
Según los manuales, el recreacionismo –re-enactment, según el término inglés que utilizan los entendidos del género– se define como la rigurosa reconstrucción en vivo de un acontecimiento histórico. Las verdaderas falsas batallas del recreacionismo tuvieron una incipiente ofensiva en el Reino Unido durante los años '70, con las campañas napoleónicas como temprano hit. Aquello fue el inicio de un fenómeno que actualmente mueve a miles de fanáticos y espectadores de todo el planeta, sedientos por presenciar en vivo y en directo lo que los libros de historia no pueden resucitar.
"Es algo vivencial, que ayuda a entender el momento histórico en su totalidad. Se puede leer un libro sobre la Segunda Guerra Mundial, pero no es lo mismo. Lo que yo quería comprender era qué sentía el tipo enfundado en ese uniforme. No el líder, sino el soldado de a pie, que muchas veces era reclutado a la fuerza", explica Joaquín Oubiña, profesor de Historia y coordinador de la asociación. Describe que la recreación es la etapa final de un largo recorrido de formación, estudio, aprendizaje y producción del pasado, llevado a un nuevo plano, el de la experiencia propia: "A esto se lo llama arqueología experimental. Antes de meterme con la Segunda Guerra, yo hacía recreacionismo del Medioevo. Y puedo asegurar que ponerme una cota de malla y una armadura cambió la idea que tenía sobre la Edad Media".
Oubiña tiene un pasado ligado al modelismo. Es un gran escultor de diminutos barcos, figuras históricas y aviones. En el mundo del recreacionismo aterrizó luego de ver un show en una exposición de miniaturas en Escocia. Entonces comenzó a aplicar la disciplina como recurso pedagógico en las clases de Historia que dicta en colegios secundarios de Esteban Echeverría, Monte Grande y El Jagüel: "Con los pibes de primer año llegamos a armar una legión romana. Los transporta en el tiempo". Desde la asociación lo contactaron hace dos años. Necesitaban un director de orquesta –mejor dicho, un estratega– que los ayudara a diseñar sus incursiones escénicas. Oubiña primero rechazó el reto: "Es que es un gran desafío abordar la Segunda Guerra. Es el conflicto bélico con mayor cantidad de pérdidas humanas de la historia. Se cometieron crímenes atroces. No es jugar a que somos el Sargento Sanders en Combate". Pero los soldados volvieron al ataque, hasta que Oubiña aceptó tomar el mando del proyecto, que hoy ejerce con mano de hierro: "El primer objetivo de nuestro show es el rol docente. También hacemos trabajo solidario, como visitar hospitales y apoyar campañas para la donación de sangre. No se trata sólo de algo estético. Yo soy muy detallista. Más de una vez me ha tocado bajar a un compañero del acto porque llevaba un calzado que no correspondía con el uniforme o por usar una réplica de un arma que salió al mercado tres meses después de la batalla que estábamos representando. Pero esa puntillosidad es la clave del recreacionismo".
Los vestidos y los muertos
En sus eventos, el pelotón practica cuidadosas coreografías bélicas, con la participación estelar de los "Pájaros de Guerra", un escuadrón de aviones a radiocontrol. La Luftwaffe y la Royal Air Force siempre dicen presente. Son naves de casi dos metros, capaces de lanzar pirotecnia que haría recular a John Wayne. 
La tropa hace gala de los uniformes icónicos. Muchas veces, explica Oubiña, conseguir la indumentaria original es una hazaña: "Recrearla también se complica. Estamos hablando de tela de hace 70 años, que no se fabrica más. Tenemos un compañero que saca los moldes a ojo y los diseña". Su madre María Elena, sapiente costurera, le salvó las papas más de una vez. Muchos rezagos se traen del exterior. Y recordar las epopeyas bélicas no es precisamente una actividad económica: "Una chaquetilla puede costar unos 4000 pesos. Por su simpleza, los uniformes soviéticos son los más baratos".
Cada tanto, luego de poner el cuerpo en el ficticio campo de batalla, reciben el saludo de familiares de excombatientes: "Nos felicitan por el compromiso con que encaramos nuestra tarea –resalta Oubiña–. Un hijo de un miembro de la Resistencia polaca un día me abrazó y me regaló el águila que llevaba su padre bordada en la gorra. Fue muy fuerte". La experiencia se replica cuando encaran recreaciones sobre la Guerra de Malvinas. Martín nunca olvida un show que hicieron en un centro de veteranos de Florencio Varela: "Nos decían que era un honor. No olvidarlos es el mejor homenaje".
En su faceta de actor bélico, Joaquín Oubiña se puso en la piel de incontables soldados anónimos. Sin embargo, el año pasado se permitió encarar un homenaje especial: "Hice de Clark Gable. Muy pocos saben que a sus 40 años, luego de la trágica muerte de su mujer, se enlistó y fue artillero de un bombardero. Me dejé hasta el bigotito. Por un rato, me sentí un galán". «
Publicada en Tiempo Argentino, por acá

martes, 6 de marzo de 2018

Rezo por vos

El maha mantra es la banda de sonido que flota en el aire. Dieciséis palabras en un loop eterno. "Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna, Krishna, Hare, Hare, Hare Rama, Hare Rama, Rama, Rama, Hare, Hare", rezan hace más de una hora, sin prisa, sin pausa, una docena de calvos devotos. El repique acelerado sobre los parches del mridanga acompaña el canto vespertino, en el templo de Colegiales, corazón espiritual de Palermo Bollywood. 
Con barro traído del Ganges, el monje Vasudeva Das lleva tatuada la tilaka, una marca que representa a dios en su rostro. También el cansancio por la jornada dilatada. "Es que nos despertamos a las 4 de la matina para los primeros rezos. Después salimos a vender libros, cocinamos, estudiamos… Por ahí se tiene una idea muy light de nuestra vida, pero en realidad es más bien activa", explica este porteño de 27 años, más de cinco dedicados con devoción a las deidades de la India. Cuenta que era vecino del templo, miembro de una familia con poco fervor religioso y egresado de un frío colegio industrial. Siempre tuvo curiosidad por la metafísica, por encontrar respuestas a sus titubeos existenciales. Leía a Nietzsche: "Antes de entrar acá, veía que la gente era muy artificial, muy careta. Desde chico siempre me hice preguntas sobre la vida, la muerte... En un encuentro humanista conocí a los devotos; empezaron a cantar el maha mantra y sentí una alegría que es difícil de poner en palabras. Te llena". Se acercó al templo y probó una clase de Bhakti Yoga, la práctica de la contemplación y devoción absoluta. Le gustó. "Y empecé a estudiar el Bhagavad-gītā, uno de nuestros libros sagrados, los principios, a llenar el vacío". Al tiempo, decidió hacerse monje residente, dejó atrás el nombre de Lucas que figura en su documento, se encomendó por completo a Krishna y en una ceremonia de iniciación su maestro lo bautizó Vasudeva Das, el que está "al servicio del todopoderoso".
Vasudeva cumple a rajatabla los estrictos preceptos del Movimiento para la Conciencia de Krishna: dieta sin carne, huevos ni pescado. Cero drogas y tabaco. Está prohibido tener una "vida sexual ilícita" y también los juegos de azar. "Son principios regulativos para limpiar la conciencia. El cuerpo es el templo del señor supremo y por eso hay que cuidarlo". El monje viste su santuario de piel y huesos con una túnica llamada dhoti. Luce colores níveos, que indican que se encuentra en pareja. Sus compañeros, con atavíos naranjas, optaron por el celibato.
Antes de unirse a las plegarias colectivas en la nave central, Vasudeva riega con parsimonia los plantines de tulasí, la venerada "albahaca india". Su madera se usa para forjar collares y rosarios, la japa mala de 108 bolitas que guía el maratón de rezos. La doctrina obliga como mínimo 16 vueltas diarias a la ristra. El maha mantra recitado 1728 veces. "No me canso nunca. Me da alegría, me da energía". En sánscrito, krishna y rama significan "el placer supremo".
Naranja en flor
Aunque tiene una historia longeva en la milenaria India, con raíces sólidas en el visnuísmo y la literatura sánscrita, el movimiento religioso es aún joven en Occidente. Llegó en los '60, de la mano de Bhaktivedanta Swami Prabhupada, un religioso bengalí y traductor de los clásicos del hinduismo que migró a Estados Unidos con la idea de sembrar las doctrinas krisnaístas en el nuevo mundo. Se estableció en Nueva York, terreno fértil en plena efervescencia del movimiento hippie, justo antes de que el flower power se marchitara. Cosechó sus primeros seguidores en parques públicos, entre los jóvenes enamorados del discurso pacifista, la vida sana y la psicodelia. Se codeó con la crème de la crème de la contracultura: los barbudos Allen Ginsberg y George Harrison –"My Sweet Lord" tiene cameos del maha mantra– entraron en el sendero espiritual gracias al indio. Y en la Gran Manzana alquiló un localcito y fundó la primera sede de la Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna (ISKCON, por sus iniciales en inglés), la orden que hoy cuenta con más de 100 templos en 71 países. 
"A Sudamérica llega a principios de los '70. En Argentina era más que nada una práctica de puertas adentro. Muchos seguidores se exiliaron en Brasil en los años de la dictadura", explica Maha Sundari Devi Dasi, instructora de yoga y profesora de canto indostánico con más de diez años en el gremio. Cuenta que la primera vez que leyó el Bhagavad-gītā exprimentó una sensación de amor a primera vista. Le fascinó el concepto de servicio devocional: un brindarse al otro alejado de la caridad. Al poco tiempo, un devoto naranja que se cruzó por la calle la invitó al antiguo templo de Villa Urquiza: "Era julio, festival de la aparición de Krishna, como nuestra Navidad", recuerda. Maha Sundari invita unos laddus –dulces bocaditos de harina de garbanzo coronados con una almendra– y comenta que pudo conocer la meca de los Krishna: "Queda en Mayapur, Bengala Occidental. Es como el Vaticano, un lugar de peregrinación. Lo que más me acuerdo es la sensación de unión con el ser interior. Ahí encontré mi lugar en el mundo, o quizá también es este templo, o tal vez ese lugar esté acá, en el corazón". 
Verónica tiene 30 años y es profesora de Geografía. Su maestro la bautizó con el espirituoso apodo de Vraja Bhakti Devi Dasi, "devota y seguidora de Krishna". Aunque el templo le queda lejos, lunes, miércoles y viernes viaja religiosamente desde Banfield para hacerse cargo de la librería. Mientras acomoda unos ejemplares dedicados a la cocina verde, resalta el valor que tiene la palabra encuadernada para los devotos: "Los libros tienen que ver con ocupar los sentidos y compartir el conocimiento. Este movimiento se hizo muy popular por la venta callejera de libros. Yo llegué gracias a un ejemplar que compró un amigo en una feria de usados. La tapa estaba ilustrada con una foto de Prabhu y la frase 'Él construyó una casa donde puede vivir el mundo entero'. Lo leí de un saque y entendí que podemos tener una relación directa con dios". Entre los títulos más solicitados, destaca George Harrison y el mantra hare krishna y el longseller Fantasía vegetariana, a precios muy populares: entre 30 y 50 pesos.
Comer, rezar, amar 
Pasaron casi dos horas y los rezos no tienen fin. La estatua hiperrealista de tamaño (casi) natural de Prabhupada en posición de loto custodia a los devotos desde una esquina del salón principal. Jahnava Devi Dasi pasa la tarde meditando en el patio. En 42 años de vida, tuvo idas y venidas con el movimiento, pero desde hace dos es residente. Su búsqueda espiritual no deja de lado el cuidado del cuerpo y la alimentación: es vegetariana desde su adolescencia. "La comida es uno de los pilares. Por la meditación, entendí también que la alimentación es una práctica que implica austeridad. Comí muchos asados en mi vida, pero no los extraño. No se puede buscar la paz y matar una vaca para alimentarte. Además, con mi dieta vegetariana me volví más alegre, saludable, si hasta parece que me hice un lifting", bromea la ex vecina de Balvanera. 
Cuando el tambor y los mantras ceden, Adolfo se encarga de repartir generosos crêpes de puri rellenos con verduras salteadas. Con 12 años en el credo, puede rezar un rosario de anécdotas entre los hombres de naranja. Entonces recuerda los viejos tiempos en un campito de Marcos Paz, cuidando la huerta. También un viaje iniciático por las rutas argentinas, siempre con los libritos de Prabhupada al hombro. Al primer mordisco, uno descubre que el joven cocina como los dioses. "No es para tanto. No se equivoque. Nosotros no hacemos nada. Todo lo hace Krishna". «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, acá