lunes, 23 de abril de 2018

Hotel Gondolín

Mientras cuelga una toalla en el pulmón donde respira el Hotel Gondolín, Yoko dice que tiene un sueño, un propósito en la vida: "Tener mi salón de belleza y estar siempre así de regia", bromea la jujeña y deja ver una sonrisa blanca como salar del Altiplano.
Yoko mira una vez más el cielo limpio de otoño que techa el patio y cuenta que hace tres años dejó atrás su Ledesma natal, harta del abuso, los calabozos y el garrote fácil de la policía: "En el norte hay mucha discriminación. No hay respeto y no se puede trabajar en paz. Lo que yo quería era libertad y acá estoy, libre". En Buenos Aires no tenía parientes ni conocidos, mucho menos un techo para pasar la primera noche. Entonces siguió el consejo que le habían dado unas sabias colegas comprovincianas y se vino directo a la pensión enclavada en Villa Crespo: "Llegué con una mano adelante y otra atrás, pero en el 'Gondo' me abrieron las puertas. Acá encontré una cama, también muchas amigas, pero sobre todo una familia". 
La historia de Yoko no es demasiado distinta a la de las otras más de 40 chicas trans que autogestionan el edificio de la calle Aráoz al 900. Un hotel que desde hace casi dos décadas da amparo a las travestis que llegan del interior con el sueño de forjarse un futuro en la gran ciudad. 
La toma
A mediados de los '90, el Gondolín era una pensión muy venida a menos que rentaba piezas a familias de billeteras flacas. También a muchas trans que se ganaban la vida haciendo la calle en las zonas rojas de Godoy Cruz y los bosques de Palermo. La psicóloga social y activista Marlene Wayar recuerda que "entre todo el inquilinato paupérrimo de aquel tiempo, el hotel era uno de los más abusivos con las travestis". Por una renta digna de un petit hôtel de Barrio Norte, el dueño brindaba un servicio de mazmorra: caños rotos, baños pestilentes, cables eléctricos corroídos, suciedad generosa y las ratas como compañeras indeseables. Una auténtica pocilga. 
Zoe puede dar fe de las penurias de antaño. Dejó Salta en los primeros años del menemato y aterrizó de urgencia en el Gondolín: "En un principio era un hotel familiar, pero el dueño empezó a alquilarnos a nosotras porque era más negocio. El trabajo en la calle deja plata por día. Por eso nos cobraba el doble, el triple… Era un desastre: no había cocina, no funcionaban los baños, un peligro todo. Con las compañeras nos fuimos empoderando y un día dijimos basta".
Se decidieron a hacer la denuncia y al tiempo cayó una inspección, que constató las nefastas condiciones habitacionales del local: "Fue clausurado, pero nosotras quedamos adentro –agrega Zoe–. Lo tomamos en forma pacífica, porque era nuestro hogar. Y además, ¿adónde íbamos a ir?". Pese a que una orden judicial amparaba su permanencia, un día el dueño apareció con aires de patrón de estancia e intentó recuperar sus dominios. Las chicas no cedieron y el hombre huyó derrotado entre abucheos y una lluvia de basura y yerba mate, en una escena que parecía sacada de una crónica del chileno Pedro Lemebel. 
Nunca más regresó, pero dejó sus deudas: "Para hacerle una idea –ejemplifica Zoe–, el año pasado pagamos más de 40 mil pesos que el tipo adeudaba de ABL". Hace un tiempo, los familiares del antiguo propietario volvieron a la carga con una demanda de desalojo. Pero eso no apichona a las habitantes del Gondolín. Ellas se juramentaron no bajar los brazos. Como demuestra su historia.
Asamblea general
¿Y cómo se maneja un hotel? La respuesta fue colectiva: la autogestión. Decidieron organizarse y pusieron manos a la obra en la administración del Gondolín. Redactaron un código de convivencia, que marcaba faenas, normas de limpieza y de armonía. Pero no todo fue color de rosa. Atravesaron años difíciles, oscuros, a la sombra de la pasta base y otros males de la miseria: "Yo llegué en 2010, y la primera noche en el Gondo me dio miedo. Era un bardo en aquella época. Por suerte lo fuimos cambiando", asevera Valentina, salteña con ojos de cielo de los valles calchaquíes. 
El hotel funciona hace tres años como una asociación civil. Tiene cuatro pisos, tres cocinas, tres baños y unas 20 habitaciones. En cada pieza hay espacio para cuatro huéspedes. Llegan chicas de todas las provincias. El alquiler varía de acuerdo a los gastos generales: el mes pasado arañó los $ 1100. Muchas veces, a la recién llegada se le da crédito para que pueda juntar sus primeros pesos y así enfrentar la nueva vida en la Capital. "Si fuera por el Estado, sólo nos repartiría preservativos. Pero acá se dictan charlas sobre prevención de enfermedades y adicciones, hay talleres de oficios, vienen psicólogos, se incentiva a las chicas a que estudien y saquen el DNI", explica Valentina. Nunca es suficiente, agrega.
La "tía" Zoe –como la llaman sus compañeras– cuenta que las chicas no dejan de llegar: "Imagínese que mi pieza da a la calle y me golpean la ventana a las 2 o 3 de la mañana, y es una chica que busca cama. Me dice: 'Tía, ¿no tendría un lugar?'. Y muchas veces no lo tenemos, entonces tratamos de buscar otro lado o juntamos unos pesos para pagarle el pasaje de regreso a su pueblo. Si tuviéramos un edificio de ocho pisos como el de la esquina, habría lugar para todas, pero sólo tenemos el Gondo. Nos queda chico".
Perlas y cicatrices
Algunas mañanas, la Gala entona el Ave María o el Himno desde las alturas del segundo piso. Por las tardes, se gana el mango con su buena voz en las profundidades del subte. La Dixie hace shows como drag queen. Diva total. Ludmila quiere ser peluquera. Está terminando el secundario. A la Liliana le gusta imitar a Cristina: "¡Compañeras… compañeros!". Yoselin llegó hace sólo dos semanas desde Orán. Quiere juntar plata y operarse. Fabiana tiene 23 años y cara de cansada. Dice que anoche laburó mucho, quiere pegar un trabajo en blanco, o tener un local, sí, mejor un local, su propio restaurante.
"Siempre les digo a las chicas que hay que pelearla, que las cosas nunca vienen de arriba. De los '90 para acá, se logró el cupo laboral trans, la ley de identidad de género… Antes la única salida que teníamos era la prostitución", explica Zoe, referente del colectivo. Ahora las chicas ponen el cuerpo en las calles, para defender sus derechos. "Vamos juntas a las marchas –asegura Yoko, la estilista combativa–. Siempre con las banderas y remeritas del Gondo. Con mucho orgullo". 
Cada 21 de septiembre, el Gondolín celebra su cumpleaños. Se saca la larga mesa a la calle, se pone música fiestera y cada inquilina aporta lo que puede: una cerveza bien helada, gaseosa o algún que otro manjar casero. Las empanadas salteñas que prepara la tía Zoe son el plato principal: "Es un día en que le agradecemos al Gondo, nos olvidamos un rato de los problemas y de las diferencias, que las tenemos como en toda buena familia, y festejamos todas juntas". Como reinas de una primavera plebeya que siempre renace. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 2 de abril de 2018

Los colgados

La Negra despegó sus pies de la tierra por primera vez en febrero de 2002. El bautismo de vuelo fue en la casa de unos amigos, en Villa Urquiza. Unos artistas corporales llegados de Brasil para una convención de tatuajes la guiaron en su asunción inicial en cuerpo y alma. "Desde afuera, la suspensión corporal se puede ver como algo extremo –reflexiona la muchacha de flequillo azabache, y pita hondo un cigarrillo armado–. Muchos se preguntarán qué sentido tiene meterte unos ganchos en la piel y salir a volar. La respuesta es sencilla: el sentido de sentir. Por eso me animé aquel día". Una década y media después, ese sentimiento sigue vivo. Sobrevuela toda su existencia.
La historia de La Negra despega hace 39 años. Es hija de un ingeniero agrónomo y de una profesora universitaria uruguayos que dejaron la Banda Oriental en los años de plomo. La morocha tuvo una infancia nómade –entre Carlos Casares, Venado Tuerto y Rosario– siguiendo los conchabos campestres de su padre. Su adolescencia la encontró en el cemento porteño, durante los años dulces del agrio menemato. Entre las pistas del Morocco, la movida queer y lo que quedaba del under ardiente de los '80 halló un espacio de pertenencia. También de autonomía frente a los mandatos sociales: "Fui independiente desde muy chica, y en esos tiempos arranqué a explorar y a empoderarme. Y el cuerpo era un elemento central en esas búsquedas. Entonces llegaron los tatuajes". 
El primero se lo hizo a los 14. Nada muy rebuscado ni demasiado contracultural: un corazoncito con alas, "muy Aerosmith", ríe La Negra y aclara: "No, en serio, ahí me di cuenta de que verdaderamente era dueña de mi cuerpo. Que lo podía decorar, que tenía derecho a verlo como quisiera. En ese tiempo todavía no era cool hacerse tatuajes, no lo había absorbido el capitalismo". Ya perdió la cuenta de la cantidad que lleva grabados en su piel barroca. Los ríos de tinta tatuados sobre su cuerpo –al igual que sus piercings– narran su historia de pionera del body art en la Argentina.
Aunque no se siente parte de ninguna tribu urbana o de los colectivos que los sociólogos llaman "nuevos primitivos", La Negra dice que su exploración quizá la conecta con los pueblos originarios de América y Asia, que hacían un culto divino del cuerpo: "De chica flasheaba mucho con las fotos de la National Geographic y de la Muy Interesante. Las pinturas corporales, la desnudez no desnuda, los rituales. Esos momentos comunitarios donde los seres humanos se sentían dioses. La suspensión tiene mucho de eso. Cuando estás arriba, te sentís parte de un todo, en conexión con los que te rodean y acompañan. Esas son cosas que nuestra cultura fue perdiendo. Por eso también está bueno sacar los pies de la tierra". Elevarse por un rato. 
El aire y los dioses
La de la suspensión corporal es una historia milenaria. Hace miles de años constituía una liturgia ordinaria entre devotos hinduistas. La idea de "usar el cuerpo para trascenderlo" y conectarse con los dioses marcaba las prácticas de muchos adoradores de Shiva, en el extremo sur de la India. Los miembros de la etnia tamil mantuvieron vivo el ritual en la isla de Ceilán (ahora Sri Lanka), donde fueron forzados a migrar para trabajar como esclavos en las plantaciones de té del Imperio Británico. En la actualidad, las prácticas de suspensión son el acto central de dos "festivales de la perforación" no aptos para visitantes sensibles. El Thaipusam y el Chidi Mari congregan a decenas de modernos faquires en Malasia y en Tailandia, piadosos y agujereados del sudeste asiático.
En el norte de nuestro continente, los indios mandans realizaban un ritual similar en la actual Dakota, cerca del río Missouri. El "O-Kee-Pa" era un rito de iniciación que debían transitar los jóvenes guerreros en su camino a la vida adulta. La ceremonia incluía un largo ayuno, pruebas extremas y una corta –tal vez eterna– suspensión guiada por el chamán del pueblo. El notable pintor americano George Catlin visitó a los mandans en 1830 y pudo dar fe del sacrificio de los estoicos muchachitos en numerosas crónicas e ilustraciones hiperrealistas.
La subcultura primitiva urbana y el arte contemporáneo resignificaron la práctica en las últimas décadas. Hay referentes, pequeñas pero fieles audiencias, exposiciones en el nicho "freak" y, por supuesto, un mercado especializado. Fakir Musafar, Allen Falkner y el performer Stelarc son reconocidos como la santísima trinidad de la suspensión moderna. Artistas de la transformación corporal que perfeccionaron las técnicas –también los cuidados– y extendieron los límites de la disciplina. "Para hacerse una idea, en sus primeras performances, Stelarc usaba anzuelos limados –ejemplifica La Negra–. Ahora tenemos ganchos de acero quirúrgico, procedimientos para la esterilización, para conocer el balance de peso y saber cómo estirar la piel, es toda una técnica tallada". 
El precio de un equipo bien abastecido alcanza tranquilamente los 20 mil pesos. El combo incluye arneses, sogas, poleas, agujas de titanio y una buena dotación de guantes y gasas. Para los aventureros, los expertos ofrecen vivir la experiencia por 150 dólares. 
No hay dolor
Superman, De rodillas, Crucificado, Fetus, Asstronaut, Loto y La Hamaca. Las figuras que se ensayan en los vuelos no esquivan la metáfora. La Negra recuerda que cuando comenzó en el gremio sólo había cuatro posiciones. La más común es la bautizada "Suicide", que imita la pose de un ahorcado, con los ganchos atados en la espalda: "Todas permiten vivir sensaciones muy distintas –asegura–. Depende de si podés moverte, si la presión de la sangre va a la cabeza. Los puntos perforados tienen diferentes personalidades. Las figuras con los ganchos en el pecho son las más fuertes. La clave es llegar preparado". 
Con decenas de horas de vuelo en su legajo, entre performances y exhibiciones privadas, La Negra tiene la piel suficientemente curtida como para prevenir a los recién llegados: "El primer consejo que doy es dejar en tierra lo que es de la tierra. La suspensión es una búsqueda, hay otra corporalidad ahí arriba, otra forma de moverte, hay que encontrar quién sos en el aire. Se conectan la cabeza, el corazón y el espíritu". 
En la previa de la suspensión, los masajes en las zonas que serán perforadas y los ejercicios de respiración ayudan al despegue. La Negra acompaña a los novatos en ese trance. Sus palabras guían, relajan y contienen: "Es darle conciencia a la persona de lo que va a suceder, aunque no se sepa bien qué es, ya que es algo muy personal". La procesión, obviamente, va por dentro. Y, agrega La Negra, la práctica no deja ningún tipo de secuela visible: "Es dérmica, apenas una gotita de sangre y un vendaje. Al otro día te vas a trabajar como si nada. No es muy distinto a un deporte extremo".
En más de una hora de entrevista, La Negra no utiliza ni una sola vez la palabra "dolor" al relatar sus experiencias elevadas: "El dolor lo relaciono más con una sensación no deseada. Algo externo e irremediable. En la suspensión tengo sensaciones fuertes, pero las busco y las transito. Eso no es dolor".  «
Publicada en Tiempo Argentino, por acá