miércoles, 18 de agosto de 2021

El día en que el “águila humana” volvió a volar por los cielos del circo

 Más de un año y medio sin volar. Ese es el tiempo que lleva Antonio Pereira sin hamacarse en las alturas con su compañero de vida y herramienta de trabajo, el trapecio. “Nunca estuve tantos meses con los pies en la tierra, querido. Mirá que me subo desde que tengo seis años. Ahora ando por los 83, imaginate cómo extraño estar allá arriba”, dice Antonio, señala la plataforma suspendida a ocho metros de altura y se le iluminan los ojos claritos como el cielo limpio de agosto. Después, el viejo trapecista sigue concentrado en la faena de montar la red de seguridad en el galpón del Circo Criollo, en el barrio de Monserrat, donde dicta clases magistrales del arte circense que cultiva hace añares.

Risueño, canoso, patilludo y siempre elegante, ataviado de estricta etiqueta negra –calza ceñida y polera al tono–, Pereira, con la “i” latina heredada de un ancestro brasileño, encara las escaleras al cielo del depósito. Antes, el ajuste de las muñequeras y un poco de resina en las manos para asegurar el agarre. Antonio sube el primer peldaño y dispara: “A volar”.   

Bienvenidos al circo, entonces. Función privada para los lectores de Tiempo. Con ustedes, la historia del fabuloso Anthony, “El Loco” Antonio, el auténtico “Águila Humana”, ícono sempiterno y estrella rutilante en el universo del circo nacional.

Hijo del circo

Antonio Pereira aterrizó en este mundo el 9 de noviembre de 1937, en plena década infame. Como buen hijo de cirqueros nómades, fue parido donde habían puesto la carpa, en el entonces territorio nacional del Chaco: “Puro monte, un pueblito llamado Pampa del Infierno. Unos calores que Dios me libre”, recuerda. Su papá, Manuel Pereira, era payaso. Su mamá, Nicolasa Rolón, acróbata. De su vieja heredó los ojos color de cielo y la pasión por el trapecio: “Volaba conmigo en la panza. De ahí debe venir el don, lo llevo en la sangre”.

Su infancia fue a la deriva. Para donde rumbeaban los carretones del circo, allá iba Antonito. Así conoció mil y un pueblos del Norte argentino, Bolivia, el infinito y más allá. Era una empresa familiar, modesta, hecha a pulmón, distante de la pompa y circunstancia de las grandes compañías internacionales. No tenían elefantes ni leones. Apenas gallos, gallinas, perros. La atracción principal era una chiva que hacía equilibro en una cornisa. “Me acuerdo de unas funciones en La Tigra, un pueblito donde tenía casa mi abuela, también mujer de circo. Era una desolación, pero viernes y sábados, arrancaba a tocar la banda y bajaban del monte los sulkys, los carros, las familias a caballo. Eran como hormigas y el circo explotaba”.

De muy pibito, Antonio soñaba con emular a su viejo. Pero, se sabe, payaso se nace, no se hace. “Me resigné rápido –confiesa–. ‘Boquerón’ era su nombre artístico. Entraba con sus chalupas lustradas, un bastón de quebracho todo doblado. Un tony bárbaro, medio inocentón. La gente se mataba de la risa. Para ser payaso, hay que tener algo de psicólogo, porque tenés que meterte en la cabeza de cada público. Él tenía repertorio familiar y algo más picante para los paisanos. Piñón Fijo no duraba ni una entrada en aquella época”.

Una tarde, doña Nicolasa agarró a su pichón y le dijo que subiera a los trapecios. Aquella primera vez, dice Antonio, tuvo un poco de vértigo: “Me cagué en las patas. Ni red había, se usaba el cinturón para quedar colgado. Pero de a poco me fui soltando. Era como la hamaca de la plaza, pero en el techo de la carpa. Aprendí a los golpes, como se hacen los hombres”.

Su bautismo de vuelo fue a lo grande. A los siete años, en el mítico Sarrasani, frente al mítico Luna Park. “Era un circo gigante, tenía tres cuadras de frente. Yo era el querubín de los trapecistas”. Antonito volaba, volaba alto, se dejaba caer en la red y al final recibía el premio del público: “Esos primeros aplausos, ufff, cómo explicarte, la alegría en el cuerpo. Salimos buenos artistas en esa época. La familia del circo”.

Ballet aéreo

A los veintipico, ya casado, obviamente, con una trapecista, Antonio decidió abrir las alas y volar por temporadas al exterior. Experto en saltos mortales dobles, triples, planchados, no le costó nada ser conchabado por compañías de renombre. En 1962 migró a Sudáfrica y poco después hizo nido en Chile. Fue parte del dream team de Los Trapecios Volantes. Las célebres Águilas Humanas, una bandada conformada por los mejores trapecistas del planeta. “Estuvimos dos meses ensayando ballet, para aprender la elegancia de los movimientos. Arriba tenés que ser una bailarina”.

Debutaron en el legendario Teatro Caupolicán, en Santiago, con los trapecios rozando el espacio exterior a más de 20 metros de altura. El salario del miedo era alto, 1500 dólares por semana. Se fueron de gira por toda Sudamérica. Salieron 20 trapecistas, volvieron 17. “Ver morir a un compañero no me daba miedo. Lo único que me daba miedo era dejar solas a mis hijas, que también son trapecistas. Antes de saltar siempre pienso en ellas, en que tengo que volver porque me necesitan”.

Muerte y resurrección

Don Antonio dice que figura en el Guinness como el trapecista más longevo de la Tierra. Saca más chapa y cuenta que laburó con los grandes del gremio. Desde Papelito hasta Tihany, sin olvidar a Pepitito Marrone, Carlitos Balá, Piluso y Coquito: “Olmedo fue un gran compañero. Un día tuve flor de accidente, caí en la unión de las sogas con la red, las patas de gallo, y me la di contra el cemento. No me quebré nada pero me dolió hasta el apellido. El Negro pasó la noche conmigo en la clínica, un buen tipo”.

En La Carlota, Córdoba, sufrió la caída más fuerte de su carrera. “Ahí me morí y resucité. Tiré triple vuelta, hubo una mano corta, no aguanté la presión y salí disparado, ni toqué la red. Choqué con el techo de la carpa, reboté, pasé por arriba del público y caí al piso. En el medio pensaba: ‘Soné’. En serio se te pasa la película de tu vida en segundos. Me hice bolita y eso amortiguó el golpe. Fue como tirar un vaso de cristal y que estalle. Así quedó mi cuerpo. Estuve muerto tres minutos, me resucitó un policía. Me desperté tres días después en un hospital”. El diagnóstico era muy fulero: se partió el cráneo, la nariz, la clavícula, la rótula, la cadera y varios huesos más. Los médicos le dijeron que no iba a volver a caminar, que había que operarlo. Pero Antonio es cabeza dura y aprende a los golpes. Se mandó a mudar. Se curó solo. “Son las ganas de vivir, de hacer lo que amo, aprendí a volar de nuevo”, dice y muestra las cicatrices de viejo guerrero del aire. “Dos años después volví a La Carlota a dar función. Invité a los médicos al circo. No lo podían creer. Me aplaudieron llorando, de pie”.

Antes de lanzarse al vacío desde las alturas del galpón, Pereira recita el primer mandamiento de su arte: “Hay que sentir el trapecio. Esto es como en el amor, lo sentís y te mandás. Si no, retirate”. El viejo artista suspira hondo, piensa en sus hijas y dice: “Presten atención, porque la historia vuelve a repetirse. ¡A volar!”. Son unos pocos segundos eternos en que don Antonio muestra todo su oficio, coronados con una voltereta osada, y termina planchado en la red. Cuando baja, regala una sonrisa digna de un pibe de ocho décadas.

¿Cómo se siente, Antonio?

–Contento de volar. Pero te soy franco, estoy repesado. Hay que entrenar, trabajar. Quiero volver a ser una pluma.  «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

martes, 3 de agosto de 2021

Tareferos

 Las manitos lastimadas, curtidas, agotadas de tanto cortar ramas y hojas en el yerbal. “Trabajamos de día para comer de noche”, dicen los gurises al cierre de Tareferos, el flamante cortometraje de Claudio Altamirano. Su nuevo documental echa luz sobre las oscuras raíces que hacen crecer la vulneración de los derechos de las infancias, juventudes y familias pobres en las plantaciones de yerba mate, ese infierno verde enclavado en el Noreste argentino.

“La idea del documental no es solo contar una historia, sino más bien hacer visible la situación de los pibes y pibas que trabajan en la tarefa. Mirar lo que está pasando ahí, reflexionar y buscar soluciones, que exista un Estado presente que resguarde los derechos y, finalmente, cambiar la realidad”, explica el realizador en diálogo con Tiempo. Además de documentalista, formado en el Instituto de Arte Cinematográfico, Altamirano es maestro de grado, especializado en enseñanza primaria, retardo mental y discapacidad de la audición, voz y lengua. Trabajó casi dos décadas en escuelas públicas del Bajo Flores. Y en los ’90 formó junto a otros docentes el grupo de realización audiovisual Marina Vilte. Se alumbra la vida (1996), su premiada opera prima, retrata la historia de una estudiante víctima de abuso sexual.

Su segundo film, El futuro ¿será para todos? (1997), fue pionero en denunciar el trabajo infantil doméstico. “En esos tiempos, la OIT no consideraba el trabajo cotidiano en una casa de niños y niñas al cuidado de sus hermanitos como trabajo”, puntualiza Altamirano. La película fue proyectada en jornadas de capacitación del Ministerio del Trabajo. En 2007, el cineasta fue convocado por la Comisión Nacional contra el Trabajo Infantil. Esa fue la semilla de Tareferos, filmado en Misiones.

La yerba mate y sus satélites dan trabajo a más de 30 mil familias en la Argentina, principal productor mundial con 800 millones de kilos de hoja, que se convierten en 300 millones de kilos de yerba elaborada. Más de 200 se consumen aquí. Lejos de las cifras estimulantes de la industria verde, en muchas zonas del Litoral, los tareferos y sus gurises trabajan en condiciones dignas de la esclavitud: un paisaje dantesco no muy distinto al que retrataron hace décadas Rafael Barrett en Lo que son los yerbales y Alfredo Varela en sus crónicas sobre los mensú. Los números actuales desnudan la explotación en pleno siglo XXI. El 50% de los tareferos empezó a trabajar entre los 5 y los 13 años. El 16% nunca fue a la escuela. Tres de cada cinco niños y niñas cosecheros repiten el año. Hay en todo el país 110 mil niños, niñas y adolescentes que trabajan en el ámbito rural. “Cuando se habla del campo, generalmente solo se escucha la voz de los terratenientes o de las empresas multinacionales. Nunca está la palabra de los trabajadores explotados. En ese contexto, el trabajo infantil es un universo totalmente invisible”, dice Altamirano.

–¿Por qué se da esta situación en plena democracia?

–Porque hay explotación y el Estado mira para otro lado, o es socio, en vez de intervenir y proponer soluciones. Si los trabajadores tuvieran garantizados sus derechos a la salud, la vivienda y el salario digno, sus hijos no tendrían que ir a la tarefa. Los pibes tienen que estar en la escuela, en el club, jugando en la plaza, ser felices. Tareferos da voz a los protagonistas de esta realidad: trabajo no registrado, paga mínima. Por ley está prohibido que los niños menores de 16 años trabajen, pero hay permiso para los de 16 a 18, que es de tres horas diarias, 15 semanales. Los pibes tienen que ir porque la plata en sus casas no alcanza. La pobreza y la explotación son las causas que hay que atacar para terminar con el trabajo infantil. Cuando tomamos un mate a la mañana, tenemos que pensar en todo esto.

–¿La pandemia profundizó esta realidad de explotación?

–Todo fue para peor. Las cifras de pobreza son inéditas y provocan más explotación y trabajo infantil. Es una realidad histórica que tiene décadas, siglos. Ni el Estado ni el avance de la tecnología han mejorado la situación de los tareferos. En la tarefa, con la mañana y su frío insoportable, y al mediodía el calor terrible, ves cómo tienen las manos lastimadas los pibes, sus ropas desgastadas, pero las madres me decían que necesitaban la colaboración de sus hijos. Es muy duro.

–El año 2021 fue declarado por la Organización de Naciones Unidas como Año Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil. ¿Pensás que es solo un título pomposo o una propuesta posible para el futuro?

–Hay muchas resistencias, pero también muchos colectivos, compañeras y compañeros que trabajan para lograrlo. Hay que construirlo entre todos. Tareferos es un granito de arena para hacer visible esta realidad. Me permito ser optimista. El rol del Estado es central para garantizar los derechos de los gurises.  «

Publicada en Tiempo Argentino, por acá