lunes, 24 de enero de 2022

Ringo, el caminante

 A pata pelada. Así duerme Ringo, mientras escribo estas primeras líneas antes de que se cierre el año. No le importa el infierno de la noche de verano de Barracas profundo. Quiere estar cerca, pegado a mi pata. Apoya la cabeza, suspira, quizá sueña en blanco y negro, sigue torrando. Vida de perros. A veces lo envidio.

Ringo es mi mascota. En realidad, es mucho más que mi mascota. Seguro me entienden. Compañero, familia, amigo. Sí, un amigo. De esos que te escuchan con la oreja bien parada. A veces, siento que me aconseja sin decir una sola palabra. A lo sumo, una mirada o un suspiro. Guau.

¿En qué andábamos? Sí, Ringo. El muchacho es ya todo un señor mayor. Bóxer atigrado, tiene un aire a Muhammad Ali. Ojo, que somos hinchas del forzudo Bonavena acá en el sur. Ringo llegó hace casi nueve años a casa. Lo trajo Romi, mi exmujer. De cachorro, era grande como la cabeza que tiene ahora, esa que apoya en mi pata. Le miro el marulo de nuevo mientras escribo y tomo otra latita de birra. ¡Cómo creció el cabezón! Debe pesar casi 30 kilos. La zabeca colabora en el engorde. Se siente cuando me tira la carrocería encima en la cama.

Los dos venimos de un largo invierno. Todos venimos de largos inviernos, en estos años miserables de la peste. Los pasamos. Sobrevivimos. Juntos, espalda con lomo, pata con pierna, nariz con hocico.

Romi se fue de casa hace algunos meses. Nido –cucha- vacío. ¿Me entienden? Soledad. Cuando todo explotó por los aires a mitad del año pasado, cuando yo era un fantasma deambulando entre las ruinas de un bombardeo digno de Dresde, Ringo me sacaba de la cama a la fuerza. Hijo del alba. A las 6:30 de la matina, me obligaba a salir de la catrera, ese útero de sábanas que a veces te chupa y no te deja renacer. Me lameteaba la cara. Quería salir a pasear. Había que caminar. ¿Habrá otra forma de curar la melancolía?

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Caminar, caminar y caminar. Ese fue el remedio contra la saudade. Perro sabio. El ritual de lo habitual era escuchar al palo y en rulo “Yo quiero ser tu perro” de Iggy Pop y Los Stooges, para después sin fin perdernos. Caminatas eternas hasta El Coloso que custodia el Riachuelo, en la parte más obrera de la obrera Avellaneda. Derivas dignas de Debord hasta Constitución. Excursiones hasta el límite de Pompeya y más allá. Visitas a los terrenos donde estaba la quema en Parque Patricios. Si usara esas aplicaciones que marcan la cantidad de kilómetros recorridos -qué locura lo de cuantificar todo, ¿no?-, seguro ya andamos cerca de Alaska.

Ni correr, ni trotar, ni marchar. Hacer camino al andar, por senderos de cemento que se bifurcan y trifurcan. Perderse sin rumbo. “Darse una vuelta por el lado salvaje”, diría Lou Reed y las chicas corean “doo, doo, doo”. Caminar lejos para alejarnos del dolor. Hasta que duela.

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Hace unas semanas fuimos con Ringo a la veterinaria. Los últimos dos meses andaba raro. Mal de la panza. A la noche, su estómago se quejaba con alaridos dignos de un cantante de death metal. Tiene un tumor. Vamos a arrancar 2022 en un quirófano. Pero hoy es fin de año y nos cortaron la luz. Edesur va a iluminar al pueblo el día que arda. Con Ringo, vamos a tener un festejo decimonónico. Velas y una sidra en la terraza bajo el manto frío de estrellas apagadas. Eso sí, antes de las 12 nos vamos a ver el río. Somos peregrinos.

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Les escribo a las apuradas que ando de enfermero. Ayer, Ringo salió bien de la operación. Ya les dije que es fuerte como Bonavena. Tuvimos una noche movida, pero hoy cuando asomó la mañana, se acercó medio grogui hasta la cama y me dio una de esas lameteadas que te cambian la vida.

Después, me miró fijo a los ojos. Lo sé, no hacen falta las palabras, quiere salir. Paso a paso. Pablo, su veterinario, nos dijo que vayamos de a poco. Será una humilde vuelta manzana. Un pequeño paso para Ringo, un gran paso para nuestra hermandad.

Antes de que le ponga la correa, esa libertad que mide metro y medio, Ringo está echado en el piso, justo por donde se cuelan los primeros rayos del sol. Me acerco. La escena me hace acordar a la historia del encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes, el filósofo de la escuela cínica que apodaban el perro. «Cínico» es una palabra que viene del griego, del adjetivo kynikos, perruno. Pero volvamos a la leyenda. Dicen que después de un intercambio picante, el rey todopoderoso de Macedonia le dijo al vagamundo Diógenes que le pidiera lo que quisiera. Ringo me mira con cara de filósofo. Sé que sabe la respuesta. Me corro del sol y le pongo la correa. Nos vamos a caminar. Pronto hasta el infinito y más allá. Nuestro remedio. Así nos curamos. «

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

miércoles, 19 de enero de 2022

Crónica de un río seco

 Son islas rodeadas de tierra. Donde había agua, con suerte, barro queda. La bajante histórica del río desnudó a los yuyos, a las piedras, al fondo rocoso que por estos días arde. Del húmedo Paraná, los isleños sólo conservan un recuerdo a secas.

El pescador José “Chemo” Ramírez hace memoria bajo un sauce en la sede de Trabajadores del Río, una cooperativa enclavada en los arrabales de la ciudad santafesina de Villa Constitución. “Nunca pasó algo así. A nosotros nos mata. Al estar tan bajo el caudal, nada hay de pescado, desde Pavón hasta San Nicolás, donde trabajamos”, se lamenta Ramírez. Sirve un mate y sigue remando en sus recuerdos. “Para que se haga una idea, hace dos años, cuando empezó la bajante, cada pescador sacaba casi 400 kilos diarios. Tarucha, bagre, surubí. Ahora apenas 30 kilos. Ni el 10%, una miseria. Pero estamos acostumbrados. La vida del isleño es sacrificada.”

Chemo tiene 42 años, las dos manos curtidas por las redes y un chuchillo filoso en la cintura. Es nacido y criado en las islas de Gualeguay, acá cerquita, en Entre Ríos. La historia de su familia fue acunada por los brazos del Paraná. En sus años de gurisito costero aprendió el arte de la pesca: “Me enseñó mi abuelo Pasión Ramírez, que vivió hasta los 105 años. También mi viejo, Bonifacio del Carmen, que sigue laburando. Pescador se nace. Yo vengo de esa raza, de esa tradición.” Un linaje flotante heredero de canoas, lagunas, camalotes, redes, arroyos y espinel.

Chemo dice que con la seca y los calorones de los últimos meses, las lagunas cercanas al Paraná se convirtieron en grandes platos de sopa. “Se enferman los pescados por el agua caliente, salen podridos. Yo los miro a los ojos y me doy cuenta si están enfermos”. La malaria y el drama del Litoral –arriesga el pescador mientras chupa una vez más la bombilla–, son causados por las quemas, la destrucción del ecosistema, la avaricia de los dueños de la tierra: “Mi abuelo decía que esta era una zona rica, una mina de oro. Que iba a cambiar, la iban a explotar. Los grandes empresarios vieron el filo y andan haciendo desastres. Hay menos humedal, menos árboles, más ganado, más soja. Me lo dijo mi abuelo hace 30 años. Dicho y hecho.”

Ramírez tiene que volver al trabajo. Controlar la máquina de hielo escama, reparar un espinel, cerrar números con el contador de la cooperativa. Al despedirnos en el portón, confiesa que con sus 38 compañeros tienen temor de perder el trabajo por la bajante que no afloja. Quieren seguir a flote. “Es que somos de las islas, donde somos libres. Si nos sacan de nuestra casa, dónde vamos a ir. ¿A Rosario? ¿A Buenos Aires? Nos matan. Sin el agua, no sé qué vamos a hacer”.

Lo que perdimos en el fuego

Hace 20 años, Fernanda del Carlo vio el futuro prendido fuego en el horizonte. Mientras navegaba en una lancha por el río, pudo observar por primera vez cómo las llamas devoraban el humedal. Lo recuerda mientras camina por una plaza que tiene vista al puerto de Villa Constitución y a la Reserva Natural Isla del Sol. Cuando llega al límite del terreno, mira hacia la boca del Paraná, la triple frontera que hermana Santa Fe, Buenos Aires y Entre Ríos, y después otea otra vez el horizonte: “Desde ese día empecé a notar cómo cambió nuestro espacio. Cómo perdimos flora y fauna. Cómo se fue deteriorando el río. Cómo siguieron quemando. Cómo el Estado no hizo nada. No tengo dudas de que la bajante está relacionada con todo esto. Por eso nos organizamos.”

Del Carmen tiene 53 años y es vecina de Villa Constitución de toda la vida. Pone el cuerpo en la agrupación Salvemos a los Humedales. “Arrancamos hace dos años, cuando empezaron las quemas más intensas en plena pandemia. Abrías la ventana de mi casa y entraba el humo. Con varios vecinos decidimos comprometernos con los humedales y el río de otra forma, no tan individual y de disfrute, sino para cuidarlos.”

El mediodía es dantesco. La sensación térmica sin transpirar debe andar por los 40º en la ciudad. Fernanda señala la otra costa del río. Lo que queda del río. “Esa sombra negra que se ve es el veril, el borde. Imaginate una pileta que está con tan poca agua, que se ve la pared”. Hace unos días, el río sufrió el registro más bajo de su historia. Menos 34 centímetros. Hace apenas un mes atrás, tenía una altura de 70 centímetros. El promedio histórico para estos meses ronda los 2,70 a 3,10 metros.

El antiguo paisaje acuático de la Reserva Natural luce ahora ataviado de estricta etiqueta marchita. Más que el Litoral, parece la Puna. “De piba nos rateábamos del colegio y veníamos a remar acá. Como ves, las cosas cambiaron, ahora se puede pasear en auto”, explica Fernanda y señala el camino seco. Después, levanta temperatura y denuncia: “Los gobiernos hacen muchos anuncios. Van a poner un faro de conservación que avisa si hay fuego, pero todavía está en veremos. En realidad, si no ponen recursos ni voluntad en agarrar a los que prenden, que son los que hacen negocios inmobiliarios y la agroindustria, es la historia de siempre. Si no hacen algo, nos vamos a quedar sin humedales y sin río.”

Menos que cero

“Zona de aguas profundas”. En el Club Náutico de Villa Constitución, los veleros y las lanchas ignoran la advertencia del cartel. Duermen la siesta recostados sobre el bajofondo del amarre. “Que yo recuerde, nunca visto. Estamos debajo de cero. Mire la escalera. Esa es la altura normal del agua. Ahora se ve el piso, tres metros abajo”, enfatiza Eduardo Luna, caletero del club. El hombre se gana el pan moviendo las embarcaciones, bajando las lanchas al río ahora invisible. En las alturas de su puesto de vigilancia, en una torreta, Luna se siente triste. Como si recitara un poema de Juan L. Ortiz, el caletero reflexiona: “Es que el río para mí es todo. Como la sangre que va por mis venas. Mi trabajo, mi compañero, mi vida.”

Tato Massei es instructor de remo. Cuenta que esta mañana no pudo entrar al agua con sus alumnos. “Ayer a duras penas pudimos salir”, se queja el joven bronceado de musculosos brazos. “Afecta las fuentes de trabajo, viene menos gente al club. A lo sumo, se meten a la pileta”, agrega Tato. Para el deportista, entre las quemas, la tala de árboles y la Corriente de la Niña se armó una tormenta perfecta de la que es difícil salir. “No nos queda otra –se despide- hay que seguir remando.”

El Correntoso

El brazo del Paraná se llama El Correntoso, pero esta tarde sus pocas aguas tienen la fuerza de una canilla de cocina. “Si no lo vivís, es difícil contarlo. En la boca del río hay 30 centímetros, una locura”, asegura Juan Ramírez, un isleño apicultor. La bajante, suma el muchacho, cambió el día a día de los pobladores de esta parte de la Argentina. El hombre de río, acostumbrado a moverse en su canoa, se convirtió en sufrido peatón. “Todo al hombro llevo hasta mi rancho. Nafta, mercadería, materiales. Un viaje que era de diez minutos, ahora es de casi una hora. Ya son meses. Acá no vino nadie del Estado, el isleño se la arregla solo. Ya le dije, hay que vivir para contarlo”, dispara Ramírez y empieza la larga marcha hasta su casa. 

No muy lejos, Franco Gallego pasa las horas escuchando radio AM, bien cerquita de La Pendenciera, su bote. Es pescador. De los que saben leer el río. Gallego mira las gallinas que corren cerca del rancho, se acomoda las botas y al final se lamenta: “Estoy seco, como el río. Tocado. El Covid y la bajante parecen pestes de la Biblia. No me quiero ir de acá, me gusta esta libertad. ¿Qué voy a hacer en la ciudad?”.

A don Donato Figueroa lo encontramos reparando sus redes bajo la sombra de un arbolito. Lo custodian sus siete perros guardianes. Pila de años lleva viviendo en las islas. A cinco metros de su casa corría un arroyo por donde el agua ahora apenas gatea. Habla maravillas del Yanina, su fiel bote varado. “Sacábamos surubí, ahora lo ve al río, es todo tierra, yuyo verde”, dice don Figueroa, sonríe y no deja de mover las manos, esas manos diestras que son por sí mismas la historia viva del pescador litoraleño. Las manos que atan esos hilos que le dan de comer del río. Que no se corten.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 10 de enero de 2022

Irvine Welsh, con el cuchillo entre los dientes

No es fácil olvidar a Francis Begbie. Seguro muchos se acuerdan de Renton, de Spud, de Sick Boy… pero cómo olvidarse de la violencia demencial que encarnaba Begbie en la pandilla inadaptada de Trainspotting. Imposible. La sangre tira.

Bueno, el tema es que está de regreso y… reformado. No es joda. Dejó atrás el suburbio del suburbio de Edimburgo, la cárcel, el alcohol, el tabaco y el salvajismo extremo que eran su ADN. El más punk sin saber qué es ser punk parece una carmelita descalza. Se mudó a la parte más tranquila y cheta de California, tiene una esposa rubia perfecta que le dio dos hijas rubias perfectas, un nuevo nombre –Jim Francis- y hasta un flamante laburo: es ¡escultor!, y de los reconocidos. Se gana la moneda en el círculo de artistas modernos. Forja bustos mutilados de personajes famosos. Siempre la tuvo clara con el cuchillo.

La vida le sonríe al viejo Begbie. Ahora sí, eligió tener una vida. Hasta que los fantasmas del pasado que nunca lo han dejado en paz –Shakespeare alla escocesa- aparecen de nuevo.

Luminosa, radiante, resplandeciente como las costas del Pacífico. Así comienza El artista de la cuchilla, la nueva novela del británico Irvine Welsh. Pero se sabe, la felicidad dura un instante que no es eterno. Begbie recibe desde la gris Escocia la noticia de que han asesinado a su hijo. Entonces, decide regresar a Leith, el barrio obrero que lo vio nacer y deformase, para averiguar qué sucedió. Lo esperan sus enemigos, el alcohol que dejó hace años, las drogas, el porno y la violencia. Sus años oscuros.

Prosa adictiva, ágil, cinematográfica, reflexiva. Dosis desparejas de realismo sucio, humor ácido e intrigas. Pasan los años, Welsh conserva su pluma filosa. Su novela es una suerte de regreso al mundo de Trainspotting, para explorar cómo Begbie puede encajar en ese escenario, con el cuchillo entre los dientes.

A su vez, la nueva obra de Welsh es también un tratado sociológico sobre los barrios bajos británicos en el nuevo mileno. Y, sobre todo, una reflexión sobre el arte, la violencia y el amor a las raíces.

En una entrevista con The Guardian de hace algunos años, el escritor confesó por qué decidió retomar la vida de Begbie: “Los personajes se estrellan contra tu conciencia. The Big Issue me pidió que hiciera una historia de Navidad hace un tiempo y Begbie, la encarnación del infierno navideño, violenta, llena de odio, me vino a la mente. Pensé que sería bueno invertir todo, que Begbie fuera el tipo más autocontrolado de la sala. Esta idea me cautivó. En El artista de la cuchilla sus dos bandos luchan. Ha aprendido a controlarse a sí mismo a través del descubrimiento del arte y la educación, pero todavía tiene esta ira, violencia y sadismo dentro de él”. Se hacen carne y sangre. “Me pregunto hasta qué punto cambiamos de verdad”, repite como un mantra el artista de la cuchilla en sus derivas.

A lo largo de la novela, Begbie recuerda en varias ocasiones a su amigo Mark Renton. Incluso, ahora parece entender su traición, los beneficios de escapar. ¿Qué pasaría si se reencuentran? Sólo nos queda esperar. Welsh publicó en inglés una secuela de El artista de la cuchilla. Se titula Dead Men’s Trousers. Dicen que la banda de Trainspotting se junta a pleno. Será otra oportunidad para averiguar si se puede escapar de los fantasmas del pasado. Elegir la vida.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá