lunes, 19 de diciembre de 2016

Fuerza Puta!

“La libertad es el oficio más viejo del mundo”. Así grita el cartel que cuelga de una de las paredes del bar Vuela el Pez, sede de la primera edición del festival Fuerza Puta! El encuentro, en la difusa frontera entre Palermo y Villa Crespo, se propone hacer visible el deseo de autonomía y reconocimiento de las trabajadoras sexuales argentinas. Empoderarlas, darles la palabra. 
“El trabajo sexual no está penalizado, y aún así la policía violenta persigue a las trabajadoras, las criminalizan. Por otro lado, no se reconocen sus derechos laborales y buena parte de la sociedad ubica su trabajo corporal como el más deleznable de todos, las condena a la marginalidad y además son acusadas de usar la sexualidad como un servicio que ‘denigra’ la dignidad. Para la mujer, la sexualidad debe ser ‘sagrada’ y reservada sólo para la reproducción, no al goce, no al negocio. Un prejuicio muy arraigado y ante el que intentamos revelarnos”, explica a Tiempo Agustina Paz Frontera, periodista, poeta y organizadora del encuentro, junto a la artista visual Fátima Pecci Carou. “Se nos ocurrió generar un espacio desde el arte y la cultura, que incentive una forma problemática de pensar la sexualidad, los placeres, el abolicionismo. En un país que tiene una larga tradición con los Derechos Humanos, pero en el que siempre se pensó a las trabajadoras sexuales en función de víctimas, y no como un auténtico empoderamiento que puede tener una mujer que quiere trabajar”, arriesga Frontera.
El ágape incluye un menú variado: lecturas, bandas en vivo, conversatorio con trabajadoras nucleadas en Ammar –el sindicato de trabajadoras sexuales–, “tiraditas” de tarot y proyección de films porno-feministas. También la exposición de obras de arte: una vulva pantagruélica que invita a ser acariciada, creada por las artistas Mariana Lazo y Valeria Camerano Ceijas, engalana el salón principal.
Frontera, que forma parte del colectivo NiUnaMenos, resalta que en el último Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario hubo un taller renovador sobre trabajo sexual. “Antes sólo se abordaba el tema desde la trata o la ‘situación de prostitución’, o sea desde la vulnerabilidad. Se les decía que eran esclavas, víctimas del patriarcado, o que eran serviles al sistema. Se ponía en duda la voluntad de las trabajadoras. El feminismo también tiene que romper con esas miradas.”
Unidas y organizadas
Georgina Orellano es la secretaria general de Ammar. Poco antes de participar en el conversatorio junto a tres compañeras resalta que “es importante que se generen este tipo de espacios porque muestran el avance de las trabajadoras sexuales, que siempre estuvimos muy invisibilizadas”. Tiene 29 años y trabaja hace diez haciendo la calle, en Villa del Parque. “Si vuelvo a nacer, elegiría ser trabajadora sexual, ya no a los 19 años, sino a los 18, porque a la distancia creo que perdí todo un año”, arriesga orgullosa la morocha. Comenta también que abraza el feminismo que le da poder a las mujeres para elegir qué quieren hacer con su cuerpo. Sobre su rol sindical, Orellano rescata el carácter rupturista de Ammar: “Integramos la CTA, y muchas compañeras vienen de otros países a conocer nuestra experiencia. Tenemos muchas batallas ganadas, pero hay que seguir peleando por las políticas públicas, resistir las embestidas abolicionistas y las falencias de la política anti-trata.” 
María Riot es otra trabajadora sexual que combina en partes desiguales su labor con el activismo. “No vendemos nuestro cuerpo, primero porque es nuestro y no se puede vender, y segundo porque nuestra profesión no es otra cosa que ofrecer sexo a cambio de dinero”, afirma la joven de 24 años, nacida en el oeste del Conurbano. Comenzó en el gremio como webcamer en Internet, luego exploró los encuentros en el mundo físico y hoy incursiona en el cine porno-feminista, ético y alternativo. Aunque María prefiere llamarlo “porno” a secas. Pasa la mitad del año en Europa, rodando. Anuncia que en el futuro cercano quiere explorar el rol de directora, con producciones Made in Argentina. “Películas que le den más espacio al placer de la mujer, y no tanto al hombre, como se ve en las mainstream. Mostrar otras sexualidades y romper estereotipos.”
La dama del puerto
Para romper el hielo de la calurosa tarde, el escritor y periodista Osvaldo Baigorria lee fragmentos de Memorial de los infiernos, la ardiente biografía publicada por Julio Ardiles Gray en 1972, sobre la primera militante sindical e impulsora de la agremiación de las prostitutas en estas pampas, Ruth Mary Kelly. “Trabajó muchos años en prostíbulos, pero prefería ser una trabajadora independiente. Decía que era una artesana del sexo”, resalta Baigorria, quien luce un furioso rojo shocking sobre sus delgados labios. Recuerda que Kelly se ganaba la vida en la zona portuaria de Buenos Aires. Relojeaba en la sección marítima de la prensa los horarios de los barcos que arribaban. Puntual, se presentaba en los muelles, subía a bordo y luego pasaba varios días trabajando en los camarotes. “Venía de una familia de migrantes británicos venidos a menos, manejaba perfecto el inglés. Decía que el dominio de la lengua ayudaba a que los marineros la eligieran, porque podían conversar con ella.” Más allá de satisfacer sus deseos, los navegantes querían compartir sus andanzas y desandanzas en los siete mares. Los más atrevidos, incluso, llegaban a pedirle que les cosiera algún botón flojo de sus abrigos.
Kelly fue cultora de una ferviente militancia disidente dentro del feminismo. En los '70 se acercó al Grupo Política Sexual y al Movimiento de Liberación Femenina, tras su expulsión de la Unión Feminista Argentina. Siempre se reivindicó como prostituta y bisexual. Baigorria cuenta que pudo entrevistarla en un caserón de La Boca, en 1985, durante la primavera democrática. “Ella tenía 70 años y se jactaba de seguir trabajando. No decía ‘putas’. Hablaba de proletarias del sexo. 
Resaltaba que la prostitución era un trabajo y debía ser pagado con dignidad, sin proxenetas ni policías. Creía que el día en que todas las prostitutas del mundo dijeran ‘somos trabajadoras’, y en el que todos los trabajadores dijeran ‘somos prostitutas’, se haría la revolución. Ese era su ideario”. Ruth Mery Kelly murió en 1994, poco antes de que se formara la primera Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina.
La educación sentimental
En el patio del bar, Stella no hace rancho aparte y levanta la bandera de las trabajadoras sexuales trans. “Las putas hemos sido la vanguardia del feminismo. Las primeras mujeres alfabetizadas, las que les disputábamos la calle a los varones. Es muy injusto que se nos siga criminalizando y discriminando, y lo peor de todo, muchas veces por nuestro colectivo”, sostiene. Ejerce la prostitución hace una década. Hizo la calle dos años en Constitución, en pleno casco histórico de las putas. Pero luego decidió dejar el sexo exprés y empezó a atender a sus clientes en su departamento privado, en la zona de Acoyte y Rivadavia. “A diferencia de lo que se piensa, la mayoría de los clientes tiene necesidades de piel, pero también afectivas. Quieren ser contenidos. Nosotras somos educadoras sexuales”, cuenta Stella, y agrega que complementa sus ingresos trabajando como docente. Dice que muchas chicas son profesionales, pero eligen ser trabajadoras sexuales. Sin embargo, para la mayoría de sus compañeras travestis y transexuales, la calle es la única salida laboral. Por eso pide que se cumpla con la ley de cupo, para abrir nuevas posibilidades.
“Tienen que empezar a respetar nuestros derechos laborales”, se despide Stella y va hacia el rincón donde la “taróloga” Lu Martínez hace sus promocionadas tiraditas de tarot. “A las chicas que se acercaron les salió mucho la carta de La Emperatriz: la mujer seductora por excelencia, con mucha fuerza sexual”, asevera. Para la tiradora de barajas, el tarot ayuda a empoderar y es liberador: “Rompe los prejuicios”. A sus espaldas, cuelga un cartelito que advierte: “Bruja y puta. Si no te gusta, tu ruta”. 
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 11 de diciembre de 2016

Por quién repican los tambores

A fuego lento. Así templan sus tambores los muchachos de la comparsa Calzada Candombe. Sobre los adoquines del Pasaje San Lorenzo, en pleno corazón de San Telmo, arde una pequeña fogata junto al cordón de la vereda. Según los que saben, el fuego ayuda a conseguir la afinación justa del instrumento. “Igual, con este ‘lorca’ no hace falta tanta llama. Ni a palos pongo el tambor al fuego. Con treinta y pico de grados que debe estar haciendo, la humedad del parche se evapora solita”, explica con precisión meteorológica Gustavo Duete, el joven que dirige la comparsa llegada desde el partido de Almirante Brown, en el segundo cordón del Conurbano
En pocos minutos, cuando den las cinco, con puntualidad británica pero con ritmo rioplatense, los 50 integrantes de Calzada Candombe habrán dado el puntapié inicial de la 11ª Llamada de San Telmo, la fecha estelar del fixture candombero porteño. “Es el gran día, todo el año ensayamos para esta fiesta. Hoy vamos a ser miles tomando la calle”, resalta Duete, pintor de brocha gorda y fino ejecutor del repique. El hombre a cargo de la batuta no se equivoca. Según los organizadores, la cita reunirá a 30 comparsas, 1500 músicos y bailarines y a un hormiguero de más de 10 mil fanáticos, vecinos y curiosos que van a gozar al ritmo de los tambores en el casco histórico de Buenos Aires.
“Hoy formamos con una batea de 20 tambores. Un cuádruple cinco”, explica Duete el dibujo táctico que utilizará la comparsa. Antes de salir a la cancha, mejor dicho al empedrado, con aires menottistas les pide a sus compañeros que vayan para adelante, que no aflojen, que le pongan picante al andar. Son cultores del estilo Ansina, uno de los toques –junto al Cordón y el Cuareim– que integran la santísima trinidad del género. Cada uno lleva con orgullo el nombre del barrio oriental donde fue parido. “Lo nuestro mezcla un poco la cadencia y el palo y palo. La clave es ir alimentando a los muchachos durante todo el recorrido, para que salga lindo el candombe”, dice y se calza al hombro su fiel repique. “¿Sabés qué? Esto es un fiesta, pero sobre todo es un espacio que enseña a compartir. En la comparsa hay gente de todos los palos: cumbieros, punks, rockeros. Lo importante es que estamos en comunidad. En la misma tribu.”
Historia a contramano
Aunque vivió la cultura uruguaya desde la cuna –su madre y su marido son orientales–, Carina Vlajovich llegó al candombe por una cuestión epidérmica. “Siempre digo que la piel me llamó. Hace varios años, escuché los tambores en la calle, me acerqué y no los pude dejar más”, recuerda la joven, que le da duro y parejo al tambor chico en la agrupación Idilé. Carina colabora en Comparsas de Candombe Organizadas, la asociación civil que vela por el reconocimiento y la promoción de la cultura afro-uruguaya en la Argentina. “Ante la ausencia del Estado, las comparsas autogestionamos la llamada, que este año homenajea a Tito Quiroz, un referente de la colectividad. La idea es sumar gente de todo el país”, ansía la muchacha radicada en Avellaneda. Mientras reparte bidones de agua entre los acalorados músicos, resalta que, al igual que San Cristóbal y Monserrat, San Telmo es un barrio muy ligado a la negritud. Allí se radicaron durante la época colonial miles de negros esclavizados, traídos a la fuerza desde el continente africano. El recorrido de la llamada no es azaroso, sino que guarda en su seno un fuerte carácter simbólico. Se monta sobre la “ruta de los esclavos”, que unía el puerto –en la actualidad, Parque Lezama– con el Pasaje San Lorenzo. Las crónicas de época cuentan que los esclavos debían recorrer la calle Defensa, donde se los comercializaba. En el pasaje todavía se conserva la “Casa Mínima”, que el boca en boca popular rescata como el último hogar de un esclavo liberto en Buenos Aires.
“El recorrido de la llamada es en sentido inverso. Devuelve a los negros a sus orígenes, a sus ancestros”, resalta Vlajovich, mientras las primeras cuerdas comienzan su deriva. Con sus tambores y bailes, las comparsas empiezan a reescribir la historia por la angosta calle Defensa. Siempre a contramano.
Siga el baile
Casi llegando a la esquina de Estados Unidos, las comparsas avanzan apretadas, a paso de legión romana. La voz cavernosa de los tambores repite su incansable “borocotó, borocotó, borocotó”. Desde las veredas, la multitud acompaña con palmas la eterna clave: “chas, chas, chas, chaschás”. Algunos vecinos disfrutan el desfile sentados en sillitas playeras como si estuvieran en la Bristol. Comparten amargos y bizcochitos de grasa. En pleno sábado, los vendedores ambulantes se hacen el domingo vendiendo cerveza bien helada.
A la altura de Independencia, un grupo de turistas escandinavos intenta seguir el ritmo de los tambores, pero sus pasos tienen menos onda que una escuadra. “El baile es muy personal y libre, pero trabaja con energías de la naturaleza: el agua, el aire, la tierra. Cada una está ligada a un orishá”, explica Marcela Gayoso, docente de danzas afrobrasileñas. Comanda a una 30 bailarinas que le sacan brillo a los adoquines, acompañando a la comparsa Kumbabantú. Este año homenajean a Oshumare, el orishá de la serpiente y el arco iris que integra el nutrido panteón africano. Con coronas y trajes hechos a mano, las chicas hipnotizan con cada uno de sus movimientos.
“No hay nada que hacer, para bailarlo hay que tenerlo en la sangre”, afirma Joseline Martínez, empleada bancaria y bailarina que derrocha elegancia en la comparsa Curimbó, junto a sus hijos. Es uruguaya, pero vive hace décadas en Adrogué. Todavía recuerda su infancia en el barrio Piedras Blancas, ícono de la negritud montevideana. “Mi mamá Nair me llevaba a los desfiles del 18 de Julio y a las llamadas. Uruguay es la Meca, pero Buenos Aires también tiene lo suyo”, compara la dama ataviada de enagua y alpargatas blancas y radiantes. Vino acompañada por Liliana Pérez, una artesana que también llegó a la comparsa por invitación de sus retoños. “El candombe no discrimina, atraviesa toda la sociedad -dice Pérez y empieza a mover el esqueleto como en trance-. En realidad, somos una gran familia.”
¡Vamo' arriba!
En los grandes encuentros candomberos casi siempre se arma quilombo: un espacio de fiesta, liberado. Los integrantes de la comparsa Tambores Tintos, llegados en un micro escolar desde Ensenada, son expertos en hacer estallar el festejo. “Somos de familia carnavalera, criados en el Barrio Sur de Montevideo, la tierra prometida del candombe. Tocar ahí es como tocar el cielo con las manos”, dice Rubén Muela y sonríe mostrando sus fundas de oro. Lo secunda su sobrino Nando, un morocho musculoso que parece salido del casting de Espartaco. En el árbol genealógico familiar se destaca el fallecido artesano Juan Velorio, “el ingeniero de los tambores”, y los anónimos ancestros que los acompañan en cada llamada. Nando muestra sus manos curtidas y acaricia el pesado piano de más de diez kilos. La tarde pinta difícil, dice, por el calor, y el recorrido es largo. ¿Algún secreto para aguantar? “El ritmo gozoso y tomar mucha agua, que es el líquido refrigerante. La nafta es el tinto”, advierte.
A unos pocos metros, Claudia Salomone, lookeada como “mama vieja” –uno de los personajes icónicos de la cultura candombe junto al “yuyero” y el “escobero”–, se delinea los labios antes de salir a escena. Cuenta que la “mama” rescata el rol de la vieja ama de llaves colonial, la comadrona protectora de los jóvenes, eje de la colectividad. “En las llamadas me sale la africana que siempre tuve en secreto. Sólo me falta el color de la piel, porque tengo el alma y el corazón bien negro”, dice, y en el pasaje estalla una vez más el repique de los tambores. Así será hasta la medianoche y más allá. 
Hasta que las fogatas no ardan.
Publicado en Tiempo Argentino, por acá

viernes, 2 de diciembre de 2016

A brillar, mi amor

En el patio del Museo de Arte Popular José Hernández, brilla como un diamante el sol del mediodía. Artistas y artesanos disfrutan de un frugal almuerzo. En un rato comenzará la charla titulada “Para qué la joyería contemporánea”. Laura Giusti, una de las organizadoras de la muestra, spoilea de qué irá el coloquio: “Cuestiona todos los límites que te impone la joyería tradicional: los materiales, la funcionalidad, la estética, la portabilidad”. Giusti es argentina, pero su ingreso al mundo del diseño de alhajas se dio en Lima, Perú, donde trabajaba como actriz, en los noventa. Un día se deslumbró ante el encanto de unos aros que lucía una amiga. Le sorprendió saber que los había forjado con sus propias manos. “Yo no tengo ni perforadas las orejas, pero en ese momento quedé fascinada, y entendí que, si querés, te podés hacer tus propias joyas”. Semanas después dejó las tablas y se apuntó en el taller del maestro joyero Carlos Bernasconi. Comenzó a explorar los metales y otras materialidades. Se interesó por los diseños vanguardistas. “Hacía anillos, broches y colgantes. Les metía plata, plata y más plata. Ahora los miro con ternura: tendría que fundirlos”, bromea Giusti.
Mientras recorre una de las salas, la artista arriesga que, para los fundamentalistas, “joya es sólo una pieza que tiene oro, platino o piedras preciosas”. En la 1ª Bienal Latinoamericana de Joyería Contemporánea, bautizada “Puentes”, los visitantes descubren un universo más variopinto: broches tallados en madera de palo santo, pines moldeados con porcelana, pulseras de papel reciclado, hombreras forjadas con masilla epoxi, textil y acero, y hasta collares que combinan en partes desiguales fragmentos de botellas de tereftalato de polietileno –es decir, PET–, bolas de rulemán, imanes de neodimio y plata 900. “Desde la joyería contemporánea no nos interesa el valor del material per se –ahonda Giusti–. Creemos que en el mundo hay espacio para todos y por eso les abrimos los brazos.”
De lo artesanal 
Si el diseño de joyas fuera un deporte, podría decirse que Laura Ró hizo las inferiores en el Club Parque Field. Arrancó jugando con mostacillas y canutillos. “Con una amiga armábamos collares. En las fiestas, juntaba las chapitas de espumante para hacer pulseras”, dice la diseñadora nacida y criada en Rosario. Durante su adolescencia, empezó a visitar las ferias de artesanos, y al terminar el secundario pasó a formarse en la renuente universidad de la calle. Sobre el paño aprendió a trabajar con parsimonia los alambres y la alpaca. Vendía sus diseños en la playa del Paraná. Los bestsellers eran unos aritos bien caseros que costaban 50 centavos: “Les ponía goma de borrar cortadita como tuerca.” Después, Ró entró a Bellas Artes y se especializó en grabado, pero nunca pudo dejar a su primer amor, las joyas artesanales.
Es la primera vez que expone en un museo. Su obra se titula “El origen sale del corazón”: un broche de plata que debe prenderse del lado izquierdo. Buscó abordar la identidad latinoamericana. Para ello forjó en plata 925 un frondoso escenario vegetal, y le incorporó una pequeña figura de un indio del Far West, que sacó de la colección de miniaturas que atesoraba un ex novio. Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, la miniaturización es una liberación profana, una auténtica “salvación por lo pequeño”. Ró coincide con el autor del clásico Infancia e historia: “Me gustan las miniaturas, son mi fetiche. Y la figura del indio representa el renacer y las venas abiertas latinoamericanas que se conectan con el corazón.”
La artista chilena Liliana Ojeda obtuvo la primera mención con su obra “Vivimos como si no supiéramos que vamos a morir”, un collar que hibrida el trabajo con porcelana blanca y telas de algodón. El oficio de joyera, explica, supone manejar ciertas nociones básicas, como saber soldar, pero también la inquietud creativa. “La joyería tradicional entiende que cuantas más piedras tiene la pieza, mejor es. Nosotros tenemos otra búsqueda. No hacemos meros adornos.”

Con una agujita de oro
Jessica Morillo también traza puentes, entre la joyería y el arte textil. La punta del ovillo de su historia nace en San Miguel del Tucumán, donde se pasaba las tardes admirando cómo su abuela Esther y su mamá María Matilde despuntaban el vicio del crochet. “Ellas nunca quisieron enseñarme y recién en la adolescencia me decidí a tomar clases”, recuerda la diseñadora de 28 años. Tomó coraje, se anotó en un taller de jubiladas y en poco tiempo aprendió a empuñar las agujas. Arrancó haciendo macramé. Después, Bellas Artes y Diseño de Indumentaria. En el periplo se encontró con la joyería contemporánea y decidió sumarle su veta como tejedora. “Una joya puede ser un objeto valioso, pero también una idea valiosa que se materializa en un objeto”, arriesga la muchacha de cresta punk violeta luminoso. Su obra “Coraza / Aprender a hacer y deshacer el amor” es un pectoral hecho a base de retazos de tela, hilos, lanas y cordones que tejió durante más de dos años con paciencia zen-tucumana. “Es difícil vivir del diseño de joyas –advierte–. A veces se complica pagar la luz. Por eso doy talleres ambulantes, me las rebusco, paso a paso. Trato de no dar puntada sin hilo.”
Crónica publicada en Tiempo Argentino, se lee por acá