lunes, 28 de octubre de 2019

A brillar mi amor: Evita vive

A las 22:15 horas, el rostro de Evita volvió a brillar. Desde el décimo piso del Ministerio de Desarrollo Social erecto sobre la 9 de Julio, los reflectores alquilados por los trabajadores hacen justicia plebeya y dejan ver en su esplendor el rostro bello y encendido de la abanderada de los humildes, tatuado en hierro sobre la cara norte del edificio. Fueron cuatro eternos y miserables años de tinieblas que terminan. Esta noche, los trabajadores dijeron nunca más.
Sobre la calle Moreno, los laburantes estatales cantan la Marcha Peronista, tiran papelitos y se funden en abrazos eternos. Mariano Unamuno es secretario general de la delegación Salud de UPCN, peronista desde la cuna y evitista de la primera hora. La alegría no le entra en el cuerpo: “Encender el rostro de Evita es un hecho simbólico, una reivindicación justa y necesaria. Es el faro de este triunfo del campo popular”.
A unos pocos pasos, su compañera María le da duro y parejo al bombo. Cuenta que lleva 40 años laburando en el gremio de la Salud. “Cómo estoy, imaginate, la compañera Evita nos dio derechos, todo lo contrario a lo que hizo este gobierno. Nos agraviaron, nos dijeron que éramos la grasa militante, pero acá estamos, de pie. Ahora vamos a recuperar el ministerio, los derechos perdidos”, se despide la morocha, sin perder el ritmo del tamboril.   
Ignacio llora a mares, pero no se confundan, está feliz. Es trabajador del ministerio y milita en UPCN. Cuenta que cada vez que elevaba la vista y veía los rostros apagados le dolía en el alma. Hace unos días, con sus compañeros decidieron juntar unos pesos en una baquita y alquilar los reflectores. “No pudimos usar la iluminación original porque el vaciamiento y el abandono lo dejaron sin mantenimiento. Este es un granito de arena, un paso para arreglar el desastre que nos deja Macri.” Antes de despedirse, eleva la vista, contempla una vez más el rostro encendido de Evita y confiesa: “Esta noche se baila, se festeja, pero mañana vamos a estar laburando y poniendo el hombro por los más necesitados. Como hizo Evita.”
Publicada en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 16 de octubre de 2019

El libro gordo de Kapuscinski

“El mundo contempla el gran espectáculo de lucha y muerte, cosas que le resultan difíciles de imaginar porque la imagen de la guerra es intransferible. No se puede transmitir ni con la pluma ni con la voz ni con la cámara. La guerra es una realidad solo para aquellos que están apresados en su interior, sangriento, sucio y repugnante. Para otros no es sino una página en un libro o unas imágenes en una pantalla, nada más”. Ryszard Kapuscinski (1932-2007) creía que la guerra era una tragedia. Por eso cubrió -y sobrevivió- a 27 guerras y revoluciones en África, Asia, América y el Tercer Mundo infinito y más allá. También le ganó la partida varias veces a la malaria –ese “interior de una montaña de hielo”-, al hambre y a las balas.
Vivió en mil frentes de batalla y se quedó solo con su alma en ciudades fantasma mientras eran abandonadas en masa. Entrevistó a líderes populares, dictadores y señores de la guerra, pero también a sus víctimas y a sus vasallos. Narró la vida con mayúscula de los que pasan a la historia, pero también el día a día luminoso y miserable de la anónima gente de a pie.
Como ningún otro periodista (aunque no puedo olvidar a Walsh), Kapuscinski logró trazar puentes entre la ficción y la crónica, no sin polémicas. Incluso fue el primer escritor de no ficción barajado para el Nobel de Literatura. Autor de libros fundamentales para entender hechos clave de la segunda mitad del corto siglo XX, como la revolución iraní, los lentos procesos de descolonización, las guerras africanas y las latinoamericanas. A esta altura del partido, las palabras del escritor británico John Le Carré vienen como anillo al dedo: Kapuscinski es el “enviado de Dios”. Gabriel García Márquez -fana incondicional del autor de El Emperador (1989)- le dedicó piropos más realistas y aun mágicos. Lo apodaba el “maestro de periodistas”. Si lo dice Gabo… palabra santa.
Los libros de Kapu circularon desde los ’80 –todavía lo hacen- como un secreto a voces desde las ediciones grises de la colección Crónicas de Anagrama. Son longsellers inoxidables. ¡Atentos!, ahora hay novedades en el frente. En su colección Compendium, la editorial española acaba de reeditar el celebrado Ébano (1998) en un volumen acompañado del breve pero hercúleo Un día más con vida (2003), su relato melancólico y brillante sobre la guerra civil angoleña; Los cínicos no sirven para este oficio (2002), un patchwork de textos “conversados” desde intervenciones en conferencias y entrevistas, donde reflexiona sobre el rol del periodista y el violento oficio de escribir; y Viajes con Heródoto (2006), un diálogo entre sus propios viajes como corresponsal en el continente negro y el Asia mayor y menor por más de cuatro décadas y la obra Historia del griego Heródoto, su maestro. 
Del primer historiador de todos los tiempos aprendió a cultivar la necesidad imperiosa de conocer otros mundos, otras culturas, otros hombres y mujeres: “Heródoto viaja con el fin de encontrar una respuesta a su pregunta de niño: ¿cómo es que en el horizonte aparecen naves? ¿De dónde han salido? ¿De qué puerto han zarpado? O sea, que lo que vemos con nuestros propios ojos, ¿no es aún el límite del mundo? ¿Hay otros mundos todavía? ¿Cómo son? Cuando crezca, querrá conocerlos. Aunque más vale que no crezca del todo, que conserve un poco de ese niño curioso que es, pues solo los niños plantean preguntas importantes y de verdad quieren aprender.”
El grueso volumen de Anagrama, a mitad de camino entre el relato de aventuras on the road, la crónica guerrera de alto vuelo literario y el preciso ensayo histórico, reúne libros que muestran el músculo vigoroso del notable periodista en su plenitud. Cronista mayor del siglo XX.  El maestro Kapuscinski.

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

sábado, 12 de octubre de 2019

Corea del centro de mesa

Junto al cuenco colmado por granos de arroz gordos y blancos como copos de algodón hay un pote de juk humeante. También una docena de platitos bien surtidos con variedades de namul, panqueques jeon de verdura, pastelitos de pescado frito y otros mil manjares orientales. No olvidemos el afamado kimchi, último emperador de la gastronomía pensada y creada en la Península de Corea. El banquete pantagruélico está servido. Entonces, los palitos y la cuchara piden entrar en acción. El estómago del famélico cronista también. ¡¡¡¡Buen provecho!!!
Nuestra anfitriona es la amabilísima señora Mariana Park, propietaria del restaurante Han Guw Kwan (한국관), erecto en la calle Sarasa al 2100. Una de las tantas perlas culinarias que abriga el barrio coreano del Bajo Flores. Arrabal porteño, con pinceladas de realismo mágico asiático, demarcado por la Avenida Carabobo entre Castañares y Eva Perón, bien pegado a la siempre estigmatizada y multicultural Villa 1-11-14. Con sus carteles escritos con letras del alfabeto hangul y sus mil y una tiendas, el barrio parece sacado de una película Kim Ki-duk. Quizá también de una novelita de César Aira, ilustre vecino de Flores.
Compartimos mesa con Sandra Lee, cocinera permanente e intérprete de ocasión. También docente excelsa en gastronomía coreana, al frente del restaurante Take Sushi & Deli y uno de los motores de Gastro Corea Food Week, el evento que del 11 al 18 de octubre congrega 20 sedes en la Ciudad de Buenos Aires, para ofrecer la flor y nata de la cocina coreana, fusión y más allá.
Entre cucharada y cucharada de juk (saludable potaje de arroz hervido, mariscos y verduritas), Lee explica que la comunidad coreana en Argentina suma unos 30 mil integrantes, de los cuales aproximadamente 15 mil residen en el Bajo Flores. “Este es un típico espacio de reunión de la colectividad. En el barrio permanece mucha gente mayor que migró al país hace décadas. Hoy jueves somos pocos, pero si viene un sábado o un domingo, después de la misa, el salón seguro estará lleno.”
Hasta no hace muchos años, venir a comer al barrio coreano exigía una profunda pesquisa previa: los restaurantes estaban ocultos detrás de puertas anónimas, destinados a un uso casi exclusivo de la colectividad. Pero los tiempos cambian: ahora hay toda una nueva generación de fondas y locales abiertos a la calle –en varios puntos de la ciudad- con amplias vidrieras, menús bilingües y camareros pacientes que (casi siempre) explican y recomiendan los platillos.
Los precios –ítem perentorio en estos años miserables de crisis macrista- prometen ser populares durante la semana de Gastro Corea. Panza llena, billetera contenta.  
Un aplauso para la asadora
Han Guw Kwan, el emprendimiento que pilotea la señora Park desde hace 20 años, respeta ciertas normas de etiqueta de la vieja escuela. Por ejemplo, los comensales deben tener paciencia y tocar el timbre para ingresar a sus dominios, al estilo de los speakeasy gringos en los años de la ley seca. El establecimiento de Mamá Park -como cariñosamente se la conoce- tampoco ofrece ruidosas sesiones de karaoke o una ambientación demasiado aparatosa. En el salón principal reina un ambiente familiar, cálido en su ornamento, con una tevé plana que exhibe en vivo y en directo los noticieros transmitidos desde la distante Seúl.
A primera vista, hasta el más miope de los comensales porteños podrá notar que la cocina coreana es ideal para los ansiosos. No hay tiempo de espera entre plato y plato. Tampoco se discrimina entre entrada, principal, ensaladas, segundo plato y postre. Desde el minuto cero, se muestran todas las cartas sobre la mesa.
La jugada maestra guarda algunas contras. Por ejemplo, hace humo cierto suspenso y misterio que siempre acompaña como guarnición al arte del buen comer. “Te cae todo de golpe, pero ojo, esto no es un fast food. Creo que tiene que ver un poco con la idiosincrasia nuestra. El coreano es muy apurado. Tiene que aprovechar a full el tiempo, que literalmente es plata”, ensaya una precisa clase de sociología culinaria Daniel, un comensal que le da duro y parejo al kimchi, acompañado por su señora esposa y sus suegros. El pibe de 27 años y jopo digno de estrella del K-Pop complementa su exposición: “Quizá es una herencia de los que trabajamos en textil. Antiguamente se trabajaba a destajo, por prenda. En Corea es igual: te atienden al toque, comés y seguís laburando.”

Mamá Park corta finísimas tiritas de asado marinadas con salsa de soja, azúcar, aceite de sésamo y ajo. No lo hace con un cuchillo, sino con una tijera filosísima, como marcan los usos y costumbres de la cocina de sus pagos. Las brasas crepitan en la parrillita empotrada en la mesa, la asadora acomoda las piezas y comienza con el ritual del eterno retorno del vuelta y vuelta. El bulgogi, plato estrella de la casa, está presto en pocos minutos de tórrida cocción.

Sin dudas, la señora Park está a la altura del más excelso de los parrilleros de estas pampas. Entre risas, recuerda que cuando llegó a la Argentina en los años postreros del menemato –durante la segunda gran oleada migratoria coreana hacia Sudamérica-, el primer plato argento que probó fueron unas suculentas carnes que le preparó su parentela establecida en Buenos Aires. Su perdición es la tira de asado. Para acompañar deja de lado el kimchi. Prefiere una buena ensalada criolla.
Para comerte mejor  
“Corea es una península muy pequeña, con suelo montañoso y rodeada por el mar. Las cuatro estaciones son muy marcadas. Los inviernos son extremos, con menos 20º de temperatura. Entonces, se trata de aprovechar todos los ingredientes que nos da la naturaleza”, analiza la cocinera Sandra Lee, migrante llegada a Buenos Aires junto a su abuela a principios de los años ochenta.
Ante la adversidad, el pueblo coreano respondió con ingenio. El kimchi, plato emblema nacional, surgió de la necesidad de conservar los alimentos. “Desde la antigüedad, uno de los métodos de conservación era la sal, la echaban a los diferentes alimentos para conservar y eso los llevó a descubrir la técnica de fermentación. Así nace el kimchi”. Hay muchas variaciones del plato, pero el más popular y afamado es el bechu kimchi, a base de col china o akusay.
Lee asegura que la distribución entre proteínas, hidratos de carbono y grasas de la cocina coreana parece creaneada por un nutricionista de vanguardia. “Es comida que le hace bien al cuerpo, que está atenta al cuidado de la salud. Mi abuelita siempre me decía que tenía que comer de todo, pero siempre en la medida justa, nunca en exceso. Era una gran cocinera, sobre todo porque preparaba los platos con mucho amor. Como todas las mamás coreanas.”
Al cierre de la velada, Mamá Park ofrece un té de jengibre exquisito. Una ceremonia delicada y amorosa que recuerda al chado japonés. Sandra nos despide con una sabia enseñanza: “Por las guerras, las invasiones y la escasez, el pueblo coreano tiene una relación muy fuerte con la comida. Mi abuela me enseñó que nunca se tira nada. Ni un pequeño granito de arroz. En un granito de arroz hay diez gotas de sudor de un campesino.”
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 2 de octubre de 2019

Dios nos odia a todos


Dios nos odia a todos. Slayer se separa. La noche del domingo 29 de septiembre se despide de Buenos Aires y hay clima pesado de velorio en el Luna Park. A las 21, la hora anunciada para el inicio del funeral, las calaveras y cuatro cruces –obviamente– invertidas proyectadas sobre el telón, dan paso a la pompa fúnebre de Tom Araya, Kerry King y compañía. Antes de los primeros acordes de “Repentless” no hay saludos cordiales, pésames, ni mucho menos algún “que en paz descansen”. ¿Alguien lo esperaba? Entonces estalla un réquiem extremo, furioso y aún aterrador. La banda de sonido para el último viaje hasta el Hades con los cuatro barqueros del thrash metal. Hagan cuernitos y tomen una bocanada postrera de aire fresco. Nos dirigimos al infierno. Va a estar encantador.

En el campo, una legión de desquiciados, ataviados de estricta etiqueta negra y tachas, empieza a sacudirse duro y parejo. Una batalla cuerpo a cuerpo llena de codazos, mosh y revoleo de cabezas a un ritmo demencial. ¡Ojo con ese mastodonte con remera de Kreator que te tira el acoplado entero encima! Cuando explota “World Painted Blood”, el choque de humanidades es furibundo, colérico, pero también noble y leal. Incluso feliz.

Con “Postmortem”, primer “hit” de la noche –si existe tal concepto para estas sinfonías de la destrucción–, Slayer tira una patada voladora al pecho digna de Ruggeri y te empuja de regreso al lejano 1986. El año que parieron, de la mano del barbudo Rick Rubin y en plena era del conservador neoliberal Ronald Reagan, esa perla negra bautizada 
Reign In Blood. Menos de treinta minutos de riff furiosos y letras oscurísimas llenas de sarcasmo que los coronaron como la banda más pesada del planeta Tierra y todos sus inframundos. Lo seguirán siendo hasta el último de sus días. De los otros tres grandes del thrash –Metallica, Anthrax y Megadeth, por si hace falta recordarlos– solo queda la evocación de los años en que se daban una vuelta por el lado salvaje.

Pasan “War Ensemble”, “Discipline” y “Chemical Warfare”. Saltando con el cuerpo en llamas, quemado como por napalm, te das cuenta que Slayer nunca defrauda. Te pueden defraudar tus viejos, tus amigos, tu novia… pero nunca Slayer. Aunque Dave Lombardo (reemplazado por el amigo de la casa Paul Bostaph) ya no esté atrás del doble bombo, aunque a Jeff Hanneman (en su lugar está Gary Holt) le haya robado la vida una araña venenosa, la banda sigue siendo una aplanadora conducida por el ideario del mismísimo Satán.

Cuando suena “Season In The Abyss”, Araya te pide que cierres los ojos, que mires en las profundidades de tu alma. Por ahí tu mente te lleva hasta la Gran Pirámide en Gizeh, aquel video con los beduinos desequilibrados corriendo con camellos y caballos. “Y te volvés loco, loco”, te zamarrea el bajista nacido en Viña del Mar, Chile.
¿Querés más? Preparate. “Hell Awaits” hace tambalear la Catedral de Buenos Aires. Ni los rezos del cardenal Poli y del Papa Francisco que llegan desde el Vaticano logran exorcizar las guitarras endemoniadas del pelado King y su escudero Holt. Ningún Vade Retro.

Casi al final, te das cuenta de que la piba del pronóstico del tiempo no la pegó de nuevo. Con “Raining Blood” se larga un temporal de aquellos, con el cielo teñido de rojo shocking y la gente bailando una danza de la lluvia rabiosa y ancestral.
“Angel of Death” decreta el peor final. Ese momento en el cual notás que la pesadilla es de carne y hueso. Ese minuto en que Araya contempla desolado al público y te dice que hasta acá llegaron. Ese instante en el que comprendés que Dios nos odia a todos.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá


La primera lectora

Nuestra primera lectora. Esa era nuestra compañera Raquel Villagra, decana del equipo de corrección de Tiempo Argentino. Raquel murió el pasado domingo 22 de septiembre en la Ciudad de Buenos Aires a los 67 años. 
Aunque los científicos insistan en que los seres humanos somos puros átomos y moléculas, nosotros creemos que estamos hechos de historias. La de Raquel comenzó en el año 1952. Nació en la provincia de Tucumán y estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires. Allí conoció a Miguel, quien sería su pareja y padre de sus hijos. Trabajó como secretaria de Rodolfo Ortega Peña (su hijo se llama Rodolfo en honor al abogado asesinado por la Triple A en 1974). En 1977, con 25 años, debió exiliarse tras el secuestro y liberación de Miguel. Ambos militaban en Política Obrera, el antecesor del Partido Obrero. Fueron primero a Brasil y, tras una breve estadía en la industrial San Pablo, viajaron a Caracas, Venezuela.
Obrera de la corrección, Raquel se ganó el mango leyendo toda su vida. Ejerció con paciencia infinita el oficio por más de cuatro décadas. La corrección, artesanal faena que se encuentra en peligro de extinción en las redacciones del siglo XXI por los ajustes y la precarización.
Raquel puso sus ojos de lince claritos y sus manos siempre salvadoras al servicio de redacciones emblemáticas en estos pagos y más allá. La Patria Grande del periodismo combativo y comprometido. Desde El Diario de Caracas en los años setenta hasta Página 12 en los ’90, sin olvidar por supuesto a Tiempo en estos últimos nueve años.
Compinche de Eduardo Galeano –compañero eterno de su hermana Helena-, los ojos de cielo de Raquel fueron los primeros que disfrutaron –también mejoraron- buena parte de la obra del autor de El libro de los abrazos. En Patas arriba, Galeano incluye una historia basada en hechos reales sobre su amiga. Cuenta cómo Raquel y su marido Juan fueron salvados de un derrumbe en su hogar por la advertencia de su mascota: Lord Chichester. El gato que salvó un matrimonio.
Como buena artesana de las letras, Raquel remendaba las palabras siempre atenta, en silencio, con el comentario respetuoso, amable y justo para redactores y editores. Sentada cómoda frente al monitor, quizá escuchando a Chico Buarque de Hollanda o Las Danzas Polovtsianas de la ópera El príncipe Igor. También dando siempre charla sobre sus grandes pasiones políticas y lamentando los años miserables del macrismo. 
Cuando los delincuentes Sergio Szpolski, Matías Garfunkel y Mariano Martínez Rojas vaciaron nuestro medio, Raquel no bajó los brazos. Se la recuerda marchando, cantando y agitando banderas en pleno centro porteño. También participando activamente en las asambleas. Llegando temprano con un pan o facturas humeantes para alimentar a los compañeros que dormían en la redacción de la calle Amenábar. Cuando salimos del pozo a pura autogestión, Raquel se dedicó a trazar puentes con socios y lectores. Era la encargada de sortear los beneficios y adjudicar los premios. Siempre daba buenas noticias.
Disfrutaba de las comilonas familiares con sus hermanas Helena, Lily y Elsa, con sus primos y sobrinos. Y los brindis con su millón de amigos.
Amaba con locura a sus hijos Mercedes y Rodolfo, y sobre todo a sus nietos Gabilú y Ramón.
Para definir al lector, diría Macedonio Fernández, primero hay que saber encontrarlo, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. Estos párrafos escritos antes del cierre de edición de Tiempo, quieren darle nombre e historia a nuestra primera lectora. La decana.
¡Hasta la victoria siempre, Raquel!   «
Publicada en Tiempo Argentino, por acá