lunes, 8 de mayo de 2023

El grunge no murió

 “Grunge is dead”. Corre 1994 y la remera de Kurt Cobain grita lo que su propia muerte se encargaría de hacer carne: el final del grunge en los albores de la larga década del noventa. Pero, ¿murió el grunge? “Ni a palos”, refutan les muchaches de camisas leñadoras y borcegos curtidos que hacen fila frente al Teatro Vorterix en la noche gélida del lunes.

Peregrinaron hasta Colegiales para ver a los Stone Temple Pilots, miembros del furgón de cola de aquel parnaso conformado por Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y los más oscuros Alice in Chains. Tiempos de descuento del vaquero Bush padre en Gringolandia y también del nefasto menemato neoliberal en estas pampas. Con aura más cercana al hard rock, los californianos STP se montaron –copiaron, decían muchos críticos- a la ola parida en Seattle allá por 1992. Dosis desparejas de riffs pesados herederos de Led Zeppelin, una pizca de glam, muchas canciones gigantes y Scott Weiland, frontman endemoniado, digno hijo putativo de Jim Morrison.

Peor vida

Tres décadas después, con dos vocalistas que pasaron a peor vida –Weiland en 2015 y Chester Bennington, ex Linkin Park, en 2017-, por cuarta vez los STP suben a un escenario porteño a la hora señalada. Pasan los años, pasan los jugadores, pero la fórmula sigue intacta. Los hermanitos DeLeo, refinado Robert en bajo y manos mágicas Dean en la guitarra, y el blondo baterista Eric Kretz demuestran que la máquina sigue aceitada. En las voces los acompaña Jeff Gutt, el muchacho salido del reality X Factor que sin transpirar se carga al hombro la pesada mochila de Weiland y conquista a la hinchada desde el primer alarido.

El arranque de los paridos en San Diego –los pibes se conocieron en un recital de Black Flag en las postrimerías de los ’80- es una patada voladora que te lleva de vuelta a los noventa. “Wicked Garden”, “Vasoline” y “Big Bang Baby”, tres clásicos de clásicos de la santísima trinidad hecha disco: Core (1992), Purple (1994) y el más experimental Tiny Music… Songs from the Vatican Gift Shop (1996). Gutt se estira como un gato sobre el escenario y amaga con tirarse de cabeza al campo. Abajo es un infierno encantador.

Pila de himnos

¿Quieren hits? Los STP tienen pila de himnos. Entonces estallan “Big Empty” y, obvio, “Plush”. Con “Interstate Love Song” podés cerrar los ojos, viajar sin escalas a un desierto de la Costa Oeste y recitar sin saudade un poema de aires borgeanos: “Se va en un tren al sur / Sólo ayer, mentiste / Promesas de lo que parecía ser / Sólo vi pasar el tiempo / Todas estas cosas te dije”. Del sueño americano, o pesadilla a secas, te despierta el rayo láser de los grandotes de seguridad que “marcan” a los que hacen mosh o prenden un porro. Entre nos, les trabajadores me contaron que, en su día, los patrones no pagaron extra este 1º de Mayo. Hay que seguir luchando.

El cierre es a toda orquesta con “Sex Type Thing”. Con Gutt en llamas, para apagarse se tira en un clavado perfecto al mar de cuerpos y nada a la deriva entre los brazos. ¿Quién dijo que el grunge se había ido a pique? Los STP siguen a flote. Vivitos y coleando.

Publicado en Tiempo Argentino, por acá.

Mamás de Ayacucho

 «Vivos los llevaron. Vivos los queremos». La frase está tatuada sobre la fachada del Museo de la Memoria. Se puede apreciar en el mediodía lluvioso de marzo, en el corazón de Ayacucho, ciudad del centro-sur peruano, colgada de los Andes, a 2761 metros sobre el nivel del mar.

El mural muestra a un grupo de mujeres de pollera marchando con sus carteles memoriosos. Piden justicia por sus familiares, víctimas del terrorismo de Estado y de las guerrillas de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru durante los años ochenta y noventa. En el mural también puede leerse otra máxima: «Para que no se repita».

Según el Informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación del 2003, las dos décadas de violencia dejaron un saldo 69.280 muertos y desaparecidos en el país andino-amazónico. Ayacucho fue el departamento más castigado, con 20 mil víctimas. En Huamanga –como también se conoce a la provincia– el profesor de Filosofía, Abimael Guzmán fundó Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas enviadas por los presidentes Fernando Belaúnde Terry (1980-1985), Alan García (1985-1990) y el dictador Alberto Fujimori (1990-2000) ejercieron el terror contrainsurgente. Dos tercios de las víctimas eran de origen indígena, campesino y quechua hablantes. En quechua, Ayacucho significa el rincón de los muertos. También, el lugar donde moran las almas.

El Museo de la Memoria en Huamanga.
Foto: NGR
Las Mamás de Ayacucho y su lucha.
Foto: Nicolás García Recoaro
Memoria, Verdad y Justicia en el Perú.
Foto: Nicolás García Recoaro

Coraje y polleras campana

«Llevamos décadas buscando verdad, justicia, reparación digna, memoria para nuestros familiares. Esa es nuestra lucha», dice con voz firme pero serena Lidia Flores en el salón principal del museo, sede histórica  de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep). La estoica señora de acampanada pollera, manto de alpaca y tradicional sombrero huamanguino es la presidenta de la Anfasep. La acompañan la vicepresidenta Adelina García Mendoza y la primera vocal, Eudosia Conde Huamani. Son las Mamás de Ayacucho, corajudas mujeres que ponen el cuerpo en la organización de Derechos Humanos parida durante los años del sangriento conflicto interno.

Las Mamás cuentan que andan atareadas: preparan actividades para el próximo septiembre, cuando conmemoren sus cuatro décadas de lucha. Sueñan con sumar a las Madres de Plaza de Mayo al encuentro. Adelina suspira, mira un instante fotos de viejas marchas que cuelgan en el museo, viaja al pasado: «Nuestra historia empieza con la violencia de los dos lados, militares y Sendero. Asesinatos, desapariciones forzadas, torturas. Mamá Angélica fue la fundadora, le llevaron a su hijo de 19 años en julio de 1983 y empezó a caminar en búsqueda de justicia. Sendero asesinó a las autoridades de mi pueblo. Luego llegaron los militares, creíamos que íbamos a estar mejor, pero no fue así. Comenzaron a matar y a desaparecer. A mi esposo Zósimo Tenorio Prado lo sacaron de nuestra casa el 1 de diciembre de 1983. Así me sumé a Mamá Angélica y comencé esta lucha».

Los militares también secuestraron al marido de la señora Flores: «Entonces nos desplazamos de las comunidades para pedir justicia. Las autoridades nos llamaban ‘terrucos’, terroristas. No nos daban importancia cuando íbamos a Lima, pero nosotras marchábamos. Ni local teníamos».

Eran decenas de mujeres peregrinando por las fiscalías. Preguntaban por el paradero de sus hijos, nietos y esposos secuestrados por los Sinchis, los escuadrones de la muerte. El Estado las apaleaba, la jerarquía de la Iglesia las ignoraba, la sociedad peruana miraba para otro lado. Hablaban de «guerra entre indios».

Mamá Angélica, la pionera.
Foto: Nicolás García Recoaro
No Matar: la bandera histórica de la Anfasep.
Foto: Nicolás García Recoaro
Pinturas en el Museo de la Memoria.
Foto: Nicolás García Recoaro

¿Hasta cuándo tu silencio?

«Hasta cuándo, hijo perdido, hasta cuándo tu silencio…», ese era el canto que entonaban las Mamás cuando peregrinaban por las empinadas calles de Ayacucho. En la génesis, Leonor Zamora, alcaldesa de Huamanga, les brindó un espacio en el municipio para que realizaran sus primeras reuniones. Zamora fue asesinada por el Servicio de Inteligencia fujimorista en 1991. Los abogados Zósimo Roca y Emilio Laynes impulsaron a las mujeres para que conformaran la asociación a mediados de los ’80. Fueron perseguidos de por vida. El sindicato de maestros huamanguinos les cedió un local en 1984. El líder del gremio docente Alcides Palomino fue asesinado por militares en 1989. En la Casa del Maestro funcionó el primer comedor para miles de hijos de desaparecidos y asesinados desplazados por la violencia.

Eudosia hace memoria: «Puras mujeres salíamos, a los hombres se llevaban, a los jóvenes. Nosotras entonces nos organizamos». Para mediados de los ’80, las fosas comunes, los campos de concentración y las violaciones de los Derechos Humanos comenzaron a cobrar estado público.

En 1985, las Mamás recibieron la visita de Adolfo Pérez Esquivel. El Nobel de la Paz las acompañó en su primera marcha masiva y entregó un informe crítico al presidente García. El papa Juan Pablo II también estuvo en Ayacucho ese año. Las Mamás lo esperaron en el aeropuerto con una cruz de madera que llevaba escrita dos palabras: «No matar». No fueron recibidas por el Papa polaco.

En los tiempos del fujimorismo, Anfasep compró con donaciones un espacio propio, mudó el comedor –bautizado Adolfo Pérez Esquivel– y recibió mil y un golpes. Fujimori acusó a Mamá Angélica de ser «embajadora del terrorismo», luego de un viaje a Francia para un encuentro organizado por la ONU. Tuvo que pasar dos años en la clandestinidad, hasta que el Poder Judicial se dignó a desestimar la acusación del tirano neoliberal.

En los años que siguieron a la caída del dictador, surgió la Juventud de Anfasep y la organización colaboró activamente con la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. En 2005 inauguraron el Museo de la Memoria y su trabajo llega hasta el presente.

Lidia habla pausado, piensa cada palabra para relatar su caminata hasta este mediodía, reflexiona: «Hace 40 años llevamos esta carga. Mamá Angélica y muchas compañeras murieron sin saber del destino final de sus hijos y maridos. Seguimos caminando. Por eso el museo, los sitios de la memoria, nuestro trabajo. Para que la historia no se repita y el Estado cumpla con su obligación de justicia y asistencia a los familiares».

Para las Mamás, la historia se repite como tragedia en el presente del Perú. En diciembre, la represión en Humanga se cobró diez vidas, 72 heridos y decenas de encarcelados. La cúpula del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho (Fredepa), organización campesina y vecinal, fue acusada de terrorismo: siete miembros fueron trasladados entre gallos y madrugadas a Lima, donde siguen presos. Doña Flores es clara: «Nos hace acordar al pasado. El gobierno mata, viola los Derechos Humanos, acusa de terrucos a los que protestan. Son asesinos, ¿cómo puede ser que maten a nuestros paisanos?».

La ropa de las víctimas de la violencia.
Foto: Nicolás García Recoaro
Los utensillos del comedor de la Mamás.
Foto: Nicolás García Recoaro
La historia de las madres en imágenes.
Foto: Nicolás García Recoaro

Nunca más

Roberto Sulka Rafael es un joven antropólogo, miembro activo de la Juventud de Anfasep. Los militares secuestraron a su papá, Alipio Sulka Condori, el 28 de febrero de 1985, en la localidad de Allpachaca. Roberto todavía estaba en la barriga de su mamá Narcisa: «Era campesino y dirigente comunal. Lo llevaron a la base de Sachabamba, que era un campo de concentración. Nunca más supimos de él».

Roberto oficia de guía por el museo que narra la historia de la «violencia socio-política» en el Perú. La historia de un país, de miles de familias. Un bellísimo retablo ayacuchano pone en escena el devenir del conflicto y la lucha de las Mamás. Una celda y una fosa común recuerdan los horrores que sufrieron las víctimas. En un recodo, hay zapatos, chompas, pantalones y decenas de prendas de los desaparecidos. Muy cerca, la cruz que nunca recibió Juan Pablo II y pilas de platos de plástico, cucharas y ollas que alimentaron a los niños en el comedor Pérez Esquivel. Roberto creció en ese comedor: «Era todo un peso ser hijo de desaparecido. No podíamos contar nuestra historia en la escuela, porque nos discriminaban, nos señalaban, nos decían terrucos. Hasta el día de hoy, los fujimoristas nos siguen diciendo terroristas».

Las fotos de las madres cuelgan en el salón postrero del museo. Roberta las admira un buen rato: «Actualmente son 120. Muchas murieron sin saber el destino de sus familiares. Hay una gran deuda en este país. La Comisión de la Verdad entregó un informe de ocho tomos con las víctimas, pero dejó un noveno dando indicaciones al Estado peruano, para que cumpla con los familiares. Educación, salud, vivienda… No cumplió ningún gobierno. Por eso las Mamás siguen pidiendo justicia».   «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

La casa del Amauta

 Cuesta un Perú llegar al Cercado de Lima. Las avenidas de la popular barriada céntrica están agitadas. Los colectivos avanzan a paso de hombre. Banda de sonido: una orquesta de reggaetón, cumbia chicha y bocinazos desafinados. Bajo un sol tremendo, decenas de marchistas llegados desde las provincias postergadas del país andino-amazónico protestan contra el gobierno de facto. Vienen desde Puno, Cusco, Juliaca, Ayacucho, Cajamarca y mucho más allá. Acampan en el Campo de Marte, el parque de la resistencia. Cholos, indios, morochos, campesinos, obreros, laburantes. En la tarde transpirada, el subsuelo de la patria sublevada hace escuchar sus voces. Los Andes bajan al corazón de la bella y desgraciada Lima.

A pasitos del Campo de Marte, al 1946 de la Avenida Jirón Washington, la Casa Museo José Carlos Mariátegui es testigo, una vez más, de las luchas populares. La casita amarilla de modestos aires coloniales adonde vivió Mariátegui hace casi 100 años funciona como faro en la larga noche de fusilamientos, bastonazos y gasificaciones que vive el hermano país. Espacio vital donde el “Amauta” creó buena parte de su iluminador pensamiento. Ensayos, críticas, manifiestos, artículos a secas que iluminan las batallas de los “nadies”. Las ideas de un pensador vanguardista, latinoamericano, indigenista, marxista que hizo escuela. Amauta es una palabra de origen quechua. Se la usa para llamar a los sabios e iluminados. También al maestro.

Mural sobre el «Amauta» en el patio del museo.
Foto: Nicolás G. Recoaro
Libros de Mariátegui en la bilbioteca.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Peruanicemos el Perú

“Demasiado actual es el pensamiento de Mariátegui. Sólo basta con asomarse a las calles: discriminación, racismo, el problema de la tierra, del indio, la explotación. Sus ideas nos marcan en el presente”, cuenta Luz Tafur, responsable del programa educativo del museo y sapiente guía. En el estudio de la impoluta vivienda, Tafur es custodiada  por un corpulento óleo que muestra a Mariátegui sentado en una silla de ruedas, sonriente y cálido, con un dejo de melancolía.

La muchacha repasa la hoja de vida del Amauta. Mariátegui nació en 1894 en Moquegua, ciudad del sur andino, en el seno de una familia de trabajadores. Los Mariátegui eran pobres, sus vecinos eran pobres, los campesinos y obreros moqueguanos eran pobres, todo el Perú era pobre a principios del corto siglo XX. Historia repetida desde los tiempos de los salvajes conquistadores hasta los títeres neoliberales del presente.

Desde muy purrete, Mariátegui supo que la vida era adversidad. A los ocho años, sufrió un accidente que le provocó una anquilosis. La renguera fue otra prueba que debió superar el muchachito. Cuentan, los libros le salvaron la vida cuando llegó a Lima con una mano atrás y otra adelante. A los 15 años conoció el violento oficio de escribir. Fue cadete, alcanzarrejones y ayudante de linotipista en el diario La Prensa. “Ayudaba a los obreros o iba a buscar los artículos a las casas de los periodistas. No tenía un sueldo, le daban moneditas”, cuenta Tafur y señala una Remington aceitada que duerme la siesta en el estudio: “También usaba una Royal. El Amauta empezó a escribir artículos de muy joven en El Tiempo, en las revistas Mundo Limeño, Lulú y El Turf, intelectualmente era un iluminado.”

Autodidacta formado en la universidad de la calle, firmaba crónicas con el pseudónimo “Juan Croniqueur”. En ellas atendía con ironía la frivolidad de los patricios limeños. La “edad de piedra” llamó Mariátegui con sarcasmo a esta época seminal que va hasta 1919. Lejos de la crítica política, cerca de las vanguardias artísticas y los intelectuales tradicionales. En esos años también cultivo la poesía. Nunca publicó su anunciado poemario titulado simplemente Tristeza.

Su vuelo profesional bajo el ala del periodismo comprometido en la revista Nueva Época y el periódico La Razón lo llevaron en 1920 a un forzado exilio europeo. El presidente Oncenio de Leguía no soportaba las críticas al militarismo y el llamado a la agitación popular que Mariátegui sembraba en sus notas. Fue corresponsal durante sus derivas por el Viejo Mundo. En Italia se empapó de marxismo, presenció las protestas de los obreros de Turín, vio el nacimiento del Partido Comunista Italiano (PCI) en Livorno, departió con Antonio Gramsci y conoció a Anna Chiappe, el amor de su vida y futura madre de cuatro de sus cinco hijos. Retoma el hilo Tafur: “En 1923 regresa al Perú un nuevo Mariátegui. Comprometido con los movimientos revolucionarios, con ideas renovadoras para pensar nuestra realidad poscolonial. ‘Hay que peruanizar el Perú’, decía. En el ’24 desmejoró su salud, le amputan su pierna izquierda y un año después alquila esta casa y se muda con toda su familia. Fueron cinco años en este espacio, los más productivos de su vida. La escritura de La escena contemporáneo y los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, la fundación del Partido Socialista Peruano, los lanzamientos de la revista Amauta y de la Editorial Minerva. Trabajaba mucho, sufrió enfermedades toda su vida, creo que sospechaba que la muerte lo iba a atrapar joven.” Mariátegui murió el 16 de abril de 1930. Tenía sólo 35 años.

La portada del primer número de Amauta.
El bilbiotecario de la Casa-Museo de Lima.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Ni calco ni copia

Luego de décadas de abandono, el Estado peruano se hizo cargo de la casa limeña y abrió el museo en 1994, paradojas, durante la dictadura de Fujimori. “Estaba derruida, se hizo un trabajo de reparación y ambientación de época. Es un lugar histórico, como la casa de Belgrano o de Maradona para ustedes”, explica Joel Bazán, estudiante de Historia del Arte y voluntario. Para el alumno de la Universidad de San Marcos, casa de estudios pública reprimida por el gobierno de Dina Boluarte en enero pasado, el museo es un tesoro: “Mantiene vivas las luchas populares. Hay algunos que relacionan a Mariátegui con Sendero Luminoso, pero es una mirada distorsionada. Más bien representa las luchas de los pobres del Perú, a los que hoy llaman ‘terrucos’, terroristas.” En los salones, detalla Bazán, se exponen obras plásticas que hablan de esas batallas. También atesoran una mascarilla mortuoria del filósofo, forjada por el escultor Artemio Ocaña.

El “Rincón Rojo”, en el salón principal, es un espacio bellísimo, de techos altos y puertas kilométricas, el más fresco de la casa, donde Mariátegui solía realizar tertulias con la crema y nata política, cultural y bohemia. Hay un retrato que lo muestra dicharachero junto al poeta Alcides Spelucín, el novelista gringo Waldo Frank, su médico Luis Sánchez y Amalia La Chira, su santa madre a quien, cuentan, le pedía disculpas por algún desliz en sus escritos anticlericales.

Portada despedida de Amauta.

En el depósito editorial hay una impresora legendaria. También un cuadro con el Nº 1 de la Amauta, que lleva al mítico personaje cusqueño en la portada, ilustrado por el artista José Sabogal. “Fue una revista vanguardista que trajo nuevos paradigmas. Hacía foco en los silenciados, escribían muchas mujeres, llegaba a todo el país y al exterior. Textos que tienen relevancia para pensar estos tiempos de intolerancia y xenofobia en el mundo. Es curioso que casi no se lee a Mariátegui en las escuelas”, lamenta Ernesto Romero Cahuana, director del museo. Un mural sobre el pensamiento del periodista y una gigantografía de César Vallejo, otro amauta poético peruano, decoran el patio. Don Ernesto comparte un vasito de dorada Inka Cola y recomienda: “Lo decía Mariátegui, ni calco ni copia, sino construcción heroica, esa es la salida para nuestros países.”

La biblioteca del museo es la cereza del postre. Abriga 8000 libros. “Incunables de estudios sociales y la colección personal de Mariátegui y su esposa”, detalla Manuel Marcos, historiador a cargo del tesoro. Me deja chusmear los volúmenes que hojeaba José Carlos. Leo las dedicatorias: “Con todo mi afecto para el Amauta”, escribe a mano allá por 1929 el español Juan Chabás en la primera página de su novela Puerto de sombra. Cierra Marcos: “Poder tocar estos libros, leerlos, nos recuerda que Mariátegui no es solo el personaje de estatua, el mito, sino un luchador de carne y hueso”.

Por el Jirón Washington caminan los marchistas de regreso al Campo de Marte. Cuando pasan por la casa amarilla algunos se persignan, otros vivan al eterno Amauta, el maestro. Docente en lucha del Perú. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Hospital de barcos

 Con el agua al cuello. Así estaba Tandanor poco antes de que la Argentina se fuera a pique en la crisis del 2001. El naufragio en cámara lenta había comenzado durante el menemato. «Hacíamos agua por todos lados: la empresa estaba concursada, no cobrábamos los sueldos, dormíamos en los galpones. Pero los laburantes la sacamos a flote, algo de eso sabemos«, remarca, orgulloso, Marcelo Mazzullia, gerente de la Jefatura de Buques del astillero de la Armada Argentina.

Con más de 20 años en el gremio naval, don Mazzullia capeó junto a sus compañeros mil y una tormentas. Privatización, negocios inmobiliarios non sanctos con el predio portuario, renacimiento durante el primer kirchnerismo, vaciamiento en el macrismo y otra vez a flotar desde 2019.

Grafica el curtido obrero, viejo lobo de mar, en la caminata matutina de cara al Canal Sur del Puerto de Buenos Aires: «Nunca bajamos los brazos, resistimos y hace años que no paramos de crecer. Desde la reestatización, los trabajadores somos dueños del 10% de la empresa. Ya no es estar a flote, navegamos con viento en popa».



Bajo el sol otoñal, su figura queda diminuta frente a las moles flotantes que duermen la siesta seca sobre las plataformas. Titánicos petroleros, buques de carga y pesqueros escapados de algún sueño de Melville. Frente a los barcos, la escala humana se evapora para medirse con los océanos y los cetáceos. Navíos de 200 metros de largo y más de 30 de altura.

«Acá se te va el ego, somos hormiguitas reparando estos bichos, que a la vez son boyitas en la inmensidad del mar», dibuja con palabras Mazzullia. Dice que trabaja en un hospital de barcos: «Les curamos las heridas, son tratamientos para ponerlos a punto. Es una responsabilidad enorme. La botadura es el cierre de la historia, vuelven al agua sanos».


Más de 100 embarcaciones pasan todos los años por los talleres. El obrero recuerda el petrolero Illia de más de una cuadra de eslora, el granelero Vega Tauro que había encallado en el Estrecho de Magallanes y precisó 120 mil kilos de chapa para sellar su panza; el rompehielos Irizar, resucitado con 100% mano de obra nacional: «Con todos aprendí algo. Por eso, cuando los veo irse, los extraño».

Anfibia

Con 143 años de historia, Tandanor –Talleres Navales Dársena Norte, donde estaba emplazado en sus orígenes– pasó épocas muy buenas, regulares, malas y también muy malas. Las memorias del astillero y taller de reparaciones pueden ser leídas como una alegoría de la historia de nuestra patria en espiral: glorias, crisis, desinversión, tragedias, y otra vez volver a remar. Batallas (navales) argentinas.

La empresa Talleres Navales de la Marina, fundada en 1879 durante la presidencia de Nicolás Avellaneda para el mantenimiento de los buques de la Armada, es el tercer taller naval más importante del mundo. En 1922 fue renombrada Arsenal Naval Buenos Aires y en 1971 se constituyó como sociedad anónima con participación mayoritaria del Estado.


En los ’40 tenía más de 6000 operarios y en 1950 impulsó la carrera de Ingeniería Naval en la UBA. Durante décadas atendió sin respiro las necesidades de la marina mercante nacional. En 1992, pleno reinado del neoliberalismo, pasó al grupo privado Inversora Dársena Norte (Indarsa). En 1999 llegó la quiebra fraudulenta y la resistencia de los trabajadores. Néstor Kirchner declaró de nulidad absoluta la privatización. En 2007 decretó la reestatización.

Durante la primera presidencia de Cristina se produjo la incorporación de Tandanor, junto a su vecino Astillero Almirante Storni, al complejo Industrial Naval Argentino. El gobierno cambiemita intentó bajarle la persiana y no ahorró en palazos contra los trabajadores.


Desde 2020 vive un proceso de crecimiento (a pesar de la pandemia): tiene 500 laburantes que terminaron un buque hidrográfico Swath, construyen remolcadores y una embarcación polar. Como novedad, la empresa que depende del Ministerio de Defensa sumó proyectos para tierra firme: puentes modulares, mobiliario urbano y bases para la Patagonia y la Antártida. Una industria anfibia.

Sinfonía metálica

En los galpones del Storni trabaja José Luis Oca, un joven ingeniero naval formado en casa. Los techos son altísimos, besan el cielo. «Hacer un barco es como construir un edificio flotante. Chapa, madera, electricidad. Escuche ese ruido de soldadoras, de golpes de martillo, es una sinfonía«, entona Oca con metal pesado de fondo.

El Storni atesora el ARA Santa Fe, un submarino TR1700 Made in Argentina que empezó a construirse en los ’80 y quedó frenado. El taller asistió también a dos embarcaciones fabricadas en Alemania: el Santa Cruz y el San Juan, la nave que se hundió trágicamente en 2016 con 44 tripulantes héroes.

Hoy Tandanor estudia proyectos para construir submarinos. «Es un desafío supremo, porque hay que aprovechar espacios y tiempos, debe flotar y resistir la presión del mar, ser sigiloso. Es la F1 de los barcos«, detalla el ingeniero.

Observa un rato el esqueleto de la Goleta del Bicentenario, un proyecto de buque escuela, y los puentes modulares listos para ser emplazados sobre las vías del ferrocarril Sarmiento: «Durante el macrismo se frenó todo, años de tristeza e incertidumbre. Ahora hay ruido, vida, es la casa de 500 trabajadores».

La palabra atarazana es sinónimo de astillero. De origen árabe (ad-dar as-sina’a), significa «la casa de la fabricación». Frente al Margot, un pesquero que entró a boxes hace pocos días, Gustavo Castor Flores mueve andamios con la grúa sampi: «23 años en Tandanor, una vida. En verano nos cocinamos y en invierno somos cubitos, pero amo este oficio. Cuando me tocan vacaciones, a la semana quiero volver a trabajar con mis compañeros».

Gustavo es el artista encargado de lavarle la cara a los barcos. Pintó obras monumentales, como el Irizar: «me enseñó mi tío, que me hizo entrar en 1996. Acá somos compañeros, y sobre todo familia». El ingeniero Raúl Mario Ramis tiene ojos color océano y el pecho inflado de orgullo por la reparación del Irizar«la más grande de los últimos 30 años de la historia naval. Aunque muchos digan que las empresas del Estado no sirvan, se hizo acá, en Argentina».

A Claudio Rocha le toca una tarea pesada. Con 22 compañeros pilotea el Synchrolift, un ascensor capaz de hacer levitar buques de 15 mil toneladas: «Pesaditos, pero no hubo gigante que nos venciera». Compartió oficio naval con su viejo y lleva cuatro décadas en la empresa. Antes de volver al trabajo pesado, mira el puerto. Revela que nunca navegó. ¿Será preciso navegar? «Sería lindo algún día. Mi trabajo termina cuando bajamos el barco al agua y parten a altamar. Eso me hace feliz».

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

lunes, 3 de abril de 2023

Madres de la Plaza: la historia de la red de cuidadoras que las abraza

 “Madres de la Plaza, el pueblo las abraza”. La consigna se repite como un mantra cada 24 de marzo en el centro porteño. Un abrazo envuelto en palabras protege, cuida, acompaña a las mujeres que parieron la democracia hace 40 primaveras.

¿Pero qué sucede con ellas en su vida cotidiana más allá del abrazo simbólico? ¿Quién les da una mano en el día a día? ¿Quién se las dio por ejemplo durante la pandemia, que si nos afectó a tantos cómo no les iba a afectar a ellas? Las súper heroínas de la Memoria, la Verdad y la Justicia son mujeres de carne y hueso, con necesidades de adultos mayores –viejos son los trapos-, que muchas veces están solas a la hora de realizar un trámite, cobrar la jubilación, ver una película, dar un paseo o simplemente charlar mate de por medio.

“Es loco, pero más allá de las fechas importantes, como las de marzo y diciembre, identificamos que había un vacío en el cotidiano de muchas Madres. Necesitaban apoyo y acompañamiento. Así nació la idea de darles una mano, que es una forma de retribuirles sus gestas, sus luchas. Algo que parece chiquito, pero que ha sido muy significativo para muchas. Entendimos que ahora había que cuidarlas a ellas”, cuenta Ana Sofía Soberón, integrante de la Red Voluntaria de Acompañamiento a las Madres de Plaza de Mayo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

Soberón es trabajadora social y forma parte del Área de Salud Mental de la organización no gubernamental. Puso el cuerpo desde la génesis del proyecto: “en 2015 se acercaron con la inquietud Héctor Leboso y María Adela Antokoletz, amigos de la casa y militantes de las políticas de Derechos Humanos. A partir de sus miradas, identificamos que algunas Madres estaban solas a la hora de encarar ciertas actividades, muchas eran viudas, no tenían familiares que pudieran ayudarlas en necesidades cotidianas, en traslados… Tampoco estaba el Estado presente. A partir de ese vacío, se empezó a tejer la red”, recuerda Soberón. 

Patricia Panich trabaja en el CELS hace 23 años. Es psicóloga e integra el espacio de Investigación. Es una de las tejedoras de la Red desde el origen: “propusimos que estuviera formada por voluntarias y voluntarios. Desde un principio se pensó como un acompañamiento social, el ‘estar con’, pasar tiempo juntas, leerles, ver una película o hacer las compras. Pero fuimos sumando otros requerimientos, como acompañarlas a los médicos, a hacer trámites, al banco. Es un servicio social no terapéutico. Somos voluntarias con vocación de servicio, ganas de acompañar y devolverles algo de todo lo que hicieron por nosotres”. 

El grupo de voluntarias salió a la cancha durante 2016, en los primeros años del macrismo negacionista. El equipo estaba conformado por diez acompañantes. Detalla Panich: “llegamos a acompañar a seis madres en estos siete años de historia. Carmen Lapacó, Carmen Cobo, Marta Vázquez, Alba Lanzillotto, y a Carmen Loréfice, que actualmente vive en Mar del Plata.”

Soberón cuenta que con el acompañamiento se va construyendo un vínculo, una amistad: “en mi caso, la primera vez que me acerqué a la casa de Carmen Loréfice en Boedo, charlamos horas. Le interesa mucho la realidad política. No era ir todos los días, pero hablábamos por teléfono, o pasaba a tomar unos mates y caminábamos un rato, y le cambiaba el ánimo. Se forjó un vínculo.”

Panich recuerda una visita al Centro Cultural Conti en la ex Esma, cuando las Madres estaban de invitadas a ver una película: “fuimos en patota en una combi. La pasaron bárbaro, viendo una peli medio subida de tono, ellas se mataban de la risa, y nosotras coloradas. Después tuvimos una merienda espectacular, todas chochas y felices de la vida. Un recuerdo imborrable.”

La pandemia, con su aislamiento y cuidados obligatorios, fue todo un desafío para la Red. El equipo extremó los cuidados, tuvo que suspender las visitas presenciales y se centró en sostener el vínculo por teléfono: “a una Madre la teníamos que acompañar al cobro de la jubilación. Era todo un evento para ella; salir de su casa, del aislamiento. Así nos cuidamos en esa época”.

En los últimos tiempos, muchas de las Madres, que en su mayoría andan por arriba de los 90, nos han ido dejando. Reflexiona Sofía: “forma parte de la vida, y es duro para las integrantes de la Red. Es un duelo que hacemos en forma colectiva, acompañadas por Carmen Cáceres que nos coordina. Todas hemos pasado por esa pérdida, pero entendemos el rol significativo que tuvo la Red para ayudar a las Madres a transitar los últimos años de vida acompañadas y vitales. Es una experiencia hermosa, que también nos obliga a pensar en todos los adultos mayores que están solos y tienen necesidades.”

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martes, 21 de marzo de 2023

La larga marcha de Peter Lanzani

La carrera de 50 kilómetros de marcha en los Juegos Olímpicos de Tokio 2021 tuvo ribetes dignos de un film épico: 59 atletas de élite, 31 grados de térmica, 85% de humedad y un sol impiadoso en Sapporo, en el norte de Japón. Fue la despedida como prueba olímpica de la carrera de 50.000 metros, nacida en Inglaterra en el siglo XVIII. Una persecución a paso de tortuga en la que se intenta caminar lo más rápido posible sin llegar a correr y que combina dosis desparejas de resistencia, tenacidad y disciplina. 

Apretados como por un puño cerrado, puntuales en la aurora zarparon los corredores desde el Odori Park. A 19.000 kilómetros del Imperio del Sol, frente a la tele de su casa en el barrio de Boedo, Peter Lanzani se enganchó con la carrera: “Me gustan los deportes. Practicarlos y verlos. Esta carrera, con todo ese paso lento, te cansa solo mirarla”.

Cuentan las crónicas que la caminata veloz fue peliaguda desde el vamos. El papel protagónico fue interpretado por Dawid Tomala, veterano corredor polaco de rasgos melancólicos dignos de un film de Kieslowski. Lo acecharon como sombras el alemán Jonathan Hilbert y el canadiense Evan Dunfee. Detrás, un corredor sudamericano –nuestro héroe de película– arañó la gloria por un instante eterno. El modesto runner ecuatoriano Claudio Villanueva piloteó el pelotón largo rato, hasta que un desgarro lo obligó a abandonar la buena marcha, pero no la carrera. Tan de repente, el sacrificado migrante que había dejado sus pagos de Cuenca por falta de apoyo y partió a hacerse la Europa para perfeccionarse, empezó a ver cómo primero los punteros, después el pelotón y por último los coleros lo dejaban atrás. Quizá, en esos minutos en que coqueteó con frenar en seco, Villanueva pensó, sin sacar los pies de la tierra, en los cuatro años de sacrificada preparación, en su entrenador que había muerto pocos meses antes por el maldito Covid-19, en su familia. También, quizá, en algún film. ¿Cuál sería? Villanueva cerró los ojos, sacó fuerzas vaya uno a saber de dónde, siguió marchando.

“Una bronca te daba, porque el chabón estaba puntero y tuvo ese desgarro. Yo venía alentándolo, hora y media, como que teníamos un vínculo. Era una película con un flor de personaje que nunca se rinde”, sostiene Lanzani, en la previa a la sesión de fotos para Rolling Stone. En una fábrica perdida en el sur porteño, el actor pita un Philip Morris mangueado a este cronista y vuelve a la carrera: “El pibe siguió marchando todo destartalado. Me gustan esas historias de peregrinos, de caminantes, de gente que deja todo y salta… Destino incierto hasta llegar a la meta. Así entiendo mi oficio, la actuación, que es trabajo, disciplina y sacrificio. También, algo de magia. Buscar y buscar, como la historia del corredor, que al final llega a la meta. Ese es el camino”.

Las frías estadísticas dicen que el impasible polaco Tomala conquistó la medalla dorada en Tokio con un tiempo de tres horas y moneditas. Villanueva llegó una hora después, último. Fue recibido por un mar de aplausos, parecido al que inunda las salas de cine al final de una buena película. Un héroe de la constancia.

Viernes postrero de enero, bien temprano. Afuera el cielo se cae a pedazos sobre el arrabal. Adentro de la exfábrica, ahora centro cultural, se escuchan los baldazos. El olor a metal pesado y humedad perfuma el ambiente. Calle Iguazú al 400, triple frontera difusa que hermana las barriadas de Barracas, Parque Patricios y Nueva Pompeya. A pasitos, la estigmatizada Villa 21, cerca del fastuoso art decó del Palacio Ducó donde juega Huracán, no muy lejos de la avenida Sáenz de Pompeya y, más allá –cantaban los tangueros–, la inundación.

El diluvio que vino demora la llegada del vestuario para la producción fotográfica. Lanzani mata el tiempo conversando con el maquillador y les vestuaristes. Cuenta que viene de semanas movidas. Hace tres días se conoció la nominación al Óscar como mejor película extranjera de Argentina, 1985, el film sobre el paradigmático juicio a las genocidas Juntas Militares, en el que encarna al fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, escudero de Ricardo Strassera, fiscal general de la Nación interpretado por Ricardo Darín. La obra de Santiago Mitre, coescrita junto a Santiago Llinás, viene de cosechar el Globo de Oro en Estados Unidos, el premio del público en el festival de San Sebastián y varios galardones más aquí y más allá. 
En paralelo, Peter pone el cuerpo desde hace varios días en mil y una entrevistas para promocionar el lanzamiento de la segunda temporada de la serie El Reino, thriller político con producción de Netflix, protagonizado por Diego PerettiMercedes MoránNancy Dupláa y su amigo Chino Darín, coescrito por Marcelo Piñeyro Claudia Piñeiro.

En El Reino, interpreta a Tadeo, hombre de fe y pasado tortuoso, hijo político de un oscuro pastor evangélico devenido presidente de la Argentina. En esta segunda entrega, Tadeo –look mesías y tartamudeo arcano– inicia en el norte argentino un foco de resistencia contra la teocracia. Dicen los críticos, uno de los papeles más logrados de su polifacética y sólida carrera. 

Vasito de cartón repleto de té negro en mano, Lanzani detalla el método que craneó para darle vida a Tadeo: “Cuando leí el guion de la primera temporada, se me vinieron a la mente Dostoievski y el personaje de Aliosha, de Los hermanos Karamazov. Los dos tienen una búsqueda espiritual y esconden algo muy profundo. Cuando hablé con Marcelo, acordamos que ese era el corazón del personaje. El guion es una suerte de biblia, pero puede laburarse”.

Con inspiración dostoievskiana a flor de piel, Lanzani fue sumándole mantos al religioso Tadeo: un rosario de calvarios, el deseo de trascender, las dificultades en el habla para expresarse. Detalla Lanzani: “Un chabón que venía de una data muy evangélica y, después de todos los males que descubre en la primera temporada, se le derrumba un imperio. Pero sigue siendo bondadoso y lo mueve la fe. Quizá descubrió que la fe no es la religión, sino que es más una filosofía de vida, ayudar al otro. Para mí hay que rezarles a todas las deidades”.

Aliosha es el más pequeño de los hermanos Karamazov. El héroe del libro más célebre de Dostoievski, “la más magnífica novela jamás escrita”, la llamó Freud. El personaje lleva el nombre de uno de sus hijos, muerto a los tres años de epilepsia, durante el proceso de escritura. En la obra hay un diálogo bellísimo sobre religión entre Aliosha y su hermano Iván. Palabras que podrían ser de Tadeo, o de Lanzani: “Si no hubiera un Dios, habría que inventarlo”.

Dios no juega a los dados. O quizá sí. ¿Quién se anima a predecir el recorrido exacto de una vida? Que hable el primer valiente. Después de romper el hielo con una charla de precalentamiento, con Lanzani decidimos estirar las piernas. Será más de una hora de caminata. Un eterno retorno en círculos por el galpón deshabitado. “Parecemos un cuadro de Van Gogh, el de los presos dando vueltas en el patio de una cárcel”, bromea. La ronda de los presos es una obra terriblemente simbólica del maestro neerlandés, para quien la vida era una suerte de cárcel de paredes bien altas, con artistas condenados por los mercaderes y su látigo del destino.

¿Te gusta la pintura?

Toco de oído, pero alguna vez pinté. Mi abuela Amalia pinta al óleo, se dedicó a pintar toda la vida. Tengo cuadros de ella en mi casa. Es la única abuela que me queda. Mi abuelo Carlos Antonio falleció hace algunos años. Estuvieron juntos desde los 16. Cosa rara hoy, un valor interesante. 

¿Qué otros valores rescatás?

El laburo, el amor, la familia, la amistad. Son valores que no me gusta dejar atrás. Me fueron construyendo y me trajeron hasta acá. Lo que aprendí de mis viejos, de mis amigos, de una pareja, de mis compañeros de laburo. Desde ahí construyo todo.

¿Y cómo fueron las bases de esa construcción? Sé que naciste en los 90, durante los primeros años del menemato, en una familia de clase media de zona norte.

Infancia en Belgrano, de colegio, rugby en el club Alumni y culo inquieto. Somos cuatro varones, se la hacíamos difícil, y a la vez fácil, a mi vieja, Claudia. Ella es economista y docente. Mi viejo se llama Pablo y trabaja en sistemas. Son fucking nerds. No entiendo nada de esos mundos. Vengo de una familia muy unida, con ganas de hacer, de probar cosas. Raíces españolas de Galicia, Navarra y de italianos del norte. Somos muy argentos, sin nacionalismos. Cuando estuve filmando en Nápoles la serie de Maradona [la biopic Sueño bendito estrenada en 2021] me hice amigo de dos tanos y me llevaron a su casa, con la nonna amasando pastas, y fue comer y comer, la señora gritando: “¡Non ha mangiato niente!”. Me hacía acordar a mi familia. Tuve una infancia muy feliz.

Está la historia de tu pasado como “actor precoz”, modelo infantil de Mimo & Co cuando eras muy pibito, de tu llegada a las tiras de Cris Morena, ¿tenés idea de dónde viene tu deseo de ser actor?

Actores somos todos desde que nacemos. Cuando de pendejo te tirás al piso y te largás a llorar para que tu vieja te haga upa. A mi vieja no le daban los brazos para levantar a los cuatro [larga carcajada]. Por ahí el mío era un deseo medio kamikaze, porque estaba recién en el colegio, actuaba en alguna obra, perdía clases, aparecía en los actos. Después hubo un poco de inconsciencia, de hacer castings, quedar adentro, trabajar y trabajar. Y ahí siempre estuvo mi familia acompañando.

¿Qué te acordás de esos primeros años en la actuación?

Rutina de pendejo que trabaja: era 2006, tenía 15 años y arrancaba en Chiquititas. Me levantaba a las siete, colegio hasta la una, me pasaba a buscar mi abuelo Carlos Alberto y me llevaba a San Isidro a laburar al estudio hasta las ocho o nueve de la noche. Después, por ahí alguna clase de canto o de baile, o algún ensayo para el teatro. Volver a mi casa, hacer la tarea y a dormir. Al otro día, la misma historia sin fin. A mis viejos no les divertía mucho esa rutina, pero jamás me pusieron un pero. Yo quería actuar.

Una vida muy disciplinada, la del actor.

Es algo que aprendí en esos primeros años. Esta es una profesión, un oficio, como el de zapatero o deportista. Hay que estar a una hora puntual, preparar el texto, entrenar. Mirá, odio la mañana, pero vengo a cara de perro si es necesario, y ni se nota. Si no llegás temprano, te estás cagando en el otro, que trabaja con vos, y en uno mismo. Creo que la actuación es sacrificio, entrega, pasión, y algo de magia tiene. 

Vittorio Gassman, santo patrono de tu gremio, decía que el actor es como una caja vacía, y cuanto más vacía esté, mejor; interpreta un personaje y la caja se llena, después termina el trabajo y la caja se vacía. ¿Cómo llenás o construís a tus personajes?

Leo mucho, veo cine, eso hace trabajar a la imaginación, que es un trabajo actoral. Cuando voy a un bar, me gusta ver a la gente, cómo se mueve, pensar en sus historias. Leí en la biografía de Brando, que tiene un título buenísimo, Las canciones que mi madre me enseñó, que el tipo se paraba en cualquier esquina de la 5º Avenida en Nueva York y empezaba a flashear historias de los que pasaban: “Este es abogado, este cocina mal, este estuvo preso…”. Me gustan los actores que no son actores. Mirás una peli de Daniel Day-Lewis o de Meryl Streep, los Joker de Heath Ledger o Joaquin Phoenix, y están encarnados full flash, no les ves un hilo, no sé hasta qué punto actúan. Son sus personajes. 

Sos de encarnarte, entonces.

No es de metódico ni de obsesivo, pero hay una cuota de inmersión que me gusta. “Nerdeo” mucho, pero también me gusta trabajar con cosas que me suceden, desde lo que me pasa y lo que imagino. Me voy metiendo, pero tampoco cruzo una barrera a lo Jim & Andy. Con el personaje de Jorge Cyterszpiler, el primer representante de Maradona, que era rengo, esa característica física me ayudaba a meterme, y no me apoyaba tanto en lo emocional. En el rodaje los técnicos me cargaban: “¡Pará de renguear!”. Confío en el laburo en equipo. Por ahí terminás actuando para un foquista. Y si se lo cree él…

Para el papel de Alejandro Puccio en El clan (2015) tuviste que pasar siete castings, fue arduo el trabajo de construcción de ese personaje.

Era mi primera película y fueron como ensayos para entender el mundo en el que me estaba metiendo. Era una gran historia, conocía algo porque mi viejo jugó al rugby contra Puccio. Yo venía de las tiras de televisión y llegó ese momento en que te preguntás “¿salto o no salto?”. Salté y descubrí otros mundos por medio de la actuación, por encare de personajes, por búsquedas a la hora de construir. 

Después llegás a la serie Un gallo para Esculapio (2018), con dirección de Bruno Stagnaro. El de Nelson fue otro personaje que te marcó. 

Sin dudas. Nos fuimos a Misiones a rodar con un equipo chico. Tocábamos las puertas de las casas, charlábamos con la gente, tomábamos tereré. Yo grababa y empezaba a sacar la tonada misionera de Nelson. Una onda Nuevo Cine Argentino. Acá filmamos en trenes y otros lugares sin permiso. Por ahí a veces miro un guion denso, difícil, digo que no lo puedo hacer, pero me pongo a trabajar y a trabajar, y al final lo hago.

El teatro es otro de los territorios que exploraste. Hiciste Equus El emperador Gynt, una adaptación de Ibsen, donde interpretabas 14 personajes en escena. ¿Qué diferencia hay con el cine?

Es como jugar al fútbol cinco y al de once. En el teatro salís a escena y tenés que jugar. Si hay un error, hay que remar hasta el final. Es un espacio para sumar horas de vuelo, jugar, cruzar barreras y abrir puertas medio deep. En Equus, que habla de la salud mental y del suicidio, me tenía que poner en bolas. Bueno, vamos, experimentamos. Sale bien, sale mal, así es la vida. Me gusta ir al límite, a lugares incómodos, porque ahí no tenés los mecanismos de autodefensa para resolver.

Sigue la ronda, Lanzani pide otro pucho. Confiesa: “Todo lo que perdés la cabeza en el armado de un personaje lo tirás a la basura en el rodaje. Me pongo a las órdenes del director y empezamos a construir de nuevo. Igual algo queda. Si me decís ‘escena 23’, yo sé dónde está el personaje; ‘escena 54’, lo mismo. Puedo parecer un loco, pero es así”. Lanzani hace estallar una carcajada demencial que retumba en el galpón. Interpreta a un loco. O a un actor muy cuerdo. Uno de esos que, más que una fotografía, con sus actuaciones construyen una pintura al óleo. Como las que pinta la abuela Amalia.

“Me emociona ver lo que estás haciendo con tu camino del Artista… Aplausos de pie y de puro corazón por este premio a vos, mi Peter querido, y a todo el equipo de Argentina, 1985”. Son palabras firmadas por Cris Morena en sus redes sociales al conocerse la nominación al Óscar. En su adolescencia, Lanzani fue star refulgente de la escudería de Morena. ChiquititasCasi ángelesTeen Angels… Televisión, cine, teatro, recitales, giras mágicas y misteriosas… Entre 2006 y 2012 compartió elenco y banda pop con Lali EspósitoNicolás Riera, la China SuárezGastón DalmauNicolás VázquezEmilia Attias y siguen las firmas. Centenares de capítulos en TV con cumbres monumentales de rating; seis discos de estudio y tres en vivo con certificado platino y oro; tours por Sudamérica, Europa e Israel; y hasta un film 3D, un videojuego online y una computadora tuneada con el logo de la banda teen. En un conocido shopping de la zona norte del conurbano había un Fans Store oficial de los Teen Angels, donde se podían comprar posters con la cara de Peter, postales con la cara de Peter, remeras con la cara de Peter, muebles con la cara de Peter, perfumes con la cara de Peter… Más de una vez debe haber puesto la cara Peter para firmar autógrafos en ese reino del consumo. 

“Época medio de beatlemanía y de mucho aprendizaje. Giras, un seguridad ex Mosad para cada uno cuando fuimos a Israel, salir del Gran Rex y que la camioneta quede varada en un mar de gente, estadios repletos. Había una data de inconsciencia que estaba buena, para no caer a tierra”, dice Lanzani, ya sin cara de ángel, antes de posar para el fotógrafo. A sus 32 años, Peter es dueño de un rostro bien porteño, del pibe que es amigo de todes en la escuela. Tiene una mirada que se ve honesta, transparente, con un dejo de melancolía.

¿Te quitó algo esta profesión?

Para empezar, el anonimato. Pero hace 17 años que me pasa. Igual me encargué de no privarme de cosas. Ser social, estar con mis amigos, hacer deporte, ir a leer a bares, ponerme los auriculares y salir a caminar. Creo que nunca se me subió la fama a la cabeza. Cuando llego al club a ver a mis amigos, no llega la “estrella”, sino el que va a preparar el próximo fernet, como hicieron todos. 

La otra cara, ¿qué te dio esta profesión?

Si se mira de afuera, este trabajo es medio un delirio, un mundo a veces idílico. Sé que soy un afortunado. Conozco a mucha gente que está tratando de hacer el mismo camino: cine, series, teatro, y no es fácil, todo lo contrario. Soy un afortunado de haber llegado hasta acá, con trabajo duro se puede llegar. A mí me gusta contar historias. Estoy abocado a esa palabra medio rara, el arte. ¿Qué es el arte? Qué sé yo qué es el arte. Es mi oficio. Es eso que pasa cuando ves una película y te ponés a llorar por un chabón que perdió a su mamá, como si la hubieras perdido vos. 

¿Te pasa seguido eso de llorar por el arte?

Todo me hace llorar, creo que soy muy sensible. Con el Colo Fisner, el amigo que vive conmigo, vimos la última película de Carax, un musical hermoso, pusimos play y llorábamos a mares. Poníamos pausa para armar un fernet, de nuevo play y otra vez a llorar desconsolados. ¡La concha de su madre! Eso es arte. Que te cuenten una buena historia, que te olvides de que hay una cámara, un director, un actor. Lo único que importa es eso. 

Mediados de febrero en Buenos Aires. La ciudad es un infierno, con la térmica ardiendo cerca de los 40 grados. Viernes de napalm. Llamo a Marcelo Piñeyro, director y guionista de la serie El Reino. Experimentado profesional del universo audiovisual, reflexiona con tórrido entusiasmo sobre los trabajos de Lanzani. Brilló en El clan, El ángelUn gallo para Esculapio, 4×4: “Peter logra disolverse en los personajes. En cada uno de sus trabajos, descubrís un Peter nuevo. Cuando, por lo general, los actores llevan el personaje hacia sí, él se disuelve, no quedan restos del Peter real. Y cuando vas a corte, vuelve a ser Peter”. 

Piñeyro, con décadas sobre el lomo en el trabajo con actores, detalla planos del oficio: “El aspecto racional, que tiene que ver con la comprensión del personaje, y otra cara emocional. Tadeo es un personaje atípico, poco naturalista. Peter trajo muchas propuestas. Le dedica mucho tiempo a la búsqueda, y eso no es tan típico. Tiene una entrega enorme, se zambulle y ahí se reinventa”.

El Reino es una producción que hace foco en los lazos entre la política y las religiones. Enfatiza el cineasta, un tópico demasiado actual: “El regreso de los fundamentalismos religiosos, el rol de las iglesias, la manipulación de la gente, temas que invitan a la reflexión racional y emocional. El personaje de Tadeo está atravesado por esos temas, pero más que nada por la fe. Es el único que no utiliza la fe. Simplemente cree”.

Peter Lanzani le gusta el rock. También el tango. “Escucho de todo. Tango a la mañana, tomando mate. Listas enteras –dice–. Los tangueros cuentan buenas historias, parece que están actuando. Luca Prodan les pegaba a los tangueros. El pelado decía que eran todos trolos porque cantaban que sus minitas los dejaban y ellos las querían recuperar. Tratala bien, hermano, así no te dejan”.

Más allá de haber cantado en Teen Angels, ¿probaste suerte con algún instrumento?

La música me fascina, pero no es lo mío. Hace un tiempo me enganché con el piano, y me di cuenta de que no soy ducho. Si me dicen, pongo el dedo acá o allá en las teclas, algo saco, pero no más que eso. Mis amigos del colegio son todos músicos.

Sos amigo de los Bandalos Chinos.

Me fui de gira con ellos, todo muy loco. Fui plomo, una vez tuve que mandarme al escenario para conectar unos cables. Pero lo mío no es la caja de herramientas, no sé arreglar nada. Ponía fuerza bruta para cargar equipos, la parte de atrás del espectáculo. 

Sobre el detrás de escena, Lanzani tiene inquietudes acerca del presente y futuro de la industria cultural argentina. Pensar el oficio, desde el oficio. En 2020, en plena crisis pandémica, con varios colegas creó la Asociación Civil de Trabajadores del Arte. Buscaban estimular la creación de contenidos de ficción: “Pero no funcionó, nos cansamos de pelear. En la postpandemia no hay incentivos, pese a que tenemos una película nominada al Óscar y se está rodando otra vez. Tenemos una industria que da pelea, gente muy talentosa en todos los rubros. Me tocó trabajar con grosos: Trapero, Santiago Mitre, Luis Ortega, Stagnaro. Gente de la que aprendí mucho”.

Peter tiene una frase de la película Gladiador bordada en tinta en su brazo derecho: “What we do in life echoes in eternity” (Lo que hacemos en vida tiene eco en la eternidad). Vio la película muchas veces: “Me encantan las epic movies”. Y, casualidad o no, le puso acción a la película más épica de los últimos años, Argentina, 1985. Una épica que no es solo una explicación para el éxito y los aplausos que cosecha, sino que recuerda cómo construimos la democracia argentina, todos los obstáculos que tuvo que atravesar, todos los acuerdos que socialmente hicimos para poner en boca de la gran mayoría democrática “nunca más”.

El Juicio a las Juntas Militares fue la piedra filosofal de la justicia, parte fundamental de la tríada que se forma con memoria y con verdad. En la sentencia pasaron muchas cosas, al menos estas tres: uno, fue la primera vez que se probó la existencia de un plan sistemático de exterminio por parte del terrorismo de Estado encabezado por los militares de las juntas; dos, se conocieron ampliamente los métodos represivos a los que recurrió la dictadura y hasta las personas más indiferentes conocieron la verdad de esa historia reciente; tres, las instituciones del país dieron un mensaje permanente: los crímenes contra la democracia van a ser juzgados.

Peter actúa el guion de Santiago Mitre Mariano Llinás. Les cuenta a las generaciones que crecieron sin autoritarismos lo que hizo el fiscal adjunto de 32 años Luis Moreno Ocampo para que los genocidas rindieran cuentas, junto con el fiscal Julio Strassera. Porque los dinosaurios no sé si van a desaparecer, como canta Charly García, pero si juegan a romper la democracia los espera una sociedad que no se olvida. El derecho a la justicia es casi siamés del derecho a la verdad y el testimonio de Adriana Calvo provocó un clic masivo. Detalla el actor: “Es una película de la democracia, que habla de la humanidad. Los protagonistas no son Strassera y Moreno Ocampo, o los militares de la Junta, la peli habla de Adriana Calvo, que se sienta en el estrado y cuenta que la obligaron a parir a su bebé en un auto. Si hacés oídos sordos a esa historia, estás muerto, vieja”. Después de parir, Calvo y su hija fueron llevadas al Pozo de Banfield, donde el médico condenado Jorge Bergés le cortó el cordón umbilical y fue obligada a limpiar el piso del centro clandestino de detención. 

“Peter tiene sus sentimientos en la mano, es candoroso, no tiene pudor, no tiene ego, es increíble. Expresa mucho compromiso en su actuación, mucha honestidad. Para mí estar encarnado en Peter Lanzani está muy bien”, dice Luis Moreno Ocampo por WhatsApp y suma una clave de lectura política: “La película cruza el tiempo y el espacio”. En el 85 era muy importante que la gente que no compartía las ideas sobre el juzgamiento las entendiera. El personaje de la madre del fiscal representa ese sector. Hoy, para las generaciones sub 40 la democracia es la normalidad. La película cruza cuatro décadas y explica lo que pasó. También cruza el espacio, las fronteras. En Estados Unidos y Brasil tuvo mucho éxito, son países donde a la democracia se la ve en riesgo, donde tuvieron episodios de gente que se movilizó para destruir el Congreso, las instituciones. Y en España también tuvo muy buena recepción, por otros motivos, ven el Juicio a la Junta como algo que ellos no hicieron. “La película pega en un tema fundamental en todo el mundo: Argentina, 1985 se convierte en el mundo 2023”.

Moreno Ocampo tenía tu edad en el momento del juicio.

Sí, y es una peli de la juventud, que muestra la labor de los pibes de la fiscalía. Juzgar a la dictadura es hacer política y es poner coraje; y lo hacían los pibes, porque los de la edad de Strassera no lo hacían. Está bueno hablarles a las nuevas generaciones de ese ejemplo, no olvidarnos de que esta historia pasó en nuestro país. La democracia no es un lugar al que llegás, es una construcción de todos los días y de todos. 

¿Cómo es un actor en su vida cotidiana? ¿Se parece en algo a sus personajes? ¿Reflexiona sobre su trabajo o, tras quitarse el maquillaje y el traje, vuelve a ser uno de nosotros, una persona del montón, anónima y desconocida? ¿Con qué sueñan los actores? “Siempre quise ser campeón del mundo. Messi me cumplió el sueño del pibe en diciembre”, dice Lanzani, ataviado para las fotos con la camiseta celeste y blanca. Peter festejó la tercera estrella saltando en la 9 de Julio. Abrazado con millones en el domingo de gloria de la patria transpirada. “Messi es un referente, igual que Ginóbili. Correctos, inteligentes, en la búsqueda, pero siempre con los pies en la tierra. Es fácil perder la cabeza cuando estás en esos lugares. Cada cosa que hacen deja un mensaje, y no son chabones que dicen ‘te vengo a enseñar’. Por eso son referentes”.

¿Y de tu profesión quiénes son tus referentes?

Con Darín nunca había laburado. No me sorprendió el tipo de actor que es, un capo. Me atraparon su humanidad y su extrema generosidad. Aprendí mucho. Tiene una presencia, algo espiritual, un aura. Se clava, empieza a actuar y no para. No “furcea” nunca. Habrá tenido un error al mes y medio de rodaje, no se puede creer. Igual, todos “furceamos”. Brando, que cambió la historia de la actuación, que llegó al estudio de Apocalypse Now pelado, gordo, sin leer el guion y tiraba dos palabras y prendía fuego todo, decía que “furceamos” en la vida cotidiana. No está mal que nos pase a los actores, ¿no? 

En unos días podés ganar otra tercera estrella, esta vez para el cine argentino, en los Óscar. ¿Qué te pasa por la cabeza?

Es parte del camino. El Óscar, los premios, donde no necesariamente gana el mejor, son el broche del trabajo de mucha gente. Muchas veces los premios terminan sosteniendo un libro en un estante de una biblioteca. Pero qué lindo ganarlos. ¡Está la Argentina ahí! Creo también que el premio es ver que pasan nuestras películas en los festivales, que la gente las entiende, las aplaude. Ahí se completa nuestro trabajo. Igual, creo que el arte no es el resultado, es más bien el proceso en el camino. 

Peter apaga el último cigarrillo y encara para la salida del galpón. El actor se vuelve vecino, camino a la república de Boedo, lejos de las cámaras, sin maquillaje, sin traje, distinto del de las tapas de revista, pero igual a él. Un caminante. 

Perfil publicado en la revista Rolling Stone, por acá.