lunes, 29 de mayo de 2017

Una mordidita

Bela Lugosi no murió. Vive en los pálidos clones que aguardan impacientes su turno para ingresar al edificio de aire neoclásico de la Societá Italiana Unione e Benevolenza. Las calles del barrio de San Nicolás son una boca de lobo. La luz solar es solo un mal recuerdo. Una llovizna fantasmagórica completa una postal digna de Transilvania, en pleno centro porteño. 
"Sin duda, señor, Lugosi es el Drácula icónico, el hombre que vestirá eternamente la capa. Sin embargo, hoy me vine con un aire más contemporáneo. Un homenaje al Drácula de Gary Oldman, porque justo se cumplen 25 años del estreno de la película de Coppola. Los lugosianos me miran con desconfianza. Pero yo no me hago mala sangre", explica el actor y escritor Gabriel Sosa, ataviado con una peluca blanquísima y colmillos haciendo juego. Sosa es autor de la saga literaria El Quinto Conjuro y habitué de los eventos recreacionistas. Esta noche oficia como maestro de ceremonias en la mascarada que homenajea al vampiro más célebre de la historia. "Creo que la cultura vampira es atemporal –arriesga, poco antes de volar hacia el escenario para inaugurar la velada–, pero también está relacionada con la seducción. Todos, por lo menos una vez en la vida, fuimos hipnotizados por un vampiro." 
Desde el tablado, Sosa saluda con modales de aristócrata y recibe el rabioso alarido de la audiencia. Esquiva con destreza los mortales flashes que disparan los fotógrafos. Luego toma el micrófono, sonríe haciendo gala de sus filosos incisivos y desembucha: "Tantos siglos hemos esperado este momento los de nuestra clase, y finalmente llegó. Esta noche hemos salido de nuevo a las calles para seducir a los noctámbulos, esos patéticos mortales. Hoy podremos saciarnos, colegas, hay sangre por doquier. Pero, por favor, no se me empachen." 
A sangre tibia 
"Hay gente a la que le gusta jugar al fútbol. Bueno, a mí me gusta la cultura gótica y el terror", asevera sin espantarse Adrián Juárez, pope negro de Gothic BA, la productora madre del encuentro vampiro. Desde hace más de una década, organiza eventos con aire dark, espíritu recreacionista y nervio contracultural. No le va mal: la fiesta vendió más de 300 tickets anticipados. Celebra dos momentos bisagra en la cultura vampírica: los 120 años de la edición del clásico sempiterno de Bram Stoker y las bodas de plata del film de Coppola. Es fan de Drácula desde su tierna infancia, cuando le agarró el gustito a desvelarse con el cine de ciclos como Viaje a lo inesperado. Christopher Lee es su conde favorito. "Creo que la figura del vampiro resume varias pulsiones capitales: la sensualidad, la muerte y lo prohibido", reflexiona, mientras se acomoda el delgado antifaz de cuero negro. Antes de perderse entre un grupo de doncellas victorianas, se despide: "En estas épocas tan oscuras, por la dictadura de la tecnología y el trabajo a destajo, el terror puede ser un refugio encantador." 
En uno de los pasillos del edificio, el cadavérico Mariano Leonardi ultima los detalles de su vestuario, para salir a escena e interpretar a la "Muerte Roja". Llegó desde La Plata acompañado por su mujer y una docena de compinches, con los que comparte la pasión por los juegos de rol. "Tenemos el desafío de personificar a vampiros de diversos clanes y sectas. Imaginate que en nuestra vida cotidiana no hay demasiadas chances de ponerse estas prendas", revela el joven ingeniero de sistemas, que ostenta con hidalguía un chaleco decimonónico y largo sacón de cuero. Completa el look con un bastón coronado por un cráneo y lentes de contacto color marfil. "Quédese tranquilo, no tenga miedo, mis ojos no son así –asegura, con mirada penetrante–. Más allá de la fiesta y la diversión, en el juego aflora un subtexto que critica el consumo, los estratos sociales… La clave es preguntarnos qué es un monstruo." 
El docente de portugués Oscar Molina parece tener la respuesta: "El vampiro es un personaje muy arraigado en la cultura popular, porque une dos facetas presentes en todos los seres humanos: la cara humanitaria, pero también la demoníaca." Esta noche decidió ponerse en la piel de un oscuro marqués francés, inspirado en La filosofía del tocador, de Sade. "En el fondo –sonríe con beatitud y se calza una careta endiablada–, todos tenemos lo mejor y lo peor dentro nuestro." 
Cuando suena el vals, las parejas de enmascarados le sacan viruta al piso. Alejandro y Casandra se destacan en el centro del salón. Se ganan la vida como realizadores audiovisuales, maestros de los efectos especiales. Ella lleva una máscara de látex inspirada en los vampiros de los '80 que da miedito. Casandra podría dar cátedra sobre la evolución de la cultura vampírica: "Para armar la máscara nos basamos en la estética de películas de culto como The Lost Boys (1987), con incisivos bien trabajados y lentes de contacto amarillos. Pero también tengo algo de Buffy, la cazavampiros (1997)", explica. Su novio lleva adherido un antifaz símil sangre. También luce uñas filosas, pero cuidadosamente esculpidas como garras. Tiene un aire a mitad de camino entre Alex de La Naranja Mecánica y Christian Bale en Psicópata Americano. "Y sí, tengo que confesar que me encanta la sangre –se despide la lady–, pero solo verla. Nunca bebí, y el Bloody Mary no es uno de mis tragos favoritos." 
Mordisquito 
Mercedes y Víctor son lugosianos de la primera hora. Sin embargo, en su top ten vampírico no olvidan las reencarnaciones nacionales del inmortal conde: "Pablo Echarri en Tiempo final, Gerardo Romano en una olvidable producción de Canal 7, pero el mejor de todos fue Carlín Calvo. Aunque hay que reconocer que les faltaba un poquito de sangre", dice el joven abrigado con un añejo sacón, propiedad de su abuela. Una careta comprada en el Once remata su outfit. Mientras mueve las patitas en trance, al ritmo de un clásico de Bauhaus, arriesga: "Lo que más sigue haciendo ruido de Drácula es ese aire misterioso y oscuro. Pero también el gustito por la eternidad." 
En los puestos de gastronomía y merchandising se nota que los vampiros andan dulces. En el stand de Topo FX, los fanáticos pueden conseguir desde posavasos con la cara de Poe y Lovecraft hasta cerebros decorativos. "Lo que más sale son las cápsulas de sangre, a $ 50 pesos. Pero no insista, no podemos decir de dónde la sacamos", suplica el vendedor. En el puesto de Gothic Raven, la maestra pastelera Mariana vende tortas de chocolate decoradas con ataúdes, estacas y murciélagos. Cuenta que los clientes tienen un paladar conservador. Se inclinan por las jeringas cargadas con jarabe de mielcita, color rojo shocking. Se venden a solo 20 pesos. 
Cerca de la barra, el corrupto juez veneciano Paolo Pietro della Fontana lubrica su garganta, antes de participar en la elección del "vampiro de la noche". Bebe un oscuro y espeso brebaje. "Nada de sangre, querido, hoy prefiero el fernet", dice Luis, el hombre detrás del personaje. Cuenta que vive en Lanús, "un barrio lleno de chupasangres, basta con ver al intendente. Ni hablar del anterior, que vivía a la vuelta de mi casa y ahora tiene una mansión a todo trapo en un barrio cerrado." Antes de despedirse, convida un trago y advierte: "Hidrátese, mire que la noche va a ser larga. Puede que usted no crea en los vampiros, pero le aseguro que está rodeado, difícil que se salve de una mordidita. De última, relájese… y disfrute el paso a la inmortalidad." «
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domingo, 21 de mayo de 2017

Circo romano tuerca

El tamaño sí importa. Sobre todo en esta clase de espectáculos Made in USA. "¡Pero qué gomas!", piropea a las camionetas Jorge Antúnez, uno de los tantos fanáticos que pugna por ingresar a la exclusiva Pit Party, en la previa del show de Monster Jam. Antúnez no da respiro a la cámara de su corpulento Smartphone. Retrata las patonas de caucho de los mastodontes, que alcanzan los dos metros de altura. También las carrocerías relucientes, tatuadas con diseños y colores estrafalarios. "Espero que estos bichos estén a la altura, que la rompan toda. Pero casi que no tengo dudas, porque los yanquis son especialistas en vendernos espejitos de colores", dice el joven antes de hundirse en la marea de curiosos que inunda la playa de estacionamiento del Estadio Único de La Plata. 
En los stands, las familias hacen fila para comprar merchandising y sacarse la selfie de rigor con alguno de los ocho pilotos y carruajes que visitan por primera vez la Argentina. El más solicitado es el veterano Charlie Pauken, chofer de Grave Digger. Su palidez vampírica y su señorial carmela hacen juego con la carrocería del bólido sepulturero. "No tenía ni la más remota idea de que éramos tan populares en Sudamérica", confiesa alucinado Pauken y no deja de sonreír para los flashes. La multitudinaria convocatoria –casi 45 mil tickets por los dos shows en el país– no desmiente al piloto nacido y criado en Maumee, un diminuto pueblito rural de Ohio. "Con casi 30 años de experiencia, puedo decirle que en pocos lugares vimos este fanatismo. ¡Los argentinos son el mejor público del mundo!", exagera para la tribuna. 
Poco antes de las 13:30, en los parlantes estallan los riffs de Eddie Van Halen y otros inoxidables clásicos del metal ochentoso. Luis Joel Santiago, el maestro de ceremonias, anuncia que las camionetas deben ir a boxes antes de hacer su aparición en la arena bonaerense. Varios fanáticos entran en estado de pánico y locura. Temen dejar incompleto el álbum de fotos con todas las figuritas del evento: Pirate’s Cruse, Monster Mutt, Zombie y el psicodélico Scooby Doo. "Seguro, es un espectáculo que remite directamente a la cultura americana –asevera Santiago, mueve la pelvis de showman con buen ritmo y agrega–. Pero también es global, un éxito en cada rincón del planeta. ¿A quién no le gustan los carros?" Desde hace un año, el locutor boricua es la monster voice de los eventos para el incipiente mercado latino. "Es para toda la familia –arriesga–. Los niños se vuelven locos, pero también sus padres. Creo que tiene algo que nos lleva a la infancia, a los juguetes." Ni lerda ni perezosa, desde hace años la industria del juguete ha puesto sus fichas en el nicho. Hot Wheels bosqueja las carrocerías y es main sponsor del evento. "Es como ver a los Transformers", cierra el caribeño Santiago, justo cuando los motores de 2000 caballos de fuerza empiezan a tronar.
Pochoclo para todos
El estadio se asemeja a un gran circo romano del capitalismo. Rampas y añejas carrocerías pueblan el campo de juego. En las pantallas se proyectan publicidades y videos con el currículum de los gladiadores. La música pop pochoclera es la banda de sonido obligatoria. En las tribunas, los fanáticos matan la ansiedad deglutiendo baldes de pop corn. Se consiguen por redondos 100 pesos. 
"Es increíble poder tenerlos en vivo. Ver cómo saltan, pero también cómo se destrozan", cuenta Emanuel Fernández, un teenager llegado desde Barrio Norte. Agrega que le encanta la "personalidad" de las camionetas. Su favorito es el pinchudo Max-D, "porque es un kamikaze". Para el joven, Monster Jam es un show que humaniza a las máquinas. Lo escolta su papá, otro fanático de los fierros: "Soy consciente de que esta es una gran feria del consumo, típico yanqui, pero no hay nada nuevo bajo el sol. Cuando era chico, con mis amigos nos fascinábamos viendo en la tele los saltos asesinos de Evel Knievel, un motociclista que volaba arriba de 20 autos. Hubiéramos pagado cualquier cosa por verlo en carne y hueso." No muy lejos, el youtuber Nordeltus hace su gracia y entrevista a los protagonistas, canchero. "Vengo para hacer notas y después las subo a mi canal. Es un evento masivo, gigante. Van a hacer cosas de locos", se despide, algo emocionado, el pibe de barrio cerrado y anteojos oscuros.
En los puestos de merchandising, las colas son exorbitantes. Al igual que los precios: camperas a $ 1000, remeras a $ 300, banderines y gorras a $ 100 y tapones para proteger los oídos por apenas $ 50. "La gente viene en manada y se desespera", cuenta Agustina, una de las atareadas vendedoras. Ofrece una camiseta del popular Toro Loco y agrega: "Hay padres que vienen excitados y llegan a gastarse hasta 3000 pesos. La organización tiene todo fríamente calculado." 
A las 15, el ensordecedor ruido de los motores anticipa el puntapié inicial del show. Las tribunas deliran. Los vehículos salen al ruedo. La lluvia de pirotecnia y chispazos completa la entrada triunfal. Una postal que haría emocionar al poeta futurista Filippo Marinetti.
Los jinetes del Apocalipsis 
En la arena, las ocho camionetas encaran las rampas y pegan saltos inverosímiles, dignos de un atleta olímpico. El mecánico Ariel Bolero sigue atento la performance desde boxes. Es santafesino. Construyó las carrocerías de estos bichos de casi cinco toneladas de peso. Luego de la primera escaramuza platense, trabajó hasta las 4 de la mañana. "En el show son muy comunes los vuelcos. Hay que estar listo para que el conductor pueda volver en pocos minutos a la competencia. Lo central es la seguridad, pero el show debe continuar", garantiza Bolero, justo cuando en el fragor de la carrera, el desaforado Max-D queda panza arriba, después de ensayar una coleada asesina. 
Tras la prueba de velocidad, llega el momento de los "caballitos". Las furgonetas deben hacer equilibrio y pararse en dos ruedas. El primero en probar suerte es Zombie, ornamentado con dos brazos adosados a la carrocería. El clásico "Thriller" de Michael Jackson acompaña su deriva. Luego de escalar la rampa, consigue hacer wheelie por unos segundos, pero tambalea, pierde el equilibro y termina liquidado junto a un montículo de tierra. El público responde su esfuerzo con gritos rápidos y furiosos. La prueba termina consagrando al Toro Loco, conducido por el costarricense Mark List. "Les dije que tenía un truco especial para los caballitos. Pero no se vayan, que me queda algo guardado en la manga para la final. ¡Arriba los latinos y viva Argentina!", agita el tico y hace cuernitos desde las pantallas. Las populares detonan con ilusorias loas latinoamericanistas.
Más tarde llegan los trompos, donde humilla Scooby Doo. Su conductora, la blonda Bailey Shea, dibuja donuts perfectas sobre el barro, con el filo de los neumáticos. También hay espacio para las acrobacias aéreas. Un ballet de seis motoqueros se anima a los saltos ornamentales. Con sus cross rozan el techo del estadio.
El free style es la cereza de un postre demasiado pesado. En tres minutos, los gladiadores tienen carta libre para mostrar sus mejores armas. A esta altura, el estadio está al rojo vivo. La final es cerrada, sobre todo por la bravura de las bestias. Pero el Toro Loco está desatado: embiste carrocerías, no deja rampa en pie y, finalmente, se lleva los laureles. Cuando coronan al monstruo, el locutor les recuerda a los enardecidos fanáticos: "Antes de volver a casa, no olviden pasar por las tiendas. Recuerden llevar nuestra mercancía." «
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lunes, 15 de mayo de 2017

Contra la corriente

Primero es importante aclarar los tantos. En el principio fue La Boca. "Sí, señor, muchos creen que el remo nace en el Tigre, pero no. Este lugar donde estamos parados es la cuna del remo argentino", sostiene con brazo firme Roberto Nahone, vecino boquense y uno de los motores del Club de Regatas Almirante Brown, el último bastión que, en pleno siglo XXI, navega las cenagosas aguas del Riachuelo.
Mañana diáfana en el sur último de la ciudad. Un puñado de curtidos remeros se dispone a zarpar en su habitual rutina náutica, desde el apostadero de Prefectura, en plena Vuelta de Rocha. Mientras repasa la lista de tripulantes, Nahone se da tiempo para deshilachar, con aires de historiador, la genealogía nacional del centenario deporte.
"Acá enfrente, en 1863 se fundó el Buenos Aires Rowing Club. La historia sigue en 1874, cuando en la Isla Maciel se crea el Club Regatas La Marina. Eran clubes más bien de señoritos ingleses, de bombín y malla a rayas. Luego llegan el Piñeiro y el América, que se terminó mudando al Tigre en los '20. Nosotros nacemos por iniciativa de un grupo de vecinos, en el Cuartel de Bomberos de La Boca, el 25 de mayo de 1925. Imagínese lo que era este lugar", describe Nahone y pinta un vivo fresco repleto de galpones, talleres y barcos, como sacado de una obra de Quinquela Martín. "Un vergel con agua cristalina, que disfrutaba todo el mundo. Era la arteria que unía todas las comunidades". Con el tiempo, las aguas empezaron a bajar cada vez más turbias. La contaminación y el olvido dejaron moribundo al corazón del Riachuelo.
Lejos están los días dorados en que los remeros del Almirante Brown zarpaban en 30 botes. En sus travesías llegaban a la desembocadura, visitaban el mítico Puerto Piojo de Dock Sud o se adentraban en el Riachuelo. Pero nunca bajaron los brazos. En 2013 volvieron al río. Cuatro años después, aún les falta un galpón para guardar los botes o una rampa para bajarlos al agua. Nahone dice que pelean una batalla desigual por el espacio público, en contra de la especulación inmobiliaria, en la que el Estado hace la vista gorda. Para el remero, la estrategia incluye estigmatizar al río, comprar a precio vil los terrenos de la Ribera, sacarse de encima a los vecinos pobres y desarrollar emprendimientos que se miran en el espejo de Puerto Madero. La pregunta de fondo es sobre el uso del río: "Nosotros defendemos que sea para navegar. Hace unos años, el juez Luis Armella, el gran dictador del Riachuelo, dictó una disposición, basada en Acumar, que tenía una raíz netamente contemplativa, una visión terrestre del agua. Es claro, quieren la fotito típica de Nueva York: agüita, los edificios con las lucecitas, el paraíso visual. Otro Puerto Madero".
Nahone vive en Olavarría y Almirante Brown, al lado del mítico Café Roma. Practica remo desde sus años en la "colimba". Arrancó en el '71, cuando lo destinaron a la División Salvamento y Buceo de la Prefectura. "Ahí aprendí a construir botes: el palo hueco, la botavara... Mientras estaba bajo bandera, me iba a navegar por la Dársena F y Punta Carrasco", rememora, y les alcanza los salvavidas a sus compañeros prestos a partir. En el Roma lo "gastan", le preguntan con sorna sobre el placer de navegar en aguas non sanctas. "Dicen que es pura contaminación. ¿Quiere que le diga cuál es la zona más contaminada del país? El cruce de corrientes y Cerrito. Muchos se llenan la boca hablando de contaminación en simposios. Nosotros generamos consignas ecologistas desde nuestra propia vivencia", dice Nahone, y repite como un mantra: "Remando el Riachuelo, oxigenamos sus aguas".
Yo remo
Pala va, pala viene, el bote avanza manso y tranquilo hacia Puente Bosch. Sobre Maciel duermen unas barracas abandonadas. A nuestras espaldas, nos custodia el metálico Puente Avellaneda. Antoine, un francés de Saint-Malo, deja descansar los remos y confiesa: "Vengo de una ciudad cerca del mar, y la verdad es que aquí me reencontré con el auténtico espíritu de los marineros, por el compañerismo que tiene este grupo". Cuando puede escaparse de la panadería que tiene en el Mercado de San Telmo, Antoine le da duro y parejo a los remos. "Vengo una hora y vuelvo como nuevo. En la ciudad hay un ruido tremendo, pero mire la paz que tenemos acá. Me encanta remar en este mar de aceite", dice con cierta ironía el hombre ataviado con una pulcra chomba de la marca del cocodrilo.
Cerca del bote, surcan las aguas dos kayaks piloteados por Pablo y su hijo Gaspar. Señalan una playita y un galpón abandonado en Maciel. Sueñan con aprovechar ese espacio. "Vivo a 15 cuadras del río –cuenta Pablo–, ¿sabe cómo les cambiaría la vida a los vecinos si se abrieran estaciones y bajadas?" Cuando pasan cerca de la lancha de Acumar que junta residuos, Gaspar se despide: "Más allá del deporte, remar en el Riachuelo es nuestra forma de protesta".
René Cisneros es un docente chaqueño. Confiesa que siempre estuvo presente el "llamado del agua" en su vida. Creció rodeado de ríos, bañados y esteros en su Resistencia natal. Y desde hace un año se sumó a las travesías. Dice que el remo es un deporte militante, que exige poner el cuerpo. Sobre todo acá: "La gente tiene la idea de que el Riachuelo es una cloaca a cielo abierto. Y no es así. Porque no era así. Hay que recuperarlo para beneficio de todos. Tener una ciudad que deje de mirar para adentro y empiece a mirar el río". Esta mañana, a Cisneros lo acompaña Adriana, también maestra, jubilada y recién mudada a La Boca. Cuenta que está fascinada con el deporte, que le oxigena los pulmones y también la vida. "¿Sabe qué es lo que más rescato? El trabajo en equipo, el poder conocer a los vecinos. Y sobre todo, disfrutar el día. Mire cómo brilla el sol", dice. Antes de pegar la vuelta, Adriana recuerda unos versos del poeta Henri Michaux: "Yo remo / Yo me multiplico en remeros innumerables / Para remar con mayor fuerza contra ti". Y hunde una vez más las palas en las aguas barrosas.
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lunes, 8 de mayo de 2017

Luche y vuelve

"No, señor, al vestuario no se puede entrar. Esa es una regla que aprendí de Karadagian. Se pierde la magia", dispara, con cara de pocos amigos, el fornido Sergio "Rocky" Rolando. El pope de la Federación Argentina de Catch (FAC) cuida hasta el último de los detalles antes de que comience la primera pelea de la tarde en el Club Checandone, de Villa Domínico: desde el volumen de los parlantes hasta la elasticidad de las cuerdas que marcan las fronteras del ring. En las gradas, improvisadas en la canchita de futbol 5, una jauría de pibes pelean por un lugar junto al cuadrilátero. “Vine con mis nietos. Me gusta el catch desde la época de Titanes en el Ring, en los ’60 mi viejo tenía la única tele blanco y negro del barrio, y se juntaban todos los vecinos en casa a ver las peleas. Estaban la Momia, Comanche y el 'Ancho' Rubén Peucelle, que tenía un lomazo bárbaro", confiesa Mirtha, emperifollada de gala para el evento. No muy lejos, Rocky Rolando se baña en Off para combatir la marabunta de mosquitos que invade el sur de Avellaneda. Ya suena un inoxidable clásico del film de su tocayo Balboa. Rolando se calza una campera adornada con tiras de cuero y un gorro oscuro haciendo juego. Sube, toma el micrófono, traga saliva y agita a la masa: "¿¡Quieren ver lucha!?" Le responde el grito ensordecedor de los chicos de Domínico. El gladiador eleva los brazos al cielo y dice: "¡Bienvenidos a la magia del catch!"
Mitologías
En los años '50, el semiólogo Roland Barthes decía que la virtud del catch radicaba en ser un espectáculo excesivo, que abrigaba un énfasis semejante al de los teatros antiguos. Ese universo que llegó hace décadas a estos pagos con el nombre de catch as catch can enfrenta en combates desiguales al deporte y el show business; la batalla primal del bien contra el mal y el glamour mediatizado; la transpiración del gimnasio y la sutil interpretación actoral; los millones que mueven las troupes del norte del continente frente al ring destartalado de un club barrial del Conurbano; el recuerdo nostálgico de los héroes de la infancia y el presente inverosímil de banales culturistas que parecen sacados de un videogame. "El catch en la Argentina revive por temporadas. Fíjese que 100% Lucha fue un éxito tremendo hace unos cinco o seis años y ahora ni figura. Este rubro tiene esas cosas raras, no es constante. Eso sí, tiene mucha historia", asegura Rocky, mientras la Tortuga Ninja y el Payaso Torombolo hacen su ingreso estelar. La primera justa es en versión australiana: cuatro hombres, dos contra dos. Sus retadores llegan del Lejano Oriente: el calvo Faraón Malif Anum y el Sheik del Sahara. Árbitro del encuentro: la desopilante "Momia Jiménez", que ingresa a la arena bailando cuarteto y bebiendo vino de cartón. 
Rocky Rolando lleva más de 30 años dando cátedra en la sede de la FAC, frente al Parque Chacabuco. Es un hombre con mil y una batallas. Arrancó en el mítico Titanes, donde le puso el cuerpo a Mister Moto, el "Centauro Moderno". "Era muy pibe, había que bancarse los golpes de los veteranos. El que más aguantaba, se ganaba un lugar", infla el pecho. Sobre el ring, el Faraón madruga a la Tortuga con una patada voladora. "¡Qué polenta tiene el hombre de Egipto, chicos!", resalta el maestro de ceremonias Emanuel Sorino, justo cuando un artero golpe bajo deja besando la lona al luchador del caparazón. Malif Anum hace enfurecer a la tribuna agitando sus brazos, y ejecuta un salto desde la tercera cuerda para terminar su faena, pero un inesperado movimiento del quelonio lo deja sin la colchoneta de carne y hueso en la que pretendía aterrizar. De ahí en más, Torombolo y la Tortuga contraatacan con tijeras, patadas y golpes secos dignos de las diez plagas bíblicas. Los chicos deliran. La dupla "jihadista" está grogui. Madura el nocaut. El árbitro cordobés cuenta tres y sella el pleito. 
"La clave del relato es ponerle un condimento a la pelea –explica Sorino, mientras calienta la garganta antes de anunciar el segundo cruce de la jornada–. Trato de seguir el estilo de Rodolfo Di Sarli, el relator de Titanes. Palabras mayores en la historia del catch nacional. Cuando narraba, no hacía falta que vieras la pelea."
¡Es una lucha!
La leyenda dice que por la década del ’30 llegó a estas pampas un grupo de bravos luchadores comandados por un conde polaco llamado Karol Nowina. Ni lento ni perezoso, el conde trabó amistad con Pepe Lectoure, el tío de Tito. Juntos cranearon el primer campeonato argentino. Entre bailes de carnaval amenizados por la Orquesta Guardia Vieja y las veladas de box, los catchers comenzaron a ganarse su espacio en el Luna Park. Los combates eran bastante violentos: el cuadrilátero semejaba un matadero. "Acá nadie hace que se pega. Acá se pelea en serio", asevera Rocky. Sobre el ring, el Hombre Araña arremete con patadas fulminantes que moldean las costillas del enmascarado Guerrillero. 
La receta del catch apto para todo público que nace con Titanes en el Ring es la fórmula a la que las troupes locales le siguen pasando el plumero. "Pero ojo –se ataja Rolando–, a mí no me gustaba la última etapa del ciclo, que exponía a gente grande, fuera de estado. Ahí me decidí a arrancar como productor." Su hija Luana lo asiste en sus shows. Cuenta que se crió en los gimnasios y que son pocas las chicas que practican la disciplina. Ella se pone en la piel de Gatúbela en los espectáculos de su padre: "Es como ser hija de un súper héroe retirado. Ahora papá casi no sube al ring, conoce sus límites."
A diferencia de las versiones hardcore de Estados Unidos y México, los enfrentamientos locales todavía guardan ciertas reticencias con las opciones de lucha extrema. "Los mexicanos son muy bravos, y si no les pegás, se enojan. En un combate contra el Santo, un famoso luchador de allá, el tipo de arranque me metió una patada que casi me saca los pulmones. Ahí nomás, me calenté, lo levanté como un papelito y lo tiré afuera del ring. Puede creer que después se acercó y me dijo: 'Bien, gringo.' Y yo le respondí: 'Yo soy argentino, gringo son los yanquis.' El Santo se pensó que iba a arrugar", recuerda Rocky.
Daniel es uno de los integrantes de la troupe de la FAC. Le picó el bichito de la lucha hace un par de años. Entrena religiosamente dos veces por semana, aunque se gana la vida como electricista. El catch, dice, es como una coreografía: hay que saber dar golpes pero también recibirlos. "Obvio que me gustaría vivir de esto, pero también es lindo este gustito artesanal: acá somos el espectáculo pero también la logística. Los trajes me los hace mi vieja, todo fatto in casa", asegura el joven de Pompeya. Las cifras que se manejan en los países del norte marcan una brecha abismal con el mercado local: la WWE (World Wrestling Entertainment) estadounidense maneja un presupuesto anual por derechos de televisión, merchandising y venta de entradas que supera el PBI de más de un país del Tercer Mundo.
La batalla de Villa Domínico 
Sobre el ring desfilan el acrobático Señor de los Cielos; el chef francés Kave y su palo de amasar; Adriano, el pastor evangélico brasileño; Herco Wisky, el pibe fiestero; y el engreído español Don Diego. "Todos personajes que salen de la cabeza de Rocky. El tipo te escanea, charla con vos y te marca un rol. Es como la tarea de un escritor", arriesga Ariel, un pupilo de Rolando que le pone el cuerpo al fiero Pablo "Chacal" Gaviria.
Más allá de la ficción, sobre el cuadrilátero llegó la hora de la verdad. El Arcángel defiende su título frente a un retador dominicano de músculo y panza generosos. Tras un buen arranque del campeón, el caribeño bailotea y responde con cortitos y un inoxidable tackle al cuello. El Arcángel agoniza. La lucha parece definida, pero de repente, la hecatombe, la debacle total: una docena de gladiadores muestra sus destrezas en un todos contra todos. Rolando hace valer su peso pesado y cierra la batahola general a fuerza de piñas y patadas. Al fin, el Arcángel retiene la corona de milagro. 
Luego de las fotos con sus fanáticos, los luchadores se arremangan y comienzan a desarmar el esqueleto del ring, antes de que caiga la noche en Domínico. La lucha continúa. «
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