martes, 24 de enero de 2023

La vuelta del malón de Mansilla

 ¿Qué hay de nuevo, viejo, sobre Una excursión a los indios ranqueles? ¿Qué más se puede decir sobre la obra cumbre del coronel-dandy-político-viajero- Lucio V. Mansilla? Oremos: magnun opus de la no ficción argenta, sempiterna caja de herramientas para los obreros de la crónica y, qué duda cabe a esta altura del partido, texto capital de la literatura universal.

Una acelerada reseña diría que el 30 de marzo de 1870, Mansilla, dos frailes y un puñado de soldados partieron a caballo rumbo a las tolderías del cacique Mariano Rosas en Leubucó, actual La Pampa. Con el visto bueno de Domingo Sarmiento, ese presidente “civilización” hambriento de las tierras del indio “barbarie”, el sobrino de Juan Manuel de Rosas buscaba ratificar un acuerdo de paz con los ranqueles. Ocho años antes del comienzo de la genocida “Conquista del desierto”, siempre avant la lettre Mansilla planteaba sin rodeos: los indios son argentinos y los criollos somos indios. Cuánta razón. Una década de supervivencia tuvo el mundo narrado en Una excursión… hasta su aniquilación por parte del Estado argentino. La lucha de los pueblos originarios sigue hasta el presente. ¿Acaso no leen las noticias que llegan desde el sur y el norte de nuestro país?

Redactadas en formato epistolar, las andanzas y desandanzas de Mansilla “tierra adentro” fueron publicadas en mayo de 1870 en el diario La Tribuna de Buenos Aires. Fue tal el éxito de las cartas, que finalmente fueron compiladas en dos tomos y poco tiempo después vieron la luz abrazadas por tapas duras. En 1875, la obra fue premiada por el Congreso Internacional Geográfico de París. Con más de 150 años de vida, Una excursión… tuvo mil y una tiradas a lo largo y ancho del planeta.

Una nueva edición, a cargo de la editorial Marea, nos da nuevos motivos para brindar. El bello libro cuenta con prólogo, edición e iluminadoras notas a cargo del académico Saúl Sosnowski, sabio en la comprensión del personaje, obra y excursión de Mansilla. Pero hay más: a modo de post-scriptum, la nueva entrega también incluye una crónica ejemplar firmada por el periodista Alejandro Seselovsky: su viaje de febrero de 2022 hasta Leubucó y Colonia Mitre, donde habitan los últimos descendientes del pueblo ranquel.

En «¿Qué pasó con los ranqueles después?», Seselovsky narra sus encuentros y desencuentros con los bisnietos de los caciques Baigorrita, Epúmer, Mariano Rosas y el platero Ramón Cabral. Crónica de viaje, diario correcaminos, manual de supervivencia, largo poema en prosa dedicado al presente de los pueblos con rostro de tierra. Mansilla estaría admirado de la pluma de Seselovsky: “Al final, somos wincas en tierra india rescatados por los nietos de la barbarie”. Con mate, vino y aguardiente, queridos lectores, brindemos por este reencuentro. Chinchín. O mejor en ranquel: yapaí.

Llegó carta de Perlongher

 Desde el gris conurbano de La Matanza hasta un verdoso bosque de la Columbia Británica, desde San Pablo y Salvador de Bahía hasta la bahía de San Francisco, desde la barrosa capital de la Argentina hasta las montañas de la canadiense Argenta. Sur y norte, las cartas viajaban ida y vuelta entre los extremos del continente americano. Ese fue el periplo narrado en las misivas que engordan Un barroco de trinchera. Cartas (1977-1986).  El libro reúne buena parte de la correspondencia que el poeta y ensayista Néstor Perlongher le envió al escritor Osvaldo Baigorria, su querido amigo. Cartas que son amoroso testimonio de una amistad forzada a la distancia por la dictadura. También, un fascinante fresco de época sobre los años de plomo y el regreso a la democracia.

Un barroco de trinchera fue reeditado por la ejemplar editorial Blatt y Ríos. Su primera edición del año 2006 estuvo a cargo de Mansalva y contenía 12 cartas –la actual 28- firmadas por “n. otras como Néstor y otras como Rosa, en alusión a Rosa de Luxemburgo o Rosa L. de Grossman, apellido de casada de la líder espartaquista alemana”, detalla Baigorria en el prólogo. Suma el autor de Sobre Sánchez que sus respuestas seguro quedaron perdidas sin remedio en algún departamento paulista que Perlongher habitó en la década del ochenta. El poeta murió en esa ciudad, víctima del sida, en 1992.

Viajes, mudanzas, exilios, desexilios. Un barroco de trinchera puede ser leído como una novela de aventuras por entrega. Una suerte de epistolario nómade. Perlongher cambia de piel, de ánimo, de amantes, de domicilios, de conchabos, de intereses literarios, de escrituras. Del yugo milico argento al trópico liberal del Brasil. En las notas al pie de Baigorria –justa coautoría como reza la portada-, otros peregrinaciones: la vuelta a la naturaleza, la vida en comunidad con su compañera Milu, las respuestas a su amigo 30 y pico de años después.

Crónica de los años de plomo. Muerte, terror, mundial, plata dulce, crac económico, Malvinas, democracia y sus primaveras frías. Perlongher, pionero activista de los derechos LGTB desde la creación del Frente de Liberación Homosexual (FLH) en 1972, da cuenta de la persecución y el accionar de los grupos de tareas milicos post 1976. El poeta era consciente de que su correspondencia era interceptada, censurada, retenida; cuando decidió emigrar lo hizo en medio de un terror indecible: “estoy aquí, harto de los horrores y las paranoias porteñas, y deseoso de descubrir alguna estratagema que me permita permanecer en los trópicos”. Se definía como un “exiliado sexual”. Sociólogo, en Brasil terminó su tesis de maestría sobre prostitución masculina, que fue publicada en los años ochenta. “Cadáveres”, uno de sus poemas más refulgentes, también fue publicado en la posdictadura en el libro Alambres (1987). Reza el poeta: “Era ver contra toda evidencia / Era callar contra todo silencio / Era manifestarse contra todo acto / Contra toda lambida era chupar / Hay Cadáveres”.

Neobarroso, lengua política, diario de guerra: barroco de trinchera. Detalla Baigorria: “Una lengua que se habla baja fuego, en medio del combate, en una posición subterránea que la oración de barricada. Una lengua menor pero urgente, apremiada por sacarle el cuerpo a la posibilidad de captura o destrucción en manos del enemigo. Una lengua política”.

Política también de la amistad. Este libro puede ser leído como un largo bello poema dedicado a sus amigos –Osvaldo y Milu- radicados en el “Ártico”: “desde la terraza de tu iglú se divisa la flota soviética de Vladivostok o en el mar de Barents”. Posdata: en la última línea de la última carta, Perlongher confiesa: “se extraña con fuerza, sobre todo los míticos bares de charlas infinitas”. Amiga saudade, siempre vuelve.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Dejate caer

 De cabeza. En su caída libre desde la plataforma de tres metros, Azul Chiorazzo dibuja firuletes dignos de un cuadro invertido del uruguayo Joaquín Torres García. Corporal pintura al agua que termina en las profundidades de ese cielo húmedo llamado pileta. Si el sur es nuestro norte, el techo del mundo para los clavadistas es la pileta. «Los saltos ornamentales tienen algo de artístico, algo de deporte, algo de acrobacia –confiesa la joven al salir sin transpirar del ojo de agua hundido en el Parque Roca–. Nosotros no buscamos llegar alto, sino dejarnos caer para alcanzar la belleza.».

Chiorazzo saltó al reino del revés del clavadismo en 2019. Brincó desde el elástico gremio de la gimnasia artística, donde fue estrella rutilante de la Selección nacional. Suerte de Nadia Comaneci nacida y criada en el Conurbano. Por volteretas de la vida, una hernia de disco la jubiló a los 13 años. «Venía de diez años de carrera y no quería dejar de hacer deporte. Me recomendaron la natación. Arranqué, me aburría horrores». Acostumbrada a dar mil y un giros sobre la tierra, Azul quedaba con gusto a poco con las insípidas vueltas americanas acuáticas. Un profesor del Cenard le tiró un salvavidas antes de que se fuera a pique: «Me habló de los saltos ornamentales. Yo ni sabía que existía el deporte. No es muy conocido. Fui, subí al trampolín de un metro, piqué y volé». Pocos meses después del bautismo de vuelo, ya tiraba tirabuzones, planchas, mortales y vaya uno a saber qué giro inverosímil más. 

En la tarde de un martes tórrido, Azul yira yira sin descanso por los aires: «Estoy en el seleccionado; clasifiqué a los Juegos Odesur. Para mejorar, entreno todos los días. Es sacrificada nuestra vida, pero me encanta. A veces hay lesiones, te duelen los hombros, tenemos contracturas y algún golpe te das». Antes de escalar hasta la cima de la plataforma, un Aconcagua de diez metros de altura sobre el nivel del mar, la clavadista habla del desafío mayor que debió enfrentar: saltar desde la cumbre. «Me costó casi dos años vencer el miedo –resume–. Llegaba arriba y no podía tirarme: algo me frenaba, mucho vértigo. Pero un día me tiré. En el fondo todas las alturas son iguales, la clave es la técnica y disfrutar. Al final, el agua siempre te salva».

Arabesco arácnido

Salto atrás en el tiempo para armar una (im)posible genealogía del clavadismo. Nos zambullimos en la Antigua Grecia, donde estoicos muchachitos se tiraban al mar desde los empinados acantilados de la península del Peloponeso y de las Islas Eólicas. Los eruditos mencionan el katapontismo, rito vinculado a la ordalía, el castigo y el suicidio. Dicen que la poeta Safo saltó al Jónico desde la blanca roca Léucade, el sitio elegido por los desenamorados para terminar con sus desdichas. Alto mal de amores.

Ahora llegamos hasta la italiana Paestum, la antigua Pasidonia griega, donde un arqueólogo descubrió en el techo de una necrópolis, durante los años ’60 del corto siglo XX, una enigmática pintura de un clavadista en pleno vuelo eterno. La obra es más vieja que el hijo de dios, fue coloreada circa el año 480 antes de Cristo. «La tumba del Tuffatore» –»nadador, clavadista, buzo», tan polisémico es el italiano– es de una belleza inmortal. La escena del pibe anónimo que se lanza con su desnuda elegancia y gran estilo desde una torre es resplandeciente, hermosísima y, a la vez, enigmática. Es una de las obras de arte más estudiadas de la historia. Ríos de tinta han fluido para descifrar su significado: que simboliza el paso al más allá, el intervalo entre dos nadas, el vuelo al mundo del conocimiento y la mar en coche. Me gusta pensar que también es una escena real –que no es sinónimo de trivial–; una instantánea de un hedonista heleno enamorado del cielo y del agua. El vuelo y el nado. Hay un proverbio griego que iguala no saber nadar a no saber leer. El escritor Eugenio Montale, Nobel de Literatura en 1975, le dedicó un poema ejemplar: «El Tuffatore captado al relantí / dibuja un arabesco arácnido / y en esa figura tal vez se identifica / su vida».

Un giro para adelante nos acerca al siglo XIX, cuando gimnastas europeos, algo cansados de los golpes en seco, comienzan a utilizar piscinas en sus rutinas. Será la génesis de la disciplina tal cual la conocemos, con saltos ornamentales desde flexibles trampolines y tiesas plataformas. Fueron acogidos por los Juegos Olímpicos de 1904, celebrados en Saint Louis. Participaron sólo varones. Las damas tuvieron que esperar hasta Estocolmo 1914. Los sincronizados en pareja ingresaron en Sidney 2000.

Por su faceta deportiva y combativa, el atleta Greg Louganis fue el Maradona de los clavadistas. Breaking The Surface, una peli un tanto pochoclera, narra sus elevadas andanzas y desandanzas. Instantáneamente las imágenes llevan a los oros que ganó en Seúl 88, después de golpearse la cabeza contra el trampolín. Louganis es gay y VIH positivo, activista tiempo completo para garantizar derechos. Un barrilete cósmico.

Con altura

Estados Unidos, China y Rusia son las potencias del deporte en el presente. Pero no hay que olvidar a los hermanos mexicanos: Acapulco es «playa santa» para los fieles. En el DF funciona la escuela más importante de América Latina. Muchos atletas y entrenadores argentinos se han formado en sus pináculos. Andrea De Ruvo, su marido Carlos «Caio» Moreno y Gabriel Hausberger son egresados de la alta casa de estudios azteca.

De Ruvo salta desde los 14 años. Acumula sobre sus espaldas casi cuatro décadas de clavados, con hazañas volantes en el equipo nacional. Es profesora de Educación Física y uno de los motores de la escuela de formación gratuita que funciona en el Parque Roca. «En Argentina es a pulmón. Se practica en sólo cinco ciudades: Córdoba, Mar del Plata, Jujuy, Capital y en varios clubes de la provincia de Buenos Aires. Los trampolines son caros, las plataformas –de tres, cinco, siete y medio y diez metros– no tanto, y la pileta tiene que tener una profundidad de cinco metros por seguridad», aclara la docente, al tiempo que da instrucciones al grupo de pupilos que entra en calor sobre colchonetas y camas elásticas. Roles, verticales, conejitos, medialunas. Giros mágicos y misteriosos para estimular la elongación. El 70% del entrenamiento es en seco.

Desde el borde de la pileta, el pampeano Caio Moreno observa los vuelos de sus pichones. La escena parece un documental de Leni Riefenstahl. Caio, de 56 años, define al deporte con una palabra: «Adrenalina. Siempre fui corajudo. Con precauciones, me tiré de balcones, muelles, terrazas, puentes… Si da la profundidad, por lo menos me tiro de palito. Una vez estaba en un crucero de 13 pisos y me dieron ganas. Pero no soy suicida. Y seguro no me volvían a buscar». A la hora de definir las cualidades del salto, Moreno destaca la buena salida, el control del cuerpo durante el segundo y medio que dura el vuelo a casi 70 kilómetros por hora y la entrada perpendicular en el agua, para darle mucha espectacularidad y poca salpicada. Variables que analizan los jurados en las justas. «A los pibes les atrae la sensación de volar –cierra Moreno-. En sus caras ves esa mezcla de placer, alegría y pasión. Vencen sus miedos».

¿Miedo? Esa emoción no existe para Gabriel Hausberger, entrenador del Club Banco Central y de la escuela del Parque Olímpico porteño. Por fuera de la docencia, el exseleccionado argentino organiza campeonatos de saltos de altura. Los valientes se lanzan desde ¡27 metros! «No hay que pensarlo tanto –sentencia Gabriel–. En realidad, no tenemos tiempo de pensar demasiado. Saltás, sentís esa sensación hermosa de estar en el aire, sos un avión, y entrás al agua derechito, firme. Es tan lindo volar».

El cierre a toda orquesta es para el joven Lautaro Oubel, saltador oriundo del sabatiano Santos Lugares. Antes de despegar desde la plataforma de tres metros, con tono existencialista confiesa: «Al salir ya sabés el 90% del destino de tu salto, si vas a caer bien o mal. Tuve golpes, pero siempre hay golpes en la vida, ¿no?». Oubel se deja caer, tira una mortal atrás, entra al agua clavado como una estaca. Una pinturita de David Hockney. El gran splash.

Crónica publicada por acá. 

lunes, 23 de enero de 2023

Mr Bungle: un teatro en llamas

 Una fauna variopinta pulula por la zona de Flores en la noche del jueves. Curtidos metaleros de estricto paladar y etiqueta negra, coloridos pibitos y pibitas alternativos tatuados hasta la médula y unos cuantos curiosos que escapan a la soledad del insufrible diciembre. Personajes que parecen salidos de un aguafuerte del floresino Roberto Arlt, máximo cronista del barrio anclado al oeste de la ciudad de la furia larretista. Sobre la avenida Rivadavia, a pasitos del Teatro de Flores, se amuchan los fundamentalistas de Mike Patton. Ansiosos, cortando clavos ante el demorado debut de Mr. Bungle en estas pampas. Es el proyecto más ambicioso e iconoclasta parido por el cantante californiano allá lejos en los ‘80, década de gloria del nefasto neoliberal Reagan en Gringolandia, el país donde la libertad es una estatua.

Mr. Bungle llegó presentan su último disco, una desquiciada reversión de su primer demo. El EP grabado en low fi vio la luz en el mundialista 1986. ¡Elegimos creer! Se titulada The Raging Wrath of the Easter Bunny Demo -algo así como “La furiosa ira del conejito de Pascuas”. En la previa de Navidad, la casa del Teatro de Flores no está en orden. Más bien se prepara para las llamas.

Poco minutos antes de las 21:30, en las fauces del boliche se canta por el general Patton y su furiosa milicia. El pelotón de Mr. Bungle versión 2022 –más thrashero, menos experimental– cuenta en sus filas con los históricos Trey Spruance en guitarra líder y Trevor Dunn en bajo, más dos refuerzos peso pesado: el pelado Scott Ian de Anthrax en la segunda viola y el pulpo cubano ex Slayer Dave Lombardo apaleando platillos, doble bombo y cualquier objeto que le pongan adelante. Equipazo: la naranja metálica.

La imagen del cráneo de un conejito de colmillos afilados es la única decoración que muestra el lampiño escenario cuando se corre el telón. Entonces, suben los muchachos,  prenden la parrilla con “Won’t You Be My Neigbord” y al toque se desata un averno. Pegaditos suenan “Anarchy Up Your Anus”, “Raping Your Mind” y una versión fogosa de “Loss of Words” de los Corrosion of Conformity. El pogo es un infierno digno del fresco “El triunfo de la muerte” de Pieter Brueghel.

En la orgía de cuerpos tórridos sigue con vida Marcos. Esquiva codazos, abrazos, confiesa: “Es la quinta vez que lo veo a Patton. Faith No More, Mondo Cane, Tomahawk… Bungle era la figurita difícil. Ahora falta Fantomas”. Antes de volar en el mosh, dispara: “Miguel Patton es de los artistas más grosos de la historia. El Miguel Ángel de la voz".

Sobre las tablas, el frontman hace gala de sus enormes capacidades como cantante. Se sabe, Patton es un crooner que puede saltar en un segundo del death metal al swing sin pifiar una nota. Esta noche sus cuerdas vocales recorren con furia la mejor enciclopedia del hardcore thrash y algunos subgéneros aún más extremos. Con “Speak Spanish Or Die” –la reversión del clásico de SOD, que belleza verlo al bocha Ian tocando un clásico de su primera banda-, Patton se pone al público en el bolsillo cuando grita que la cucaracha ya no puede caminar por la falta de marihuana.

Se sumarán más homenajes durante la noche: Slayer, Van Halen (“Loss of Control”) y The Exploited (“Fuck the U.S.A.”), con el público elevando el dedito para saludar durante todo el estribillo. Cumplidos especiales también recibió el seleccionado franchute: “Fuck You France”. Patton lució todo el show la casaca celeste y blanca con el 10 en la espalda, deseó suerte para la final contra los galos y hasta entonó el hit del momento “Abuela, la la la la la”.

Para liquidar un show épico, Mr. Bungle eligió un cover de una banda sudaca: “Territory”, de los brasileños Sepultura. El Teatro, como se dijo, quedó en llamas.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

En busca del Rimbaud negro

 “Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres”. El epígrafe de Bolaño es una advertencia, un recordatorio para el distraído lector. Pero también es un altarcito pagano al que nos encomendamos antes de soltar amarras y empezar a navegar por las andanzas y desandanzas narradas en el nuevo libro del escritor senegalés Mohamed Mbougar Sarr. Más allá de la cita en el epígrafe y el guiño en el título, La más recóndita memoria de los hombres es una novela luminosa en clave bolañesca, prima hermana de Los detectives salvajes, esa aventura desenfrenada de la pandilla real visceralista tras los pasos de la poeta Cesárea Tinajera. Dos libros, una idea que los atraviesa: el viaje ida y vuelta entre el mundo y la literatura.

Una novela perdida –El laberinto de lo inhumano– que vio la luz en 1938, un escritor maldito acusado de plagio, un viaje iniciático para encontrarlo, un misterio que sigue las huellas de T. C. Elimane, el “Rimbaud negro”. El muchacho que impulsa la pesquisa se llama Diégane Faye, un escritor senegalés medio pelo becado en Francia. Paisano alter ego de Sarr (Dakar, 1990), que con esta novela obtuvo, a sus jóvenes 31 años, el prestigioso Premio Goncourt, ese que entrega modestos 10 euros y generosa fama para el ganador.

Diarios, crónicas, ensayo, tratado sobre la literatura, bitácora de viaje… “Novela total” dicen los críticos. ¿Qué cuernos será una novela total? ¿Querrán decir global? De eso no hay dudas. La deriva tras los pasos de Elimane va del presente de los suburbios de París hasta el pasado de los suburbios de los suburbios de Dakar, con paradas en Ámsterdam, Buenos Aires y más allá. Sí, los hilos de Elimane llegan hasta la ciudad de la furia, se enredan en tertulias con Sábato, Gombrowicz y les niñes bien de la revista Sur.

También se enmarañan en mil y una historias del África colonizada por el país de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Un patchwork construido con retazos de más de un siglo de historia negra. Muertes, migraciones, sacrificios, resistencias. La pluma de Sarr es exuberante, barroca, en cada línea da cuenta del amor por la literatura, por su gente, por África.

¿Cuántos Skakespeare paridos en el continente negro asesinó el colonialismo? ¿Quién era Elimane en realidad? El senegalés ensaya una respuesta antes de llegar a puerto: “Es la suerte que nos espera si seguimos corriendo detrás de Europa, detrás de la inmensa literatura occidental: seremos todos, cada uno a nuestra manera, Elimanes. Tal vez lo seamos ya y, si es el caso, dejemos de serlo antes del aniquilamiento. Tenemos que largarnos de ahí. Tenemos que salir pitando de ahí. La asfixia se acerca. Nos gasearán sin piedad, y nuestra muerte será más trágica cuanto que nadie nos habrá llevado allí a la fuerza: nos habremos metido nosotros a la carrera, con la esperanza de ser célebres. Nos transformarán en jabón negro. Luego, nuestros verdugos se lavarán las manos con ese jabón y se blanquearán todavía más.” Cuánta razón.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá