domingo, 26 de junio de 2016

El sol del 5524 viene asomando


Por Nicolás G. Recoaro

Alta en el cielo, la luna llena ilumina las canchitas de fútbol del Parque Avellaneda. Cae la noche invernal. Hace frío, demasiado frío. Unos pocos cedros y la autopista Perito Moreno, como un telón de fondo, completan la escenografía. Varias fogatas arden cerca de la wak’a ceremonial. Falta sólo media hora para que un nuevo día comience, 21 de junio de 2016 del calendario gregoriano, y poco más de ocho para que los primeros rayos del sol den inicio al año nuevo de los pueblos originarios. El Inti Raymi 5524. "Mara T’aqa, la separación de ciclos agrícolas; Willkakuti, el regreso del sol; Machaka Mara o Inti Raymi, el año nuevo. El nombre no es tan importante, hermano. Lo importante es compartir", explica a Tiempo Rafael Apaza, un jujeño cincuentón que disfruta de la vigilia ataviado de estricto poncho rojinegro y lluchu haciendo juego sobre su cabeza. A pasitos de la wak’a, el centro energético del parque, Apaza analiza con ojo de lince una bolsa repleta de hojitas de coca. "Hay que elegir sólo tres –detalla–. Son para poner nuestras intenciones en un quintu, como ofrenda para la Pachamama al inicio de la ceremonia." Se crió en las alturas de Caranavi, cerca de La Paz, la capital aymara del mundo. Ahora vive en Liniers, el más andino de los 100 barrios porteños. Viene de una familia de agricultores, y se gana la vida como auxiliar de portería en una escuela. "Mañana tengo que ir al trabajo, el feriado que dio la Ciudad corre sólo para alumnos y docentes indígenas. Será pues en el futuro que nos incorporen a todos", se lamenta. Consultado sobre sus deseos para el próximo año, Apaza hace aflorar sus inquietudes ecologistas: "Hay que cuidar la naturaleza, empezar a hablar de los derechos de la Madre Tierra", dice y encara derechito hacia una fogata que alimentan los sikuris de la agrupación Ayllu Sartañani."La diferencia de hacerlo en Capital o en pleno Altiplano es el cambio de escenario. La esencia sigue siendo la misma: la necesidad de reencontrarnos con nuestros orígenes", explica Cristian Ponce, un joven sikuri. Mientras prepara sus zampoñas para interpretar un italaque, cuenta que las cuatro fogatas que arden en el predio representan a los suyus, las regiones que daban cuerpo al Tahuantinsuyo inca. Pero también a los cuatro elementos fundamentales en la cosmovisión andina: aire, agua, fuego y tierra. "Nuestra música está muy relacionada con la agricultura y las estaciones del año. Pero más que nada, el siku es una forma de comunicación. Cuando tocamos, estamos hablando", dice Cristian y se lanza a soplar las cañas. A dialogar con sus compañeros junto al tórrido fogón.



Semillas de la memoria 

En el parque se ven gorritos con los siete colores de la Wiphala, bufandas tejidas con sus tonalidades, parches de bombos que la llevan tatuada y hasta una gran insignia que flamea cerca de la wak’a. Minutos antes de las dos de la madrugada, Alex Cuéllar Apaza da el puntapié inicial de la celebración. El maestro de ceremonia invita a formar una ronda y a que cada persona deje una ofrenda sobre una mesita forrada con un aguayo. "Estos festejos nacen de la necesidad de encontrarnos con la Pacha en plena ciudad", confiesa el migrante orureño que llegó a la ciudad de la furia hace más de 30 años. "El modo urbano de vida es expulsivo. Hasta no hace muchos años, en estos espacios había mucha xenofobia y estigmatización con los indígenas. Pero con el tiempo hemos logrado un cambio. Estos son momentos para encontrarse con otros, pero fundamentalmente con uno mismo", asegura Cuéllar, y enseguida recuerda los festejos en el Altiplano, acompañando a su bisabuelo Bonifacio, a su abuelo Félix y a su papá Rufino, familia de sabios agricultores, expertos en el arte de cultivar la papa. "Hay que hablar de nuestros abuelos, los achachilas. Tenerlos siempre presentes." Saveria es porteña de nacimiento, pero andina por elección. Vive en Pucón, en el sur de Chile. Y vino al Parque Avellaneda acompañada por Mario, su marido chileno, y Bento, su hijito. "Tenemos mucha afinidad con el Altiplano. Esta fecha la tomamos como un renacer. La tierra empieza a abrirse para recibir la semilla", cuenta mientras amamanta a su guagua emponchada. Antes de dejar su ofrenda de tres hojas de coca en la mesa, anhela: "Nuestra filosofía y forma de ver la vida es la que estamos sembrando acá –suspira y con su mano acaricia la cabecita de Bento-. Va a estar todo presente en su memoria." 
La lengua del malón
El malón de policías y un camión de bomberos custodian el festejo con recelo. "No sé por qué hay tanta policía. Por ahí creen que vamos a regalar pizza", bromea Darío Cañumil, un mapuche con aires de ekeko que llegó desde Florencio Varela. Es docente de lengua mapuche, pero solía subsistir dando clases de inglés en colegios del Conurbano. Ahora está desocupado. Mientras ata el trarilonko que cruza su frente, cuenta que quiere revitalizar su lengua materna entre los migrantes que viven en la urbe. Integra el equipo de Educación Mapuche Wixaleyiñ, que en mapudungun significa "estamos de pie". Antes de despedirse, Darío deja sus deseos para el ciclo que pronto comienza: "Kume we xipantu, o feliz año nuevo, hermano." Durante la madrugada, el frío aprieta pero no ahoga. Se le gana a base de baile y sikuriada. "Cinco siglos resistiendo / Cinco siglos de coraje / Manteniendo siempre la esencia / ¡Jallalla Pachamama!", repiten como un mantra los músicos. Cerca de las llamas, Wayra convida un humeante vasito de api y recuerda. "En el año 2000, con otros hermanos, organizamos el primer Inti Raymi en el parque. Éramos 15 gatos locos al momento de la salida del sol. Con los años fue creciendo", cuenta este activo miembro del grupo cultural Wayna Marka. Trabaja como costurero y da clases de música, su verdadera pasión. Pero también es un experto catador de la sagrada hoja de los incas: "La coca del Chapare es medio ácida, yo prefiero la paceña, que es jugosa." Wayra invita a ch’allar con alcohol puro una ofrenda. Luego toma el siku y se integra al círculo que rodea el fuego. Sopla como en trance. Sus pulmones serían la envidia de Miles Davis. El sonido dulce del huayno conquista la noche. A lo lejos, las patrullas de la Federal emprenden la retirada a sus cuarteles de invierno.
Salgan al sol

A las seis de la mañana, Frida Rojas revuelve con parsimonia la olla repleta de tojorí. "Es una mazamorra hecha a base de maíz de willkaparu, triturado con una técnica ancestral", detalla la sapiente cocinera nacida en el Valle de Cochabamba. Puntillosa, advierte que el tojorí se sirve bien dulce y está a punto cuando "tiene el espesor y revienta el maíz". Los hambrientos comensales deben esperar todavía algunos minutos para degustar el manjar. Rojas es una ferviente defensora de la identidad culinaria de los pueblos indígenas. "Uno trae su música, pero también sus sabores. Es importante lograr la autodeterminación alimentaria", resalta. Consultada sobre los platos que no pueden faltar en la mesa originaria, Frida rescata el chajchu con papa deshidratada y el eterno charqui. "En el año nuevo de diciembre se come pesado, porque el calendario está invertido. Poco a poco tenemos que darnos cuenta de que el año nuevo nuestro es hoy", cierra la chef cochabambina y comienza a servir sus delicias. Faltan instantes para las ocho, y el sol del 21 viene asomando. Hombres, mujeres, niños y ancianos dan la cara al Este para saludar el comienzo del mundo. Ahí viene, ahí viene el sol y una ola de brazos se elevan para recibir su energía. "¡Jallalla, Tata Inti!", es la milenaria plegaria que flota entre danzas, fogatas ardientes y repiques de tambores. La ceremonia llega a su fin, el 5524 ha comenzado. El día aún es inocente. Sobre la autopista, atascados en el peaje, los somnolientos conductores reciben con indiferencia los primeros rayos del sol. Sueñan con llegar temprano al trabajo. 

Publicado en Tiempo Argentino, se puede leer por acá

domingo, 12 de junio de 2016

Conurbano rápido y furioso

Imagen de la nota Conurbano rápido y furioso

Por Nicolás G. Recoaro 
En el barroso cruce del Camino de Cintura con Olimpo, se amontonan los fieles tuercas. Las banderas coloradas y el altar pagano que rinden culto al Gauchito Gil no están lejos. Faltan apenas minutos para las cuatro de la tarde. La fila india de bólidos nace del oxidado portón de acceso al Picódromo y va engordando hasta rozar peligrosamente la banquina de la ruta. Los parroquianos matan el tiempo, lustran sus máquinas. Comparten el mate mientras hablan del frío, impiadoso. "Era cuestión de fe, al final salió el sol", dice Emiliano Guidone. El joven mecánico es oriundo de Morón y todos los domingos, religiosamente, llega hasta Esteban Echeverría para celebrar la liturgia del divino motor. 
Como en éxtasis, Guidone admira la trompa de su Fiat Uno SCR modelo '94. Recuerda: "Hace 22 años que vine a este mundo de las picadas y no frené más." Como si repasara un párrafo del Génesis, el mecánico catequiza: "En el taller sos como Dios. Creás desde cero. Probás un carburador grande, después uno chico, ajustás el cigüeñal, el axial..." De repente, los empleados del Picódromo abren el portón y los autos empiezan a marchar hacia los boxes. Guidone enciende el motor de su carruaje. Antes de despedirse, confiesa: "Hay  gente que el domingo va a misa. Bueno, nosotros tenemos que venir acá." Con parsimonia, pone primera. 
La naranja mecánica
Frenéticos, como endiablados, trabajan a contrarreloj preparando los autos, antes de las primeras tiradas de la tarde: un poco de aceite por acá, un cambio de bujías por allá. En los viejos parlantes de la zona de boxes suenan modernos reguetones. Los mecánicos hacen bailar las llaves cruz en las manos. "El parche cuesta 50 mangos", advierte Osvaldo, el hombre orquesta que atiende en el Picódromo la gomería-lubricentro, a veces improvisado taller. Junto a su mujer Erika y sus hijos Brian y Abril, desde hace cuatro años les salvan las papas a los corredores que llegan desesperados a sus dominios. En su local se consigue desde aceite premium hasta cascos usados. Eso sí, "no tienen cambio", previene un cartel. "Está el que se le queda tirado el auto y te pide que se lo arregles para entrar y darle de nuevo. Algunos pagan y muchos lloran", resalta Osvaldo, casi como un pedicuro, termina su delicada faena inclinado sobre las patas de un Corsa morado. ¿Camina el negocio? “Ahora está duro para que suelten el billete. Igual, a veces se hacen de onda los arreglos. Es como una familia: yo te doy una mano a vos y vos después me la das a mí." 
“Hoy vine sólo con mi hijo Nahuel; mi mujer y mis otros pibes se quedaron en casa por el frío. No me pierdo un domingo", cuenta con tono campechano el pater  familias Marcelo. Los Silvetti son una dinastía tuerca con larga tradición en el ambiente de las picadas. Tienen en su altar familiar el Chevrolet 400 modelo 1974, color naranja furioso, listo para quemar la recta. Don Silvetti tiene 46 años y vive en Monte Grande. Se gana el pan como mecánico en una empresa de colectivos. "El auto lleva mucha plata y tiempo, pero ahora le dedico lo justo. Si anda bien, no se toca", enseña, pragmático. Con su ojo profesional evalúa los últimos ensayos antes de la competencia. "Es un ambiente sano, muy familiar, nadie se pelea. Me gusta que mis hijos sigan la tradición." 
La noche cae pesada y Nicolás mata los nervios comiendo chizitos.  "Es la primera vez que la traemos, hoy debuta la máquina", dice este mecánico fachero de Tigre. Lo custodia su piloto, Sergio, el dueño del auto, mientras diez amigos alientan desde los añejos tablones del "Pico". Nicolás tiene cara de dormido y el mameluco azul enchastrado por la grasa, pero el jopo bien peinado. Invirtieron como 60 mil pesos para dejar pipí-cucú el Fiat Uno modelo '95. Y miles de horas de mano de obra. "Tenemos un equipazo, digno de Enzo Ferrari. Muchachos, en unos años, ¿cómo se ven en la Fórmula Uno?", arenga el mecánico. Tiempo pregunta por la destreza del piloto: "El pibe tiene muñeca, pero la usa para otras cosas. Para las picadas todavía le falta."
Historia acelerada 
Juan fuma y espera en la oficina de inscripción del "Drag Racing". Pocos usan el nombre oficial para designar al viejo Picódromo. En promedio, cuenta, cada domingo unos 100 autos inundan el predio. "Desde autos estándares hasta coches preparados. La inscripción cuesta 400 pesos, e incluye las pruebas, el seguro de la Asociación de Volantes y la asistencia médica", resalta. El premio es una copa, un viático –de 400 a 800 pesos, según la categoría– y la posibilidad de disfrutar tranquilo de la velocidad. Juan evoca la ya dilatada historia del Picódromo: el 20 de junio cumplirá 17 años. "Acá todo comenzó en los '70, con los hot road yanquis que corrían en el Gálvez. Antes se hacía en la calle. Y por desgracia, muchos pibes inconscientes lo siguen haciendo." La velocidad está en la base de la potencia de la industria automovilística. Los accidentes en la calle son la contracara del progreso. Luego de pitar su Marlboro, Juan agrega: "La gente no sabe que existen estos espacios. Hay que educar a los pibes, contarles que si les gusta correr tienen que hacerlo en un lugar seguro. El Estado tendría que ayudar y los privados también." 
En la oficina circula el mate. Lo ceba Maximiliano Dalmón, reportero gráfico y periodista especializado en la disciplina. Convida y añade: "Nunca tuvo el apoyo necesario para levantar vuelo. Estamos a años luz de las grandes potencias. Sin embargo, es la categoría automovilística que más gente mueve en todo el país." El TC queda segundo, y mucho más lejos, el TC 2000, asegura.
Penélope Glamour 
"El amor existe. Pero anda en automóvil", escribió el poeta Mário de Andrade. Mirtha coincide con el padre del modernismo brasileño: "La segunda cita con Darío, mi marido, fue acá. Me gusta el hombre que corre." Mientras juega con su pequeño hijo Dante, confiesa que a veces se siente celosa. "Por ejemplo, cuando escribe en el Facebook: 'Cómo te quiero, hermosa. Nunca me dejás tirado.' Y no habla de mí", dice. Darío mete mano en el motor de la tercera en discordia: la "Bochita" Fiat 600 rosada que enamora en los boxes. 
A pasitos de la largada, Sol calienta el motor de su Bora azul noche. La glamorosa corredora se peina antes de calzarse el casco. "Cada vez somos más chicas. Hoy cumplo el sueño de correr por primera vez." Su papá, Marcelo Vergara, campeón de la Clase 7, le aconseja: "Corré tranquila, sin nervios, que vas a andar bien." Sobreprotector, la acompaña hasta el instante en que el semáforo se pone en verde. Y Sol se lanza con su bólido. Solita.
 Subite a mi voiture
"Transpirás, temblás, estás con el pie en un cuarto de acelerador, el embrague a fondo. Es una adrenalina que no se puede explicar con palabras, se siente", cuenta Rubén Candia, montado sobre el Falcon color yellow bronze que heredó de su abuelo. Lo acompaña su hermano Jorge, con quien comparte el gustito por los fierros. "Preparate que ahí larga el semáforo, nuestro arbolito de Navidad", dicen a coro, mientras una pesada sinfónica de motores y el humo de las llantas calientes inundan la largada. 
Guillermo es el encargado de darle colores al semáforo. Alinea los autos, recibe instrucciones de la torre de control, presiona el largador y a veces hasta ayuda a empujar a algún remolón que no se anima a partir. Mientras se calza un par de auriculares, dice que tiene que cuidarse los oídos: "Tengo 50 pirulos, y esto te taladra. Pero es un laburo que me gusta. Estoy rodeado de buena gente." El Falcon y el Chivo tiemblan sobre el asfalto. Los asistentes los sujetan para que no salgan desbocados. El ruido ensordece. Desde la tribuna, la gente alienta a los contendientes. El rojo shocking del semáforo pasa de repente al amarillo y de ahí al verde. Los bólidos salen lanzados a rienda suelta y en pocos segundos surcan los 402 metros de la recta. Corren hacia la oscuridad de la noche. Hacia el infinito sin estrellas y más allá. 
Publicada en Tiempo Argentino, con fotos de Eduardo Sarapura, se lee por acá

lunes, 6 de junio de 2016

Flores robadas en el mercado de Barracas

Gabriel camina por el pasillo central del Mercado de las Flores arrastrando los pies bajo la sotana. "Venimos a comprar todos los viernes, para el altar de nuestra iglesia de Solano", detalla el joven fraile franciscano, mientras consulta en un puesto el precio de los ramos de margaritas. "Hay que llegar temprano para conseguir las más lindas –explica–. Y usted sabe: al que madruga, Dios lo ayuda".
Pasan apenas algunos minutos de las seis de la mañana. Comienza a poblarse de compradores el pantagruélico galpón ubicado en la calle Olavarría, del barrio de Barracas. En el último sur porteño, a pasitos de la estación Buenos Aires del Belgrano Sur, no lejos del Riachuelo, esas aguas cenagosas que, decía Borges, separan a la ciudad capital de los superpoblados suburbios, los vendedores ajustan detalles en sus puestos, ordenan los ramos, degustan bizcochitos de grasa para llenarse la panza y convidan mates que combaten el frío del otoño. "El año viene bravo. Sobre todo por la política, el mal clima y las inundaciones", cuenta a Tiempo Osmar Coelho, el hombre a cargo del funcionamiento de la catedral argentina de la floricultura. Su trabajo es titánico, como el galpón de más de 20 mil metros cuadrados que da techo a la Cooperativa Argentina de Floricultores. "Vivimos medio a contramano del mundo. Arrancamos a trabajar a la medianoche con la descarga, cuando llegan los productores", explica Coelho. En su mayor parte, los delicados cargamentos llegan a buen puerto desde el cinturón verde bonaerense que conforman Escobar, Florencio Varela, La Plata y Pilar, pero también hay flores que vienen desde Corrientes e incluso desde la austral Bariloche.

"En las semanas de calor es impresionante la variedad, pero un día tan frío como hoy merma casi en un 50% ", dice Coelho y sorbe un mate amigo. "Igual, hace unos 15 años, en invierno ibas al mercado y no conseguías nada. Ahora se mejoraron las semillas. La tecnología ayuda", advierte el productor de origen portugués, tercera generación de floricultores. "La nuestra es una actividad que da mucho trabajo a los migrantes: japoneses, portugueses, italianos y, en los últimos años, a paraguayos y bolivianos. El migrante boliviano es un gran trabajador de las flores, le pone mucha dedicación. En flores y verdura, es el mejor. Los argentinos somos medio vagos", resalta Coelho.
Hay en el país unas 2500 hectáreas cultivadas de flores, un 25% en invernaderos. Según la Confederación Argentina de la Mediana Empresa, el 58% del terreno cultivado está en la provincia de Buenos Aires. Los claveles, las rosas y los crisantemos son las variedades con más historia y representan la mitad de la producción, pero desde hace algunos años, los floricultores nacionales han comenzado a explorar nuevas especies, como lisianthus, lirio o azucena, gerbera, astromelia, freesia y flores tropicales.
Familias rodantes
"Es lo que uno mama desde chiquito: aprendés el oficio y seguís la tradición familiar", dice Sergio Cavaco, otro productor de familia lusa, primera generación nacida y criada en estas pampas, radicado en City Bell. "Arranqué con las flores desde que dejé el secundario. La producción te lleva todo el día. No hay horarios. Tenés que preparar el suelo, plantar, regar, hay que estar al pie del cañón", asegura mientras acomoda con parsimonia unos ramos de gladiolos. Consultado sobre cómo descifrar la calidad de las flores, Cavaco se acomoda el gorro que protege su cabeza del impiadoso frío y utiliza su ojo clínico: "Cuando mirás la flor, te das cuenta enseguida si es buena. Todo te habla: la hoja, el tallo, los pétalos. El que está en el ramo sabe de una".
En su puesto, Ernesto y su familia venden generosos ramos de San Vicente a 10 pesitos. Llegaron hace dos años desde Sucre, Bolivia. En la "Ciudad Blanca", él se ganaba el pan como albañil. Decidió venir a Buenos Aires para darle un futuro mejor a su familia y de a poco, dice, lo está consiguiendo, gracias a los crisantemos y las rosas que crecen en su parcela de Florencio Varela. "Toda la familia colabora, todos trabajamos. Hay que cuidar todo el día la flor. Ser pacientes. Cuidarlas mucho, como a un hijo".
"Lleve algo casero, nosotros trabajamos bien económico", resalta Flora, una chola –de padres potosinos pero nacida en Salta– que resiste estoica el helado amanecer porteño. Vendedora curtida, embriaga con su dorada sonrisa y, mientras atiende a sus clientes, confiesa que el tamaño sí importa: "La flor tiene que ser grande, y nada más".
El sol naciente 
A las siete, el mercado vive su hora pico. Productores, compradores, changarines, proveedores de insumos especializados y curiosos recorren apurados el predio. Sin embargo, la agitada rutina matinal parece no afectar al floricultor Alejandro Moriyama. Atiende su puesto con seriedad impávida y aires ceremoniosos. Con elegancia ancestral. "Mis abuelos vinieron en el '55, eran de Kumamoto, de la isla de Kyushu, en el sur de Japón. Era plena posguerra y muchos japoneses vinieron para el Paraguay y luego pasaron a Misiones: se dedicaron a la yerba y el té." El señor Moriyama recuerda la importancia que tuvo la migración nipona en la floricultura nacional: la Cooperativa fue fundada el 19 de noviembre de 1940 por un grupo de 32 cultivadores de origen japonés. Los antiguos mercados de Retiro (que floreció en los años '20) y de Almagro (que funcionó hasta finales del siglo pasado) fueron también impulsados por los floricultores orientales. Moriyama se ha especializado en la producción de rosas y astromelias. En esta época del año, utiliza el "doble techo" de su invernadero para protegerlas del frío. "Si es necesario, prendemos fogatas, siempre a base de carbón, para cortar la helada", recomienda hierático. Dos docenas de las rojísimas rosas que vende en su puesto cuestan sólo 100 pesos.
Cristina Miyawaki cultiva el arte del ikebana. "Mis padres eran floricultores. Se especializaban en clavelinas. Vinieron de Kochi, en la isla de Shikoku", explica. La artista formada en una academia de Tokio (especializada en la técnica que hibrida el estilo europeo y el tradicional oriental) resalta que con sus diseños busca alcanzar la armonía entre la obra y el ambiente. "Hay que inspirarse en los tonos y en la personalidad. Por ejemplo, un arreglo romántico tiene que tener una esencia de romanticismo. Colores té, con flores de estación." En japonés, ikebana significa dar vida a las flores. Cristina es una maestra en ese arte.
Flor de cooperativa
A las ocho, el ritmo en el mercado permite el primer respiro de la jornada. Víctor da Silva Sequeira, presidente de la Cooperativa Argentina de Floricultores, completa con esmero un cuaderno de espirales. Desde que nació tuvo una vida ligada a las flores. Sus abuelos llegaron desde Portugal y se establecieron en Villa Elisa, cerca del Parque Pereyra Iraola. Sesenta años después, Víctor y sus hijos siguen la tradición. Cuenta que la cooperativa tiene más de 2000 socios, y que unos 500 están activos. Pese a las dificultades. Como si cantara un fado, explica: "El sector de la floricultura está muy golpeado, nunca hemos tenido apoyo del Estado. Es todo a pulmón. La cooperativa nos nuclea y ayuda a comercializar, pero si no nos ayudamos entre nosotros, estamos perdidos." Las importaciones sin aranceles y la devaluación empeoran el panorama. Sin embargo, Víctor es optimista, y dice que no van a aflojar. Se apoya en sus compañeros, en sus dos hijos y su simpático tío, que le dan una mano en el puesto. Y también en sus flores. "Lo de regalar flores es algo que viene de nuestros ancestros, desde los egipcios y los romanos. Creo que ahora tiene mucho que ver con estar bien con uno mismo. Alegre y en armonía".
Publicado en Tiempo Argentino, se lee por acá