lunes, 26 de septiembre de 2022

Banksy en La Rural: la salida es por la tienda de merchandising

Palermo. Las paredes hablan. «Somos la especie en peligro de extinguirlo todo». Cuánta razón. Estoico, el deshilachado afiche del movimiento de liberación animal, Voicot, resiste de cara a la oligarca Rural. A unos pasitos, en lo alto del cielo nublado, otro cartel. Señalética firmada por el Gobierno de la Ciudad de la furia larretista. El Gran Hermano PRO advierte: «Espacio monitoreado por cámaras de seguridad». Sobre la fachada del centro de exposiciones, otros dos avisos. Blancos, radiantes, prolijos, seductores. Por supuesto, vendedores. Se lee, con acento british: «Banksy: Genius or Vandal?». Subrayado, en criollo: «Exposición no autorizada». ¡Albricias, la contracultura llegó a La Rural! La paradoja de acercarse a la estrella distante del arte callejero antisistema en un paseo ordenado por pulcros salones, audioguía y anteojitos de realidad virtual. Falta calle. Tan obvio en un espacio apropiado por los dueños del campo.

Igual parece que la expo funciona. Los 70 originales de Banksy, propiedad de generosos coleccionistas –todas galerías que venden obras del artista británico en sus webs–, vienen de una larga gira con escalas en Madrid, Nueva York, Milán, Lisboa, Moscú, Las Vegas, Tokio, Bruselas, Hong Kong y mucho más allá. Millones de visitantes, suculentas recaudaciones, show business. Sin dudas, el mercado del arte (de ese arte, al menos) goza de buena salud tras la miserable pandemia.

Mientras tanto, el cotizado Banksy patalea en internet contra las exhibiciones no consensuadas. «Trátenlos en consecuencia», cierra su queja de bandoneón virtual. El artista acompaña la diatriba con una imagen. Un grafiti en la fachada de una expo. Una sola palabra tatuada: «Fake».

Antes de ingresar al predio, Bernardo, treintañero profesor de Historia llegado desde Montserrat, dice que ni fu ni fa con la polémica: «Si quiero puteríos, veo un programa de chimentos. Yo soy hincha de Banksy, porque nos canta la posta de cómo nos caga el sistema, de cómo nos explota el capitalismo, y lo hace arte. Eso sí, hablando de capitalismo, saladito el precio para el sueldo docente». La entrada en Buenos Aires cuesta 3000 pesos. La salida vemos.

Pibe capucha

Los grafitis son una forma de guerrilla. Una manera de pelearle el territorio y el poder a un enemigo siempre más grande y mejor equipado. Banksy amplió el campo de batalla del arte urbano desde las calles de su Bristol natal a la aldea global.

Corrían los ’90 en el Reino Unido: Tony Blair, «Cool Britannia», Tercera Vía. Mucho maquillaje, menos Estado de Bienestar, más límites para las libertades civiles. Un continuado remozado de los ochenta de la Thatcher. También, épocas de raves, trip hop, stencil y resistencia contracultural herederas del punk en las islas piratas. Esta ensalada alimentó al cachorro Banksy.

El puntapié inicial de la expo es un viaje a los tiempos germinales del artista anónimo. Cómo dar la cara. Pintar paredes es un delito. «Si el grafiti cambiara algo, sería ilegal». Fotos y más fotos de época –firmadas por Steve Lazarides, su amigo y primer agente– que muestran a un flaco siempre encapuchado. Sobre la identidad real de Banksy se han tejido mil y una leyendas. Que es el provocador Damein Hirst, el decorador Robert Bank, el músico Robert Del Naja. Frío, frío, frío. «En el fondo, todos somos Banksy», dijo el cantante de Massive Attack.

Cerca del espacio que recrea el estudio–galpón del artista pululan Lucas y Celia, una expareja de jubilados bien empilchados: «Nos conocimos hace 61 años, la vida nos separó, hace poco nos reencontramos y acá estamos festejando, rodeados de arte». El caballero dice saber mares sobre muralismo: «No digo que Banksy sea Diego Rivera, pero tiene su sello personal. Es contestatario, antisistema y también amoroso. Me gusta mucho la obra del joven lanzando ramos de flores en vez de una bomba molotov. Los años me enseñaron que hay que amar y protestar más». La obra, una serigrafía en papel, puede apreciarse en la exhibición. Se titula «Love is in the air», pero las masas la rebautizaron «El lanzador de flores». Banksy la pintó por primera vez en una pared de la frontera salvaje que asfixia a Palestina, donde también instaló un hotel con vista a los muros. El año pasado fue subastada por la casa de remates Sotherby’s. Casi 13 millones de verdosos dólares. Clink caja.

La llanura de los chistes

Serigrafías, grafitis, stencils, instalaciones, videos. Los originales del británico se esparcen en varias salas hermanadas por ejes temáticos. El capitalismo salvaje, el rey consumo, el drama de la migración, las guerras imperialistas. «Creo que son una protesta sutil, elegante, y a la vez muy potente. Banksy muestra lo sometidos e idiotizados que estamos», reflexiona Agustina, estudiante chilena, justo frente al cuadro que muestra a unos pibes haciendo flamear una bolsa de supermercado como bandera. No muy lejos, un stencil grita: «No podemos hacer nada para cambiar el mundo hasta que el capitalismo se derrumbe. Mientras tanto vayamos de compras para consolarnos».

Un océano de imágenes cargadas de filosa crítica, pero también de mucho humor. Lenin en patines con el logo de Nike, la reina Victoria disfrutando un cunnilingus, Steve Jobs como refugiado sirio, angelicales policías antidisturbios con caritas de «smile» o tomando generosas líneas de cocaína. También los billetes falsos con la cara de Lady Di que el británico arrojó a una multitud en 2004, durante los festejos del carnaval de Notting Hill. Papel moneda respaldado por el «Banksy of England».

Inés es una jubilada que vino de visita con toda la parentela. Esta tarde tiene su bautismo de fuego con el street art: «Todo muy lindo, me gusta el cruce que hace entre el arte y la política. Es parecido a mi artista favorito, Nik, que es un genio». Un chiste sin remate posible. A Iñaki lo dejó en llamas «Napalm», el dibujo inspirado en las fotografías de Nick Ut que muestra a la niña Kim Phuc tomada de la mano de Ronald Mc Donald y el ratón Mickey: «Qué mierda es la guerra, ¿no? Yo sí creo que el arte puede ayudar a que no existan más. Pero eso seguro no depende de nosotros». Otro stencil de Banksy reza: «Los crímenes más grandes del mundo no son cometidos por gente que rompe las reglas, sino por los que las siguen. Es la gente que cumple órdenes las que lanzan bombas y masacran pueblos».

Globos de ensayo

«Desempleado del mes». Eso dice el pin «irónico» que lucen los trabajadores de la muestra en sus pechos. Pibes y pibas del ejército de reserva del mercado laboral que se hacen unas monedas con mucha intermitencia. Una laburante comenta al pasar: «Por ahí veo un cuadro y me siento representada. Eso de que el sistema nos explota, trabajar para nada, para consumir. Era más fácil trabajar en la muestra de Van Gogh, puras flores».

Pegadito al aburrido tour virtual se encuentra la cereza del postre: una sala entera dedicada a la afamada «Niña con globo», la Gioconda de Banksy. Foto obligada para subir a Instagram. Banksy la creó como mural en 2002 bajo el puente de Waterloo. Una copia original en papel fue subastada en 2018 por más de un millón de libras. Lo curiosos fue que la obra resultó semidestruida por una trituradora pocos segundos después de ser adquirida. La serigrafía deshilachada fue vendida nuevamente en 2021 por casi 19 millones de libras. Terminó rebautizada: «El amor está en la papelera».

Sin indirectas, la salida de la muestra es por la tienda de merchandising. «Destroy capitalism», se lee en una remera que cuelga sobre las cabezas de los empleados. Hay afiches, calcos, tazas, posters, pines, lápices con el sello Banksy. ¡Lleve, nomás! Pago al contado. Atención al consumidor, a la consumidora: no hay precios cuidados. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Historia universal del after

 “Después de un arduo trabajo de diez, doce, catorce horas de pista, luego de la comunión de sustancias y dejando atrás el cansancio físico, arribando a lugar en donde ya todo es signo, percibo la pista de baile como un pequeño espejo que refleja y distorsiona todo lo que hay a su alrededor. No sólo nuestras relaciones sociales, o las estructuras políticas, económicas, afectivas, o las fuerzas de la violencia y el deseo; me arriesgaría a decir que además refleja todo el cosmos, sus cuerpos celestes orbitantes, las colisiones interplanetarias, las supernovas, las púlseras y causáreas”. La hipótesis es formulada por el investigador académico y crítico de arte brasileño Leo Felipe en la mitad de Historia universal del after. ¿Una teoría sobre la fiesta interminable del under? Algo de eso hay en este libro.

La novedad de la colección Efectos Colaterales de Caja Negra Editora es una obra híbrida que puede ser leída de muy distintas maneras. Dosis desparejas de autoetnografía fiestera y drogona de un científico que va perdiendo la cabeza; crónica alucinógena de la escena electrónica de Porto Alegre, Belo Horizonte y ese monstruo de mil cabezas llamado San Pablo; ensayo crítico sobre fiestas en plazas y antros derruidos, los efectos de las líneas de cocaína y ketamina y el encantador machaque de los sets de los DJs hasta que las velas no ardan. También, por qué no, una mirada desde la alcantarilla del under a los últimos años de Brasil, del golpe contra Dilma hasta la llegada del fascismo bolsonarista al poder.

Una historia universal noctámbula

Sin dudas, un libro transdisciplinario. Transgénero. Cartas, artículos periodísticos, poemas, fotos, flyers. Textualidades muy diversas que Leo Felipe abraza para construir una cartografía alucinante de la “otra” noche brasileña. Fiestas clandestinas que recuperan a fuerza de baile el espacio urbano, que se apropian de galpones y fábricas posapocalípticos para edificar remansos donde danzar sin respiro contra el sistema. Colectivos político-identitarios que no buscan la efímera felicidad, más bien intentan detonar las bases esquizofrénicas del capitalismo. Fiesteros politizados. Una revolución bailable. Toda pista es política.

Baile y experimentación con drogas son además una excusa para repensar al cuerpo como un territorio de reflexión. Semiótica de la carne. ¿Y qué cuerpos aparecen en el libro? Cuerpos subalternos, cuerpos negros, cuerpos trans, cuerpos latinoamericanos, cuerpos drogados, cuerpos siempre marginados. Cuerpos que, pese a todo, encuentran su redención en las pistas. Piensa Leo Felipe: “Una escultura hecha de carne y movimiento, tecnología del deseo en su gloria luminosa. Me encontraba frente a la pura belleza.”

Ensayo desorientado, lúcido, valiente, bello, plebeyo. Eso también es este libroLa deriva de un escritor que baila y pone el cuerpo como si la vida en la Tierra dependiera de su desempeño en el sucio dancefloor. Porque cuando todo se derrumba, cuando parece que la noche se muere, todavía nos queda el after. El cierre es para Leo Felipe: “Y después del baile de zombis, una paradita para recargar energías en ese bar que tiene una hermosa vista de la autopista Minhocão”. Daydreaming. Después, seguir girando.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Emma Cline y el vacío

 Aletargados,  entumecidos, enfrentados a sus demonios. Así son los personajes que retrata la norteamericana Emma Cline (Sonoma, 1989) en su nuevo libro de cuentos. Hombres y mujeres que parecen sacados de un cuadro de su paisano Edward Hopper. Postales de la era del vacío en pleno siglo XXI.

Papi es una colección de diez relatos de la joven Cline. La obra fue recientemente publicada en español por la editorial Anagrama. Seguro recuerdan a la muchacha por su ópera prima, Las chicas (2016). Para los distraídos: una novela que narraba un trip iniciático al lado más oscuro del Summer of Love sesentero. El sueño húmedo hippie de paz y amor que terminó en una pesadilla a secas teñida de sangre rojo shocking y muerte al ritmo del Clan Manson y sus angelicales fanáticas.

La novela ganó demasiados premios, fue traducida a 40 idiomas y el productor Scott Rudin (Red social, Las horas y Closer) amaga con llevarla a la pantalla grande hace años. Con Las chicas, la piba cosechó prestigio literario por su fina, sutil y perturbadora pluma. También, un jugoso cheque de 2 millones de verdosos dólares de la editorial Random House. “¡La nueva promesa de la literatura estadounidense!”, dijo la prensa especializada. Por una vez, no se equivocaron. Bueno, basta de rodeos. Cline está de regreso. Por suerte.

Un libro, diez cuentos, mucha desolación. Ese es el clima que atraviesa los relatos de la escritora nacida y criada en California, militante activa del Me Too. Algo del Menos que cero de Bret Easton Ellis sobrevuela la obra. Brillo plástico y mucha oscuridad, belleza exterior y podredumbre interna, éxito fugaz y fracaso eterno. Una aspirante a actriz que se gana el mango vendiendo ropa en una tienda física y su ropa interior por la red digital; una piba adicta en rehabilitación que fabula en chats de citas; un editor venido a menos que escribe las biografías de millonarios que se creen lo más; un padre que debe ir al estreno de la película infumable de su hijo “artista”; las desdichas de los universitarios yanquis que sobreviven labrando la tierra por monedas. Miserias, decadencias, perversiones, miedos y ascos del país erecto arriba del río Bravo.

Papi incluye “Marion”, el cuento que ganó el Premio Plimpton de The Paris Review en 2013. El relato es la semilla que parió la novela Las chicas. Cuando le preguntaron a Cline sobre el origen de la historia seminal que narra la relación entre dos chicas en una comunidad alternativa de la Costa Oeste, la escritora mencionó la violencia cotidiana, la vergüenza, la humillación, las traiciones. Al final, sinceró, el combustible es la amistad.

Pastillas, ketamina, merca, antidepresivos… las drogas están muy presentes en los relatos de Papi. También en el presente norteamericana que Cline retrata sin caretas. En una reciente entrevista con el diario español El País, la escritora echa luz sobre el tema: “Adam Phillips dijo algo acerca de que todos decidimos cuánta realidad podemos soportar, y las drogas son una forma efectiva de modular la realidad para las personas que la encuentran abrumadora o que no quieren experimentar toda su fuerza. Muchos de estos personajes no quieren vivir en la realidad; hasta cierto punto, ninguno de nosotros lo hace, o configuramos nuestras vidas para evitarlo. Las drogas son un atajo.” Otra forma de evitar el vacío. O quizá, al igual que con la lectura, de disfrutarlo.  

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

El pueblo contra las balas

«Cristina: amor con amor se paga». El lienzo blanco tatuado a las apuradas está atado a las rejas de la Pirámide de Mayo. «Tenemos memoria, querido, en estos momentos hay que salir a bancar. A defender a Cristina, a defender la democracia, a defender los derechos conquistados. El pueblo no se arrepiente de este amor», dice Horacio Luis, taxista llegado desde San Martín hasta la colmada Plaza de Mayo en la tarde del luminoso viernes justicialista.

Peronista de la primera época, don Horacio está ataviado con una remera que inmortaliza un abrazo de Néstor y CFK. También la frase «Vengo a proponerles un sueño». «Lo de anoche fue una pesadilla. Todavía me acuerdo de la imagen del energúmeno gatillando la pistola y no lo puedo entender -se agarra la cabeza el tachero-. No puede haber gente con tanta mala leche, tienen una piedra en vez de corazón. Si te lo tengo que resumir en una palabra, dolor. Somos decenas sintiendo ese dolor. Organizados, en solitario, en familia. Venimos para defender la democracia y bancar a Cristina».

Son miles de almas populares. Las columnas fluyen como ríos por Diagonal Norte, Diagonal Sur, Avenida de Mayo, Reconquista, el Bajo porteño y mucho más allá. A las cuatro de la tarde, la plaza parece un fresco peronista animado de Daniel Santoro. Pablo llegó tempranito al centro porteño desde La Plata para bancar a la «Jefa». Levanta un cartel que dice «Avanti Morocha». «Lo hicimos con mi señora cuando murió Néstor. Ya tiene mil batallas. Estuvo en Comodoro Py, en las plazas de la resistencia, siempre aguantando», dice el trabajador de la Salud y convida un mate calentito.

Cuando vio anoche el arma apuntando a la cabeza de la democracia, Pablo sintió miedo: «Es difícil ponerlo en palabras, hermano, se siente acá, en el corazón. El pueblo peronista está atravesado por tragedias, muertes, desaparecidos, persecuciones. Por suerte, Cristina tienen un ángel que la protege; se llama Néstor. Ahora, la tenemos que cuidar todos en la calle». Al despedirse, el platense deja una reflexión postrera sobre el futuro: «Creo que esta desgracia nos fortalece. Ellos nos quieren muertos, cancelados, ciudadanos de segunda. Pero fijate cómo salimos para darnos fuerza. No tenemos miedo y ahora a trabajar para ganar el año que viene».

Maradoneana y latinoamericanista. Así, se presenta Juana, una bibliotecaria venida desde Villa Mitre. Esta tarde pone el cuerpo por Cristina, por la democracia, por su historia de militancia: «Viví la dictadura en carne propia. Nunca más a la violencia, al odio, al terror». Hace flamear una multicolor wiphala de los pueblos originarios: «Esta plaza combate el discurso del odio. Le decimos no a las balas. Sí a la vida».

Aldo y Camila militan en el Centro de Estudiantes de la Escuela Técnica N° 3 de Quilmes. Los pibes la tienen clara: «La democracia no se negocia. Eso aprendimos en la escuela, por eso vinimos. Luchamos por los derechos de todos y todas».

Tania Luz Figueroa milita en Ammar, el sindicato de las trabajadoras sexuales. La morocha tucumana de sonrisa blanca como salar del altiplano luce un elegante vestidito rosa Dior. Dice que no vino por un plan, por un paquete de arroz, por mil pesos: «Vengo porque Cristian representa mis derechos. Mi derecho a tener un documento que dice que soy mujer. Ella es de fierro. Nosotras estamos para cuidarla».

De la Patria Grande viene Virginia King. Es venezolana. Vive hace cinco años en la Argentina. Se gana el pan como analista política: «Tenemos un vínculo muy fuerte, somos pueblos hermanos. No quiero que Argentina sea otra Colombia, la de la guerra civil y las tragedias, por eso hay que cuidar a la compañera Cristina. Los pueblos saben cuidar a sus líderes».

«Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar», cantan las gargantas poderosas de los militantes de La Cámpora cerca del Banco Nación. Edgardo Costas saluda a las columnas desde la vereda, cerca de una pintada muy actual que dice «FMI: Fondo de Miseria Internacional». Al despedirse al cierre del ágape popular, el jubilado llegado desde el sur profundo del Conurbano dispara: «Vengo siempre a la plaza a defender las conquistas del pueblo. Estuve en la JP, me comí seis años de cana en la dictadura, sobreviví a Menem. Hay que seguir peleando, no nos queda otra. ¡Aguante Cristina, carajo!».

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Crónica carioca

 El Centro histórico de Río de Janeiro está tórrido, caliente, quente. En pleno agosto se adelanta la primavera electoral en el corazón delator de la Ciudade Maravilhosa. Como en las crónicas ejemplares del modernista João do Rio, el alma encantadora de las ruas late en marchas, banderazos, cánticos, propaganda y folletos en cada esquina carioca. Desde Cinelandia hasta la Avenida Getúlio Vargas, suben a Santa Teresa por los Arcos de Lapa y se pierden en los morros y praias de bastante más allá.

Mateo dos Santos labura cerca de la Praça Tiradentes, a pasitos del soberbio edificio del Real Gabinete Portugués de Lectura. El joven se gana el mango en un sebo de libros de segunda mano, pero primerísima calidad. Por 15 reales, poco menos de 800 devaluados pesos, Dos Santos ofrece obras excelsas de don Rubem Braga y Lima Barreto. El pibe sabe mares sobre literatura brasileña. También da cursos acelerados sobre Historia contemporánea del gigante sudamericano: «Bolsonaro nos metió en un pozo. Crisis, carencias, inseguridad. La gente no tiene ni para comer y este presidente no liga nada». El comerciante no se equivoca. Los últimos guarismos son demoledores: casi 50 millones de brasileños están hundidos en la pobreza. Mateo debe volver al trabajo, pero antes deja una reflexión postrera: «Para entender los años de Bolsonaro le recomiendo leer a Orwell, vivimos en una distopía».

Lilian está en el gremio del textil. Pilotea un local en el barrio de Saara, un Once carioca. La piba es hija de sacrificados migrantes peruanos, diseñadora de modas y dealer de remeras rockeras: Ratos de Porão, Titãs, Sepultura, et. al. Viene de tres años al hilo de una malaria fulminante: «Todavía pago las deudas de la pandemia que el presidente negaba». Lilian confiesa que es adventista. Su fe la acercó al credo de Jair Messias Bolsonaro en las pasadas elecciones: «Pero me defraudó al poco tiempo. No puedo soportar la forma en que trata a las mujeres, con soberbia. No es buen cristiano. El 2 de octubre voy con Lula, otra oportunidad».

¿Un temita para describir el presente? Lilian se queda con el clásico de clásicos ochentoso “Qué país é este?” de Legião Urbana: “En las favelas / En el Senado / Suciedad por todos lados / Nadie respeta la Constitución / Pero todos creen en el futuro de la nación».

«Hay que votar al PT para cambiar el presente y construir un futuro mejor”, explica la morocha Thais Ferreira, candidata a diputada federal por el PSOL, el mayor partido de izquierdas brasileño, aliado al frente que comanda el expresidente obrero metalúrgico. Thais hace campaña en Pedra do Sal, meca del samba carioca. La Pequeña África es territorio bello, plebeyo, memorioso de la historia silenciada de los esclavizados.

«Nosotros defendemos los derechos de las minorías. Lo digo como mujer, como trabajadora, como luchadora social. Bolsonaro no es solo un mal para Brasil, sino para toda la humanidad», dice la piba de cabellos eléctricos y dibuja la L de Lula con los dedos. Antes de despedirse, también una F de «Fora Bolsonaro».

El samba flota en el aire de Saúde. Cerveja y maconha por 12 reales. Se baila lento cuando cae la noche de un lunes tropical. Thiago dice que no le teme a la campaña del miedo bolsonarista. «Ellos hablan del fantasma del comunismo, nosotros de la realidad de pobreza, violencia y miseria que trajo su gobierno para ricos», sostiene el joven abogado, militante petista desde la cuna. Recomienda un samba con esperanza de Cartola para iluminar al próximo gobierno. Se llama “Alborada”, amanecer. Dice más o menos así: “Amanece en el morro / Qué belleza / Nadie llora / No hay más tristeza”.

Todos los días, el tachero Wagner empieza a trabajar al amanecer. Diez horas en un eterno retorno a Copacabana. Pese al cansancio, anda feliz por el triunfo del Flamengo sobre San Pablo. Para celebrar: bolinhos de camarón en un boteco de Ipanema. Dice que en octubre votará al excapitán del Ejército: «No quiero ladrones en el gobierno. Eso es el PT». En su auto lleva pegada una calco con la foto del actual mandatario. Al pie de la imagen se lee: «Brasil por encima de todo y Dios por encima de todos».

Sérgio Rica vende sus libros de poesía de bar en bar por la zona del puerto. Es de Pernanbuco y apoya a su paisano Lula: «No me gusta el país del impeachment, que Bolsonaro se vaya por el voto popular». Si tiene que elegir a un poeta para contar al Brasil presente, sin dudar se queda con los versos de Caetano Veloso. Al partir recita de memoria «Podres poderes», poderes podridos: «Nunca haremos más que confirmar / La incompetencia de la América católica / Que siempre necesitará tiranos ridículos / Lo es, ¿verdad? / ¿Qué será, qué será? / Esta estúpida retórica mía / Tendrá que sonar, tendrá que ser escuchada / Por más años». «

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

Autitos con cuchara

 «¿Estás preparado para volver 50 años atrás en el tiempo?». La pregunta no achicó a Jorge Bibbo. El veterano fotógrafo de 64 pirulos se había acercado al Parque Chacabuco para chusmear un ágape que reunía a los fanas de los autitos con masilla y cucharita. Aceptó el reto y un cochecito prestado: rodilla al piso, acarició la máquina con la mano derecha, midió los límites de la recta trazada prolijamente con tiza, respiró profundo y finalmente lanzó el bólido sin escalas. Hacia el infinito y más allá de su infancia.

 «Tiré y aparecí en 1968: Lhoner al 500, una cortada sin salida en Haedo; la pista pintada en la vereda, un patio grande a cielo abierto. Mis amigos y yo: todos de pantalones cortos, agachados, atentos a la carrera. La Chevrolet Trueno naranja y una Liebre-Torino, la que manejaba Cupeiro en el Turismo Carretera. Un sueño en el cual volvía a tener diez años. Desde esa mañana, cuando tiré el autito, vuelvo a esos días felices, a los juegos de mi infancia. ¿Acaso hay edad para jugar?”, pregunta Bibbo y se pierde en el grupete de veteranos y niños que calientan motores y muñecas en la previa de una nueva jornada del campeonato de la Asociación de Pilotos de Autos a Mano Competición (APAMACO). Este sábado de un agosto cálidamente invernal, bajo la sombra de hormigón de la Autopista 25 de Mayo, se disputa la 6° fecha del torneo. El pequeño Gran Premio Guillermo Ortelli de la categoría TC. ¡Tremendo carrerón!

Emancipación profana

Sin pista no hay carrera. Carlos García y Javier Chapo son los artistas que dibujan a mano los autódromos liliputienses. «Hoy arrancamos a las 6:45 de la matina. Yo trazo el dibujo y Javier es quien le mete magia a los detalles», confiesa el hombre frente a la bella recta Tiempo Argentino. ¿Las claves? Amplias avenidas para facilitar el andar del pelotón, curvas generosas contra las aglomeraciones –ni soñar con las horquillas cerradas del callejero de Mónaco–, las chicanas son mala palabra. García también domina el arte de la impresión 3D: parió a buena parte de los ejemplares que giran en la pista. Si tiene que elegir una de sus obras, menciona el Brabham BT 44 que aceleraba el «Lole» Reutemann en la F1, aunque al final se queda con el Ford salta violeta de Traverso: «Trato de arriesgar como el ‘Flaco’, pero en el campeonato estoy haciendo cola». Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, la miniaturización es una emancipación profana, una genuina salvación por lo pequeño. Carlos concuerda: «En el fondo, lo importante es juntarnos a jugar una vez por mes. Imaginate si más gente se diera la chance de divertirse como pibes».

Fabián Mossato es uno de los padres fundadores de APAMACO. La semilla se plantó en el lejano 2005, por un encuentro en el Parque Rivadavia. «Cuando me acerqué, me remonté a cuando tenía 8 años. Ramos Mejía, la calle Oncativo, el baldío con la canchita de fútbol, la casita del árbol, los barriletes y la pista repleta de autitos de plástico soplado», bucea en los boxes de su memoria el hombre ataviado con una remera de Los autos locos. A las nueve en punto encara a los pilotos antes de salir al ruedo. La revisión técnica es estricta. El marco regulatorio determina sin grises: modelos Ford, Chevrolet, Dodge, Fairlane y Torino homologados, sin agregados ni recortes que alteren su fisonomía; altura mínima de 4,5 cm y máxima de 5,5; neumáticos de material plástico o caucho de estricto color negro; y necesaria cuchara para el deslizamiento –de metal o plástico– según marca el sagrado Reglamento Técnico y Deportivo. Mossato tiene fama de bravo: ganó ocho de los últimos diez campeonatos: «No te voy a negar que me gusta subir al podio. Pero lo más lindo es encontrarnos con los amigos y preparar los autos. Las pistas se extienden a nuestras casas».

Otro de los motores de APAMACO es Marcelo Lauría, empleado público de 57 abriles. Sus primeros pasos en el gremio de la cucharita los dio en los campeonatos que se disputaban a principios de los ’70 en el barrio de Flores. Lauría narra las carreras en el cruce de Quirno y José Bonifacio como si fueran aventuras de una novelita de César Aira: «Esto tiene mucho de descubrir tesoros que teníamos guardados en la cabeza y que vuelven a vivir. Muchos pilotos vienen con sus pibes, es lindo trasladar la pasión», confiesa Marcelo, al tiempo que recauda los devaluados 100 pesitos por cabeza para costear los gastos de la organización. Lauría también se encarga de actualizar cada semana el blog de APAMACO. Sus crónicas de las carreras son dignas de la canónica revista Corsa. Una pluma delicada, rápida y furiosa.

Pelotón

El momento de la verdad. La carrera a cuatro vueltas está peleada desde el arranque. El Torino de Walter Doria pica en punta con autoridad. Como sombras lo siguen Marcelo Bologna, Mossato, Carlos Blanco y el «Tano» Adrián Gabriele, con gorrita rosso corsa de Ferrari cubriéndole la testa.

En mitad del pelotón anda el Dodge de Hugo Toaldo. El profe de Educación Física puede dar clases soberbios sobre mano-competición: «Tirar arrodillado, con el peso atrás del auto; atención a la dirección del brazo; y fundamental, la suerte. Muchas veces juega la mano de Dios». De la más vieja escuela viene Adrián García, corredor senior nacido en 1947. La flor de lis identifica a su escudería. Esta mañana pelea cerca de la vanguardia. Coqueto, Don García usa rodilleras para no ensuciarse los pantalones: «Una sola palabra para definirlo: terapia. Esto sana».

Con el tiro del final se corona el patilludo «Tano» Gabriele, fanático de Elvis Presley y mecánico de profesión. El ganador deja unas palabras postreras y sube a lo más alto del minipodio: «Por ahí de afuera piensan que estamos locos. Pero no sabés qué lindo es mantener vivo al niño que todos llevamos dentro».

Al dejar atrás a los pilotos y el festejo final, antes de abandonar el parque, este cronista escucha a una señora gris decir al paso: «¿No le parece que estos señores están un poquito grandes para jugar con autitos?». La miro con piedad y pienso: «Usted se lo pierde, vieja vinagre». «

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Yira yira

Las vueltas de la vida. Cuando era muy pibita, Andrea Ali se enamoró sin rodeos de la calesita del zoológico porteño. Miles de horas pasó cabalgando las tardes sobre los pingos del primer carrusel 100% Made in Argentina. Una obra maestra parida en la larga década del ’40 del corto siglo XX por la factoría pionera de los hermanos rosarinos Sequalino. El mítico carrusel –fase superior de la calesita al incluir figuras que suben y bajan– giró en Palermo hasta 1979. «Yo crecí en el barrio y era como un imán. Nadie podía resistirse. El carrusel era magia pura», remarca Ali con los ojos todavía iluminados por el hechizo del recuerdo. Andrea ofrece un cafecito en la oficina que pilotea en Felimana Luna Park, prende un Marlboro y confiesa: «Acá me ve, varias décadas después, trabajando en la fábrica de carruseles artesanales más importante de nuestro país. Aunque le voy a ser franca, nosotros no hacemos sólo calesitas. Creo que más bien somos fabricantes de alegría, de sonrisas, de magia pura».

Vender carruseles, autitos chocadores, vueltas al mundo y otros juegos mecánicos. Esa es la quintaesencia de la empresa anclada en el gris arrabal fabril de Parque Chacabuco, de la que Ali es gerenta de marketing desde hace ocho años. La «dealer» de calesitas cuenta que Felimana nació en los años sesenta. Su padre fundador es Federico José Amado, fabricante avant la lettre del nicho dedicado al sano entretenimiento infantil. La primera calesita –un modelo estándar de 4,90 metros de diámetro y figuras fijas-, la forjó Amado en solitario hace 58 años. Su última creación –el colosal carrusel Titán Deluxe de tres pisos, 45 toneladas de peso, 104 caballos y capacidad para 200 pasajeros– fue fruto del trabajo aunado de los 26 laburantes de la pyme. Precisa la gerenta: «Federico anda por los 83 años y sigue al detalle cada una de las etapas de producción en los talleres, todo trabajo a mano y artesanal, hasta que el carrusel sale al ruedo. Es un sabio en la materia».

Ali no se queda atrás en conocimientos: deleita sobre calesitas y el círculo virtuoso de la industria. Detalla que la Argentina es la sexta potencia mundial en el rubro. Peleamos cabeza a cabeza con los coquetos girotondi italianos. Felimana domina el mercado local hace años. También exporta: sus diseños decorados con oropeles de estilo veneciano hacen las delicias de los gurises del Viejo Mundo, América del Norte, Brasil, Medio Oriente y mucho más allá.

Ni la pandemia, ni las ruinas circulares del capitalismo, mucho menos la arremetida impiadosa de la tecnología digital. Para la especialista, nada puede hacer chocar a la calesita: «Tiene siglos de historia y nunca pasó de moda. Cuando se arma un parque de diversiones, el primer juego en el que se piensa es el carrusel. En las exposiciones vemos a los empresarios y funcionarios subirse a los caballitos como si fueran nenes. Es algo único darse una vuelta en calesita. Ya le dije, magia pura que enamora».

El piropo de Andrea queda flotando en el aire de la oficina. Recuerda a otro cortejo dedicado a la sempiterna calesita. Es del escritor vasco Pío Baroja y se titula «Elogio a los viejos caballos del tiovivo». Sí, así de raro se llama a los carruseles en la madre patria. Dicen que el apodo surgió en Madrid, el 17 de julio de 1834 durante una epidemia de cólera, cuando Esteban Fernández, honrado propietario de un dispositivo de madera con asientos giratorios en el Paseo de las Delicias, murió repentinamente. Cuentan las crónicas que durante el recorrido fúnebre que llevaba al caballero sin escalas hacia el cementerio, resucitó milagrosamente frente a su calesita al grito de «¡Estoy vivo!». Los sortilegios de la vida eterna. Pero no demos más vueltas, volvamos a Baroja y su amoroso texto sobre las tropillas de madera. El nacido en el País Vasco dice: «Cuando aparecéis por los pueblos formados en círculo, colgando por una barra del chirriante aparato, todo el mundo se regocija. Y, sin embargo, vuestro sino es cruel; cruel, porque lo mismo que los hombres, corréis, corréis desesperadamente y sin descanso, y lo mismo que los hombres corréis sin objeto y sin fin…»

Pequeñas batallas

En Francia se las llama «carrousel»; en España, ya dijimos, «tiovivo»; y en Israel, «sjarjará». La denominación «calesita» y el uso de la azarosa sortija –la pera milagrosa que regala una vuelta de yapa– son pura sangre criolla. La sortija es un invento argentino como la birome, el dulce de leche y el peronismo. «Cuando me toca entregar un carrusel en el exterior, la gente no sabe qué cuernos es la sortija», sonríe Ali mientras encabeza la recorrida por los talleres de la fábrica.

Los ojos del matricero Ramón Gambarte se abren como el movimiento ascendente de los animales calesiteros. Dice estar enterándose ahora del origen militar del carrusel. De raíces bizantinas, la «carosella» –que quiere decir «pequeña batalla»– era un dispositivo de entrenamiento para la caballería. El aparato llegó a Europa desde Asia por obra y gracia de los cruzados. Durante siglos, mantuvo su rol instructivo para los jinetes y luego devino en juguete de los monarcas. Su democratización llegó después de la Revolución Francesa. «¡Liberté, égalité, fraternité, carrousel!».

«Ni enterado estaba. La única batalla que conozco es con la fibra de vidrio, para que me queden prolijitas las figuras», acota Gambarte. Don Ramón tiene 66 pirulos. Hace 15 se gana el pan forjando caballitos, jirafas, osos, tigres, gorilas y vaya uno a saber qué otro bicho más. «Acá plantamos la semilla del carrusel . Sé un poco de todo: moldería, herrería, pintura… me doy maña». El artesano es nacido y criado en la ciudad tucumana de Acheral: «Infancia humilde, mi amigo. No había ni una moneda para la calesita», enfatiza, rodeadode su filosa amoladora y una docena de níveos ponys que duermen la siesta. Con los años, Ramón aprendió que a veces la vida da revancha: «Cuando terminamos de montar una calesita, aunque ya esté grande, me subo y doy una vuelta. Es como tener otra infancia.»

Una pinturita

Como un Geppetto de los carruseles, Ricardo Costa es capaz de dar vida con sus pinceles. El hombre de 55 años es el bohemio de la fábrica. Artista plástico, escultor y diseñador autodidacta, Costa se autopercibe fan absoluto de Caravaggio: «El creador del claroscuro. Te juro que veo ‘La crucifixión de San Pedro’ y me inspiro para pintar los caballos». De la obra del maestro milanés, el pintor tomó dosis desparejas de realismo, que combina con pizcas de fantasía y psicodelia: «Fileteado a mano. Hay que darles expresión viva a las figuras. Pero también tengo que jugar con los colores más volados, darles fantasía con tonos más chillones. El rosado cerca del hocico, una mirada no tan realista, como si el caballo saliera de un sueño. Le dedico un día de trabajo a cada figura. Casi un mes para pintar los 24 corceles de una calesita».

Las postales venecianas que decoran las cenefas en la parte superior de los carruseles son su otra especialidad. Sin haber pisado jamás la ciudad de los canales, Costa puede pintar escenas hiperrealistas de la Piazza San Marco, il Carnevale, el Gran Canal, los gondolieri for export y los populares vaporettos. «Ojo que también me di maña para crear otros paisajes. Nos han pedido estilo western, jungla, desierto… son desafíos. A la calesita la pienso como una cajita musical. Yo la pinto».

Si querés dar la vuelta…

Juan Carlos Villalba siempre laburó en el gremio del transporte. Forjó carrocerías de colectivos, cabinas de camiones, vagones. “Ahora hace pila de años que hago carruseles. Es otro tipo de viaje”, dice «Morci», sapiente herrero y electricista de Felimana. Esta tarde le da duro y parejo con la soldadora a la base de un carrusel que dentro de unos meses va a terminar girando por los Estados Unidos. Un armatoste súper lujoso, con adornos de aluminio y acero inoxidable. Seguro cuesta como un departamento de un ambiente en un barrio bien bacán de la ciudad de la furia macrista. No es para menos: un carrusel estándar puede demandar hasta tres meses de trabajo. Uno para el extranjero de tres pisos, casi todo un año. De ahí que el costo de venta vaya de 20 mil hasta 70 mil dólares.

Villalba también se encarga de cranear los motores que hacen mover a las bestias. Detalla el electricista: «Es un mecanismo de relojería que gira en contra de las agujas, porque es más fácil de diseñar. Es otra manera de medir el tiempo, hermano». De alguna manera las calesitas, escribió hace algunos años la cronista María Moreno, ponen en escena que, en el ocio, el tiempo no es oro.

Al despedirse, Villaba yira yira por su memoria hasta hallar las calesitas que quedaron tatuadas en su inconsciente. Primero menciona la de tres pisos, «la Ferrari, una hermosura, hicimos dos, una está en Mar del Plata y la otra en Santa Fe. Son nuestro orgullo». Pero al final se queda con las de la infancia. La que daba vueltas en un baldío en Villa Albertina, sin biombo ni luces. O la otra más popular y populosa del centro de Lomas de Zamora. «Mi vieja tenía que laburar un par de semanas para poder llevarme con mis hermanos –rememora–. Una alegría terrible, y si agarraba la sortija, ni te cuento, hermano. Ya te deben haber dicho mis compañeros. Nosotros fabricamos alegría». «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá