jueves, 27 de septiembre de 2018

Napalm y los caníbales

En combi, auto o bicicleta, caminando y también a dedo. Así se acercan los fieles metaleros hasta el Teatro Vorterix, en el barrio de Colegiales, para celebrar –en este martes de paro– un ágape de durísimo heavy internacional. Una misa extrema presidida  por dos popes del gremio: los veteranos ingleses Napalm Death y sus colegas neoyorquinos de Cannibal Corpse.
“¡Por suerte fue bien pesado el paro! Costó llegar, pero acá estamos, evitando el ablande”, dice antes de ingresar al coliseo Leonardo, curtido fana llegado a pata desde Villa Urquiza. Agrega que la caminata fue la entrada en calor para el pogo que compartirá con otros colegas en el ruedo. El cuarentón todavía recuerda la primera vez que vio a Cannibal Corpse en el estadio Obras, circa 1994: años dulces del nefasto menemato. Presentaban el mortífero clásico de clásicos The Bleeding (La hemorragia). Venían de tener un cameo en el film Ace Ventura. Jim Carrey era fanático del grupo liderado en esos años por el barbudo Chris Barnes. “En ese show tocaron con Escabios, Deicide y Ratos de Porao –se despide el heavy memorioso–. No sé si fue el pogo más grande del mundo, pero sí el más pesado”.
Los Morferus, crédito local, son los encargados del primer acto de la noche. La banda de Banfield no defrauda y el público, de estricta etiqueta negra, celebra su entrega con algunos aplausos. “El loco del martillo” es el punto más alto de su brevísimo presentación.
A las 20:30, con estricta puntualidad británica, los Napalm Death encienden su maquinaria pesada. Con más de 30 años en el palo, no hay signos de oxidación en los padres del grindcore. ¿La génesis de su historia? Pibes de suburbio que querían tocar la guitarra a la velocidad de la luz. En 1981, Nicholas Bullen y Miles “Rat” Ratledge, dos quinceañeros de la industrial Birmingham, decidieron eludir su seguro destino como obreros automotrices, armaron una banda anarco punk y salieron a tocar en pubs de mala muerte. Gracias a los fanzines y el goteo postal de sus cassettes, los Napalm Death llenaban tugurios. Misteriosamente, uno de esos cassettes piratas llegó hasta los estudios de la BBC. A las manos de John Peel, mítico locutor que, después de difundir el trabajo de los primeros punks y el tsunami de la new wave, puso sus fichas en el grindcore y el death metal. El primer “hit” de Napalm Death que hizo sonar en la radio fue “You Suffer”, luego inmortalizado en la placa Scum: un estruendo de un segundo y medio de duración acompañado de un haiku hardcore: “Vos sufrís, ¿pero por qué?” Cuando detona en Colegiales, el teatro se derrumba. El público pide bis, y la banda repite. Comandados por el histórico bajista Shane Embury y el movedizo frontman Mark “Barney” Greenway, sin dudas los británicos juegan de local en la Argentina. Barney, que es socialista, pacifista y anticlerical, deja su mensaje de apoyo a la lucha de los trabajadores del Estado. En sintonía, la platea entona el “hit del verano” antiMacri. Para el cierre, la banda hecha nafta al fuego con un cover antifacista de los Dead Kennedys. Sublime.
El plato fuerte de la jornada es servido por Cannibal Corpse, reyes del “brutal” death metal. Presentan su disco Red Before Black, un trabajo que no rompe con la tradicional receta de machaque, riff salvajes, gruñidos guturales y ácidas líricas bañadas en la cultura gore, zombi y sus satélites. Los Cannibal Corpse salen a comerse el escenario desde el arranque. El headbanging de los pilares de la banda marea. Hace temer una tortícolis atroz. En más de una hora, repasan gemas feroces de sus discos capitales: Butchered at Birth (Descuartizado al nacer), Tomb of The Mutilated (La tumba del mutilado) y el de título menos metafórico Kill (Matar). Obras –y artes de tapa facturado por el ilustrador Vincent Locke incluido– que durante muchos años sufrieron la salvaje censura en algunas partes del globo. El cierre del show es a toda orquesta. El cantante George Fisher le saca chispas a su garganta al hacer tronar Hammer Smashed Face(“Cara aplastada a martillazos”). Entonces, la familia metalera emprende el regreso a casa satisfecha. En paz.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Confieso que he bebido

El dueño del Museo del Whisky se toma un cafecito. El sol cae sobre Coghlan, y Miguel Ángel Reigosa hace tiempo en el bar. Aguarda la llegada de los primeros parroquianos.
La sede de la Asociación Whisky Malt Argentina, catedral local de la espirituosa bebida, luce con orgullo su elegancia british. "Lo corrijo: es más bien escocesa. El diseño está inspirado en todos los pubs que recorrí en mis 28 viajes a ese país –detalla Reigosa–. Quería tener bien cerca de mi barrio toda su calidez y afecto, y obviamente las mejores etiquetas."
De un saque, el caballero liquida el contenido del pocillo y confiesa que su corazón se divide en partes iguales –fifty-fifty– entre la humilde Siberia de Villa Urquiza que lo vio nacer y las ricas tierras escocesas que le dieron de beber. "Esta casa es un espacio de culto. Un resumen de mi vida." No le es ajeno al coleccionista que la palabra whisky proviene del gaélico escocés uisge beata: el "agua de la vida".
Desde hace cuatro años, el rejuvenecido caserón inglés del 1900, enclavado sobre la avenida Monroe, es punto de encuentro obligado para la logia de bebedores del scotch y sus satélites. Con más de 3000 botellas, el museo es el segundo a nivel internacional. En sus tres coquetos pisos también hay espacio para una tienda exclusiva y un restaurante-bar con la barra de whiskies más grande del continente. ¡Trescientas etiquetas al alcance de los vasos! "Pero ojo –advierte el especialista–, todo en su justa medida. No hay borrachos en el Museo del Whisky."
La historia que hermana a Reigosa con el brebaje creado en el siglo XV por el fraile John Cor arranca con una curda. "La última, con otro producto –aclara Miguel Ángel–. Era el '78, yo andaba por los 14 años. Había ido a bailar al boliche City Hall. En ese tiempo se tomaban el Séptimo Regimiento, el Chacho… unas bombas. Después del baile terminamos en la casa de mis viejos. Éramos como 12 amigos, con algunos tragos de más. A eso de las cinco de la mañana, apareció mi viejo. Nos miró serio y dijo: 'Mañana vengan con sus padres, tenemos que charlar'". Un día después, volvieron con los papás. Don Reigosa los recibió con dos botellas de Old Parr sobre la mesa. Les sirvió una medida y un consejo: "Cuando salgan tomen poco, pero bueno". ¿Qué recuerda Miguel de aquella cata iniciática? "Fue una maravilla, se me abrió un mundo que recorro hasta el día de hoy." Esa tarde liquidaron una botella. La otra sigue sellada hasta nuestros días. Entre la crème de la crème etílica de su colección, la curtida botellita de Old Parr es la más querida. La joya secreta del ajuar familiar.
Miguel egresó del industrial con el título de maestro mayor de obras. En el '82, estaba bajo bandera y lo mandaron a Malvinas. La guerra fue un mal trago que le dejó muchas lecciones: "Siempre digo que gracias a Dios me tocó ir. Puse el pecho por mi Patria. Los escoceses nos respetan por la guerra. Cuando voy a sus islas, me hacen acordar mucho a nuestras Malvinas".
De vuelta en Urquiza, primero fue vendedor en una casa de deportes y luego entró al mundo de las importaciones: "Cada vez que viajaba me traía una botella de single malt. Ahí se me despertó la veta de comerciante". La muerte del padre fue otro trago amargo que Reigosa digirió como pudo: "Cuidaba mucho a mi mamá, Celia. Por las noches lloraba y no podía dormir. Entonces me hice habitué del Café de Los Incas". En el boliche de Belgrano R encontró pares, amigos que lo sacaron a flote. La copa corta de boca ancha siempre estaba a mano. A principios de los '90 juntó todos sus ahorros, compró Los Incas y pasó del otro lado de la barra. Con sus socios se propuso tener la mejor de la ciudad. Brindaron cuando lo lograron.
Para los 2000, Reigosa ya era una figura mayor en el universo del whisky. Fundó la asociación –que hoy nuclea a más de 5000 socios y tiene seis franquicias en el interior–, arrancó con su programa de tevé Mundo Whisky y conoció y bebió a la par de los popes del arte de las barricas: desde Richard Paterson hasta Colin Scott, maestro mezclador de Chivas Regal. Hasta sacó al mercado el agua oligomineral William Wallace –homenaje al patriota escocés de las polleras– para mixturar con el trago. Sus más de 30 años en el gremio lo alejaron del purismo: "A mí me gusta el whisky con hielo, pero que cada uno lo tome como quiera. En el fondo, la que impone respeto es la botella".
Mensajes en la botella
"Antes de trabajar acá, odiaba el whisky", confiesa sin ruborizarse Patricia, atenta recepcionista y guía del museo. Tras las clases magistrales de Miguel Ángel y mil y una catas, su paladar cambió de parecer: "Me atrapó la diversidad de sabores, los irlandeses son exquisitos. Ahora tengo la costumbre de tomar uno los fines de semana, después de la comida. Fuera del horario de trabajo", sonríe la muchacha, y agrega que son cada vez más las mujeres que se acercan al club y rompen con el estereotipo del bebedor varón y añejo.
El padrón de la asociación –con membresía de 2000 pesos al año– también muestra un incipiente cambio demográfico entre los socios. Los sub 40 vienen ganando terreno. Lejos de la bohemia, en el bar reina un ambiente más familiar.
Otro Miguel, joven abogado, es habitué. Esta tarde comparte mesa y unas copitas de Arran, un malt finísimo, con Vera y Tadeous, una pareja de jubilados llegados desde Londres. "Acá hice muchos amigos. El whisky me suelta, me pone bien, es mi relax después de la jornada de trabajo. En casa lo acompaño con una barra de chocolate, mi ritual sagrado." Los visitantes juegan como de local. "Aunque es una bebida bien escocesa, no hay británico que se le resista. El paladar no sabe de nacionalismos", arriesga el londinense de jóvenes 90 años.
Gastón Gambo, comerciante de la madera y miembro del club, tiene un bosque de conocimientos sobre las cualidades del fiel roble de las barricas: "No es la madera más dura ni la más blanda ni la más estable. Pero, en promedio, tiene las mejores virtudes. Le otorga el sabor, el carácter. El roble americano le impregna ese gustito avainillado al bourbon. El europeo, ese sabor ajerezado y la pigmentación ámbar". Dice que la cata tiene estricta hora de largada, pero que la sobremesa y el diálogo ameno entre colegas pueden estirarse hasta el amanecer. El joven coincide con George Bernard Shaw. El whisky es la luz del sol en estado líquido.
Museo líquido
Los retratos de la dinastía Walker, los caminantes Alexander I y II, dan la bienvenida al museo. La sala es una pinturita. En las vitrinas lucen sus pócimas botellas de todo el globo. Las de fina etiqueta japonesa, la conmemorativa del casamiento de Lady Di y su príncipe infiel y hasta la que degustaron los pasajeros del Concorde en su vuelo de bautismo. Reigosa dice que probó el néctar de casi todas. ¿Su truco? Conseguir siempre dos ejemplares: uno para coleccionar, el otro para compartir con amigos. 
Cuenta que erigir el museo fue más duro que vencer a la peor resaca. Invirtió lo que no tenía y trabajó más de dos años codo a codo con los albañiles para hacer realidad su sueño. "Hace poco, una empresa francesa me quiso comprar la colección. Les pregunté cuánto pagarían por una vida. Porque estaba en juego la mía. Todo esto queda para mi hijito Lorenzo, el heredero al trono." La reina madre de la antología etílica es la Royal Salute 50 años, valorada en más de 40 mil libras esterlinas, una edición especial de 225 botellas.
Párrafo aparte merece la 62 Gun Salute, lanzada al mercado para celebrar el cumpleaños de la reina Isabel. Reigosa asistió al ágape. "Me costó ir. Justo coincidía con el cumpleaños de mi vieja. Además, lo charlé con mis compañeros excombatientes. Me dijeron que fuera, que los hiciera quedar bien." Alquiló un smoking en el barrio y se mandó para la capital del imperio: "Sólo tres argentinos conocemos a la reina en persona: el 'Turco', Adolfito Cambiaso y quien le habla. De Villa Urquiza al Palacio de Buckingham, quién lo iba a pensar".
Al despedirse, Reigosa convida una copa de Dylan Thomas, la etiqueta que rinde culto al brillante poeta que, cuentan las malas lenguas, pasó a mejor vida luego de beber 18 medidas al hilo. Una proeza digna del escritor galés. ¡A su salud! «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 9 de septiembre de 2018

Vaca muerta

"¿Te acordás cuando comíamos asado?" La pregunta se escucha al pasar frente al Museo de la Ciudad, en el corazón del casco histórico porteño. Con la ñata contra el vidrio, a una jubilada se le van los ojos al ver las piezas que integran la exquisita muestra "Carne", recientemente inaugurada en el edificio de Defensa y Alsina. En una época que vuelve a ser de vacas flacas, no es extraño que la carne bovina se convierta en objeto digno de museo. Y aunque todavía conserve el primer puesto en el podio culinario nacional –41,2 kilos per cápita por año–, cada vez pasa más lejos de la mesa de los argentinos.
Traspasar la plástica, muy colorida y desflecada cortina kitsch que cubre el acceso al museo permite repensar la relación que enlaza a las vacas, su carne y derivados con el metafísico ser nacional. Desde hace siglos, son el pan de cada día de los habitantes de este suelo. Vaquerías, saladeros, mataderos, frigoríficos: los bovinos marcaron a fuego el modelo de país. "Desde hace un tiempo, el museo decidió mostrar cosas que, de tan evidentes, no las vemos. El año pasado fue el alfajor, ahora la carne, un producto que forma parte de nuestra vida cotidiana: en cada cuadra hay un carnicero amigo, y en la ciudad quedan los vestigios de la industria de la carne", explica Ricardo Pinal, director de la institución.
La exposición se nutre del aporte de coleccionistas privados, de obras de los museos de los Corrales y de Zárate, del Mercado de Hacienda, del Sindicato de la Carne y de muy diversos artistas e investigadores ligados a la plástica, la literatura y el cine. "Carne" ofrece un menú bien diverso, segmentado en dos platos fuertes: la cocina de la industria cárnica y la guarnición cultural.
Una línea de tiempo permite recorrer los grandes hitos del país de las vacas. Arranca con la travesía desde el Brasil hasta la Pampa que realizaron en 1556 los hermanos Goes con siete vacas y un toro semental. Culmina cuando las exportaciones de carne llegaron a las 330 mil toneladas en 2008, durante el tórrido lockout sojero por la resolución 125. En el medio, la creación del primer frigorífico en 1883, o el asesinato del senador Enzo Bordabehere, en medio de las denuncias de Lisandro de la Torre por los negociados del nefasto pacto Roca-Runciman. Los trabajadores de la carne, que robustecieron los músculos del naciente peronismo, el 17 de Octubre del '45, también tienen su espacio.
Cuadros al óleo de bifes, lomos y mollejas, firmados por Micaela Gauna, adornan las paredes. También obras más populares: el Patoruzú de Dante Quinterno, la Vaca Aurora dibujada por Mirco Repetto y un grabado del maestro Carlos Alonso fechado en 1976, cuando los militares convirtieron a la Argentina en un matadero.
La instalación, que replica una carnicería del siglo XX, es otro detalle de color de la muestra. Y los afiches originales, a 50 años de su estreno, del mítico film Carne, regalan la carnosa imagen de Coca Sarli.
El cierre del paseo tiene su broche de oro justo enfrente del museo, donde una improvisada parrilla al paso ofrece choris, patys y jugosos sánguches de bondiola a precios populares. "¡Ochenta pesos el chori con chimi! Todavía no aumentamos", asegura el comerciante. Un aplauso para el asador. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 2 de septiembre de 2018

Hongos: la vida debajo del sombrero

En el bosque hay un duende regordete. Sonrisa dibujada, larga barba ya canosa, cuerpito por demás macizo y, por supuesto, gran bonete. Reposa relajado, quizá algo solemne, duro como toda buena estatua. "A veces pienso que debo tener algo de estos enanos. Y no lo digo por la barriga, sino por cómo me gustan los hongos. Son mi pasión", dice Gabriel Terzzoli, entusiasta micófilo y dedicado productor de muy diversas especies del reino funyi en la Villa de Merlo, provincia de San Luis.
"Primero, aclaremos los tantos –dice el caballero–: ni animales ni vegetales, los hongos son un reino aparte, del que no se sabe demasiado y todavía queda mucho por estudiar. Hay 250 mil especies conocidas, pero más de un millón y medio por describir. Tienen rasgos del reino animal. Por ejemplo, el gameto masculino es igual al del espermatozoide. Y también son seres que responden a los ciclos circadianos, los ritmos que tenemos los individuos de una especie. ¿Sabía que los humanos compartimos el 30% de los genes con los hongos? Pero vamos más despacio. Ya le dije que soy un apasionado, por eso creamos este espacio."
Terzzoli detiene su apasionado relato por unos segundos, otea el bosque al fondo de sus dominios puntanos como para tomar envión, pasea por los senderos de su memoria y luego se larga a recordar la génesis de MundHongo, el proyecto productivo que le cambió la vida para siempre: "Con mi familia queríamos estar más cerca de la tierra. Los hongos nos dieron esa posibilidad. Acá estamos, creciendo de a poco."
Larga vida al shiitake
Había una vez, allá por el año 2000, en la zona de Pergamino, un ingeniero agrónomo especializado en genética de semillas que se ganaba la vida trabajando día y noche para una empresa agroquímica de las grandes: "Un oficio que requería mucha atención y devolvía bastante tensión –recuerda Terzzoli–. Que viajar a China para buscar una semilla, que una escapada a Formosa para diseñar un híbrido de maíz… Cruzaba variedades de todo el mundo, un mejoramiento que se hace desde el principio de la agricultura." Cuando cumplió 38, en paralelo al desembarco de los transgénicos en las pampas, su cuerpo le hizo entender que el ciclo en el gremio semillero estaba terminando: estrés, colesterol. Necesitaba un cambio de vida. Así hacen su aparición estelar los hongos en esta historia. Para ser más precisos, el shiitake, el "hongo de la larga vida" que cultivan los orientales hace mil años.
Terzzoli los incorporó a su dieta por el sabio consejo de su esposa, Patricia Harper, madre de sus cuatro hijos y odontóloga de profesión: "El shiitake es el hongo que más se consume en el planeta, después del champiñón –explica la dama–. Por sus propiedades, es reconocido como el hongo de la salud: baja el colesterol, regulariza la presión arterial y fluidifica la sangre." En pocos meses, Gabriel estaba hecho un pibe de 40.
Quizá fue sólo una señal, un indicio de que su nueva vida recomenzaba bajo el sombrero protector de las setas. "Como buen descendiente de tanos, siempre me gustaron los hongos –aclara Gabriel–. Cuando viajaba al exterior, comía. Acá no había mucha variedad. La Argentina es un país sin demasiada tradición en el consumo. En Hong Kong o Alemania es como comer pollo. Producen mil veces más que nosotros."
De un día para el otro, Terzzoli comenzó a cultivar como quien planta tomates en el fondo de su casa. También se ilustró en la materia: "Las formas de siembra son a partir de una semilla de algún cereal inoculada con el micelio del hongo –detalla–. Para el cultivo silvestre se utiliza álamo carolino. Se le hace un tajo en el tronco y se pone la semilla miceliada. Es un producto muy noble, no hay con qué darle. Tienen proteínas como si fueran un chivito, pero son súper sanos, con muchas propiedades para el organismo."
En 2003, los Terzzoli levantaron campamento bonaerense y se mudaron a Rincón del Este, a pasitos del centro de Merlo y sus cerros. Pusieron manos a la obra y en poco tiempo, los hongos salieron como hongos. Cultivaron sobre troncos y en el sótano de la casa variedades de gírgolas y fueron pioneros en la producción del shiitake. La fama de sus productos corrió de boca en boca: los vecinos, los verduleros, los cocineros, los turistas cayeron rendidos ante el encanto de sus manjares frescos. Luego dieron un paso más allá con las conservas, los licores y los hongos disecados. Y desde hace un tiempo, sumaron un recorrido didáctico por el predio: Patricia da clases magistrales y su hija mayor aporta desde la academia: estudia Biología, con especialización en, obvio, micología.
Antes de comenzar el recorrido por el bosque, Patricia exhibe un exuberante sombrero de shiitake que podría alimentar a toda la casa imperial japonesa: "Creo que en la Argentina reina un gran desconocimiento respecto de los hongos –especula la señora–. Si tenés de estos en la heladera, te olvidás de ir a la carnicería. Podés hacerte un omelette, una tarta, un risotto, una ensalada. El menú es infinito."
Ojalá que llueva, que crezca…
En el subsuelo del bosque hay una selva de micelios. "En el reino de los hongos, lo esencial es invisible a los ojos –aclara Patricia mientras recorre los senderos_. El sombrero es el hijo, la flor, el fruto. El micelio, su cuerpo bajo la tierra. Es una red neuronal muy delicada que puede abarcar kilómetros, comunicar a este pino con el arroyo, contarle que estamos acá." Una suerte de antecedente silvestre de la Internet, que habita el planeta desde el comienzo de los tiempos. Inteligencia fungal.
La guía asevera que el micelio nunca muere. Sobrevivió a los grandes cataclismos de la naturaleza. También a los desastres generados por la mano humana, como las guerras mundiales y las bombas de destrucción masiva coronadas por hongos atómicos.
A los pies de un sauce crece saludable un ganoderma australe, una variedad muy utilizada con fines terapéuticos. "Me gusta decir que los hongos son muy potentes en todo lo que quieren hacer –explica Gabriel–: los medicinales y los comestibles, los venenosos y los alucinógenos… Todo lo que hacen, lo hacen con potencia."
Groucho Marx alguna vez dijo que todos los hongos son comestibles. Algunos solamente una vez. La amanita phalloides crece debajo de los pinos y cuenta con el más temible apodo de la colectividad: "El hongo de la muerte". Ante su carnoso sombrero cayeron mortalmente rendidos desde el emperador romano Claudio hasta el Papa Clemente VII.
Su familiar directa, amanita muscaria, tiene mejor fama, ganada en base a su techo colorado con pintitas blancas y sus dotes alucinógenos. La usaban los vikingos como vigorizante antes de enfrentar la muerte en combate, también Lewis Carroll para inspirar las aventuras de Alicia, los poetas beatnik para despertar sus aullidos, los pitufos como refugio y el fontanero Súper Mario para sumar puntos en la consola de Nintendo.
Antes de cerrar el paseo, Patricia se ilusiona con los trabajos de biorremediación que aplican hongos para resucitar suelos y ríos contaminados: "Sí que son potentes, por eso hay que respetarlos, traen esperanza", dice la guía, mientras convida unos champiñones a la provenzal admirables. Dos duendes la custodian a pocos pasos. Encantados. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá