martes, 29 de junio de 2021

Fragmentos de un discurso amoroso en las pantallas

 En el cruce de los senderos que se bifurcan y trifurcan entre la ficción, el ensayo y las escrituras del yo reposa Tu cruz en el cielo desierto, último libro de Carolina Sanín. La obra de la colombiana, publicada por la activa editorial Blatt & Ríos, narra la historia de un amor sin territorios físicos. Navega en las pantallas de la inmensa virtualidad, ese océano de Internet habitado por las redes sociales, la mensajería instantánea, la videollamada y el inmortal mail. Ese infierno web poco encantador en estos tiempos de peste y protocolos profilácticos.

La materialidad de las relaciones, de los vínculos, sobre eso indaga Sanín en Tu cruz... “Durante tres meses yo estuve masturbándome con letras que me mandaban del otro lado de la Tierra. ¿Qué puedo decir sobre el ‘espacio íntimo’?”, se pregunta. Muchísimo. El disparador es una relación amorosa a distancia, que nace en las redes, entre la autora de Somos luces abismales y un poeta chileno radicado en China. “Nunca nos tocamos, ni llegamos a estar en una misma habitación, ni siquiera en la misma ciudad del mundo”.

Bitácora de un amor que agoniza. Encuentros fallidos, calenturas, desamor, el vacío. “¿Por qué, de todas las relaciones que has tenido, de pasión y de amistad y amor y solidaridad, estás escogiendo este enredo para dedicarle un libro? Precisamente por la ausencia y la distancia. Porque no nos miramos nunca sin la pantalla intermedia, fue esta la relación que me mostró un libro. Él fue como el ángel de la Anunciación, la alegoría de todas las inspiraciones. Para que engendrara este libro, confuso fruto que aspira a no ser el árbol del juicio, hice que me importara hasta el hervor”, tatúa Sanín. 

Ensayo novelado, diario anárquico como todo diario, manual de supervivencia, tratado sobre los discursos amorosos en las pantallas. Sanín dialoga con Dante, Shakespeare, Lezama Lima, Rulfo y hasta la santa Biblia. Obvio, en forma solapada, también con Barthes. Ecos de relatos amorosos clásicos que ayudan a leer el fantasma de las relaciones en un presente cada vez más virtual.

 A la mitad del relato, Sanín especula: “En las relaciones virtuales, el otro está muerto y resurgido como fantasma. Eso es descorazonador y también es el impulso de una gran esperanza. Cuanto hacemos en las redes sociales tiene un aspecto de ritual religioso: es un llamado al otro mundo”. Cuánta razón.  

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 21 de junio de 2021

El sol del 21

Un reflector dibujaba serpentinas en el cielo del Altiplano. Custodiada por la Cordillera Real y un millón de estrellas, la ciudadela de Tiwanaku estaba de festejo groso. Recuerdo el tornillo. La escarcha en las manos, en los botas, en la gorrita de lana. Éramos cubitos de hielo, emponchados para sobrevivir a la noche más larga del año. La madrugada del 21 de junio iba a ser extra large. El año nuevo de los pueblos originarios, una fiesta.


Era mediados de 2008 y faltaba una eternidad para que la peste se extendiera por el planeta. Nosotros, un grupito de flacos periodistas de billeteras aún más flacas, habíamos llegado a la milenaria ciudadela desde la hoyada de La Paz, la capital aymara del mundo. Un amigo, el escrito Roberto Cáceres, nos había invitado a festejar el Willkakuti, el “retorno del sol”. ¡Se te extraño Roberto! También las largas noches de singani y baile con cholitas en los bares bohemios de El Alto. “Borracho estaba, pero me acuerdo”, diría Víctor Hugo Viscarra, el cronista máximo del margen boliviano.

Hago memoria. Desde esta noche porteña vuelvo a aquella altiplánica. La luz del reflector nacía de la boca de un escenario montado en la plaza del pueblo. Una marea de pibes bailaba al ritmo de una banda metalera. Nada que envidiarle al Loolapalooza. Había globos gigantes con publicidades de teléfonos celulares y cervezas apunadas. “Es nuestro Woodstock bolita, hermano”, me dijo Roberto y después pasó un trago de ardiente té con té frente a una fogata. Mil fogatas había. Teníamos que ganarle la partida a una sensación térmica menos que cero.

Roberto me contó que hasta hacía muy poco, las ceremonias por el solsticio de invierno no eran demasiado multitudinarias. Pero desde la llegada de Evo Morales al gobierno algo había cambiado. Ya no había que esconderse para rendirle culto a la Pachamama. Volvía y era para millones.

En aymara, Tiwanaku quiere decir “piedras paradas”. La ciudadela enclavada a más de 3500 metros de altura sobre el nivel del mar fue la antigua capital de la cultura tiwanakota, un pueblo preincaico que supo habitar el Altiplano desde el año 1500 a. C. al 1200 d. C. Al inicio de la conquista –el genocidio-, el Willkakuti fue tolerado por los españoles. Luego, declarado como acto de herejía en el siglo XVI. Los años pasaron y la prohibición de los conquistadores fue finalmente derrotada. “La conquista terminó, hermano, vivimos el Pachakuti. La revolución, pero no una revolución Made in USA, Made in Europa o Made in China, o sea Made in fuera del Tawantinsuyu. La revolución viene de nuestra tierra”, me explicó Roberto.

Esa noche, el paisaje sonoro lo ponían las rondas de sikuris. Las melodías de las quenas venían desde un pasado no muy lejano. Dicen que el tiempo de los pueblos andinos no es el mismo que el del resto del planeta. El pasado es lo que está por delante. Los andinos viven siempre de cara a un pasado conocido, al que eternamente se retorna. El Pachakuti es la vuelta a ese pasado glorioso. El mundo que se da vuelta: el final de un tiempo y el inicio de un nuevo ciclo. El sol que vuelve.

La fila para llegar al Templo de Kalasasaya, el centro neurálgico del festejo, era de casi diez cuadras a las cinco de la madrugada. “Hay que unirse, apoyar al pueblo. ¡Evoooooooo presidenteeeee!”, gritaban pibes y pibas. “¿Vendrá Evo?”, le pregunté a Roberto. “Como todos los años, hermano, tenga paciencia. Cerca del amanecer, sólo hay que esperar por el helicóptero que bajará del cielo”.

Recuerdo que la Puerta del Sol estaba en una pequeña pampa en el corazón de Kalasasaya. Las marchas castrenses de la banda musical de la desaguada Armada boliviana se mezclaban con la suave brisa de las cañas. En el centro de la meseta, los amautas y yatiris -sabios andinos- masticaban hojas de coca y preparaban ofrendas que iban a entregar al fuego, justo cuando despuntaran los primeros rayos de sol.

Antes de que dieran las siete de la mañana, el helicóptero que traía a Evo avanzó desde el Este. La escena era digna de Apocalipsis Now, pero sin los acordes de la Cabalgata de las valkirias como banda de sonido. El cocalero llegó acompañado por dos o tres ministros. Cientos quisimos tocarlo, pero fuimos frenados por su guardia pretoriana. Dos cholitas groupies lloraban desconsoladas. “Lo vimos, lo vimos al hermano Evo”, gritaban. El primer presidente indígena de la historia de Bolivia extendió sus brazos al cielo y saludó hacia los cerros. “¡Evo, Evo, Evo!”, bajaba el alarido desde las faldas de las montañas.

La claridad era casi total, pero el Tata Inti se hacía desear. De repente, sucedió lo tan esperado. El sol del 21 venía asomando. Entonces, elevamos los brazos para recibir su energía. “¡Jallalla el Año Nuevo! ¡Que la luz del Padre Sol ilumine nuestros corazones y nos depare un futuro mejor, lleno de satisfacciones y buenaventura a nuestra Bolivia unida, a todo el mundo, a todo el planeta!”, gritó un amauta. Recuerdo que un yatiri que tenía a mi lado me dijo a la pasada: “Felicidades, hermano. Será un buen tiempo, con buena cosecha y mucha fuerza para nuestras vidas”. No se equivocó.

Ojalá esa fuerza nos acompañe desde este lunes. La necesitamos. ¡Feliz año! «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 16 de junio de 2021

Archivo General de la Nación, el memorioso

 Desde el primer piso del Archivo General de la Nación puede verse el derruido muro de la vieja cárcel de Caseros. Un documento fiel de la barbarie. Desde hace algunos años, resignificado, este predio encajado en la parte más verde de Parque Patricios, que albergaba el panóptico inaugurado por el genocida Jorge Rafael Videla en 1979, abraza otro fin. Es la sede del flamante edificio del Archivo. Forjado en hormigón armado y vidrio diáfano, luce orgulloso sus aires de elefante memorioso.

En sus entrañas guarda, conserva y custodia buena parte de la historia nacional. La oficial: necesaria, burocrática, pantagruélica, propia de un Estado. Pero también la de hombres y mujeres de a pie que construyeron la Argentina. Un acervo documental de más de 400 años, desde la lejana colonia hasta el presente pandémico, hechos carne en papel, fotografías, registros fílmicos y sonoros. El back up de la Patria.
“Al Archivo muchas veces se lo imagina como un lugar repleto de papeles viejos, reservado solo para un grupito de investigadores algo alejados del presente. Estamos intentando quitar ese prejuicio. Este es un espacio para todas y todos los argentinos”, lo deja clarito Samanta Casareto, directora de Gestión de los Fondos Documentales del organismo.
Memoria, historia y derechos. Las tres palabras salen de la boca de la historiadora, atraviesan su colorido barbijo y quedan flotando en el despacho. Con brevet de décadas en el gremio archivista –trabajó 20 años en el Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto–, Casareto asegura que son los pilares que sostienen el Archivo: “Conservamos la historia de la propia institución, desde la época de los jesuitas, pasando por la Independencia, hasta nuestros días. La memoria implica todo lo que generó el Archivo en funcionamiento. Tenemos en resguardo los documentos de Presidencia, de Jefatura de Gabinete, del Ministerio del Interior, además de otras instituciones del Estado. Y por último, pero no menos importante, somos garantes de derechos. Por ejemplo, preservamos los archivos migratorios y jubilatorios. Piense que mucha gente viene a pedir información para jubilarse porque esa data está en un decreto presidencial, como es el caso de los excombatientes de Malvinas. También para juicios de lesa humanidad. No somos un archivo de cosas viejas. Actuamos en el ejercicio de derechos”. El Archivo es el pasado que permite construir el presente.
Que 200 años no es nada
Si todo es historia, el Archivo tiene la propia. Bicentenaria. En tres meses cumple 200 agostos. En efecto, nació por decreto el 28 de agosto de 1821, bajo la gobernación bonaerense de Martín Rodríguez y por insistencia de su ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, Bernardino Rivadavia. Fue, en un principio, el archivo de la provincia de Buenos Aires, hasta que se nacionalizó en 1884, durante la primera presidencia de Julio Argentino Roca. Pionero en su especie en América Latina, el decreto que lo parió indicaba: “La conservación de los archivos de un país asegura sin duda a su Historia la materia y los documentos más exactos de ella. Mas el arreglo y la clasificación por ramos y épocas de los antecedentes de las distintas oficinas que hacen el servicio de una administración contribuye a un tiempo a la prontitud y al acierto del despacho”.
El Archivo tuvo varias casas. La primera funcionó en el ámbito de la Manzana de las Luces. Después ocupó el edificio que se había construido en 1862 para el Congreso Nacional, en la calle Victoria –hoy Hipólito Yrigoyen– esquina Defensa. Finalmente, en 1950 pasó al afrancesado inmueble de aires academicistas de Leandro N. Alem 246, ex Banco Hipotecario Nacional, frente al actual CCK, a pasitos de la Plaza de Mayo. El volumen monumental de información conservada y serios problemas en la seguridad y la infraestructura obligaron a soñar con un nuevo espacio. La marcha del paquidermo memorioso al sur porteño.
El proyecto de la flamante sede en Parque Patricios tuvo su génesis en 2008, durante la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. La obra se licitó en 2015, arrancó en 2016 y en septiembre de 2019 fue terminada. La migración estaba prevista para marzo de 2020, pero llegó la peste. Finalmente, la esperada mudanza hormiga comenzó en octubre pasado. Verdes camiones del Ejército colaboran en el transporte de las miles de cajas de cartón repletas de legajos, documentos, álbumes de fotos, latas de fílmico y unidades de video y audio. Pero hay que ser pacientes. ¡Son más de 25 kilómetros lineales de documentación! Los protocolos sanitarios de la nueva normalidad hacen todo más lento. Sin embargo, ya migraron un 80% del material audiovisual, un 37% del fotográfico y un 17% del escrito.
Casareto sostiene que el nuevo edificio moderniza el Archivo. Es la primera sede pensada para funcionar como reservorio: “Tenemos todo el material reunido en un mismo espacio. Nos permite trabajar en forma procesual, pensando en la conservación integral. Donde funcionó una cárcel de la dictadura, construimos memoria”.
Las joyas y el Diego
El corpulento edificio tiene forma de L. El palito corto abriga las oficinas para sus 120 trabajadores y salas para usuarios. El largo, las conservadoras aclimatadas a valores adecuados y estables de temperatura y humedad. No más de 22ºC, según los que saben. “Las cámaras generan defensas contra contaminantes ambientales, radiación, atmosféricos, son una barrera protectora”, explica Laura Caroni, especialista en conservación y restauración de bienes culturales. Trabaja hace seis años en el Archivo. Su pasión por extenderle la vida a los documentos, confiesa, no viene de su paso por los claustros académicos: “Desde muy chica soy la ‘loca’ del archivo. Si un pariente iba a tirar una foto familiar, yo la rescataba. Me gustaba saber quiénes estaban en esa imagen. Me cuentan historias”.
El laboratorio de procesos técnicos, conservación y reparación está en la planta baja de la mole. Sobre las largas mesas duermen la siesta unos antiguos cuadernotes de la Dirección Nacional de Migraciones. Datan de los locos años veinte del siglo pasado. “Les tenemos que hacer un diagnóstico: ver el estado del papel, su encuadernación, si están deteriorados, si hay presencia de microorganismos. En la vieja sede, por ahí se infiltraba un insecto en la caja y eso desencadenaba un deterioro. Por eso hacemos revisiones periódicas”, cuenta Caroni, ataviada con un inmaculado guardapolvo y finos guantes de látex, al tiempo que analiza la pieza con ojo clínico. Agrega que estos registros son de los más consultados por el público: “Para hacer un trámite, mucha gente viene a investigar cuándo llegaron sus antepasados. Dan cuenta de los ingresos y egresos por vía marítima. Están bastante bien conservados. Tuvieron algún problemita con insectos, pero van a estar mejor”. La restauradora acaricia las hojas con parsimonia. Olor a papel añejo queda flotando en el aire.
El Depósito 101 conserva joyas textuales. Cartas a San Martín, memorias de Urquiza, Reales órdenes y cédulas del siglo XVIII, los documentos del juicio a Túpac Amaru… Unos pisos más arriba, en el 302, fascinantes registros de casas fotográficas de principios del XX y hasta el archivo del viejo Tiempo Argentino. La pesquisa puede ser eterna. “Es la angustia del archivador –se sincera Caroni–,nunca se termina de catalogar. Lo importante es mirar para atrás y ver todo lo que ya hicimos”.
El historiador Diego Echezarreta es el curador de las populares redes sociales del Archivo. Hace magia en la web: cuando postea una foto o un video, nos lleva 100 años atrás en el tiempo. ¿La imagen más popular? No lo duda: “La del Diego adolescente, que subimos el año pasado cuando partió. Pero también las que rescatamos de trabajadores en la zafra o de unos gauchos comiendo un asado. La historia de un país se construye por una multiplicidad de historias chiquitas. Hombres y mujeres de carne y hueso, como nosotros. No solo los próceres. Aunque el Diego lo es”.
Dice Echezarreta que más de una vez, los internautas escriben para contarles que en las imágenes aparecía algún miembro de sus familias: “Un abuelo, un papá. Es muy movilizante. Atrás de todo este espacio que parece frío, late la historia de la Argentina”. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá