domingo, 24 de diciembre de 2017

El Fantasma de las Navidades Presentes

Ni noche de paz ni noche de amor. "Más que 'Feliz Navidad', este año hay que saludar con un 'Triste Navidad'", se aflige Daniel González, vendedor ambulante de palitos helados. Abatido, vocea sus gélidas mercancías en el ingreso al ilusorio Parque Navideño porteño, erigido en el siempre ilusorio barrio de Palermo. Mucho brillo, muchos collares de luces, pocos clientes. 
El espacio temático es financiado por el Gobierno de la Ciudad. Se anuncia hace semanas con bombos y platillos, o más bien con insufribles villancicos pop. Un ágape con entrada libre y gratuita que permite gozar de una empalagosa puesta en escena navideña. Y de muy diversas postales de masas inofensivas, esas que tanto gustan al paladar oficialista. Desde luego, y según reza la web oficial, el convite también ofrece la posibilidad, en este diciembre tórrido, de "seguir creyendo en la magia de la Navidad". "Magia voy a tener que hacer para regalarles algo a mis pibes", se despide en llamas el heladero González, con el espíritu navideño derretido. 
Estoico, botellita de agua en mano, un Cascanueces recibe a las familias con su mejor sonrisa fotogénica, ¿o será una mueca? El colorido militar, ataviado con chaqueta y botas invernales, resiste casi sin chistar la embestida del sol. "Totalmente de acuerdo, señor, se transpira demasiado. Ya es hora de dejar de lado estas vestimentas, que son más del norte de Europa, del frío. Desde que arranqué a trabajar me pregunto cómo sería una Navidad más de acá, más gauchesca. Todos en chiripá", bromea Diego Nicanor, el hombre detrás del personaje.
Actor nacido y criado en Chile, egresado de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático y asiduo laburante del off porteño, Nicanor cuenta que cuando recibió la propuesta de ganarse unos pesos por ponerse en la piel del Cascanueces, aceptó el conchabo sin dudar: "Usted sabe, es duro vivir del arte. Estas changuitas me dan de comer", asegura sin dejar de posar para la selfie de turno. Por premura, el actor lamenta no haber tenido tiempo para leer el clásico de Hoffmann o de ver en YouTube algún acto del ballet de Tchaikovsky. Sin embargo, el physique du rol le calza como anillo al dedo. Su función dramática en el parque, dice, no es menor: guardián del espíritu de la Navidad. ¿Qué cuento escribiría Charles Dickens sobre estas navidades? ¿Retrataría las marchas, la represión y el sablazo a los jubilados? Quién sabe. 
El centinela que suda la gota gorda se aleja de la falange de chicos raudo como un fantasma. Busca refugio bajo la sombra restauradora de Juan Manuel de Rosas, cuya estatua domina desde las alturas el Parque Seeber. Algo aliviado, comparte una postal navideña del pasado: "En Paine, un pueblito cerca de Santiago –escenifica–, pleno campo, la familia reunida… una Navidad sin regalos, no era necesario".
Cartas al Polo Norte
"Querido Papá Noel: quiero un disfraz de Superman con capa". Con caligrafía temblorosa, Simón escribe el pedido para el gordo de Navidad. La carta no pasa de moda, ni siquiera frente a los virtuales mails y chats de WhatsApp. "Me pidió que aclaremos el detalle de la capa. A ver si no puede volar. Mejor que no se frustre desde tan chiquito", explica Pablo, el papá, con el cansancio dibujado en el rostro y los superpoderes consumidos. 
Mientras los pibes disfrutan en éxtasis de la Fábrica de Regalos, una de las principales atracciones junto al mareado carrusel y el trineo con renos de tamaño (casi) natural, los padres aprovechan para reposar el esqueleto. "Soy consciente de que esto es pura diversión, pero de alguna manera Simón, con sus tres años, empieza a entender lo que significa el espíritu navideño". Devoto creyente, Pablo lamenta que la fiesta haya dejado hace rato la fe religiosa en un segundo plano. "Mucho consumismo y pura decoración, con la estética que viene del Hemisferio Norte. El árbol de Navidad nuestro tendría que ser la palmera". Pese a las críticas y el agotador traqueteo, disfruta de la jornada sin prejuicios: "En el fondo, me gusta la fantasía y que mis hijos la vivan mientras pueden. La peor Navidad que pasé en mi vida fue cuando un amigo me llevó aparte, me mostró los regalos y me dijo que Papá Noel no existía. Se me cayó el mundo a pedazos. Pero con el tiempo lo superé". 
No hace falta beber ponche de ácido lisérgico para ver gnomos en Buenos Aires. Los laboriosos asistentes de Santa trabajan a destajo en el parque: hacen malabares, coordinan las largas filas de pibes en los juegos de la kermés o regalan sonrisas de oreja a oreja. "La clave es la buena onda. Con los chicos, pero también con los grandes. Ya vinieron más de 100 mil personas. A veces estoy un poco cansada, pero viene un nene, te sonríe o te da un abrazo, y te hace sacar fuerzas no sé de dónde, te alegra el corazón", explica Sabrina, una pequeña gran actriz que transita su segundo año en el gremio de los liliputienses. ¿Un recuerdo navideño? "Cómo olvidarlo. Cuando llegó Papá Noel con mi primera bici, la Aurorita. El mejor regalo del mundo". 
La abuela Nelly es colombiana. Cuenta que extraña horrores la Navidad en su Antioquia natal. Luego de un largo periplo en el 166, llegó al parque desde Ciudadela, donde vive hace un par de años. La acompañan sus nietos Mía y Steven, además de su nuera Julieta. "Extraño todo: el pesebre viviente, rezar la novena y sobre todo la comida". Como antídoto para vencer la nostalgia, su banquete navideño conurbano incluye manjares de la gastronomía paisa: natillas, buñuelos y los infaltables tamales, aunque le cueste un perú conseguir las hojas de plátano. "Le salen riquísimos –asegura picante la nuera porteña–. Pero a mí me gusta la Nochebuena con asado". Julieta aporta su recuerdo navideño: "De muy chica, corriendo los globos de papel en las calles. Flasheaba que Papá Noel iba adentro". 
¡Jo, jo, jo!
La larga fila de familias es una serpiente emplumada frente a la Cabaña de Papá Noel. Casi una hora de paciente espera para conocer en cuerpo y alma al generoso hombre de la bolsa. "Hay cosas peores, como ir a último momento a comprar regalos. Ese es el infierno", dice Luis, vecino de San Telmo, mientras avanza pasito a pasito con Guadalupe a upa. Para evitar el histórico fogonazo consumista de diciembre, Luis cuenta que anticipó sus compras: "La mayoría las hice el mes pasado. Sólo me falta el triciclo para la gordita". 
Al final del túnel espera Papá Noel. "Pase, querido, no sea tímido y déjeme su cartita", invita el hombre del traje rojo, mientras peina sus níveos bigotes prusianos. En su despacho, el aire acondicionado ofrece un pasaje en primera al Círculo Polar Ártico. "Por supuesto que atiendo hasta al último chico de la fila y más. Se trabaja fuerte estos días, pero el resto del año nos tomamos vacaciones con los gnomos", cierra la entrevista ante el pedido de sus asistentes. El deber lo llama y recibe a tres hermanitas con el trillado jo, jo, jo.  
Muy cerca de la cabaña de Santa explota el final de fiesta. Sobre el escenario principal, un cantante teen de cuidado jopo aúlla villancicos tediosos, ante cuatro o cinco familias narcotizadas. Brilla una estrella fugaz. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 11 de diciembre de 2017

De carne somos

Con un pequeño rodillo, Martín Falbo barniza al detalle sus generosos músculos hasta alcanzar un bronceado perfecto, aunque artificial. Pinta con prudencia sus pectorales, abdominales, bíceps, tríceps, cuádriceps y hasta los orondos glúteos. "Con una manito más, quedo hecho una pinturita –explica el culturista de 45 años–. En este tipo de competencias, el tinte es obligatorio, marca la profundidad de los músculos. A veces las luces del escenario te matan: dan un aspecto blando y lavado del cuerpo. La clave del culturismo es lucirse ante el jurado, por eso tengo muy estudiadas las poses, la iluminación, acá hay que sacar el máximo provecho. Incluso lograr que una carencia pueda transformarse en fortaleza." En el fondo, todo culturista es también un gran ilusionista. 
El macizo atleta es uno de los animadores de la categoría Master, del Campeonato Metropolitano de la Federación Argentina de Musculación (FAM), una de las citas máximas de la disciplina en suelo porteño. Desde hace años, se disputa en el club Pedro Echagüe, en los arrabales de Flores.
Faltan minutos para que comiencen las rondas finales y el vestuario, improvisado en la cancha de básquet, es una olla a presión. Fornidas damas y hercúleos caballeros aprestan, algo acalorados, los últimos detalles antes de salir al ruedo. Diez flexiones de brazos por aquí, una pincelada de maquillaje en los pómulos por allá, otra rápida sesión con las mancuernas más acá. Farbo está radiante. Pero sobre todo sereno. Hace gala de sus músculos y nervios de acero. La procesión va por dentro.
"Este es el momento cumbre. Por eso estoy para apuntalarlo. Detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer", asegura Verónica, fiel pareja e incondicional hincha del crédito de San Martín. "Cuando lo conocí era un fideo de 70 kilos, comía un paty por día y se llenaba. Miralo ahora: miles de horas de gimnasio y 91 kilos de pura fibra. Tiene una dieta cuidada, de siete comidas diarias, mucha proteína y cero chatarra. Yo soy kinesióloga y estoy muy pendiente de su salud. Pero también de la parte estética. Todas las mañanas, antes de salir para el trabajo, le pido que me pose, así le marco qué le falta." 
Los atletas se juegan la chance de ganar un pasaje a Brasil, para competir en el Arnold Classic 2018, patrocinado por la firma comercial del inoxidable Schwarzenegger, inflado actor, exgobernador de California y mito viviente del culturismo moderno. 
El mendocino Rodrigo Cortez, campeón argentino y sudamericano, ya probó las mieles del evento que congrega a los cuerpos de elite. Su ascensión al cielo de los fortachones le llevó décadas de duro trabajo en el gimnasio. "El Conquistador", como lo apodan en el circuito, asemeja su rutina con los músculos a la labor de un artista plástico: "En palabras de Arnold, somos como escultores. Pero en lugar de trabajar sobre una roca, lo hacemos sobre nuestro cuerpo. Lo moldeamos todo lo que podemos, porque hay limitaciones genéticas. Buscamos acercarnos a la perfección." No se inspira en los cánones de la belleza griega, mucho menos en los renacentistas. "En mi generación marcaron época Arnold, Stallone, Van Damme y el actor que hizo de Apollo Creed, que no me acuerdo el nombre. Somos hijos del cine de los '80." También los superhéroes animados, como el Increíble Hulk y el platinado He-Man. Cortez dice que en la Argentina los culturistas profesionales se cuentan con los dedos de una mano. Él integra ese minúsculo club: "Le entregué mi vida entera al cuerpo, a los fierros. En este nivel, es muy absorbente, estás todo el tiempo pensando en el entrenamiento y la comida", cuenta y deja ver la heladerita portátil repleta de viandas que lo sigue como su sombra. Antes despedirse –debe comulgar con los religiosos 200 gramos de pollo y 300 de brócoli–, reflexiona sobre los prejuicios que han acechado al culturismo históricamente: el dopaje y la violencia de los patovicas: "Siempre estuvimos un poco estigmatizados. Será porque es un deporte que llevamos siempre encima. Te señalan, te juzgan de antemano, es un tema cultural". 
Las chicas supermusculosas 
En las últimas décadas, el fisicoculturismo no ha parado de engordar el número de adeptos, y no sólo hombres. "Dejó de ser sectario, se apuntó a la profesionalización y al cuidado de la salud, y las mujeres fuimos ganando espacio", asevera Débora Chahnarian, secretaria de la FAM, en un alto en su labor como asistente del jurado. Sobre el escenario, tres representantes del supuesto "sexo débil" hacen gala de sus esculturales cuerpos, en las categorías Bikini y Fitness, definitivamente incorporadas al culturismo tradicional.
Paula Frega es una de las referentes. Una self-made women que dio sus primeros pasos en un gimnasio de Morón, en los '90: "Éramos poquitas. Me acuerdo que miraba las revistas importadas que llegaban. Mi sueño era competir." Su primer torneo fue en 2001, con un debut (casi) soñado: subió al tercer escalón del podio. No frenó más. Fue campeona argentina y del Mercosur. A los secretos que aprendió en el terreno le sumó cursos especializados en musculación, diseño de indumentaria y estética. Y hoy asesora en imagen a un buen número de competidores. "Es que esto no es sólo tonificación, tiene mucho de estética. Hay que informarse sobre los suplementos y tener un entrenador responsable. Y nunca perder la feminidad." En el puesto que ofrece algunas de sus creaciones pueden conseguirse ajustados slips platinados, bikinis forjadas con cristales Swarovski, afilados zapatos taco aguja y el esencial spray bronceador.
Antes de subir al escenario, la profesora de educación física Antonella Peral entona una oda a las carnes blancas: "Hago como nueve comidas al día. Cada dos horas, un pedacito de pollo. Es duro: voy al cine y todos comen pochoclos, y yo con el tupper lleno de pollo. Todos se tientan con alfajores o medialunas, y yo dale con el pollo. Tengo mucha disciplina." Además de sus tallados bíceps, Peral luce pestañas kilométricas, uñas bien esculpidas, bikini turquesa decorado con piedras semipreciosas y aretes haciendo juego: "El miedo de mi familia era que iba a dejar de ser mujer –confiesa–. ¡Y nosotras somos refemeninas!" No hay dudas. 
Familia fierrera
Perfil derecho, expansión dorsal, abdominales y el eterno doble bíceps. Los jurados deliberan tras la fugaz presentación de un atleta Senior, que acompañó sus poses con la marcha de La Guerra de las Galaxias. "Se evalúan las líneas del cuerpo, en forma de X o de V, el famoso reloj de arena", alecciona el juez Miguel Ángel Luna, con 30 años en el gremio. Con ojo clínico evalúa los patrones de cada categoría y más: "Desde el peinado hasta el tamaño de la malla, cada detalle habla." 
En la finalísima de los Cadetes, Maximiliano Pizarro pone toda la carne al asador para llevarse el primer puesto. Irene y Miguel, sus padres, celebran en la popular el nuevo título del pichón de "Ancho" Peucelle. "Al principio estábamos preocupados porque es un deporte bastante egoísta. Por eso no lo dejamos solo. Pero él ama esto sobre todas las cosas." Pizarro recibe la presea dorada en el escenario y su padre se despide alabando el lomo de su vástago: "La verdad que lo admiro. Tiene una disciplina que no sé de dónde sale. Yo no podría hacerlo. ¿Cómo hago para dejar el asado?" «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 4 de diciembre de 2017

Verde que te quiero rosa, violeta, amarillo...

"Para todo el mundo soy productor. Al principio era un simple aficionado, pero no voy a andar con vueltas: en realidad, soy un loco de las orquídeas", confiesa, sensato, Gustavo Ogata, y se pierde en un calmo océano verde esmeralda vegetal: cientos de orquídeas con flores en ciernes, que pueblan el invernadero de la floreciente firma Ogata Orchids. Su vida entera, asevera el señor Ogata, gira en torno a este colorido y perfumado universo, que crece desde el pie en un arrabal del partido de San Miguel. Pero no siempre fue así.
"Este es el barrio de mi infancia. Acá nació el emprendimiento de mi padre hace más de cinco décadas, cuando esto era puro campo pelado. A mi viejo le gustaba el verde en general, y las orquídeas en especial. De él heredé este oficio. Tuve idas y venidas, pero lo asumo como un legado familiar", se sincera el hombre de 51 años. Su papá, Kiyoaki Ogata, sapiente ingeniero agrónomo japonés, llegó al Conurbano desde la isla de Kyushu, región sureña de las nueve provincias, a finales de los cincuenta: "Vino a hacer unos estudios de suelo en Bahía Blanca y Capilla del Señor. Y se quedó fascinado con la tierra fértil de las pampas, pero sobre todo con la grasita del asado y los mates. Entonces, decidió radicarse en la Argentina". 
En poco tiempo, Kiyoaki echó raíces. Se enamoró para siempre de la inmensa llanura bonaerense. Y de Michiko Oyama, una joven migrante que también había dejado atrás el imperio del sol naciente y la dura posguerra. Se casaron y juntos fundaron un vivero. Plantaron miles de orquídeas y con el tiempo ganaron fama global por la calidad de sus delicadas Cymbidium. Se especializaron en la comercialización de la flor cortada. Tuvieron tres hijos. Gustavo es el retoño del medio. Ungido para seguir con el oficio familiar. 
"Ya le expliqué que esto es herencia –subraya Ogata, mientras camina por sus dominios techados con nylon–. Bueno, yo laburé acá desde muy chico, pero en mi adolescencia me harté. Tuve una crisis y me fui a probar suerte a Japón". En la tierra de sus ancestros, desempolvó sus conocimientos de técnico electromecánico y se ganó el jornal forjando discos de freno para la automotriz Isuzu, en la ciudad de Fujisawa. Un día, quizás un tanto hastiado de la gris jungla fabril, decidió volver a las raíces. Entonces, los fines de semana empezó a trabajar ad honorem en un vivero: el afamado Hiroito International Orchids. Su apellido, palabra mayor en el gremio, le abrió las puertas de par en par. Empezó bien de abajo, regando y fumigando, siempre atento a los sabios consejos de su patrón y senpai. 
En poco tiempo, con algo de picardía criolla, supo ganarse su espacio: se hizo cargo de las relaciones exteriores de la empresa, viajó por todo el sudeste asiático, se especializó en marketing, estudió diversas técnicas de cultivo y pudo conocer las grandes ligas de las exposiciones orientales: "Son multitudinarias, mueven millones de dólares. La más grande se hace en febrero, en el mítico Tokyo Dome. La mejor orquídea se premia con un Mercedes Benz". 
Luego de ocho años en el Lejano Oriente, volvió al pago chico en 1997, con la mochila repleta de conocimientos y un sueño: convertir el minúsculo círculo argentino de productores de orquídeas en un espacio profesional. También, romper las fronteras de un mercado nimio, poblado por clientes de la tercera edad y, sobre todo, elitista: "Piense que antes una planta costaba unos 500 dólares. Como una joya: la flor venía en una caja de acetato. Era un lujo efímero para unos pocos privilegiados. Hoy, la misma planta se consigue por 500 pesos". 
Para hacer realidad su quimera, el señor Ogata trabajó de sol a sol, codo a codo con su padre y su esposa Yuki Maehama, el otro pilar del emprendimiento. Con los años vieron los primeros brotes verdes: incorporaron nuevas variedades –hay más de 30 mil en el globo–, trazaron alianzas –en plena crisis de 2001 nació la Asociación de Productores y Cultivadores de Orquídeas de Argentina (APCOA)–, gestaron exposiciones exitosísimas y renovaron la clientela con un perfil más popular, joven y masivo. 
La semilla que plantó su padre es ahora una empresa robusta, con una producción anual de 50 mil plantas. El estoico Kiyoaki siguió dando una mano en el vivero hasta sus últimos años. Antes de morir, le susurró a Gustavo una sola palabra. Gracias. 
El arte de la paciencia
En otro de los invernaderos de la firma, Ogata atesora una colección de 3000 variedades exóticas de orquídeas: Dendrobium, Oncidium, Paphiopedilum, Bulbophyllum, llegadas desde los cinco continentes. Las distinguidas Cattleyas sudamericanas, con sus flores grandes, coloridas, barrocas y siempre vistosas, son las reinas del hogar. No cuesta mucho imaginar el rostro iluminado del horticultor inglés William Catlley cuando tuvo el primer ejemplar de esta variedad frente a sus ojos, en pleno auge de la "orquideomanía" decimonónica. 
El ejemplar favorito de Ogata cuelga solemne en una maceta. Una Phalaenopsis que vino desde Malasia y demoró diez años en darle su primera flor: "No le encontraba la vuelta, necesitaba mucha temperatura. La flor no es gran cosa y tiene un olor muy fuerte, como a caca. Pero cuando floreció, no sé cómo explicarle, sentí algo parecido a cuando nacieron mis dos hijas". 
Paciencia, paciencia zen y más paciencia. Esa es la virtud que debe cultivar todo buen fanático de las orquídeas. Las flores sólo crecen en plena primavera y al principio del otoño. El resto del año, la planta está planchada. Disfruta de una placentera siesta. "Vivimos épocas en que apretamos un botón y se solucionan los problemas. Pero una orquídea no es una máquina –reflexiona Ogata, mientras acaricia los carnosos pétalos de un ejemplar–. Ellas son muy egocéntricas, pero sobre todo manejan otros tiempos. Es un ida y vuelta: la orquídea tiene que adaptarse al hogar, pero también debe adaptarse el ser humano a las necesidades de la planta". 
Sobre el creciente y variopinto universo de clientes, el señor Ogata explica que, para muchos, cuidar una orquídea representa un auténtico reto, un tema de superación. Su esposa Yuki riega una hilera de jóvenes ejemplares y agrega: "Es gente muy especial, con una sensibilidad diferente, que se termina enamorando de la planta. Suena raro, pero es así. La ves crecer, te atrapan su belleza, sus colores, sus formas, es perfecta. A veces siento envidia de los clientes. Porque lo nuestro es comercial, y lo de ellos es pura pasión".
Antes de despedirse para continuar con su faena, palita en mano, Ogata diseña con palabras su orquídea ideal: "Obviamente, sería una Cymbidium, con una flor no muy grande, duradera y en colores claros, sobrios, bien orientales. Que mantenga el legado familiar". «
Crónica publicada en Tiempo Argentino por acá