martes, 28 de diciembre de 2021

Memorias de un fusilado que vive

 20 de diciembre de 2001. El modelo neoliberal instaurado durante el menemato explotaba en mil pedazos en toda la Argentina. Las imágenes que mostraba la televisión daban rabia, miedo, asco. En plena rebelión popular contra las políticas de hambre del gobierno de Fernando de la Rúa, la brava policía montada molía a palos a las Madres de Plaza de Mayo a pocos pasos de la Casa Rosada. Esa fue la gota de sangre que rebalsó el vaso para Martín Galli. El joven de 26 años, nacido y criado en el Oeste del Conurbano, no lo dudó. Después del mediodía tomó coraje, salió de su casa, subió al tren Sarmiento, llegó al Once y empezó a patear con dos amigos por Rivadavia. Había que recuperar la plaza. Esa tarde, la vida de Martín cambió para siempre después de que un escuadrón de Asuntos Internos le disparó sobre la Avenida 9 de Julio. Esta es su historia. Las memorias de un fusilado que vive.

Veinte años después, Galli no luce las largas rastas que movía tocando el bajo en su banda de reggae Charlan Jáparos, ya no trabaja como motoquero para una tercerizada de Edenor, ni estudia en el profesorado de Literatura del Joaquín V. González. Tiene 46 pirulos, dos hijos y una sonrisa luminosa. Se gana el mango como bibliotecario en La Boca. Sí, su gran pasión son los libros. Hablando de literatura, así comienza esta charla con Tiempo Argentino.

Escuchar a Martín hace entender cómo los libros pueden cambiar la realidad. También, salvar vidas. “Justo en los meses previos a diciembre estaba leyendo dos libros. Uno de Saramago, La historia del cerco de Lisboa. Es sobre un traductor de vida muy gris que reescribe un libro de Historia. Hace una sublevación con la palabra. El otro, también muy flashero, es Baudolino, de Umberto Eco. Una novela sobre un príncipe que hace un viaje a lo Marco Polo. Hay una frase que me quedó y creo me movió ese día: ‘Nada se comparaba con sentir en el viento el dolor de la batalla’. Algo de esas lecturas me llevaron a Plaza de Mayo”.

Galli le da un trago al café con leche como para tomar impulso y sigue: “Yo no venía de militar, ni tenía afiliación partidaria. Sí tengo una historia familiar. Mi viejo fue delegado en la época de los milicos, mi vieja era delegada docente, a mí tío lo chuparon en los ’70 y mi abuelo fue herido en el bombardeo del ’55. Algo había, lo conecté después. Lo tenía en el ADN”.

Mucho antes del estallido de diciembre, Martín ya era consciente de que la mano venía muy fulera en el Conurbano profundo. En el oeste estaba el agite piquetero contra el ajuste. Los cortes en la Ruta 3, las ollas populares para combatir la miseria en Catán y Laferrere. “El corralito sumó a la clase media a la protesta. Me acuerdo que en la caminata hasta Plaza de Mayo había señoras con las bolsas de los mandados, jubilados, oficinistas con los maletines, militantes, piqueteros. Todos mezclados.” Piquete y cacerola, la lucha era una sola.

Caídos, todos desconocidos

Gases, palos y corridas. Ese fue el dantesco escenario que encontró Galli al llegar a Congreso. “Seguimos caminando hacia Plaza de Mayo. Hacía calor, un infierno. Entramos por Diagonal Norte, pero nos frenaron de nuevo los policías. Entonces decidimos volver para el lado de la 9 de Julio. Nos sentamos en una plazoleta, cerca del Edificio Del Plata, entre Sarmiento y Perón. Eran las 7 de la tarde, estábamos en el cordón descansando cuando frenaron los canas. Ahí me hieren”.

Como en un fusilamiento, el escuadrón de policías comenzó a disparar a mansalva balas de plomo, con sus brazos apoyados en los techos de los autos. Luis Márquez, un militante peronista, cayó muerto por los disparos. A pocos pasos, le dieron a Martín en la cabeza. En un radio inferior a 100 metros, fueron asesinadas y heridas otras cuatro personas. Galli recibió un perdigón de la bala que mató a Márquez. Ingresó por el lado izquierdo de su cráneo y quedó incrustado en el derecho. “Es difícil entender que el Estado te quiera matar. Me lo pregunté tantas veces, pero no tiene una explicación racional. Cuando desperté en el hospital, me lo contaron y no lo podía creer. También surgen otras preguntas: por qué a mí, por qué justo yo, también si me expuse de más. Lo hablé mucho en terapia, convivir con esa cicatriz que siempre va a estar.”

A Galli le salvó la vida Héctor “El Toba” García, un docente militante de izquierda. Con sus manos, García lo resucitó después de dos paros cardíacos. Con su dedo, tapó el orificio de bala por donde Martín se desangraba, lo subió a un taxi y lo llevó al Argerich. “Tiempo después, El Toba, que tuvo una hermana desaparecida por los milicos, me dijo que al salvarme, sentía que la estaba salvando a ella y a los militantes de su generación.” García murió en 2014. Martín lo acompañó hasta el último día. “Era como mitad un papá y mitad un hermano. Sin su mano, no la cuento. También por el apoyo de mi expareja Liliana, mis viejos y amigos. Cuando me estaba recuperando de la herida, que me dejó secuelas en la movilidad y epilepsia crónica, El Toba me decía: ‘Dale para adelante. Para atrás, ni para tomar impulso”.

Herida abierta

Pasaron dos décadas y Martín sigue esperando un oscuro día de justicia. “Del escuadrón que nos tiró a nosotros, no hay ningún preso. Tuvimos audiencias hasta hace dos semanas. Hubo sentencias, pero hay mil instancias de apelación, un delirio”. A veces siente que el Estado le sigue disparando: “Cuando declaré en 2016, los abogados de los canas me hostigaban. Los que te meten plomo, te meten en un lugar de mierda de nuevo. Encima tenés que escuchar cómo el proceso afectó la vida de Mathov y de Santos, que tienen presión alta, que dejaron de trabajar, que están deprimidos. Como si ellos fueran las víctimas. Es una herida que no cierra nunca.”

Cuando le pregunto si valió la pena poner el cuerpo aquel tórrido 20 de diciembre, Martín piensa un rato: “Muchas veces siento que no sirvió para nada, soy bastante escéptico. Sin embargo, creo que los políticos quedaron con miedo después del 2001. Ninguno se animó a un ajuste tan grande. Ni Macri se animó. Creo que esa es una enseñanza. La gente sale a la calle a pelear”.

Antes de despedirse, Galli vuelve a su pasión, la literatura. Dice que si un pibe en la biblioteca le pide algo sobre el 2001, seguro le recomienda El grito, un libro de la escritora Florencia Abbate, con historias atravesadas por el estallido. “Y que lean a Eco y a Saramago. Ya te dije, esos dos libros me cambiaron la vida”.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

Carta a un viejo indecente

 Querido Bukowski:

¿Cómo anda? Espero que bien. Seguro que durmiendo el sueño eterno en algún cementerio de esa cloaca mal maquillada que llaman Los Ángeles. ¿O estará en un infierno encantador? Qué importa, si la vida ya es un infierno. Usted lo sabe bien. Qué le tengo que andar explicando. Siempre contó que desde muy pendejo aprendió que el amor y el afecto siempre brillan por su ausencia en este mundo miserable.

Pero basta de divagues, voy al grano. Acabo de terminar de leer su último libro. Se llama La enfermedad de escribir. Título picante. No esperaba menos de usted. Le cuento que fue publicado en español por la editorial Anagrama. Sí, lamentablemente, conserva algunos términos demasiados gallegos que abaten la lectura. Pero no es para tanto: por lo menos, ya no imprimen el “polla” o “nevera” en todas las páginas. De última, los lectores somos pobres seres humanos que nos adaptamos a todo. ¿Qué otra cosa nos queda?

¿En qué estábamos? Ah, sus cartas. ¡Qué cartas! No es fácil distinguir si son poemas, novelas breves, relatos largos. De lo que no hay dudas, es de que son arte. ¿Y qué es el arte de la escritura? Usted lo define muy bien en una carta breve que le mandó el 13 de septiembre de 1990 a Henry Hughes, editor de la revista Sycamore Review: “Más de una vez he dicho que escribir es una enfermedad. Me alegro de haberme contagiado. Cada vez que entro en este estudio y miro la máquina de escribir siento que algo en alguna parte, unos dioses extraños o algo innombrable, me han conferido un don maravilloso que perdura y perdura. Oh, sí”.

Le cuento que el trabajo sucio de leer, copiar, editar, elegir fragmentos y dibujos que engordan su libro lo hizo un tal Abel Debritto. Sí, es un intelectual, esa casta que usted tanto desprecia, incluso más que a los beatniks. Y no hay que quitarle méritos al tal Debritto. El hombre repasó más de 2.000 páginas de su correspondencia inédita. La primera está fechada en 1945. No sé si la recuerda. Usted era un cachorro muerto de hambre y rabioso. Le mangueó trabajo a Hallie Burnett, editora de la revista Story. No tuvo suerte. Entonces, siguió caminando como un lobo solitario por la larga senda del perdedor. La última está fechada el 1 de febrero 1993, pocos meses antes de su muerte. Está dirigida a Joseph Parisi, editor de la prestigiosa revista Poetry, el Olimpo de los poetas. Después de cuatro décadas, se dignaron a publicarle tres poemas. Ese día, tocó el cielo con las manos: “Recuerdo que de joven leía Poetry: A Magazine of Verse en la biblioteca pública de Los Ángeles. Ahora, por fin, ya soy uno de los vuestros”.

Téngame paciencia, no todos los días se le escribe una carta al maldito Bukowski. ¿En qué andábamos? Ah, le quería contar que disfruté mucho sus diatribas filosas sobre las obras de algunos colegas. A veces, golpes certeros dignos de Alí. Aunque hay que reconocer que usted también lanza misiles de destrucción masiva. No se andaba con chiquitas, Hank. En varias cartas, atiende a Ginsberg, Faulkner, Shakespeare y Henry Miller (ese de “los parloteos a lo Star Trek”). Aunque en el fondo, algo de cariño le tenía al viejo Henry. También le da duro y parejo a los biempensantes, policías de la moral y el lenguaje. Cuando retiraron su libro Erecciones, eyaculaciones y exhibiciones de una biblioteca de los Países Bajos, escribió estas líneas: “La censura es la herramienta que emplean quienes necesitan ocultar la verdad. Son incapaces de plantarle cara a la realidad y ni siquiera me cabreo con ellos, sino que me dan una pena tremenda. Los educaron para protegerse de todo cuanto ocurre en la vida. Les enseñaron a mirar en una sola dirección cuando existen cientos de direcciones”.

Del otro lado de la moneda, usted no ahorra elogios para con Dostoievski, Céline, el primer Hemingway, varios editores y su amado Fante. ¿Se acuerda de la carta que le mandó en diciembre del 79? ”La botella de vino está abierta y la radio encendida y voy a poner papel en la máquina de escribir y, gracias a ti, las palabras llegarán de nuevo. Llegarán gracias a Céline y Dos, y Hamsun, pero sobre todo gracias a ti”.

De alguna manera, más allá del valor literario, siento que su libro es también un manual de supervivencia. ¿Cuántas veces escribir nos salvó la vida? En una carta de 1991 dirigida a John Martin, su editor, lo deja clarito: “Te lo habré contado miles de veces, pero nunca olvidaré lo que me pasó en Atlanta, cuando moría de hambre y, como poseído, escribía con la punta de un lápiz en los bordes blancos de los periódicos que los caseros habían puesto en el suelo de tierra a modo de alfombra. ¿Loco de atar? Sí, pero era una locura de la buena. No lo olvidaré jamás. Fue el mejor curso de Literatura imaginable. Pienso atravesar como un rayo el cielo todo. Porque sí”.

Hasta acá llega esta carta, Bukowski. En Buenos Aires, arrancó el verano, hace un calor insufrible y en la heladera ya no quedan cervezas. Sabrá entender que debo ir al chino a aprovisionarme unas latas. Así, están las cosas esta tarde. Los pájaros cantan en Barracas. Sólo nos queda beber hasta la Navidad. Y después, también.

NGR

23 de diciembre de 2021

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

La pesadilla del american dream en tiempos de la peste

 El metro de la línea E avanza a los tirones por el túnel que cruza el siempre caudaloso East River. Destino final, el suburbio del suburbio de Queens, el más grande de los cinco boroughs que engordan a la ciudad de Nueva York. Para muchos, junto al Bronx, su patio trasero.

El vagón muestra un vacío ejemplar en el mediodía helado del martes. “Fueron demasiados los que perdieron el trabajo por la pandemia. Es que, en el fondo no volvió la normalidad, por eso ve tan pocos pasajeros”, explica Miguel, un jubilado que me acompaña en la travesía subterránea. Miguel cuenta que ya pasó los 70 pirulos. Tiene varias arrugas tatuadas en la frente, techadas por un gorrito azulado de los Mets, el equipo de beisbol de su barrio. Vive hace 60 años en la Gran Manzana. Llegó desde su natal San Juan, la capital de Puerto Rico. Se rompió el lomo durante décadas en una fábrica de autopartes. “Ya estoy retirado y no sueño en grande. Pero tengo un ángel que me protege –reza antes de bajar -. Mi mamá me dijo que cuando nací, sonaron las campanas de la iglesia en San Juan. Que Dios lo bendiga.” Al despedirse, Miguel se persigna en el desierto andén.

Un par de paradas más y el subte llega al multicultural Jackson Heights. Es uno de los barrios más diversos de Nueva York, uno de los barrios más diversos del planeta. El bar de La Guerra de las Galaxias a cielo abierto. Calles y más calles pobladas por decenas de colectividades. Llegaron de Asia, África, Sudamérica y mucho más allá. La mitad de su población de más de 150 mil habitantes nació fuera de las rígidas fronteras estadounidenses. Caminar por la calle 74, donde hicieron patria los migrantes de la India, es un viaje de ida a Nueva Delhi. En la 73 se amucha la colorida colectividad bengalí y sus marineros. Sobre la 77 ranchean los hermanos colombianos con sus arepas y mil y un manjares más. Babilonia en gringolandia.

Con una finita nevisca y el puente del metro en las alturas como telón de fondo, en el cruce de la Avenida Roosevelt y la calle 75 me levanta el sacerdote argentino Fabián Arias. Es nacido y criado en Luján, se ganó la moneda durante décadas como docente y catequista. Hace casi 20 años hizo nido en el Norte. Cuenta que se ordenó en una iglesia luterana que está en la zona de Times Square, en el glamoroso Midtown de Manhattan. “Venía de una formación católica muy ortodoxa y acá descubrí otro mundo. Mujeres dando misa, parejas gays en las celebraciones, sacerdotes casados, mucha gente del ambiente de los teatros de Broadway. Una comunidad amorosa, integrada, servicial. Ahí encontré mi lugar”, relata Arias mientras maneja su camioneta por Queens. Vamos rumbo a Corona, un vecindario dominado por migrantes latinos que llegaron a Estados Unidos para hacer realidad el american dream. Aunque para muchos, por la pandemia y las políticas migratorias, el sueño húmedo de progreso se transformó en pesadilla a secas.

Migrar o morir

Huir de la violencia, del narco, de las maras, de la miseria extrema. Huir de la muerte. Dejar atrás la patria, los amigos y la familia para sobrevivir. “Ya no se puede hablar sólo de american dream, eso era en los ’70. No es sólo venir para hacer plata o tener mejor calidad de vida. El que viene de Centroamérica o de México lo hace porque está escapando de la muerte, la pobreza, la falta de trabajo. Quiere seguir con vida”, reflexiona Arias al llegar a Corona.

El padre estaciona la chata sobre la avenida 34, la arteria que cruza filosa la barriada. En el cruce con el Boulevard Junction, emponchados hasta el alma, lo esperan decenas de migrantes. Se acercaron para retirar bolsones de comida. La imagen es digna de la gran depresión. Una postal poco conocida, poco turística, poco digna. El gran imperio norteamericano desnudo.

Las necesidades, dice Arias, son muchas. “Cuando empezó la pandemia, los primeros afectados fueron los migrantes. Al no tener papeles, tienen que trabajar en la construcción, en los restaurantes, en limpieza. Ahí es ‘día trabajado, día pagado’. Se quedaron sin trabajo cuando se cerró la ciudad. Desde el año pasado estamos dando una mano con comida sana y nutritiva. Son miles los que se acercan en Queens, Bronx y Alto Manhattan.”

¿Y la contención estatal? “Hay que decir las cosas como son. Hay una contención del Estado que funciona -sincera Arias-. Pero en la época de Trump se quisieron cortar estos programas de asistencia y ahora con Biden se siguen discutiendo en el Parlamento. Hay muchos demócratas vestidos de republicanos”.

El religioso se pone manos a la obra con sus compañeros. La faena de llenar los bolsones con las preciadas papas, lechugas, sopas en lata, fideos, legumbres, sardinas. Deja una reflexión postrera: “Biden, Obama, Bush, Trump, todos son más o menos lo mismo. Unos con discursos más académicos, otros más brutos. En el fondo, las políticas y las estructuras no cambian. Menos sobre los migrantes, que son tratados como criminales y punto. Va a seguir siendo así, esté quién esté en el poder.”

La fila del hambre

En Queens hace un frío siberiano. La fila para retirar alimentos es una serpiente emplumada de más de 200 metros. Lilia Moreira es una de las tantas mujeres que aguarda con parsimonia a que comience la entrega. La señora de 56 años llegó a las 10 de la mañana con su carrito. A las 3 de la tarde, sentada en el cordón, la ecuatoriana dice que está curtida en el arte de la espera. Hace 26 años, cuando se vino desde Cuenca, espera a que el Estado le entregue sus papeles migratorios en regla. Religiosamente, aclara, todos los martes retira su bolsón: “Trabajé once años en costura, pura maquila, pero enfermé y no más. Mi marido es mecánico, no alcanza. Agradezco esta comida. En pandemia hubo hambre”. La inflación fue otro mazazo que recibieron los flacos bolsillos: 6,6% interanual. La más alta en 39 años. Con las donaciones, sueña Lilia, para la cena va a preparar una generosa sopa de arroz con habichuelas.

Cerquita espera Bernardo Arellano, mexicano llegado hace dos meses desde Puebla. El joven de veintipocos dejó atrás al desempleo, se endeudó por 10 mil dólares con un coyote y cruzó ilegal la frontera por Texas. Dos semanas de terror on the road hasta Queens. “Todavía no tengo trabajo y esta ayuda es fundamental. Ya va a salir algo”, se ilusiona el morocho. Suenan rancheras de fondo y Bernardo dice que extraña horrores a su mujer Cristina y a su hija Emily: “Pero no pueden venir, la frontera es peligrosa”.

Miguel Hernández también es mexicano, de Oaxaca. Igual que su paisano, allá lejos en el ’94, padeció una odisea para atravesar el río Bravo. Tampoco tiene papeles: “Estoy cerca, fifty y fifty. Trabajo como mesero, pocos clientes, seguimos en pandemia”. Lo acompaña su hijo Sebastián, de ocho años, que corretea por ahí: “Biden nos sigue viendo como criminales, pero no lo dice. Trump lo decía sin pudor.”

Don William Ventura pronto va a cumplir 60 años. El dominicano es experto en aguantar el frío neoyorquino. Serán los 48 años que lleva en las islas. Se gana el salario del miedo limpiando vidrios de los rascacielos. “Yes, sir, vine por el american dream. Construcción, supermercado, limpieza, de todo hice. Me alcanza justo para pagar la renta.” Cree que Biden es mejor que el blondo Trump: “Ese tenía two faces, decía una cosa y hacía otra”.

A las 4 de la tarde, antes de que caiga temprano y pesado el manto de la noche, los vecinos empiezan a llenar sus carritos con el morfi. La ecuatoriana María Morales no puede esconder su alegría atrás de la campera, el grueso pulóver y la bufanda. “Estoy muy agradecida con la iglesia y la comunidad. El Estado podría ayudarnos más”, dice la señora. Después encara derechito el boulevard. Un gorrito de lana abriga su cabeza. Lleva zurcida una frase desteñida, algo pasada de moda, melancólica: “I Love NY”.

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 8 de diciembre de 2021

El dealer, la bailarina y alguien que pasaba por ahí

“Amaneció con una resaca infernal, tres fajos de diez mil dólares y la nariz llena de cocaína. Lo despertó su propio estornudo y un objeto duro que se le clavaba en las costillas. Quiso buscar su celular y no pudo encontrarlo. Siempre lo dejaba en el mismo lugar, pero el que había cambiado era él, que se había desmayado en el piso. Al menos era su casa, o eso creía, la borrachera le impedía pensar con claridad”. Desde sus primeras líneas, la primera novela de Nicolás Eisler es generosa, picante, adictiva. Distante de cualquier tono oscuro de los policiales negros clásicos. El dealer, la bailarina y alguien que pasaba por ahí es más bien un policial blanco… y radiante, como la ‘fafafa’ que se toma en los boliches de la Ciudad de Buenos Aires.

Roto, bañado en whiscola y con demasiadas preguntas, así amanece Renán en su morada, un monoambiente cool y desordenado del Abasto. ¿De dónde mierda salió la guita? ¿Qué hizo la noche anterior? ¿La puso? Como cualquier millennial, Renán, flor de ‘logi’, busca las respuestas en un teléfono, que ni siquiera es el suyo. ¡Sorpresa! Tiene 23 llamadas perdidas desde su iPhone. Por un momento, se imagina en una de esas películas de Liam Neeson. Mafiosos rusos, muertes, dólares y mucha falopa. Algo de eso hay. Antes de hacer la primera llamada, la que dispara esta historia, en el fondo Renán sabe que no es Liam Neeson. Es, más bien, un flor de perejil.

Como advierte desde su título, la delgada pero potente nouvelle de Eisler, periodista de filosa pluma, es jalada por un tridente de historias que estallan, restallan, explotan en la pompa y circunstancia de la noche porteña. Ménage à trois. A la deriva nocturna del joven Renán se prenden la sensual Kristina, bailarina muñequita rusa del cuerpo estable del Club 69; y Alfredo Gutiérrez Luro Pueyrredón, dandy monarca dealer destronado, que supo reinar en mil y un boliches durante los años duros del menemato. 

Palo y pala. Palermo Hollywood y la 1-11-14. Bratvá y narcos peruanos. Corralito y jet set noventoso. Éxtasis y porro. Un thriller alla argento, con dosis desparejas de hilarante humor y realismo un poco sucio. Vivir afuera de Fogwill y Chau, papá de Juan Damonte, sus padres putativos. También, pseudoensayo sociológico y cartografía bolichera de la Capital Federal en los 2000 y flahsbacks a los noventa: desde Niceto hasta New York City, sin olvidar El Cielo cheto de la Costanera, Coyote y algún antro del Once en donde se festeja cada tiro como un gol de Teófilo Cubillas. Ruido blanco.

Nunca se sabe, quizá alguna vez vuelva a nevar en Buenos Aires.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 5 de diciembre de 2021

Viernes negro en Manhattan

 No estás tan radiante, Nueva York.

Con las heridas todavía abiertas que te dejó la pandemia, más bien lucís oscura, fría, melancólica. Siempre bella. Digna de un Viernes Negro.

En el Midtown, el viento frío que viene del río Hudson te puede cortar la cara como si fuera una navaja. Camino por la calle 34, frígido corazón comercial de la Gran Manzana. Postal plástica navideña que seguro conocen de alguna película pochoclera de Hollywood. Corre un tornillo bárbaro, sin embargo el delirante carnaval consumista del Black Friday calienta a miles de clientes en la helada tarde.

Las filas frente a los supermercados y las tiendas departamentales parecen serpientes emplumadas. Las familias reptan hacia los nidos comerciales. Adentro se viven orgasmos del derroche y la compra-venta desenfrenada. Manhattan lo sabe. Esa “gran puta de Babilonia y madre de todos los engendros” –como la llamaba Joseph Mitchell, el cronista máximo de esta ciudad de la furia– abre sus fauces para devorar billeteras y tarjetas de crédito hasta el último morlaco. El gran banquete del capitalismo está servido.

No todos están invitados.

Desocupados, homeless, indigentes, precarizados, yonquis… Cientos de miles de nuevos pobres cosechó Estados Unidos en estos dos pestilentes años. “Viene de antes de la pandemia, my friend. New York siempre tuvo luces y sombras”, me explica José, un cubano exiliado que labura en la zona de Times Square. Vino a hacer realidad el húmedo american dream hace diez años. Se gana la moneda en una pesadilla a secas enfundado en un traje de Batman. Un auténtico caballero de la noche más oscura del gran país del norte.

¿Dónde hay un mango, viejo Biden? Repiten los norteamericanos mientras se endeudan y gastan a mansalva. Encima, hay que sumar la inflación, la más alta en el país en los últimos 30 años. Aún no hay guarismos claros del viernes oscuro de este 2021, pero seguro serán mejores con la vuelta de la compra física.

María se gana el salario del miedo en un supermercado Target en la Hell’s Kitchen. Es repositora y vive en el Bronx. Le pregunto si tiene temor de contagiarse el virus por el malón de clientes. La piba mastica bronca atrás del barbijo y dice que no le queda otra: el sueldo le alcanza raspando para pagar la renta.   

Hace unos días, la Federación Nacional de Minoristas (NRF, por sus siglas en inglés) estimó que alrededor de 158,3 millones de personas iban a sacarle lustre a la tarjeta de crédito. Casi 2 millones más que en 2020, cuando las ventas se fueron a pique por la peste. Algo es algo. Lo que seguro romperá records otra vez es la venta de armas. Después vienen las masacres en escuelas y centros comerciales. Rojo y negro pinta el futuro. Con carpa, Dani vende porros sobre la Avenida 8. Se la rebusca con la droga blanda. Nueva York legalizó el consumo recreativo en abril pasado. No así la venta del verdoso insumo. Falta apenas su reglamentación. El morocho comerciante dice que viene duro el Viernes Negro. Fumando un generoso joint espera a sus clientes. Añora, más bien, un viernes color dólar. Verde que te quiero verde.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.