miércoles, 31 de octubre de 2018

El último trago de Viscarra

El primer brindis es por el título. El libro que congrega todas las obras del escritor boliviano Víctor Hugo Viscarra se titula La del estribo. Justo, necesario y postrero guiño etílico-literario para el autor de Borracho estaba, pero me acuerdo, a esta altura del partido un clásico de clásicos de la narrativa boliviana contemporánea.  “Cuando uno está farreando entre amigos y quiere tomar la última copa, se dice ‘vamos a tomar la del estribo’. Esto se da antes de partir, cuando ya sólo queda tomar lo último. Es un buen título para las obras completas”, explicó Manuel Vargas Severiche, prolífico escritor cruceño e histórico editor de Viscarra, en una reciente entrevista con el matutino andino Página Siete. El voluminoso libro, publicado por la casa editorial paceña  3600, tiene más de 600 páginas, cuatro prólogos y la portada tatuada con una filosa ilustración de Viscarra, con una botella escarlata incrustada en su pecho, que es obra de Frank Arbelo. ¡A tu salud, Víctor Hugo!  
El antropólogo
“Soy antropólogo: soy experto en antros”, decía Viscarra para presentarse como relator del submundo boliviano. Este cronista del margen escribió sobre lo que vivió en carne propia: el laberinto de las empinadas calles andinas, las cantinas de mala muerte, la cárcel, el mortífero y cómplice alcohol barato, la delincuencia, las drogas y la marginalidad. También sobre la soledad, la dignidad de los nadies y su imperecedera necesidad de escribir. Pese a todo escribir.  
Lejos de cualquier visión romantizada, a mitad de camino entre la crónica, las memorias y el cuento corto, las decenas de relatos reunidos en el volumen La del estribo pintan un durísimo, feroz y a la vez fascinante fresco del hondo bajo fondo. “Jamás podrán decir que Viscarra escribía sobre lo que no sabía, como ocurre con varios escritores borders de moda”, explica Virginia Ayllón, escritora, crítica cultural, compinche y amiga de fierro del autor.
Las calles donde Viscarra no tenía nada que perder, donde caminar la noche con un escuálido abrigo y su botellita con alcohol puro a la espera de los salvadores rayos del alba fueron construyendo su universo. Delincuentes de prontuarios flacos que agonizan en granjas de rehabilitación, humildes emigrados del campo que subsisten a los tumbos cargando sus penas en los mercados populares, lustrabotas que vuelan entre vahos de thinner, viejos proxenetas venidos a menos, expertos en cuentos del tío y otras sableadas, avispados perros de la calle y voluptuosas cholitas dedicadas al strip-tease y a otras malarias. Quedan a flote, sólo unos pocos. Habitantes y laburantes del margen: realismo sucio andino.
Se puede pensar que la de Viscarra es una literatura menor que asume una doble marginalidad: desde lo que dice –sus personajes, escenarios y andanzas– hasta cómo lo dice. Voces quechuas, aymaras, campesinas, lúmpenes y siempre explotadas. Sus memorias tejen, en primera persona, la política marginal de las urbes andinas.
Nací viejo
Viscarra nació el 2 de enero de 1958. Su madre era pobre, su padrastro era pobre, todo el mundo –salvo dos o tres familias dueñas de las minas de estaño– era pobre en la Bolivia de aquellos años. “Puedo decir que a los doce años me sumergía de cabeza en la noche. En sus oscuras entrañas aprendí cosas, buenas y malas. La noche de La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin, y uno puede perderse para siempre”, escribe Viscarra en “Frío en el alma”. Desde aquella noche iniciática, las leyendas urbanas sobre las derivas del “Bukowski boliviano” lo transformaron en un auténtico mito dentro de la literatura andina: efímeros pasos por redacciones, algunas changas como escritor fantasma y otras fugaces intervenciones menores en diversos oficios terrestres con la omnipresente sombra del alcohol a cuestas.
Su primer libro, que lo rescató del anonimato, fue Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano (1981), un soberbio documento recopilatorio del lunfardo y el argot carcelario, que la policía nacional publicó sin siquiera mencionar al cronista. Luego de aquel primer mal trago llegaron el notable Relatos de Víctor Hugo (1996), luego Alcoholatum & otros drinksCrónicas para gatos y pelagatos (2001), más tarde el popular Borracho estaba… (2002), poco antes de su muerte el premonitorio Avisos necrológicos(2005) y el póstumo Ch’aki fulero (2007). Best sellers piratas desde hace más de una década. La del estribo, con edición al cuidado de Marcelo Martínez, asume el noble desafío de reunir en un solo volumen todas estas obras hermanas. Todavía se aguarda su llegada a las librerías argentinas. En estas pampas, Viscarra tiene numerosos lectores fieles.
En varios de sus relatos, Viscarra vaticinó su muerte antes de llegar a los cincuenta años (“Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”). Ni hizo falta, el tiro del final se lo dio una cirrosis fulminante, que se lo llevó en mayo de 2006. Sus restos reposan en el Cementerio General paceño.
Peleando a la contra
Desde los callejones paceños y cochabambinos, Viscarra supo transformarse en la punta de lanza del grupo de narradores que comenzaron a gestar sus proyectos literarios algunas décadas después de que el cimbronazo político y social de la Revolución del ’52 haya quedado empantanado en reformismos tibios. Pero no tan alejados de la dura herencia de los gobiernos militares y los años dulces de la cocaína y el neoliberalismo. Un poco antes de la llegada de Evo Morales al poder.
Los relatos de otros escritores paceños, como la extensa obra del maldito Jaime Sáenz, los cuentos y novelas de Adolfo Cárdenas, Wilmer Urrelo Zárate, Spedding y Willy Camacho tienen sintonía con la obra de Viscarra. Relatos urbanos, textos con un manejo erudito del argot callejero y sus voces. Historias donde el humor ácido y la ironía se beben de un saque.
En sus libros, Viscarra trazó una cartografía marginal sobre mercados negros, comedores populares, basurales, puteros, comisarías, bares, cabarets y barriadas periféricas. Una ciudad de La Paz semiclandestina. La de antros fantasmagóricos como La Casa Blanca, La Curvita, Las Cadenas (con sus vasos y ceniceros encadenados a las mesas), El Pezón de la Mariposa, El Averno (con sus paredes decoradas con imágenes de La Divina Comedia), El Abismo y El Volcán. Cuevas donde los tragos servidos en latas oxidadas cuestan centavos y la regla es amanecer muerto o, con suerte, desnudo. Con su especial manera de narrar su resistencia, Viscarra también luchaba por ser un extranjero en su propia lengua y por construir un espacio al margen del canon literario boliviano que lo condenó a un frío ostracismo. Y lo sigue haciendo.
En su última entrevista, pocos meses antes de su muerte, Viscarra se despidió a su manera: “El mío es un trabajo contraliterario. Hay muchos que se sienten ofendidos con mi literatura. Con mi libro Borracho estaba, pero me acuerdo he tenido tres juicios por difamación. Pero como no tengo un lugar fijo donde vivir, no pasó nada. Además, todos los que me homenajean son unos hipócritas que viven en la porquería. El Apocalipsis dice que vendrá el Juicio Final y habrá gente que se irá al infierno por sus actos, pero yo digo: me da igual, porque he vivido toda mi vida en un infierno”.

lunes, 29 de octubre de 2018

Esclavos del goce

En la puerta del boliche, una joven ataviada de negro inmaculado pregunta el nombre al recién llegado. Al escuchar "Señor X", habilita el ingreso y entrega una etiqueta autoadhesiva con el pseudónimo elegido para la ocasión, tatuado a mano. Es la llave que abre la puerta al festejo mensual de Mazmorra, la web argentina consagrada al sadomasoquismo. Con más de una década de historia, es reconocida como la más importante de habla hispana: tiene más de 90 mil miembros activos que buscan el placer en las diversas prácticas de sexualidad alternativa que hermana el acrónimo BDSM. "Usualmente vienen más de 200 personas –cuenta un caballero cerca del guardarropas–, pero como es justo fin de mes, por ahí baja la convocatoria". La crisis también golpea en este nicho.
Dos minutos para la medianoche del sábado. Sin prisa, sin pausa, va cayendo gente a la disco, a pasos del Obelisco. Hay muchas parejas y solitarias y solitarios de todas las edades. La mayoría, navegantes experimentados de los foros de Mazmorra, pero también algunos voyeurs o simples curiosos que dan sus primeros pasos en el gremio.
"Yo también llegué por curiosidad. Venía leyendo mucho del tema: Sade, el Kama-sutray sobre todo Internet, para conocer otras experiencias. Tenía parejas, pero sentía que en el sexo me faltaba algo. Al principio me costó venir, es difícil el paso de lo virtual a lo físico", cuenta N, una joven estudiante. Recuerda que la tercera vez que la invitaron al encuentro, fue la vencida. En el debut sintió timidez, ciertas ataduras sólo le permitieron tantear el terreno, pero con el pasar de las fiestas se soltó y comenzó a explorar las diversas superficies del placer. Así descubrió qué era lo que le gustaba: la sumisión. "Me siento a gusto en ese rol. Disfruto mucho las sesiones en el potro. Son momentos de diálogo entre el placer de mi amo y el mío". Pura dialéctica hegeliana puesta en práctica con los cuerpos.
En el living, grupitos de pibes y algunas parejitas matan el tiempo compartiendo un trago, fumando o simplemente haciéndose unos mimos fríos. En un rato, las sesiones calientes en el subsuelo harán subir la temperatura. "Dejamos que el morbo y las fantasías fluyan –se despide N antes de perderse en la pista–. El BDSM es pleno disfrute. A alguien que no es de este mundo le digo que no viva el sexo como un tabú. Todos lo practicamos, hasta nuestros padres. Quién te dice que en este momento, tus papás no estén practicando sadomasoquismo en su cuarto".
Amo a mi amo
Con más de una década de historia en el BDSM, Ciro es toda una eminencia de la fusta de cuero y otros utensilios. Explica, café de por medio en un bar porteño, que el BDSM incluye en su sigla las prácticas del bondage (ataduras), la dominación (y la sumisión), el sadismo y el masoquismo. Una ley capital marca los límites de estas disciplinas: la relación ama/o-esclava/o o dominante-sumisa/o debe ser consensuada. "Hay que desmitificar esto. El BDSM es el lado opuesto de la violencia. Tiene mucho más que ver con la búsqueda del placer, con entregarse plenamente al goce. Nosotros, la mayoría, tenemos vidas comunes, pero a la hora de expresar nuestra sexualidad, nos permitimos explorar sensaciones más allá de lo normal". ¿Qué es lo normal? "Vainilla" es como apodan los cultores del BDSM al sexo "tradicional".
Ciro bucea en su memoria y recuerda una experiencia iniciática: "Era muy pendejo, tendría unos 12 años y estaba viendo la película Barbarella con mi familia. Ahí aparecía el Doctor Duran Duran y su Orgasmatron, la máquina que mataba con orgasmos. Veía la peli y pensaba: 'Olalá, yo quiero eso'". En su adolescencia se fascinó con las revistas porno europeas que conseguía: "Todo muy bizarro, con chongos de cuero, bastantes sórdidos, la vieja escuela del SM". La siguiente parada en su formación llegó con la web: "Al principio era todo muy idealizado, lo llamamos de corte 'mesiánico', que es el cuento rosa pero en versión sado. Tipo la Historia de O, el dominante y su grupo de esclavas, una visión estereotipada que llega hasta nuestros días y que difundió al extremo 50 sombras de Grey".  A los 30 y pico, decidió soltar amarras: "Empecé a plantearme las relaciones de otra manera. Necesitaba cruzar los límites impuestos. Sigo teniendo sexo vainilla, pero prefiero lo otro". Agrega que salir del clóset es difícil: el BDSM sigue siendo un tabú, como el sexo en general.
Siempre asumió el rol de amo en sus encuentros. Y ello implica una gran responsabilidad: "Cuando una persona me dice: 'Haceme lo que quieras', paro la pelota y le digo: 'Charlemos'. Hablamos de los límites: los duros, que nunca se van a traspasar, y los flexibles, que con autoconocimiento y entendimiento pueden cruzarse en el futuro. Soy muy protocolar en mis relaciones, para dar un marco de acción consensuado. Firmo un contrato". El documento incluye un check list, un minucioso listado que detalla las reglas de juego, prácticas y márgenes de dolor aprobado: "No tiene valor legal, pero sí carácter simbólico en esta comunidad. Como el collar con las iniciales del amo que marca propiedad sobre el sumiso. Ser amo supone un acuerdo, confianza. Atás a la persona que está bajo tu control, la vendás y se entrega totalmente. Si no hay consentimiento, sería manipulación, o peor, abuso. Nuestra búsqueda va por otro lado".
Mi ama me ama
Además de organizadora de los eventos de Mazmorra, Paula es la pareja y sumisa de Ciro. Hace memoria: "Llegué hace cuatro años. Siempre tuve fantasías 'raras', pero cuando se las planteé a mi exmarido, me mandó literalmente al psiquiatra". Las sesiones de terapia y las charlas con especialistas en juegos sexuales le abrieron los ojos. "Sabía que existía el BDSM, pero no le entendía la onda. Entonces conocí a Ciro. Al principio charlamos un montón y de su mano empecé a descubrir qué me divertía en la cama y también qué no".
En el medio, cuenta Paula, tuvo su deconstrucción como mujer. Es feminista, y eso implica romper las estructuras en el BDSM, un espacio tradicionalmente sometido por el machismo. En los eventos, dicen, predican contra ese paradigma: "Feminista sumisa, suena raro, ¿no? Pero en este camino de autoexploración de mi placer, ser sumisa me empodera como mujer. Pienso que el sexo convencional es machista, sólo importa el placer del hombre. Cuando nosotras elegimos un rol, lo atamos a nuestro placer. El límite está en el preciso momento en que nos deja de gustar".
Unidos y dominados
El código de vestimenta en la fiesta es diverso: desde el icónico leather (el cuero predomina en camperas, muñequeras, borcegos y, por supuesto, collares) hasta elegantísimos vestidos largos y tacos aguja kilométricos. Algunos caballeros lucen acodados en la barra una elegancia sobria, con sweaters anudados al cuello. Otros, más glamorosos, emperifollados con peluquitas carré y minifaldas, brillan como personajes de animé en la pista de baile del primer piso. Los juegos de rol y el fetichismo nunca pasan de moda.
El subsuelo está poblado por un oscuro mobiliario: potros de tortura finamente acolchonados, arcos para practicar el shibari –la disciplina de atadura de origen japonés–, diminutas celdas y cruces de San Andrés con sus cadenas. Un espacio bien dispuesto para la experimentación. Con una sola regla suprema: sano, seguro y consensuado.
El DJ dispara por los parlantes clásicos de Marilyn Manson y Nine Inch Neils. Un gran círculo humano disfruta con extremo respeto de una performance extrema. Con los ojos bien cerrados, una chica atada con papel film a una columna se entrega al placer que le brindan un chico de rostro enmascarado y una señorita vestida de impoluto cuero. Juegan con la respiración y con una fusta. En el clímax, el trío se funde en un abrazo.
El pibe de la careta se hace llamar Míster K: "Me gusta esto de incorporar la actuación, los roles. Pero no es solo un juego, hay que estudiar para las sesiones. Y la mejor manera es practicar: puedo pasarme horas buscando los puntos erógenos. Encontrarlos es hermoso. Cada ser humano es un mundo". Se define como un amo sádico, y eso implica un vínculo muy fuerte con sus sumisos: "Hay que construir confianza. Además está la palabra de seguridad, que garantiza el cuidado de la persona. Esto no es 'te pego en el culo hasta cansarme'".
A las 4 de la mañana, el subsuelo luce exhausto. "¿Ya se retira, Señor X?", pregunta la Señorita O cerca de la salida. Cuenta que antes de llegar a Mazmorra sentía muchos pruritos con su cuerpo: "Era muy reprimida, tenía inseguridad, pero acá aprendí, más allá de explorar mi deseo, a relacionarme con las personas". Hoy exhibe sus generosas curvas sin prejuicios. En la comunidad encontró compañeros de placer y, sobre todo, amigos: "¿Sabés lo que es el BDSM? Una forma de comunicación".
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 14 de octubre de 2018

De la cabeza

La dueña de la sombrerería Maidana tiene un don muy especial. Cuando un cliente entra a su local, Adriana demora una fracción de segundo en adivinar el talle preciso para su cabeza. "Debe ser la vista de sombrerera –explica–, herencia de mi familia, que tiene más de un siglo en el rubro". Su padre, su abuelo y su bisabuelo fueron sombrereros, y sus hijos dan una mano. Todos son auténticos artesanos de la buena sombra.
Con sus variados diseños, los Maidana han dado elegancia, estilo y reparadora protección a las cabezas de varias generaciones. Sin dudas, entrar a este clásico local de la avenida Rivadavia al 1900 es una invitación a recorrer la historia familiar. Como la tarde viene floja, por la crisis y la ausencia de clientes, Adriana se toma el tiempo necesario para repasar las andanzas y desandanzas de sus antepasados en el gremio.
Cuenta que el primer miembro del linaje fue Luis Maidana, migrante italiano llegado al puerto de Buenos Aires a principios del siglo XX: "Mi bisabuelo aprendió el oficio en Europa. Piense que Italia es la cuna del borsalino. Acá arrancó marcando tafiletes, el cuero que va dentro de la copa. Trabajaba para varias casas". Al poco tiempo, una idea le empezó a dar vueltas en la testa: ser su propio jefe. Entonces, Luis se asoció a otro obrero y empezaron a producir bombines y otras variedades en un caserón de Palermo. Los primeros años fueron duros, pero lograron abrir un local sobre la calle Victoria, frente al antiguo Senado.
El sombrero era todavía un signo de distinción patricia, aristocrática y por demás elitista. El poder siempre se sube a la cabeza: desde el chambergo de Bartolomé Mitre hasta las galeritas de la UCR antipersonalista de Marcelo T. de Alvear, pasando por el bicorne emplumado de Roca. En las antípodas estaba Hipólito Yrigoyen, que prefería diseños más populares como el bombín, heredero directo del jipijapa con que San Martín cruzó los Andes o el gorro frigio del escudo nacional. Adriana asegura que el "Peludo" era cliente asiduo de la casa. Dejaba su gastado hongo de fieltro para que lo reparara Maidana.
Luis Bonifacio, el hijo de don Luis, tomó la posta en los años '30. Cuando mudó el local a Rivadavia, comenzaba en la Argentina la edad de oro del sombrero. "Tomó impulso a nivel urbano con el ascenso de las clases medias –cuenta Adriana y señala una foto de Gardel coronado con su inmortal orión–. Los hijos de los inmigrantes tuvieron su primer sombrero. Era una señal de progreso". En esos años nadie salía a la calle sin la obligada protección sobre el marulo. El abuelo de Adriana vio florecer el negocio, pero murió joven.
En 1962, agarró las riendas su hijo Jorge y reorientó la producción hacia el nicho campestre. "Mi papá es un gran innovador. En los '70 diseñó el corazón de potro, nuestra marca registrada". Don Jorge rompió las hormas con un modelo de copa cónica y ala corta que batió records de venta entre los criadores de caballos de la Pampa húmeda, los paisanos de la Patagonia y los gaúchos de Rio Grande do Sul: "Hasta ese momento se usaba el campero, que es una derivación del sombrero sevillano. Mi papá ahora está con algunos achaques de salud. Pero antes de retirarse creó su último gran diseño: el hornero". La obra, inspirada en el trigueño nido del ave patria, puede apreciarse en las vitrinas del local. Chapeau!
Adriana es, desde hace años, la primera mujer al mando: "No me dedico a la producción porque implica mucha fuerza física. Soy cero agujas. Lo mío es la teoría del diseño y las ventas". También puede dar lecciones magistrales sobre la historia del sombrero. Y, quizá lo más importante para el cliente inexperto, tiene muy buen gusto: "Si el usuario es flexible, recomiendo un sombrero acorde a su contextura física, su corte de cara. A usted, que es alto, nunca le daría una copa demasiado alta, ni el ala muy chiquita. Un carajito no es para usted". Frente al espejo, se descubre que Adriana siempre tiene razón.
Sombrero en guaraní
Los sombreros Maidana son 100% fatti in casa. Daniel es el maestro artesano al mando del taller, un espacio enclavado al fondo del local, a plena vista del cliente, que atesora vitales herramientas con más de un siglo de trabajo a cuestas: pesadas planchas, hormas torneadas de madera maciza y el extrañísimo conformador, un objeto digno de la imaginación de Julio Verne que mide el diámetro preciso de la cabeza del cliente. 
Daniel es paraguayo, nacido y criado en la triplefronteriza Ciudad del Este. Trabaja en el taller desde 2011. "Cuando entré, prácticamente no sabía ni cómo ponerme un sombrero", dice, pícaro. Las sabias enseñanzas de don Jorge y Adriana lo han convertido en un experto en la materia. De los últimos que quedan en el país.
El artesano resume los pasos básicos del oficio. Primero, domar la materia prima (fieltro hecho con pelo de liebre compactado con fuerza centrífuga y vapor); enseguida, montarla sobre las hormas para marcar la copa; luego, la fina costura, el modelaje, el planchado… y listo el sombrero. El lento proceso demora tres días de ardua faena manual. Esta tarde, Daniel plancha con digna templanza paraguaya un modelo "tango", ideal para los pocos malevos que quedan en el siglo XXI.
La reparación es un servicio innovador que ofrece el profesional. Si el ejemplar se mancha o pierde su forma, es posible dejarlo como nuevo. Pero hay casos perdidos: "Si te lo agarran las polillas, fuiste. Porque el trabajo con el vapor estira los agujeros y rompe el fieltro. Ahí no queda otra que poner una pluma o una piedrita de color".
Daniel no hace gala de sus obras. Apenas atesora un par de sombreros de verano en su ajuar. Los usa en contadas ocasiones. "Por ahí es por prejuicio. A veces, mis paisanos me cargan. Es que en Paraguay, se le dice 'sombrero' al 'pata de lana' –ríe el guaraní–. Los amigos que saben de mi oficio no dejan que me acerque a sus mujeres".
Por una cabeza
Dice Adriana que los argentinos somos bastante conservadores: "Si salís a la calle con sombrero, te miran como un bicho raro, somos pacatos". Entre su clientela, destaca la afluencia de médicos, abogados y, por supuesto, trabajadores rurales: "No es masivo, antes era distinto, cambió mucho la manera de vestir. Y tampoco se usa sombrero en la ciudad por razones prácticas. ¿Cómo hacés para viajar en subte en hora pico? Imposible". Aunque el público adulto es mayoría, cada vez son más los jóvenes rockeros y tangueros de la nueva guardia que rompen el tabú.
Otro nicho novedoso es el de los clientes que llegan por prescripción médica. No es posible tapar el sol con un dedo pero sí con un buen sombrero. La sombra que regala un buen corazón de potro se consigue por $ 4200. Y por casi $ 5500, un auténtico panamá. Hecho a mano, claro.
Al posar con sus productos, la vendedora destaca su fetiche: un canotier de estilo gondoliere veneciano. Aunque no olvida las virtudes de las galeras inglesas de felpa. "No sé si volverá la época gloriosa. Menos en estos años de tormentas económicas. Igual, ya estamos acostumbrados a soportar vendavales. Y nunca se nos voló el sombrero".  «
Políticos con sombrero
A 50 metros del Congreso, la tienda Maidana ha vestido, sin distinción de ideologías, las cabezas de Alfredo Palacios, Arturo Illia, Carlos Ruckauf, Federico Pinedo y hasta De la Rúa, que prefería las gorras. ¿Su mayor desafío? Sin dudas, el campero extralarge de Eduardo Duhalde. También líderes de la talla de Lula y Bill Clinton protegieron sus ideas bajo el ala de un Maidana.
Publicada en Tiempo Argentino por acá.

sábado, 13 de octubre de 2018

Postales salvajes

En la primera postal se ve un curtido mapa de Norteamérica. Una línea tatuada con fibra gruesa se mueve a los tumbos desde el extremo sur del continente. Cruza la frontera del Río Bravo y atraviesa San Bernardino, Los Ángeles, San Francisco y se pierde en el infinito canadiense y más allá. El viajero ducho sabe que la cartografía oficial es solo una guía. Nunca es el territorio.
El mapa personal es otra historia. Muchas historias. La de Osvaldo Baigorria arranca hace más de cuatro décadas: “En enero de 1974 salí en tren y en parte a dedo a un viaje que me llevaría casi once año de búsqueda por territorios de la contracultura que se propagaba desde y hacia la Costa Oeste norteamericana”. Las primeras líneas de Postales de la contracultura: un viaje a la Costa Oeste (1974-1984), flamante libro editado por Caja Negra, son el punto de partida para que este escritor y periodista peregrino, nacido y criado en el barrio porteño de Mataderos, ensaye un fascinante ejercicio de memoria.
A partir de decenas de bellísimas postales salvajes, que capturó con las lentes de una Leica IIIC -perdida on the road- y una Pentax K 1000, Baigorria se anima a trazar un mapa personal, pero sobre todo epocal, de sus fugas y derivas de más de una década. Un documento que echa un haz de luz sobre el pasado pisado. Pero también sobre el oscuro presente y, por qué no, el incierto futuro que nos tocará recorrer.
Soltar amarras. La pulsión nómade de Baigorria floreció a principios de los '70, con las últimos calenturas que regalaba el “verano del amor” sesentero en estas pampas. En ese tiempo, el joven Osvaldo –miembro activo del colectivo Política Sexual- se lanzó a la aventura. Como un fugitivo, decidió escapar de la Buenos Aires opresiva y policial, previo al baño de sangre del Proceso militar. Tomó su pesada mochila, alambres y herramientas para forjar artesanías, y partió para hacerse la América rumbo a la tierra prometida de la contracultura.
En el horizonte divisaba un paisaje imaginario, enclavado en la occidental costa brava estadounidense. California dreaming. Paraíso del amor libre, las drogas, la psicodelia, el rock, los hippies, los poetas beat y la vida comunitaria. Cuando llegó a destino, el panorama era muy distinto: “Mi experiencia fue otra también porque el ‘afuera’ en el que me hallaba no era el de un cronista de Life o de Look que venía a observar el boom del hipismo en la Costa Oeste sino el del chico argentino que había querido participar de esta movida aunque arriba años más tarde, sin entender todo lo que estaba sucediendo a causa de la barrera del idioma aunque sin barrera ni prejuicio contra la cultura de la contracultura. La frustración era doble. No había llegado a vivir en el Haight-Ashbury en el ’67 ni en el ’74. California era una tierra prometida difícil de alcanzar hasta para los que nacieron en el medio de la promesa.” Laburar de sirviente con cama adentro en Silicon Valley, cuidar ancianos y aprovechar el pan de cada día que ofrecían los templos religiosos de Frisco eran también una forma alternativa de acercarse a la contracultura. Experiencias de migrante, latino y pobre. Devenir minoritario.  
Engordado por más de 40 postales y 70 potentes crónicas, divididas en tres apartados –“La ruta”, “La ciudad” y “El bosque”-, el libro de Baigorria se aleja de la saudade y el tono melancólico para explorar un sendero que se bifurca ante la reflexión sobre la(s) contracultura(s), desde aquellos años tórridos hasta nuestro frío presente. En Postales… hay espacio para todes: los beatniks, los pibes del flower power, las Panteras Negras, los yippies del Youth International Party (YIP), los ecologistas, las feministas, los drop outs, los freaks, la prensa alternativa, los nudistas, los desertores del hogar, de la escuela y del servicio militar… Nosotros versus ellos.
Se recuerda también a los compañeros de ruta, fiesta, cama y bosque. Como Hugh Elliot, un ingeniero autodidacta inglés que llevó la electricidad a los profusos bosques de Argenta, en la Columbia Británica canadiense, la comuna donde Baigorria ensayó su propio “retorno a la tierra” después del stop californiano. O Fernando González, un chicano pacifista ex combatiente de Vietnam que atendía un sex shop en Frisco. También la familia Stevenson: cuáqueros, enemigos de las guerras y siempre solidarios con los evasores de la cruzadas militaristas.
Memorias, ensayo, crónica de viaje, manifiesto, manual de supervivencia… El libro de Baigorria es difícil de clasificar, como toda su fascinante obra. No lo dude, querido lector, rompa el chanchito y cómprese un ejemplar. O siga el consejo del anarco Abbie Hoffman: vaya a una gran cadena de librerías, fíjese si el empleado está distraído y cometa un acto de justicia contracultural. Robe este libro.
Publicado en Tiempo Argentino, por acá