domingo, 19 de febrero de 2017

Crónica carioca

Todos los días lunes, religiosamente, los fieles se congregan en la Pedra do Sal. La catedral a cielo abierto del samba carioca se erige en el popular barrio de Saúde. En la zona céntrica de Río de Janeiro, al pie de una escalera tallada en las rocas, sobre la rua Silva Pinto. De espaldas al ostentoso paseo marítimo y a los flamantes museos construidos para la celebración de los Juegos Olímpicos.
Sobre la diminuta plaza seca hay un solitario cocotero. Desde el atardecer, los puestos de los vendedores de cerveza y caipiriña florecen cerca de la mesa que oficiará como altar. Una carpa colorida completa la escenografía. Las paredes de las casas que custodian el ágora están tatuadas con grafitis. Sobre una de ellas, hay un esténcil con el busto de una morocha de rulos eléctricos, acompañado por una advertencia: “Crespo es bello, feo, ése es su prejuicio”. No muy lejos, otro mensaje, uno que se repite: “Fora Temer”.
A las ocho de la noche, el sol tremendo se despide de la Cidade Maravilhosa. Sin embargo, el calor se resiste y no da respiro en este barrio que fue bautizado como la “pequeña África” por el compositor Heitor dos Prazeres, uno de los santos patronos del género junto a Cartola, Nelson Cavaquinho, Adoniran Barbosa y Aniceto do Império. 
Viejo mercado de esclavos y escenario de ofrendas a los orixás africanos, para las primeras décadas del siglo XX Pedra do Sal ya se había transformado en el punto central de reunión de los músicos que descendían al bajo fondo carioca desde los empobrecidos morros.
“Esta es la cuna del samba: la zona portuaria, el barrio de migrantes bahianos y, sobre todo, el territorio de los esclavizados”, asevera rotundo Neis Jota Carlos, un elegante jubilado ataviado de punta en blanco: sombrero jipijapa, guayabera crema y zapatillas de running al tono. Neis araña los 80 años, es mecánico hidráulico y está casado hace décadas. Muchas décadas, subraya. Su pasión es la música en general, y el samba en particular. Toca, canta y compone. Mientras degusta una lata de Antarctica bien helada, recuerda sus primeras derivas bohemias en la Pedra do Sal: “Cuando era joven, venía con amigos a cantar y tomar unas cervezas. No era ni por asomo lo que puede ver usted ahora, con tanta gente. Esto era más bien un desierto.” Neis resalta que con el paso del tiempo, y pese a la reticencia de la élite, el samba ganó miles de fanáticos y se transformó en parte fundamental de la identidad nacional brasileña. Antes de perderse en un mar de danzarines y turistas, arriesga: “Acá se dio el origen. Pedra do Sal es la génesis de nuestra cultura.”
Ruido de rotas cadenas
Por estos días, el samba festeja su centenario y lo hace, obviamente, bailando y cantando en Río. Las crónicas de época cuentan que poco más de un siglo atrás, el 27 de noviembre de 1916, se registró en la Biblioteca Nacional de Brasil el primer “samba carnavalesco” de la historia, titulado simplemente “Pelo Telefone”. La canción hizo delirar a los cariocas en el carnaval del '17. El compositor Ernesto dos Santos, alias “Donga”, y el periodista Mauro do Almeida figuran en los registros oficiales como los autores de la pieza. Detalle no menor, polémico y sobre todo discutido, ya que las malas lenguas cariocas cuentan que, en realidad, “Pelo Telefone” fue una creación coral, parida por media docena de músicos, un colectivo bohemio y errante que solía reunirse en la zona portuaria a cantar en ronda y celebrar el candomblé. Encuentros que se realizaban en la casa de Tia Ciata, una migrante bahiana, referente de la cultura afrobrasileña e indiscutible madrina del samba.
“Es imposible separar la historia del samba de la cultura de los esclavizados. Aquí cerca llegaban los navíos negreros, con los hombres y mujeres que sobrevivían y no eran arrojados al mar luego de las penurias del viaje. Muchos se establecieron por esta zona”, recuerda con aires de historiador revisionista Peterson Vieira, un percusionista que integra el grupo que animará la velada. Agrega que toca samba desde la cuna, arrancó a ganarse sus primeras monedas en el gremio a los once. Hoy tiene 41 y se dedica full time a darle duro y parejo al pandeiro. “La Pedra do Sal era el lugar donde descargaban la sal que se utilizaba para conservar los alimentos. Cuando se abolió la esclavitud, construyeron sus viviendas rodeando la piedra. Ellos mismos tallaron los escalones”, dice el músico y señala la curtida roca. Mientras calienta sus muñecas, Vieira afirma con orgullo que su familia desciende de aquellos esclavizados que plantaron la semilla del samba. “El género tuvo su etapa under y marginal, porque los ricos la escuchaban con desprecio. Pero siempre fue popular. Lo importante es que las nuevas generaciones se siguen acercando, el samba los moviliza. Y eso se puede ver y sentir acá”, dice y se acomoda en la cabecera de la mesa, junto a sus fieles mosqueteros: “El buen sambista tiene que preocuparse por la cultura, construir su propio estilo y, sobre todo, amar el samba.”
Samba de mi esperanza
Cuando faltan pocos minutos para las nueve de la noche, los músicos sueltan amarras y así comienza una larga travesía por un mar de sambas. Desde los pequeños parlantes: guitarras, cavaquinhos y surdos hacen de las suyas. En la plaza y sobre la rocosa tribuna, los fanáticos comparten cervezas y también algo de maconha. Mueven el esqueleto con dosis desparejas de elegancia y frenesí.
“No tenemos un repertorio fijo, hay que estar atentos a los pedidos de la galera”, cuenta Vinicius, un jovencísimo guitarrista. Mientras ajusta las cuerdas de su instrumento, confiesa que el samba es su familia, su cómplice y todo. En la rua, codo a codo con sus colegas, aprendió que el mejor sambista sabe combinar la intuición con la armonía, y no deja afuera el arte de la improvisación. Antes de volver al ruedo, el violero recomienda “Samba da Bencão”, un clásico de su afamado tocayo Vinicius de Moraes, como metáfora de los tiempos agitados y algo oscuros que vive el Brasil. Un poema que homenajea a los grandes sambistas y a sus creyentes. En una de sus estrofas dice: “El buen samba es una forma de oración / porque el samba es la tristeza que compensa / y la tristeza siempre tiene una esperanza / de un día no ser más triste.” «
Letra picante, modificada para evitar problemas
“El jefe de la policía / por teléfono / mandó a avisar / que en Carioca / hay una ruleta / para jugar”. Así comenzaba la versión original del clásico samba que cumple por estos días 100 años. Sin embargo, a la hora de su registro en la Biblioteca Nacional de Brasil, los versos picantes sufrieron modificaciones, para evitar el enojo de las autoridades policiales. En los documentos oficiales, por ejemplo, el “jefe de la policía” pasó a ser “el jefe de la diversión”. Corrían tiempos violentos y complicados. Las autoridades no miraban con buenos ojos a los bohemios, migrantes bahianos y músicos negros. Por eso, los padres de la samba prefirieron evitar la provocación.
Un par de décadas después, una de las ramas del samba floreció tocada por el jazz y dio lugar a la bossa nova. Nació entonces un auténtico puente rítmico entre lo erudito y lo popular.
El ajuste llega al Sambódromo
El ajuste impulsado por el gobierno neoliberal de Michel Temer llegará también al Carnaval de Río. Con menos apoyo estatal, los desfiles en el Sambódromo carioca serán austeros este año. Desde la Liga Independiente de Escolas do Samba de Río de Janeiro (LIESA) afirman que el Carnaval 2017, que arranca el próximo 24 de febrero, será el menos vistoso de los últimos tiempos, por la falta de auspiciantes y el tijeretazo en los aportes que realizó el Estado. Igualmente, las comparsas prometen que la alegría no tendrá fin. Desde este viernes y hasta el martes 27, los bloques derrocharán su magia y brillo en el sambódromo Marqués del Sapucaí, la cuna mundial del Carnaval. 
Las rodas porteñas 
En la calle Honduras 5774, en pleno barrio porteño de Palermo, se erige el colorido Boteco do Brasil, un espacio ideal para los fanáticos porteños del samba. Una antigua casa decorada con aires cariocas, cuyo restaurante ofrece tragos y manjares de la rica gastronomía brasileña. Todos los domingos, cuando cae el sol, se celebran allí intensas rodas de samba. 
Se lee en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 13 de febrero de 2017

Love Parade andino

El porro empezó a pegar justo cuando en el acoplado del camión sonaba “Praise You”. Las Yungas, Bolivia. Arrancaba el tórrido febrero de 2002 y nosotros –un variopinto grupo de mochileros harapientos sin rumbo fijo y una glamorosa cholita paceña– nos ahorrábamos unos pesos viajando de prestados en el techo de un destartalado Volvo, que rozaba las cumbres de la Cordillera Real.
El bólido era una serpiente emplumada que avanzaba a los tirones por el que llaman el "Camino de la Muerte". Por esos años, la vía más peligrosa del planeta y sus desfiladeros devoraban vidas con fruición. Al conductor del Volvo nada lo apichonaba. Su ágil muñeca lo ayudaba a ganarse el salario del miedo.
Nuestra deriva había arrancado en el pequeño pueblo de Coroico y tenía destino final en la hoyada de La Paz, la antigua capital aymara del mundo. El viaje fue largo, casi eterno. Un día hacinados en el acoplado repleto de plátanos maduros y cuerpos sudados. Recuerdo que desde mi grabadora de mano no dejaba de sonar "You've Come a Long Way, Baby", la desaforada ópera prima del desaforado británico Fatboy Slim.
La cholita de largas trenzas, sobrio bombín y prolijas polleras movía la patita cada vez que el cassette ensayaba el eterno retorno de la cinta. De verdad, la señora sabía cómo moverse.
Entre picos nevados y selvas de altura, bailamos hasta casi morir, mientras el Volvo flirteaba con cornisas y barrancos. Fue nuestro Love Parade del subdesarrollo. Condimentado con picante andino.
Se lee en el Suplemento Verano, en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 5 de febrero de 2017

Memorias del subsuelo

Sobre los camastros de cuero, media docena de plácidos caballeros duermen la siesta. Los acuna el ambiente tórrido que inunda el segundo subsuelo del Hotel Castelar. En las entrañas de la Avenida de Mayo, los fundamentalistas del sudor encuentran su lugar en el mundo. Búnker de hombres solitarios, artistas bohemios, empresarios en su break y políticos sin chances de esconder nada bajo las mangas. Llueva, truene o se caiga el mundo a pedazos, el subsuelo está aislado de las preocupaciones de la vida terrenal.
En días de la semana y en horas calculadas, generalmente desde el mediodía, hombres de negocio, veteranos del under y algunos turistas se congregan en los baños turcos del Castelar. “La mayoría sale de la oficina y se toma un baño turco o un sauna. También una cervecita, un sanguchito de crudo”, enumera Fernando Vecchio, el fogueado encargado, con 21 años en las profundidades, mientras alcanza unas toallas a un cliente de origen brasileño.
El sauna abrió en los ‘50 y tiene tres cámaras. La primera está ambientada a 45º C y es bien húmeda. En la segunda, de estilo finlandés, el termómetro asciende seco a 60º. La tercera, casi un infierno en la Tierra, alcanza los 90º de térmica. “Es para estar cinco minutos, pero hay caballeros que se quedan media hora. Varias veces tuve que entrar a sacar alguno y llamar a emergencias”, completa Vecchio. Hace una década, el viejo baño turco sufrió una lavada de cara. Aggiornado como spa, incorporó un coqueto hidromasaje. “Limpia la piel, abre los poros y libera toxinas. Antiguamente, los sábados al mediodía estaba repleto, porque los que salían el viernes de gira, venían a tirar el alcohol. Era como una destilería y no dábamos abasto a la hora de poner esencia de algarrobo para tapar el vaho.”
Mientras recorre el pasillo poblado por los añejos cambiadores de cedro, Vecchio repasa las personalidades que visitaron el subsuelo. Hay cabinas con plaquetas doradas que les rinden homenaje. La 61 era la de Horacio Guarany. Muy cerca, dejaban sus petates Pascualito Pérez, Tato Bores y Aníbal Troilo. Sandro también era habitué, pero muy reservado: el Gitano pedía que abrieran a la madrugada. “De los políticos –completa el encargado–, me acuerdo de Erman González, que venía con su guitarra y despuntaba el vicio con clásicos del folclore.”
El medio es el masaje 
Para Norberto de la Rosa, el cuerpo habla. Y muchas veces pide a gritos un masaje reparador. El curtido masajista cuenta que con sólo rozar los músculos de los pies de sus clientes, es capaz de reconocer el nivel de tensión que comprime sus desdichas. Lleva 35 años de servicio en el Castelar. Arrancó cuando tenía 29. Su entrada al milenario universo del masaje se dio de casualidad. Hastiado por sus tareas de empleado administrativo, incursionó en un taller de yoga. Fue una epifanía. Conoció el arte de la respiración y de las posturas sanadoras. También aprendió a relacionar el masaje con la trasmisión de energía. Desde entonces, De la Rosa es cultor de una rama más New Age del gremio, con aptitudes relajantes y antiestrés. Un paradigma que rompe con el tradicional masaje de fuerza. “Acá se estilaba el masaje activo. El cliente llegaba y te decía: ‘Matame, porque ando mal’. Y no es sencillo: piense que para hacerle masajes a una persona de casi 100 kilos prácticamente hay que poner el alma.” Aquellos tiempos rudos y de muchachos sin gomina quedaron en el pasado: “Ahora prendo un sahumerio y propongo ejercicios sencillos. Es posible hacer un masaje profundo sin estrujar al cliente. Pero ojo, no son caricias.”
En una buena jornada, De la Rosa atiende sin respiro hasta ocho clientes. Tiene las manos llenas de historias. Sus dedos han estado a las órdenes de Andrés Percivale, Julio Bocca y el profesor Raúl Madero. Sonríe apoyado en el cambiador que lleva tatuado el nombre de Leonardo Fabio (sic), y cuenta que compartió varios mate cocido con el director de Crónica de un niño solo: “Incluso fui a atenderlo a su casa. Una tarde me dijo que estaba algo aburrido y cansado. Entonces propuso ir al zoológico porque quería ver a ‘los monos con el culo pelado’. Tomamos un taxi, nos acompañó el cantante Yaco Monti. Claro, en Palermo la gente lo reconoció, le pedían fotos, y no pudimos ni entrar. Era un gran tipo, ayudaba mucho a sus amigos. Ya le dije, este lugar está lleno de historias.”
Cable a tierra
Daniel es uno de los clientes con más pergaminos en el Castelar. Lleva más de cuatro décadas visitando el subsuelo. “Eran otras épocas, otro ambiente, muy popular”, añora el martillero público retirado. Es un hombre metódico. Dos veces por semana, se toma el subte en Caballito, camina unos metros por Avenida de Mayo, desciende la escalera, hace tres entradas en las cámaras y se duerme una siestita. “En mi organismo es necesario, salís nuevo. Es mi cable a tierra”, dice Daniel, ataviado con una bata inmaculada. Sentado en el bar del sauna, degusta una cerveza helada y dos empanadas de carne. “Estoy casado, y la verdad que reniego cuando como solo en casa. Pero acá es otra cosa, es un placer disfrutar de la soledad. Mejor que el psiquiatra. Me ayuda a reflexionar.” Entre las decisiones trascendentales que pensó en frío, mejor dicho en caliente, destaca la vez que decidió abandonar el paracaidismo deportivo: “Era una actividad que preocupaba mucho a mis padres”, agrega.
Detrás del bar forjado en mármol de Carrara, Gustavo Souto despacha gaseosas a los clientes. Lo custodia una añeja heladera de madera que, cuenta, tiene la puerta rajada por un puñetazo de Ringo Bonavena. Al campeón de Parque Patricios no le gustaba esperar demasiado por su trago. “Ahora la gente está más relajada –dice Souto–. Ya no está el cliente que se toma una medida de whisky. Prefieren las bebidas light, las ensaladas. Se cuidan mucho.” Parece que desde hace un tiempo, la puritana vida sana también gana por nocaut en el under. Mientras transpira la gota gorda preparando un cortado, Souto confiesa que está acostumbrado al calor del subsuelo: “Por ahí me falta un poco el aire, y después de ocho horas acá abajo, ni le cuento. Pero cuando subo la escalera y salgo a la calle, es un renacer. Esa bocanada de aire fresco no tiene precio.” >
Una joya en la Avenida de Mayo
El Hotel Castelar es una de las joyas que engalanan la alicaída Avenida de Mayo. Diseñado por el arquitecto italiano Mario Palanti –el mismo del dantesco Palacio Barolo–, abrió sus puertas giratorias en 1928. Su dueño, el empresario textil español Francisco Piccaluga, lo bautizó en honor al presidente republicano Emilio Castelar Ripol. Es un cinco estrellas con dosis parejas de modernidad y lujo: fue el primero en tener comedor refrigerado, baños privados en las habitaciones y un spa. Por sus elegantes salones y cuartos pasó la crema y nata de la política y la cultura nacional: desde Norah Lange hasta Alfonsín, sin olvidar a Borges, Tania, Pettoruti y Frondizi, quien allí dormía religiosamente la siesta.
La habitación de Federico
En cada rinconcito de la habitación 704 se puede apreciar la huella nítida de su ocupante más ilustre: Federico García Lorca. El poeta andaluz se hospedó en el Hotel Castelar durante su prolongada estadía porteña, entre octubre de 1933 y marzo de 1934. Cuentan que en el modesto cuarto –con baño privado– Federico se emperifolló de gala para ir al estreno de La zapatera prodigiosa en el Teatro Avenida. También departió largo y tendido sobre la cama de hierro con el entonces cónsul chileno Pablo Neruda –que pasaba a buscarlo antes del desayuno para zarpar en su deriva bohemia–. Pero sobre todo, y a través de la luminosa ventana que da a la Avenida de Mayo, se enamoró a primera vista de la agitada vida cultural porteña.
"A pulmón logramos recuperar los muebles de época, está todo reconstruido tal cual lo conoció Federico", resalta María Cafora, tesorera, motor del área Institucional del hotel y, por supuesto, ferviente lorquiana. Desde hace seis años, la habitación del 7º piso está abierta al público como "cuarto museo". Atesora textos, dibujos, publicaciones y fotos históricas. Todos los miércoles, desde las 17, Cafora –con atavíos de bailaora flamenca– guía a los visitantes por diversos espacios del hotel que rescatan momentos cumbres de la vida del autor del Romancero gitano. Una vieja guardia de seguidores y también fans más jóvenes, llegados de todo el mundo, se emocionan con el tour: "Algunos lloran, cantamos mucho 'Ojos verdes' y rescatamos la pasión de Federico. Este es un espacio que no pertenece al hotel sino a toda la humanidad." Las visitas arrancan en marzo y tienen un costo de 100 pesos.
Crónica publicada en Tiempo Argentino por acá