martes, 26 de junio de 2012

El dolor paraguayo


"¿Y el cambió dónde está?”, rezaba ansioso un graffiti pintado en una anónima pared de Asunción hace poco más de un año. A cuatro años de ese terremoto político y simbólico que sacudió al país guaraní cuando ganó Fernando Lugo, el “obispo de los pobres” cayó ante un golpe de Estado parlamentario impulsado por sus ex aliados liberales y una abrumadora mayoría de colorados. “Un revés de derecha parlamentario”, define el periodista asunceno Blas Brítez y agrega que “Lugo ha cometido el peor de los pecados: fue feliz... hasta que el PLRA le retiró oficialmente su apoyo. Como protagonista del hecho histórico de haber sido el primer presidente del Paraguay no colorado en 60 años, confió en sostener un proyecto político de cambio superficial, de mano de la derecha.” La derecha y el cambio nunca van de la mano. Durante estos últimos cuatro años, la sopa paraguaya de la destitución de Lugo y las complicidades políticas ligadas al ancient régime colorado fue cocida día tras día a través de una prensa adepta a la causa conservadora. Un día, por sus buenas relaciones con los países del ALBA; al siguiente, por no reprimir a los campesinos que ocupaban terrenos de latifundistas; otro día, por los escándalos de su paternidad o los problemas con la inseguridad. “Los defensores de la política añeja y hegemónica no creen que el cambio sea posible y traman una campaña sistemática para destruir la credibilidad del gobierno. La cultura política de una sociedad no se transforma en dos o en cinco años”, contaba la ministra de Función Pública Lilian Soto. 

¿Y quiénes enjuiciaron a Lugo? El Parlamento con mayoría opositora, que en los últimos cuatro años casi no trabajó y apenas postergó la aplicación del impuesto a la renta personal y la posible reforma agraria; el que recortó los aportes a las familias más pobres del Paraguay; el que constantemente se regaló beneficios y privilegios. Herencias de la dictadura, el clientelismo, el elitismo disfrazado de populismo, la corrupción extrema, los asesinatos, las desapariciones, el nacionalismo amigo de los consensos de Washington y el neoliberalismo prolatifundista a ultranza. 
Hace ya un siglo, el escritor anarquista Rafael Barrett denunciaba las injusticias sociales, la desesperación y el sufrimiento de los campesinos paraguayos en dos libros fundamentales: El dolor paraguayo y Lo que son los yerbales. Según Osvaldo Bayer, las crónicas de Barrett mostraban las verdaderas imágenes “de lo injusto, de la perfidia del sistema que divide a la criatura humana en los del poder, los sometidos y los que no se someten”. Aquel dolor paraguayo de los campesinos que padecían el esclavismo de los yerbales, “quizás el más profundo de todas las sociedades del mundo”, hoy regresa como fantasmas que se hacen carne en los muertos de Curuguaty y en los miles de desplazados rurales que habitan en los márgenes del océano sojero del Paraguay. “Las disputas territoriales no se reducen a la disputa por la tierra, estos conflictos también se tratan de una lucha por los sistemas de producción. Y puede parecer irrelevante, pero el sentido que construyen los medios de comunicación invisibiliza la diferencia. Los campesinos paraguayos fueron vaciados de su ser agricultor, y ahora no sólo necesitan tierra, sino deben tener derecho a acceder a sistemas de producción, o quizás recuperar sistemas que les sirvan”, denunció esta semana el escritor altoparanaense Damián Cabrera, pocos días antes del golpe parlamentario. La asunción del liberal Franco clausura la discusión sobre la producción y, sobre todo, la propiedad de la tierra en el Paraguay. Como hace 100 años, los campesinos, que en gran número apoyaron a Lugo, deberán seguir esperando la reforma agraria.

Se publicó en Tiempo Argentino (con una errata en Curuguaty) y se lee con un click acá

lunes, 18 de junio de 2012

Sobre el caso Curuguaty y los medios de comunicación


Es la hora encendida, los sentires también se incendian y en medio de la consternación cuesta ver con claridad; nos cuesta prestar atención a los acontecimientos en su detalle, aturdidos por los hechos de violencia, y cuesta mucho más aún esbozar una reflexión, con la indignación agitada por los medios de comunicación, cuando éstos, quizás adrede, reducen el acontecimiento a un hecho de violencia más en la escena de tensiones crecientes. Y es que la mayoría de los medios locales imitan burdamente cierto periodismo –común, por ejemplo, en Argentina- al que le da por detenerse superficialmente en el hecho, juzgando desde los valores de un grupo particular de poder al que representa el medio, sin tomarse el trabajo de hurgar en los fondos, o ignorándolos deliberadamente.

Un espacio abierto a múltiples subjetividades, grupos sociales, naciones –una escena con mapas y territorialidades superpuestas-, como es el caso de los departamentos paraguayos fronterizos con el Brasil, es susceptible de tensiones, porque, en sus intentos por consolidarse en la escena, los anhelos chocan unos con otros, y cuando no es posible encontrar la coincidencia, la tolerancia aparece comprometida. Pero basta mirar la historia, inclusive la más reciente, para comprender que las coexistencias no tienen por qué ser armónicas, no es una regla: Lo diferente existe hostilmente, sobreviviendo su espacio según sus potencias.

En el origen era el “infierno verde”. El bosque atlántico que se consideraba inagotable, fue escenario de explotaciones en los obrajes y yerbales, bajo el yugo de la Industrial Paraguaya, la Matte-Laranjeira, con un sistema esclavista apoyado por el Estado paraguayo; las tierras en cuestión fueron luego heredadas, de manera arbitraria, por personas y empresas cercanas al dictador Alfredo Stroesner, como beneficiarios ilegítimos de una “reforma agraria” que quizás se pueda pensar como los primeros fuegos de los conflictos en Curuguaty, y en otros distritos, que estallaron de manera convulsiva estos días. Pero hay que subrayar que los conflictos por la tenencia de la tierra en la frontera –y en todo el Paraguay- no son recientes, datan de por lo menos cien años.

Silvia Rivera Cusicanqui sugiere que a veces lo acallado puede estallar de modo “catártico e irracional”. ¿Se puede justificar la violencia? Los medios de comunicación hablan de una ola de violencia, pero, ¿violencia contra quiénes? ¿No era de esperar que luego de cien años, en cualquier momento, la indignación estallara de modo “catártico e irracional” en cualquier momento? Esto si pensamos que los campesinos paraguayos –los campesinos pobres- son un sector excluido de la población.

Los medios de comunicación aún tienen el descaro de desautorizar la identidad de la gente. Oscar Acosta, Carlos Báez, Sanie López Garelli, Yolanda Park –por citar algunos de los conductores de telenoticieros más vistos en el país- dicen “supuestos campesinos”, “autodenominados campesinos”; aunque ellos lo repitan ingenuamente, hay que entender que es una estrategia de desacreditación programática. Yo me animo a nombrar del otro lado, del lado de la soja, al “autodenominado sector productivo del Paraguay”, a los “supuestos productores”.

El monocultivo extensivo de la soja, que ya no tenía espacio en el Brasil, se abrió camino por Canindeyú, y a lo largo de toda la frontera. Durante el gobierno de Stroesner se crearon las principales condiciones para este ingreso: La eliminación de la Ley de frontera, la construcción del puente de la Amistad, la construcción de la Ruta Internacional Nº 7, e Itaipú.

Bartomeu Melià hace una etimología de la palabra “colonia”, y la vincula con palabras como cultivo, culto y cultura, “derivadas del verbo colo, que significa “yo trabajo o yo trabajo el campo””. Literalmente, pero también como metáfora de un modo de estar en el mundo, el habitante que trabaja una tierra pasaría a buscar más tierra para cultivarla, es decir, para colonizarla. Melià advierte que la historia ha demostrado que la acción colonizadora ha supuesto la dominación económica y política, y la negación de las otras culturas; explotación, dominación y negación por la pretensión de universalidad de las culturas colonizadoras. El discurso del colono en el Alto Paraná (de cualquier nacionalidad, incluso de los colonos paraguayos) se escuda en la supuesta infalibilidad moral de su deseo de trabajar (“que nos dejen trabajar tranquilos”); los grupos subalternos con los que disputa territorio –campesinos sin tierra, carperos, paraguayos, indígenas- carecerían de ese deseo de trabajar y serían representados, estigmatizados casi, como “haraganes”. Tanto el valor que se le asigna al trabajo, así como los modos de trabajar, de producir, de colonos, paraguayos e indígenas son distintos: esta sería la principal estrategia de desacreditación de sus enemigos. Pero “el verdadero colonizador piensa que él es la cultura, y el camino que él recorrió lo tendrán que recorrer los otros más tarde o más temprano”.

A los haceres se les asignan valores distintos, no sólo desde el punto de vista de la economía de la producción sino desde el punto de vista del sentido; el valor que se le asigna al trabajo tiene que ver con cosmovisiones distintas.
¿Cómo puede la tierra no ser suficiente para modos de hacer “poco productivos” en manos de poca gente y a su vez ser insuficiente para prácticas “altamente productivas” en manos, también, de poca gente? ¿Debe ser la “alta capacidad productividad” el único criterio para tener derecho a ser en la tierra?

En apariencia, para el autodenominado “sector productivo del Paraguay” el bosque retrasa el progreso. Ésta es una representación stronista que ha sido eternizada por el discurso del sector, y el de los medios de comunicación con mayor presencia en el país –algunos de cuyos propietarios están bajo fuertes sospechas de haber sido beneficiarios ilegítimos de la seudo-reforma agraria stronista-.

Hoy se señala los supuestos peligros del bosque como escondrijo de “grupos ideologizados y subversivos”, puestos en clave de insólito, cuando en realidad, en el Paraguay siempre han existido guerrillas, y el territorio fronterizo tiene una historia de más de cien años de disputas territoriales entre campesinos, indígenas y terratenientes de procedencia diversa. Evidentemente, estos procesos son ignorados de forma deliberada. Aquí, la palabra “ideología” tiene un sentido peyorativo, casi auráticamente peligroso.

Las disputas territoriales no se reducen a la disputa por la tierra, estos conflictos también se tratan de una lucha por los sistemas de producción. Y puede parecer irrelevante, pero el sentido que construyen los medios de comunicación y el valor que se le asigna a cierto modo de estar y hacer invisibiliza la diferencia. Los campesinos paraguayos fueron vaciados de su ser agricultor, y ahora no sólo necesitan tierra, sino deben tener derecho a acceder a sistemas de producción, o quizás recuperar sistemas que les sirvan.

En los límites que dibuja la soja transgénica de Monsanto, acopiada por Cargil y ADM, hay que hacer memoria, y por lo menos nos queda la capacidad de indignarnos cuando vemos los conflictos de larga data traducidos a evento para el entretenimiento de los espectadores sobreestimulados por el morbo. He aquí que los medios de comunicación nos subestiman, y hablan de una supuesta ola de violencia en la frontera, que nunca llega, y que nos asfixia en la espera: Los megafónicos mapas del progreso que son la piel o la camisa de fuerza que habitamos.

¿Podemos gritar más fuerte que los medios de comunicación y la ingenuidad de quienes ignoran los cien años de subordinación de los campesinos paraguayos y que solicitan, como reverbero de los medios, la renuncia de Fernando Lugo, como si eso fuese a solucionar la cuestión?

Neutralizar, azuzar y vilipendiar, estigmatizar, neutralizar e invisibilizar. ¿Para qué? ¿Para instalar en el centro de la escena los modos de ser y producir legítimos?: Cultivar la soja es la acción de irrumpir y producir desplazamientos.

¿Cómo no sentir lástima por quienes han fallecido, tanto campesinos como policías? Pero no hay que quedarse en la anécdota. Me pregunto: ¿Qué hacer cuando no se  puede recuperar de manera legal tierras adquiridas de manera ilegítima? Los paraguayos se han sorprendido a sí mismos al manifestarse en el “after office revolucionario”, porque son víctimas de los medios que insisten en representarlos como políticamente apáticos; pero los campesinos e indígenas han hecho caso omiso de esta representación clausurante, y siempre han insistido en ser reconocidos como ciudadanos, manifestándose y reclamando visibilidad.

Claro que estamos dolidos. Pero aunque la violencia me cause repulsión, no puedo evitar con-miserarme, ponerme del lado de la miseria de aquél que ha sido burlado por tanto tiempo y que de pronto se hartó, y ponerme del lado de la tristeza de quienes han perdido a un ser querido que simplemente funcionaba para el Estado, y para otros poderes que él mismo ignoraba.

El cielo es negro-carpa, y dormimos en la intemperie.

Damián Cabrera
16 de junio de 2012