viernes, 28 de agosto de 2020

Marcha marchita

Pocas banderitas y globos. Es lo primero que se nota en la tarde del jueves frente al Congreso Nacional. La convocatoria contra la reforma judicial –que se debate en la Cámara de Senadores- no es masiva. Mucho menos multitudinaria. Marchita la marcha. Es más bien flaca. La engordan a duras penas manifestantes solitarios y grupitos reducidos que, resaltan, llegaron por “motu proprio”. Un tapiz variopinto, zurcido por la ideología de derechas.

Caminando por la cortada avenida se puede apreciar la postal de las últimas misas opositoras: las señoras pitucas, los jóvenes libertarios, el motoquero “nazionalista”, el anticuarentena furioso, el varoncito ultracatólico de pañuelo celeste atado a la muñeca y otros miembros destacados de la familia antiK. Con distancia social obligada por la peste -que no siempre se cumple-, apenas si cubren 50 de los 100 metros que tiene Entre Ríos frente al Parlamento.

“Ya van a llegar más personas, este es horario de trabajo. Yo tengo fe”, dice Carmen, una jubilada muy creyente venida desde la vecina Balvanera. Con nostalgia de la Argentina decimonónica, la señora dispara desde atrás del barbijo casero y la máscara plástica: “Este era un país europeo, hasta que llegaron ellos, los peronistas, y cambiaron la historia. Por eso también vengo a manifestarme.”

Se canta el himno patrio y se repite con tono milico-campero el “¡Viva la patria, viva la patria!”. Las cartulinas escritas a mano y las banderas que cuelgan de las rejas del Congreso patalean contra la reforma, refritan el “que se vayan todos” y piden al mediático liberal –no confundir con libertino- Milei para la presidencia.

En las huestes “libertarias” se destaca una patrulla perdida que luce tapabocas y remeras amarillas con la consigna “Dont (sic) tread on me” (no pases sobre mí) y una brava serpiente cascabel. “Soy libertario. Vine con gente que conocí en las redes”, confiesa Pablo, un kiosquero de 26 años oriundo de Flores. Cuando habla parece “el contra”: “Estamos contra la reforma, contra la cuarentena, contra el avance sobre nuestras libertades individuales, contra este Estado socialista, contra la alianza internacional con China, Venezuela y Cuba”. Luce un gorrito con un slogan trumpista, pero adaptado a estas pampas: Make Argentina Great Again. “Lo uso para provocar a los de izquierda”, se despide.

Hugo es lanusense. Se nota que es instructor de golf. Está canchero con el palo a la hora de darle a la cacerola. Dice que está harto de la monarquía K, del clientelismo matancero y sobre todo de la cuarentena. “Una mentira total lo del virus, yo sé muy bien que no es letal. Es un invento para hacer negocio con la vacuna que tiene litio, aluminio y nos van a controlar con las antenas 5G”, dice el hombre, justo cuando una ambulancia hace sonar las sirenas pidiendo paso a los manifestantes. 

“Gobierno de mierda”. Como una declaración de principios, la señora lleva la frase tatuada en el tapabocas que la protege de la Covid. Agita la celeste y blanca y saluda con la derecha a los pocos autos que hacen sonar sus bocinas sobre Rivadavia: “Con la prensa no hablo, después dicen cualquier cosa. Si tenés que escribir algo, poné esto”. La dama señala con su índice la palabra “mierda”.

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

martes, 25 de agosto de 2020

Conectar desigualdad

 “El gobierno de la Ciudad debe creer que porque somos pobres, los pibes del barrio no tienen derecho a la educación. Acá faltan el wifi y las compu, pero también la luz, que se corta cada dos por tres. Dígame si así van a poder estudiar nuestros hijos en plena cuarentena”. El monólogo es de Karina Calla, vecina del siempre postergado Barrio Padre Mugica. Está junto a un grupo de madres frente al modernísimo Ministerio de Educación porteño, construido en el Polo Educativo María Elena Walsh. El edificio de frígido estilo minimalista le da la espalda a la ex Villa 31. Los funcionarios porteños que lo ocupan, también. “Me cansé de llamar al 0800 para pedir ayuda con la computadora –mastica bronca la señora atrás del barbijo–. Mandé mails, mensajitos y nada. Desde abril, ni bien arrancó la pandemia, llamo y no hay respuesta. Mi hijo, que va a tercer grado, hace meses que no puede hacer la tarea. Mire qué lindo edificio que se hicieron. Pura fachada, como la falsa urbanización.”

Calla es mamá de dos hijos, está terminando el profesorado y se gana el mango como promotora barrial. Vive hace 36 años en el filo profundo del Barrio Güemes, una de las zonas más castigadas por la pandemia. Sufrió en carne propia la falta de agua en abril y mayo, cuando los contagios fueron masivos en la barriada: “Ni para hacer un té teníamos. Peleamos para que trajeran los camiones. Pero fue un desastre, se contagió todo el mundo haciendo las filas frente a las cisternas.” Por la peste y la desidia del Estado porteño, cuenta Karina, murió su tía Fanny Aima: “La aislaron en un hotel, la trataron muy mal. En el hospital no la pudieron salvar. Decían que nos atendían a todos por igual, pero no es así. Sin servicios básicos, sin acceso a la salud ni a la educación, los villeros no existimos. La respuesta del Estado es sálvese quien pueda.”

Según un relevamiento sobre el acceso a la tecnología y a los materiales necesarios para estudiar en barrios vulnerables porteños realizado en junio por el movimiento Barrios de Pie, un 70% de los estudiantes no tiene computadora en la casa y el 82,5% no cuenta con acceso a Internet. Según el propio gobierno de la Ciudad, 3525 estudiantes del nivel secundario y más de 1600 del primario dejaron de tener contacto con sus escuelas desde que se decretó el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio.

La brecha digital y educativa afecta a los pibes y pibas que viven en el Mugica. Hay más de 200 anotados en el Registro Judicial de Estudiantes con Necesidades Informáticas no Satisfechas, creado por el Juzgado en lo Contenciosos Administrativo y Tributario Nº 2, pero “son muchos más y hace cinco meses que lo venimos denunciando. La cuarentena ensanchó la desigualdad en la escuela de una forma atroz. Las familias no tienen ingresos, mucho menos plata para bancar la conectividad. Si antes el delantal blanco igualaba, ahora tiene que ser el acceso a Internet y la computadora”, arriesga Alejandra Gómez, secretaria de Acción Social de UTE Ctera. Dice que, ante la adversidad, los docentes no bajaron los brazos: “Somos los que mantenemos vivo el vínculo entra las familias y la escuela. Hacemos todo el esfuerzo, repartimos los bolsones de comida, que dejan mucho que desear, nosotros ponemos el cuerpo como siempre, no el gobierno porteño.” Según la rectora del Comercial 10, la demolición del programa Conectar Igualdad dejó a la intemperie a los estudiantes de los sectores populares: “Lo desmantelaron, cerraron las capacitaciones, la reparación de los equipos. Ahora, con la pandemia, se ven las consecuencias del vaciamiento y la pérdida de derechos que impulsó Macri.”

Comer o estudiar

Doña Mirtha Rodríguez vive hace 30 años en la zona del Bajo Autopista. Es mamá de tres hijos: Leo, Antonella y Henry, de diez años, que va protegido por un barbijo con el escudo de Boca y le da una mano a su mamá con el changuito de las compras. “La compu de Henry no andaba de antes de la cuarentena, la llevé a arreglar y hace meses que no tengo respuesta. En estos meses mandaron la tarea por WhatsApp. Tuve que cargar 500 pesos en el celular, pero ya no tengo datos ni plata”. Cuenta Mirtha que su marido es carpintero, que estuvo semanas sin trabajar y la cosa no repunta. Con los cuadernillos que le mandaron de la escuela, intenta que sus hijos cumplan la tarea: “Hago lo que puedo. Hay muchas cosas que no entiendo, trato de explicarle, pero no soy maestra. Es como un año perdido para los chicos. El año más difícil de nuestras vidas.”

Nadia Albornoz y su pareja, Pedro Núñez, son de la zona YPF. Tienen dos hijas: una va a cuarto grado y otra a sexto. “No tenemos ni compu, ni tablet, ni trabajo. Llamamos el 0800 y nos fueron pateando. Acá estamos, con cortes de luz, poco agua y sin un mango. Si no fuera por la mano de los vecinos que nos dan mercadería, no comemos.”

Continuidad pedagógica

Walter José Larrea sabe que en las letras de la palabra escuela, está la escuela. Es auxiliar docente del Polo Educativo José Mugica y miembro activo de la Mesa Participativa de Urbanización. También ayuda en algunos de los mil y un comedores y merenderos populares que alimentan a los pibes del Mugica. En estos tiempos de malaria, resalta, emergió como nunca la solidaridad como respuesta colectiva. Cuenta que los docentes hicieron donaciones de celulares, armaron baquitas para cargar crédito e improvisaron un campus online tracción a sangre: el hilito invisible que conecta a los pibes con la escuela se amarra a la suerte del curtido telefonito familiar. Si es que funciona o tiene datos: “Nos esforzamos, pero la continuidad pedagógica está cortada sin wifi, sin computadoras. El celular no es una herramienta para estudiar, sirve para mantener el contacto. Lo que salió a la luz en estos meses es una situación que venía de antes. Se llama desigualdad social.”

No hay continuidad pedagógica sin conectividad. El Comité de Crisis del Barrio no se cansa de pedirla todas las semanas. No hubo respuesta del gobierno porteño, hasta que el último miércoles presentó un protocolo para el funcionamiento del plan “Conectate en la escuela”, que propone la apertura de espacios digitales en los establecimientos primarios y secundarios de gestión estatal: “Ahora dicen que los chicos van a tener que pedir turno para ir a la escuela. Como si fuera un ciber –dice Larrea–. Ni hablemos del riesgo de contagio. Son parches. Poner wifi y entregar 5000 computadoras debe ser un gasto mínimo para la ciudad más rica del país. Pero no lo hacen, como tampoco urbanizaron en serio el barrio en todos los años que llevan gobernando.”

Margarita Quevedo es cocinera del comedor Los Peques. Se acerca al ministerio para reclamar por la educación de sus nietos y de todos los chicos del barrio: “Están jugando con el futuro de los pibes, que es sagrado.” Antes de salir volando para el merendero –los gurises la esperan con las tazas vacías para tomar la leche tibia–,se acuerda de los gobernantes de turno: “Si no protestamos, no hacen nada. Acá se acercan sólo para buscar votos, después desaparecen, como fantasmas.”  «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 16 de agosto de 2020

Cuarentena entre ríos

 Don Miguel Vargas llega al continente montado en el Irupé, su fiel bote con motor fuera de borda. “Me pidieron una mano y la doy. La cosa está brava en la isla por la pandemia. No hay un mango. Nos ayudamos entre los vecinos o nos tapa el agua”, dice el veterano isleño, nacido y criado a la vera del arroyo San Jorge. Don Vargas tiene 64 años. Puede dar cátedra sobre alturas de las crecidas y la lectura de mareas. Tiene las manos curtidas de haber trabajado el mimbre por décadas. Desde hace tiempo, cuenta, los cestos no rinden. Por eso tuvo que sumar las changas de albañilería para ganarse el pan: “Falta el trabajo, señor. En la cuarentena, acá lo único que sobra es el silencio”.

En el puerto de Tigre están prestos los bolsones de mercadería. Son para ayudar a 200 familias del Delta del Paraná que resisten la malaria. Sólo falta embarcarlos en el bote de Vargas y en el Máximo, la lancha-flete-remís de Maxi, otro isleño comprometido con los suyos. Fideos, arroz, aceite, azúcar, lavandina, barbijos y muchos otros insumos salvadores que arrimó el Ministerio de Desarrollo de la Comunidad bonaerense. También coopera la CGT Zona Norte. El ferroviario Ricardo Lovaglio es el secretario general de la regional: “Siempre decimos que el movimiento obrero tiene que ser solidario. La prioridad es llevar el plato de comida a todas las casas de la isla. También pensar en lo que viene, cuando llegue la pospandemia”. Con un grupo de isleños armaron la ONG Vías de Inclusión: “Hoy tenemos que apagar el incendio, pero en el futuro hay que ayudar a los productores y artesanos. Darle aire a ese pulmón productivo que es la isla. Vamos a rompernos el alma para conseguirlo”.

La compañera Verónica Paredes es trabajadora marítima del SOMU. Su militancia la lleva tatuada en el barbijo que la protege del virus. Desde abril tripula el merendero Marineritos, en la primera sección. La morocha se suma al pasamanos de bolsones: “Asistimos a pibes de 50 familias con mate cocido, una botella de leche, galletitas. La mercadería y las donaciones de ropa ayudan, pero no alcanzan. La necesidad es mucha y viene de la falta de laburo”.

Con el Puerto de Frutos cerrado, sin el turismo ni las changas intermitentes, los isleños, hombres y mujeres que ya están acostumbrados a darles pelea al infierno verde y al olvido eterno de los gobernantes de turno, capean unidos, pero desamparados, la tormenta sanitaria, social y económica que ha desatado la peste.

Frente isleño

Pesada, sin prisa pero sin pausa, la lancha avanza a los tirones por el barroso río Luján. Gabriel Agugliaro es uno de los motores que impulsa las recorridas. Es operador de radio y militante de Madres de Plaza de Mayo. Hace ocho años escuchó el llamado de la isla. Vino a pasar un fin de semana y no se fue más: “Me enamoré. Acá lo llaman el mal del sauce. Es bravo”. Con el tiempo, conoció la cara menos visible del río, esa que procura evitar la postal turística: “Te das cuenta cómo el isleño es el eterno olvidado. La vida es dura, muy difícil, pero también muy digna”. Entre los vecinos, agrega, juntan las monedas para bancar el combustible de las dos entregas semanales de insumos. “Los planes sociales acá no llegan a todos y la municipalidad hace poco, tuvimos que dar respuestas desde la isla. Conseguimos la mercadería y le ponemos el cuerpo para acercarla. Con niebla, llueva o haga frío, salimos a repartir. Lo importante es que el agua nos permita llegar a cada muelle. No te olvides de que acá manda la naturaleza”.

El trabajo no registrado y la falta de documentación personal son otros de los males que aquejan a los vecinos del Delta. “Acercar el Renaper es una prioridad que vamos a resolver. Además de potenciar el laburo que realizan los isleños e incentivar la formación de cooperativas”, promete Juan Marino, funcionario de la cartera de Desarrollo bonaerense, que acompaña esta tarde a los muchachos en la deriva fluvial. 

La primera parada es en un oxidado astillero que duerme la siesta eterna sobre el Luján. Su cuidador, Osvaldo Benítez, un migrante paraguayo que llegó a la isla desde Asunción hace dos décadas, comparte la casilla con su mujer y sus cuatro hijos. Agradece la mercadería con palabras sinceras y relata sus penurias: “La plata no alcanza. Mi señora se hace unos pesos extra limpiando en el country, pero como hay menos lanchas colectivo, va y viene en remís, casi 800 pesos en viaje. Como mucho le quedan 200. A veces le dan ganas de llorar”. No tiene agua potable, le falta un colchón, ni al día vive. Su hijo, también Osvaldo, juega en las inferiores de Tigre. Dice que extraña con locura los entrenamientos. Se despide de la lancha haciendo jueguito en el muelle.

Don Abelino navega por un brazo del Luján. En el bote lo acompaña su nietito Tiziano, fanático de River. “La mercadería es para mi hija y los nietos –grita, de un bote a otro–. Ella anda en la lona, es cocinera y se le cortó todo. Yo con un poco de fideo hervido vivo”. Mientras se calza el tapabocas, cuenta con bronca que aportó 48 años a la Naval. Los míseros 18 mil pesos de la jubilación los comparte con la familia: “Nunca viví tanta malaria. Cuando era pibe, trabajaba con herramientas de mano: hacha, sierra, machete. Se ganaban centavos, pero éramos ricos porque esas monedas valían. Ahora hace un año que quiero comprarme un colchón, pero no puedo”.

Navegar es preciso

En un desvencijado muelle municipal sobre el río Sarmiento, Soraya Papalardo sonríe detrás del barbijo, en compañía de sus perros. Es trabajadora de la salud de una clínica de Munro. Desde que comenzó el aislamiento obligatorio, la falta de transporte le impide cumplir con su oficio. Cuenta que antes pasaban diez lanchas por día, ahora sólo dos. El remís a mil pesos para llegar al continente es un lujo impensado. “¿Quién se acuerda de nosotros en plena pandemia?”, se pregunta Soraya. “El 80% no tenemos agua corriente, decime entonces cómo hacemos para cumplir el protocolo”. Su vecina Noelia Vargas aporta que otro drama son los precios de los alimentos: “Si está caro en el continente, imaginate acá. Si no fuera por las ollas populares y la solidaridad, muchos no comemos”.

El bote amarra en el cruce del Esperita y el arroyo Toro, donde se abre un sendero que se bifurca. El que oficia de guía es Pablo Lara, coordinador de la entrega de bolsones. Cuenta que da una mano en la cocina de una escuelita: “La educación es otro tema complicado en cuarentena. La gran mayoría no tiene acceso a Internet. Es crudo, pero muchos pibes no tienen clases”.

Isla adentro, en un recodo aparece la silueta de Marco Juárez. Se gana la vida haciendo poda, jardinería, mantenimiento: “Pero no se ve ni una moneda. Estuvimos laburando por el puchero”. Esta tarde le da una mano a su compadre Leonardo Núñez, un carpintero que perdió su casa devorada por las llamas en marzo pasado: “La estamos reconstruyendo gracias a la solidaridad de mis vecinos. A los políticos les diría que miren un poco al pobre, al isleño. Ellos dicen que nos ayudan, pero acá no llega nada”.

Navegando por el Sarmiento, de regreso al continente, el río es casi un desierto. Don Vargas tiene razón. En plena pandemia, al Delta le falta mucho y lo único que sobra es el silencio.  

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 5 de agosto de 2020

Tecnópolis y algunas formas de resignificar el aislamiento

Aislar. El verbo, con tintes carcelarios, se hizo cuerpo en los protocolos sanitarios desde que comenzó la pandemia por el maldito Covid-19. Aún sin vacuna ni tratamiento efectivo, las personas que se contagian son apartadas de la sociedad, separadas de sus familias. Incluso estigmatizadas. Aislarse es sinónimo de calvario.

¿Es posible resignificar el aislamiento? “Ese fue el primer desafío a la hora de crear este espacio. Repensar la lógica del aislamiento. Humanizar al destinatario y construir un vínculo social”, destaca Laura Braiza, directora del Parque Sanitario Tecnópolis, durante la recorrida por el emblemático predio de Avenida de los Constituyentes y General Paz. Antes de ingresar en una de las naves, la joven concejala de Vicente López se acomoda el barbijo con la imagen de Evita que siempre la protege, y agrega: “En el parque se unen la salud, la contención social y la solidaridad. Son las tres patas de un Estado activo, que cuida. Es muy fuerte tener que aislarte, dejar tu casa, el trabajo, ir a un espacio donde no conocés a nadie. El desafío entonces es enorme, con un dispositivo inédito por la escala y los recursos”.

Con la llegada de la peste al país, el predio de Villa Martelli, consagrado a la tecnología, la ciencia y la cultura, devino  en un espacio dedicado al cuidado de la salud de las personas con síntomas leves y asintomáticas, que pueden ser más de un 60% de los casos, pero que son también los más difíciles de identificar y convencer para que se aíslen.

Cómodo, Tecnópolis es el parque sanitario más grande de la Argentina en la lucha contra la pandemia: dedica 12 de sus 52 hectáreas al dispositivo, una superficie cubierta de 28 mil metros cuadrados. Bajo la tutela de los ministerios de Salud de la Nación y de la Provincia de Buenos Aires, con la gestión de la Cruz Roja Argentina, cobija 2000 camas (350 listas y un promedio de 40 ocupadas) distribuidas en 821 habitaciones. El Ejército y los Cascos Blancos participaron de la puesta a punto y la logística. Cuenta con farmacia y áreas recreativas donde se brindan talleres de manualidades, yoga, mesas de ping pong, videojuegos y aceitados metegoles. La cultura tiene su lugar, con una sala de cine centrada en films nacionales y una biblioteca con 12 mil volúmenes, donados por el Plan Nacional de Lectura, la Biblioteca del Maestro y la del Congreso. Incluye una colección especial dedicada a la siempre vigente Mafalda. ¿Qué diría Libertad sobre el aislamiento?

Antes de ingresar a la zona verde, donde transitan los profesionales y voluntarios del operativo sin las estrictas medidas de bioseguridad que exigen las áreas amarilla y roja, Braiza aporta: “También tenemos 7000 metros de parque, y en días de sol se puede salir a caminar por los sectores permitidos. No venís a estar encerrado en un cuarto de 3x5 los cuatro o cinco días que te tocan pasar en Tecnópolis. La gente llega con temor y muchas dudas, hubo desinformación y también estuvieron las imágenes del predio de Costa Salguero, donde hubo problemas. La respuesta cuando dejan el parque para volver a sus casas es de agradecimiento. Salen por el arco de Tecnópolis. Es su triunfo. Le ganaron al coronavirus”.

Un mimo de la salud pública

Inundaciones, incendios, deslizamientos de tierra. Con décadas de trabajo en la Cruz Roja, Daniel Russo le hizo frente a catástrofes de todo color. “Pero este escenario es distinto –resalta–. No es el agua, no es el fuego. Tuvimos que adaptarnos y capacitarnos”. Ante un enemigo invisible, la información e instrucción son claves para cuidar la salud de las personas contagiadas y de los trabajadores que los cuidan. “El principal desafío es la bioseguridad. La primera misión del rescatista es no convertirse en víctima”, precisa Russo.

En el espacio previo al ingreso a la zona roja, médicos, enfermeros y operadores sociales siguen al pie de la letra el protocolo. Camisolín, antiparras, pantalla facial, guantes, barbijo, overoles, botas: “Yo me siento más seguro acá que cuando vengo en el colectivo”, aclara Federico, voluntario de la Cruz Roja. Fiorella, voluntaria scout, destaca el compañerismo y sueña: "Pasa todo esto y festejamos con un asado”.

Agustina Seihlan es psicóloga. Fue convocada para coordinar el abordaje psicosocial: “La clave es la mirada multidisciplinaria. Establecer un vínculo y acompañar. Que se sientan cuidados. Las personas llegan con la angustia de la enfermedad y también con sus derechos vulnerados después de cuatro años de abandono. Falta de trabajo, de acceso a la salud, malas condiciones habitacionales. Muchas veces la persona aislada es el sostén del hogar. Por eso articulamos también en el territorio y se asiste a familiares”.

Erika y Mariano coordinan a los operadores sociales. Pusieron el cuerpo en las barriadas populares durante el macrismo: “Acá vienen nuestros vecinos. Este espacio es un derecho ganado. Tener una ducha caliente, una cama confortable en este tiempo difícil, después de tanto olvido, es un mimo de la salud pública”.

El doctor Juan Cruz Diez Beltrán está curtido en batallar pandemias. Estuvo en Sierra Leona y Mozambique peleándole al ébola y al VIH. Acaba de dar un taller para los pacientes que dejan el predio: “Es clave sacarles el miedo, necesitan herramientas para volver al barrio informados. Para sacarse el estigma y que cuiden a su comunidad. Así se resignifica la experiencia, porque vuelven con oro en sangre. Pueden donar plasma. Salvar vidas”.  «

"Llegué y se me fueron todos los prejuicios"

Ya lograron salir de la zona roja del aislamiento, cumplieron con los protocolos desinfectantes en la amarilla y, apostados en la zona verde, piden pista para dejar Tecnópolis.

Son tres muchachos los que egresan esta tarde del parque sanitario de Villa Martelli. Vuelven a casa y al afecto de los suyos. Confiesan que una sonrisa radiante se les dibuja abajo del barbijo. Están curados.

Cristian Rodríguez es vecino de San Fernando. Arrancó con algo de fiebre, y después perdió el olfato y también el gusto (disgeusia), algo que les ocurre a seis de cada diez infectados. El hisopado confirmó todos sus temores: positivo de Covid-19. “Estaba con miedo, pero me cuidaron mucho –cuenta–. Cuando me dijeron de venir a Tecnópolis, tenía prejuicios. Sin embargo, desde que llegué se cayeron todos los mitos. Me cuidaron más que mi vieja. Me saco el sombrero y voy a estar agradecido toda la vida”.

Gabriel Farías se enfermó el jueves 16 de julio. Reclama que la obra social miró para otro lado cuando le pidió asistencia: “Me dejaron a pata. Menos mal que la salud pública se acuerda de nosotros. No me alcanzan las palabras para contar lo bien que nos atendieron. También cómo asistieron a mi familia”.

Antes de partir, Arnaldo Andrés deja un mensaje a los trabajadores del predio donde por estos meses la ciencia le deja paso a la salud: “Sé que se exponen, que ponen el cuerpo. Gracias por estar, por cuidarnos. Siempre”. El aplauso final es para los que le ganaron al virus. También para los que la siguen peleando.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá