lunes, 8 de mayo de 2023

Hospital de barcos

 Con el agua al cuello. Así estaba Tandanor poco antes de que la Argentina se fuera a pique en la crisis del 2001. El naufragio en cámara lenta había comenzado durante el menemato. «Hacíamos agua por todos lados: la empresa estaba concursada, no cobrábamos los sueldos, dormíamos en los galpones. Pero los laburantes la sacamos a flote, algo de eso sabemos«, remarca, orgulloso, Marcelo Mazzullia, gerente de la Jefatura de Buques del astillero de la Armada Argentina.

Con más de 20 años en el gremio naval, don Mazzullia capeó junto a sus compañeros mil y una tormentas. Privatización, negocios inmobiliarios non sanctos con el predio portuario, renacimiento durante el primer kirchnerismo, vaciamiento en el macrismo y otra vez a flotar desde 2019.

Grafica el curtido obrero, viejo lobo de mar, en la caminata matutina de cara al Canal Sur del Puerto de Buenos Aires: «Nunca bajamos los brazos, resistimos y hace años que no paramos de crecer. Desde la reestatización, los trabajadores somos dueños del 10% de la empresa. Ya no es estar a flote, navegamos con viento en popa».



Bajo el sol otoñal, su figura queda diminuta frente a las moles flotantes que duermen la siesta seca sobre las plataformas. Titánicos petroleros, buques de carga y pesqueros escapados de algún sueño de Melville. Frente a los barcos, la escala humana se evapora para medirse con los océanos y los cetáceos. Navíos de 200 metros de largo y más de 30 de altura.

«Acá se te va el ego, somos hormiguitas reparando estos bichos, que a la vez son boyitas en la inmensidad del mar», dibuja con palabras Mazzullia. Dice que trabaja en un hospital de barcos: «Les curamos las heridas, son tratamientos para ponerlos a punto. Es una responsabilidad enorme. La botadura es el cierre de la historia, vuelven al agua sanos».


Más de 100 embarcaciones pasan todos los años por los talleres. El obrero recuerda el petrolero Illia de más de una cuadra de eslora, el granelero Vega Tauro que había encallado en el Estrecho de Magallanes y precisó 120 mil kilos de chapa para sellar su panza; el rompehielos Irizar, resucitado con 100% mano de obra nacional: «Con todos aprendí algo. Por eso, cuando los veo irse, los extraño».

Anfibia

Con 143 años de historia, Tandanor –Talleres Navales Dársena Norte, donde estaba emplazado en sus orígenes– pasó épocas muy buenas, regulares, malas y también muy malas. Las memorias del astillero y taller de reparaciones pueden ser leídas como una alegoría de la historia de nuestra patria en espiral: glorias, crisis, desinversión, tragedias, y otra vez volver a remar. Batallas (navales) argentinas.

La empresa Talleres Navales de la Marina, fundada en 1879 durante la presidencia de Nicolás Avellaneda para el mantenimiento de los buques de la Armada, es el tercer taller naval más importante del mundo. En 1922 fue renombrada Arsenal Naval Buenos Aires y en 1971 se constituyó como sociedad anónima con participación mayoritaria del Estado.


En los ’40 tenía más de 6000 operarios y en 1950 impulsó la carrera de Ingeniería Naval en la UBA. Durante décadas atendió sin respiro las necesidades de la marina mercante nacional. En 1992, pleno reinado del neoliberalismo, pasó al grupo privado Inversora Dársena Norte (Indarsa). En 1999 llegó la quiebra fraudulenta y la resistencia de los trabajadores. Néstor Kirchner declaró de nulidad absoluta la privatización. En 2007 decretó la reestatización.

Durante la primera presidencia de Cristina se produjo la incorporación de Tandanor, junto a su vecino Astillero Almirante Storni, al complejo Industrial Naval Argentino. El gobierno cambiemita intentó bajarle la persiana y no ahorró en palazos contra los trabajadores.


Desde 2020 vive un proceso de crecimiento (a pesar de la pandemia): tiene 500 laburantes que terminaron un buque hidrográfico Swath, construyen remolcadores y una embarcación polar. Como novedad, la empresa que depende del Ministerio de Defensa sumó proyectos para tierra firme: puentes modulares, mobiliario urbano y bases para la Patagonia y la Antártida. Una industria anfibia.

Sinfonía metálica

En los galpones del Storni trabaja José Luis Oca, un joven ingeniero naval formado en casa. Los techos son altísimos, besan el cielo. «Hacer un barco es como construir un edificio flotante. Chapa, madera, electricidad. Escuche ese ruido de soldadoras, de golpes de martillo, es una sinfonía«, entona Oca con metal pesado de fondo.

El Storni atesora el ARA Santa Fe, un submarino TR1700 Made in Argentina que empezó a construirse en los ’80 y quedó frenado. El taller asistió también a dos embarcaciones fabricadas en Alemania: el Santa Cruz y el San Juan, la nave que se hundió trágicamente en 2016 con 44 tripulantes héroes.

Hoy Tandanor estudia proyectos para construir submarinos. «Es un desafío supremo, porque hay que aprovechar espacios y tiempos, debe flotar y resistir la presión del mar, ser sigiloso. Es la F1 de los barcos«, detalla el ingeniero.

Observa un rato el esqueleto de la Goleta del Bicentenario, un proyecto de buque escuela, y los puentes modulares listos para ser emplazados sobre las vías del ferrocarril Sarmiento: «Durante el macrismo se frenó todo, años de tristeza e incertidumbre. Ahora hay ruido, vida, es la casa de 500 trabajadores».

La palabra atarazana es sinónimo de astillero. De origen árabe (ad-dar as-sina’a), significa «la casa de la fabricación». Frente al Margot, un pesquero que entró a boxes hace pocos días, Gustavo Castor Flores mueve andamios con la grúa sampi: «23 años en Tandanor, una vida. En verano nos cocinamos y en invierno somos cubitos, pero amo este oficio. Cuando me tocan vacaciones, a la semana quiero volver a trabajar con mis compañeros».

Gustavo es el artista encargado de lavarle la cara a los barcos. Pintó obras monumentales, como el Irizar: «me enseñó mi tío, que me hizo entrar en 1996. Acá somos compañeros, y sobre todo familia». El ingeniero Raúl Mario Ramis tiene ojos color océano y el pecho inflado de orgullo por la reparación del Irizar«la más grande de los últimos 30 años de la historia naval. Aunque muchos digan que las empresas del Estado no sirvan, se hizo acá, en Argentina».

A Claudio Rocha le toca una tarea pesada. Con 22 compañeros pilotea el Synchrolift, un ascensor capaz de hacer levitar buques de 15 mil toneladas: «Pesaditos, pero no hubo gigante que nos venciera». Compartió oficio naval con su viejo y lleva cuatro décadas en la empresa. Antes de volver al trabajo pesado, mira el puerto. Revela que nunca navegó. ¿Será preciso navegar? «Sería lindo algún día. Mi trabajo termina cuando bajamos el barco al agua y parten a altamar. Eso me hace feliz».

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

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