lunes, 14 de septiembre de 2020

Sin patrón, la autogestión se hace carne

 En la mañana gélida del sur del Conurbano se reparten facturas y chocolatada bien calentita, en el playón del frigorífico. Los muchachos de la noria están ataviados de estricta etiqueta blanca y cubrebocas al tono. Llevan a mano, todavía enfundados, sus fieles y siempre afilados cuchillos. Antes de comenzar la faena en las cámaras, conversan mansos y tranquilos, con la obligada distancia social que impuso la maldita pandemia. Se los ve contentos a los laburantes del Subpga, la impronunciable sigla de Subproductos Ganaderos Argentinos. No es para menos. La cooperativa nacida en el arrabal obrero de Berazategui acaba de recibir del Ministerio de Desarrollo Social un financiamiento de 8 millones de pesos para poner operativas dos nuevas torres de enfriamiento. “Es un golazo, compañero, sin esas torres seríamos como una heladera sin frío, casi un ropero. Son esenciales. Imagínese lo contentos que estamos”, explica Luis Maidana, presidente de la empresa recuperada por los trabajadores en el lejano 2006, cuando fueron víctimas del vaciamiento empresario.

El Subpga es un frigorífico histórico con más de 70 años sobre el lomo. “En 2005 les habían otorgado a los dueños la mayor cuota Hilton del país, pero los sinvergüenzas primero dejaron de pagar los aguinaldos, después las vacaciones, y más tarde ni siquiera los salarios. Una mañana llegamos y se habían rajado”, recuerda Maidana de los tiempos en que los trabajadores eran carne de cañón de la patronal. Vaciamiento, acampe, toma, desalojo, fondo de lucha, rifas, cortes de ruta, vaquitas en el barrio, colectas en los semáforos del Camino General Belgrano. Durante mucho tiempo los laburantes la pasaron brava, hasta que lograron reabrir el frigorífico. A puro esfuerzo colectivo, armaron una cooperativa.

Atravesaron épocas buenas, malas y hasta muy malas. Pero siempre salieron a flote. “En 2011 tuvimos una renovación. Entonces éramos cien personas, ahora casi 500 familias se ganan el pan acá. Piense que arrancamos desde menos veinte, nadie nos quería poner una vaca. Acá todos ponemos el lomo en varias tareas. Somos industriales, abogados, contadores y, por supuesto, trabajadores del cuchillo. Esta es nuestra empresa y la cuidamos”, dice Maidana, que comenzó en el gremio a los 16 juntando grasa. Maneja el acero con destreza y sabe mares sobre los subproductos como las achuras y los cueros. Actualmente, Subpga produce para el mercado interno y además exporta a Brasil y al continente africano.

“Muchos dicen que empresario viene de la palabra emprendedor, bueno, acá los trabajadores somos emprendedores”, sostiene el presidente, filoso.

Carne propia

Bañadores, guincheros, rajadores de pecho, sierristas: son las especialidades alineadas a lo largo de la noria que convierten la res en carne de gancho. Oficios que suelen heredarse. “Lo llevo en la sangre, mi viejo era del gremio y yo de pibe venía a traerle el morfi”, recuerda Rubén Ángel Sosa, que está en la empresa desde 1979. El memorioso obrero de 64 años da una clase de historia: “Acá trabajaban 3500 personas. La carne nuestra era marca registrada en Sudamérica y en Europa. En el ’87 nos llevamos la medalla de oro. Después vino el vaciamiento, y por el trabajo de todos los compañeros, ahora es nuestra empresa.”

La primera faena en la etapa cooperativa, dice don Sosa, “fue uno de los momentos más felices de mi vida, teníamos unas ganas bárbaras de pelar vacas.” Después saca pecho y dice orgulloso que Subpga es de los mejores frigoríficos de la zona sur: “Le ganamos a los tarifazos, a las 46 inspecciones que nos mandó Macri y andamos mejor que antes. Hasta pusimos médicos y dentistas para atender a los compañeros. Piense que cuando había patrón, no teníamos ni para una aspirina.” ¿La receta del éxito? Don Sosa no titubea: “Apostar al laburo colectivo, al futuro. A los pibes nuevos siempre les digo lo mismo. Que no piensen en el hoy, en el manguito de la semana, que a veces es poco, pero siempre sirve. Si le metemos todos para el mismo lado, el mañana siempre va a ser mejor.”

Vapores, ruido mecánico, hormigueo de trabajadores y las reses que se deslizan desnudas hacia las cámaras. Chinchulines, tripas, sangre. El frigorífico devora todo en una pantagruélica digestión. Nada se pierde. Todo se aprovecha. Ariel Sánchez hace mover los ganchos. Entrar al frigorífico, hace dos años, le cambió la vida: “Estaba en la mala, y los compañeros me dieron una mano. Ahora puedo darle un plato de comida a mi familia”. Muy cerca laburan Cristian y Pablo, expertos afiladores: “El cuchillo es como la extensión de la mano, es un trabajo delicado, no se pueden dañar las mollejas, por ejemplo. Somos como cirujanos”, arriesgan los muchachos.

En la sala de máquinas aparece Walter Espíndola, el hombre orquesta que garantiza el frío: “La principal diferencia con la etapa patronal se la resumo en dos palabras: somos dueños”. Hace un tornillo siberiano en las cámaras que cobijan las menudencias para exportación. La térmica está por el piso, 20 grados bajo cero. Pablo Almada es el especialista en estos terrenos congelados: “La cooperativa es como una cadena, compañero, cada laburante es un eslabón. De cada anillo vive una familia, ese es el compromiso que renovamos todos los días.”

Treinta años en la noria del Subpga atesora Miguel Barraza. Su experiencia la resume con palabras directas, rápidas y precisas, como aconseja laburar a sus pupilos con el cuchillo: “Hay que dar todo por el trabajo. Acá está mi vida entera.”

Antes de dejar las cámaras, los muchachos del frigorífico hacen una promesa para cuando la peste sea sólo un mal recuerdo: “Flor de asadazo vamos a compartir”, se despide Barraza. La carne, de primera obviamente, la pone la cooperativa.

Una crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá


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