miércoles, 3 de junio de 2020

Una oración para la Villa 31


Los cielos del Barrio Padre Mugica están tramados por una nervadura de cables. Abajo, la tierra non sancta de los pasillos es regada por los pibes de la cooperativa de limpieza con mucho cloro. Agua bendita que desinfecta. Aleja la peste. Líbranos del Covid.
Para llegar hasta la Parroquia Cristo Obrero no hay que atravesar ningún desierto. Sí la canchita de fútbol desolada. Antes está el altar desteñido del colorado Gauchito Gil. También el puente egoísta de un solo carril.
Media mañana del lunes 11 de mayo. Se cumplen 46 años del asesinato del padre Carlos Mugica. La iglesia luce un vacío ejemplar. El cura Guillermo Torre prende velitas, pispea un retrato del Papa Francisco, confiesa: “En un día normal esto está repleto, pero con el virus dando vueltas no se puede. Esta tarde doy misa por internet.” El templo cobija los restos del santo patrono. También un pedacito del pantalón ensangrentado que usaba el día que fue acribillado por la Triple A. Una pared tatuada reza: “Señor, sueño con morir por ellos: ayúdame a vivir para ellos.” Es palabra de Mugica.
A mediados de abril, Silvana Olivera dejó de tener agua en su casa. Vive en un tercer piso, con sus tres hijos. Al tercer día de sequía tomó coraje, agarró unos baldes y cruzó todo el barrio hasta donde estaban los camiones cisterna. Las filas eran larguísimas. “Eso fue cuando se conoció el primer caso.” Cuatro semanas después, son más de 800: “Creo en las organizaciones sociales, en los lazos solidarios de los vecinos, en la militancia de base. Del gobierno de la Ciudad, olvidate.”
El guiso nuestro de cada día lo prepara Alicia García en el comedor Arca de Noé, uno de los 68 activos en la barriada. La olla está repleta de fideos, zapallito, batata, zapallo grande, cebollita y carne: “De antes de la cuarentena extraño la charla con los vecinos. Ahora es cargar el tupper a distancia. No puedo ni darles un abrazo. Es que acá somos familia, ¿me comprende?”
No es santa ni se llama María. Karen Ferreyra Vela es trabajadora sexual trans. Dice que lleva dos días sin comer. Casi dos meses sin laburar: “En el comedor hay lista de espera, primero les dan a las familias con hijos.” Suena en el pasillo un organito y el coro celestial cumbiero de Los Dinos: “Hasta el amanecer, haremos, haremos el amor.” Karen tira un beso al aire, susurra: “¿No tenés un sanguchito?” 
Una choripaneada. Esa fue la última cena que compartió el cartonero Adrián Alem con sus viejos, antes de que se decretara el aislamiento. Está en pareja con Janina. Tienen tres hijos: Kevin, Luna y Axel. Viven en una casilla en el filo más profundo del barrio. Sin luz, sin agua, sin derechos: “A veces miro las torres de Retiro y pienso que esa gente mira para acá y dice ‘ese es otro mundo’. Yo miro para allá y pienso lo mismo, ese es otro mundo.”
Lorenza Martínez dice que ya no cree en milagros. Por eso resiste el desalojo en plena cuarentena. “Parece que no existo para el gobierno, pero acá estoy, casa 215, manzana 12.” La costurera de raíces paraguayas mastica bronca atrás del barbijo casero. Ni Dios, ni la virgencita de Caacupé, ni el Estado le han dado una mano: “No, señor, no le tengo miedo al virus. Cuando vinieron los del gobierno les dije que en una de esas, puede ser el virus el que me lleve. Pero de acá no me voy. Esta es mi casa. Así estoy luchando.”
En el nombre de Ramona Medina, Víctor Giracoy y todos los vecinos de la 31. Amén.

Crónica publicada en la Rolling Stone, por acá el portfolio.  


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