jueves, 12 de septiembre de 2019

Henry Miller y el Gran Sur

Jack London no exageraba. Cuando se corre el telón de la neblina que tapa el bravo Pacífico, se produce el encuentro más feliz de la tierra con el mar. La camioneta es una serpiente emplumada que avanza a los tirones por la Pacific Coast Highway, desde San Luis Obispo hasta Big Sur. La eterna “tierra del oro”, en la parte más dorada de California.
A la derecha de la banquina, la pared de las montañas de Santa Lucía escala hasta el cielo. A la izquierda, el océano se pierde hasta el infinito y más allá. Ojo las curvas cerradas de la delgada Ruta 1, mejor pisar el freno a tiempo para no terminar estrolado en los acantilados. A fondo el acelerador en las pocas rectas mientras la frase flota en la mente como un mantra: “¡Go West!”
Atrás quedaron el muelle de Santa Mónica, los skaters de Venice Beach y las rubias taradas de Malibú. Más atrás las autopistas angelinas siempre abarrotadas y los bulevares estrellados de Hollywood. Hace un par de noches, Sergio, migrante mexicano llegado a LA para hacer realidad su sueño americano, me contó de sus penas, mientras vendía puchos en el baño de un bar del Koreatown: “Saco mis dólares, pero en la ciudad de Los Ángeles, no hay nadie que me cuide.” Sergio extraña a sus cuates de Durango. Sin ángel de la guarda, se siente solo, de noche y de día.  Como muchos de sus paisanos, casi el 15% de la población del país gobernado por Donald Trump, que viven con terror el avance de los muros y las redadas que impulsa el 45º presidente norteamericano. “Ya le dije, my friend –se despidió Sergio- en Estados Unidos, estamos jodidos.”  Chingados.
Libros del bosque
De repente, la ruta es abrazada por tupidos pinos kilométricos y esa es la primera señal de que pisamos las tierras santas de Big Sur. Paraíso naturista, meca verde para los peregrinos de la vuelta a la naturaleza y catedral a cielo abierto del ecologismo. También resort exclusivo para muchos millonarios que ya no saben dónde invertir sus morlacos.
A primera vista, el Gran Sur no es tan grande: algunas casitas al costado de la ruta, un par de restaurantes con vista a las playas desiertas y una oficina postal. ¿Se necesita mucho más para ser feliz? Quizá una buena biblioteca. Big Sur la tiene.

No muy lejos de la cabaña donde pasó casi dos décadas de su larga vida, la Henry Miller Memorial Library rinde culto a la pluma ardiente del autor de Trópico de Cáncer, santo patrono de la pródiga comunidad literaria que supo habitar estos bosques. Desde London hasta Steinbeck, sin olvidar a Ferlinghetti. También Jack Kerouac narró sus aventuras en estos pagos junto a Neal Cassady y la pandilla beat. Hasta el desaforado Hunter S. Thompson se mató el hambre cazando y pescando en estos parajes, mientras componía su olvidable novela Días de ron.

Si Thoreau tuvo su Walden, Henry Miller tuvo su Big Sur. Su vida -bastante asceta y siempre libertina- en la costa californiana fue muy productiva en términos estrictamente literarios. Le dio duro y parejo a la máquina de escribir. Parió Una pesadilla con aire acondicionadoBig Sur y las naranjas de El Bosco y la gorda trilogía La crucifixión rosada (SexusPlexus y Nexus). Cuentan que el repiqueteo metálico de las teclas podía escucharse desde la ruta.

Miller había llegado a California en los años cuarenta, luego de su largo exilio voluntario en París y en las islas griegas del mar Egeo. Vivió en el pueblo hasta mediados de los ’60, aunque en realidad nunca dejó el bosque: el viento desperdigó sus cenizas en Big Sur cuando murió en 1980.
Un sueco y dos gatos
“Donde nada sucede”, advierte un cartel en la puerta de la biblioteca. La cabaña donde se atesoran manuscritos inéditos, miles de fotos y varias esculturas funciona como un desfachatado espacio de difusión, estudio y promoción de la obra milleriana. El predio fue donado por el fallecido artista plástico austríaco Emil White, amigo de fierro del escritor.
Magnus es uno de los motores de la casa. Llegó a Big Sur haciendo dedo alla beatnik desde su natal Suecia en la década del ’70 y no se fue más. Esta mañana corta el pasto con una vieja máquina tracción a sangre. Lo custodian atentamente Jack Kerouac y Alice in Wonderland, los dos gatos del establecimiento, mientras corretean entre las esculturas que forjaron Miller y White a cuatro manos.

Más allá de sus dotes como jardinero, Magnus está al frente de la librería. Puede dar cátedra sobre la vida y obra del autor de Leer en el retrete. El escandinavo cuenta que el espacio vive al día. Se financia con el aporte de algunas organizaciones, y sobre todo con la mano solidaria que dan los vecinos y muchos fans que dejan algunos billetes verdes. El libro de visitas cobija firmas ilustres: Patti Smith, Neil Young, los Chili Peppers y hasta Lou Reed. Muchos tocaron en el pequeño escenario enclavado a pasitos de la cabaña.
Antes de dejar el bosque para volver a rodar en el camino, le dejo a Magnus un presente para la biblioteca: un ejemplar de Tiempo Argentino que tiene a las Madres de Plaza de Mayo en la tapa. Me cuenta que sabe de su lucha contra la dictadura y también conoce la historia de Dagmar Hagelin, una piba sueca de 17 años que fue chupada por un grupo de tareas de la Armada.
Digo adiós y al pie de la chata saco algunas fotos de la fachada del memorial. En la verja de acceso hay tatuada una frase del viejo Henry: “Fue aquí, en Big Sur, donde aprendí a decir Amén.” Y no hace falta decir una palabra más.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

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