lunes, 4 de marzo de 2019

Un Illimani en Flores

Será cuestión de fe. “Si puede mover montañas, cómo no me va a ayudar a bailar cuatro horas seguidas”, arriesga Omar Mercado, devoto. Desde el centro de la pista tira unas pataditas al aire junto a otros danzarines, mientras todos hacen sonar los cascabeles que llevan zurcidos en sus pesadas botas. La inmaculada figura de la virgen del Socavón de Oruro no los deja solos, ni de noche ni de día. Es el faro que alumbra el ensayo de la fraternidad: “Algunos bailan para aparentar, otros simplemente para divertirse. Pero los caporales lo hacemos por devoción a la mamita de la mina”. Mercado no tiene dudas: la danza también puede ser una experiencia religiosa.
El joven chuquisaqueño es uno de los padres fundadores del Bloque Sambos Caporales Buenos Aires, filial local de la casa matriz orureña, una de las fraternidades de bailarines más populares de Bolivia. La génesis del proyecto se dio hace seis años. La nostalgia por el pago y la pasión por el rico folklore altiplánico reunió a una docena de entusiastas migrantes. La virgen fue el motor. Las ganas de difundir su cultura, el combustible. “Había grupos que se identificaban con la virgen de Copacabana–cuenta–, otros con la de Urkupiña… pero nosotros elegimos a la patrona de los mineros”. Con la merced de la virgencita que reina en las entrañas de los trepanados cerros y se enfrenta al Tío, endiablada deidad de las profundidades, se especializaron en la danza caporal y comenzaron a ensayar a mitad de 2014. En pocos años sumaron medio centenar de voluntades al proyecto: migrantes bolivianos, peruanos, salteños, jujeños y también algunos porteños que disfrutan moviendo el esqueleto al ritmo de bombos, platillos y trompetas.
Mercado es un eximio bailarín y estudiante atento del folklore latinoamericano. Puede dar clases magistrales sobre los secretos de las danzas bolivianas: “No sabe, hay muchísimas. Han sido una de las estrategias de los originarios para mantener vivos sus rituales. Los festejos son espacios donde triunfa la cultura popular, evitando la censura de las élites”.
El caporal es una danza relativamente joven, que lleva en su ADN parte de esa historia, hibridada con la cultura urbana. Nació en los años 70 por iniciativa de los hermanos Estrada Pacheco, dos músicos del bohemio barrio de Chijini, en La Paz: “En poco tiempo se hizo masiva y hoy en día dice presente en todas las fiestas, incluso ha traspasado las fronteras y es moda en Chile, Perú y el norte argentino”, explica Mercado, mientras coordina las piruetas de sus compañeros. El ritmo toma influencias de la cultura afroboliviana, con la saya y el tundiqui como referencias ineludibles: “La figura del caporal está inspirada en el capataz. Satiriza al traidor, que maltrataba a los esclavos con el chicote y vestía elegantes ropas que le daba el patrón”. El baile cobija, en términos borgeanos, el tema del traidor y del héroe.
En la sala de ensayo se escucha una vez más el ensordecedor repiqueteo de los cascabeles. Traen al presente las cadenas que padecieron aquellos anónimos esclavos. “De alguna manera –cierra Mercado– bailamos para recordar el sufrimiento de aquellos hombres y mujeres”. Los caporales danzan cuerpo a cuerpo con la historia silenciada. Un baile con buena memoria.
Amor de carnaval
Sombrero borsalino, largas trenzas, chaqueta rosa Dior adornada con lentejuelas, minifalda al tono y taquitos haciendo juego. Vanesa, Ximena, Marytza y Shirley hacen gala de su elegancia chola, poco antes de incorporarse al ensayo. “Los trajes se mandan a hacer a La Paz –explica Marytza–, pueden costar hasta 400 dólares”. Lejos de París y Milán, la alta costura boliviana domina el rubro. Año a año, cuentan las damas, cambian los diseños. La fiesta del Señor de Gran Poder y el Carnaval de Oruro son las pasarelas a cielo abierto que anticipan las tendencias de la temporada. En la tendencia de este año predominan las tonalidades pastel y se dieron los regresos triunfales del encaje y las transparencias en las mangas. “Los sastres paceños son muy profesionales, pero en época de fiestas se les pueden escapar detalles –resalta Marytza–. Por ahí llega el vestido a último momento y descubrís que te queda enorme. Me ha pasado de estar costurando toda la noche en vela, y terminar antes de salir a bailar”.
Ximena todavía recuerda la primera vez que vio a unas muchachas bailando caporal. Quedó fascinada: “Yo tenía seis años y mis papás nos llevaron a pasar los carnavales a Tupiza, donde tenemos familia. Ahí predominan otros bailes, como la tonada chicheña. Pero había un grupo chiquito de caporales, que bailaban re tarde. No sé si eran las mejores, pero les admiré la actitud”. Cuando baila, confiesa, a veces se le viene a la mente la imagen de aquellas estoicas damas tupizeñas.
Carnavaleando en Villazón, la ciudad que limita con La Quiaca, Vanesa se enamoró del caporal… mejor dicho, de un caporal. “Ahí lo tiene, mire qué guapo y lo bien que baila. Cómo no me iba a conquistar”, dice, al tiempo que señala a su marido César. Tienen un hijo, son comerciantes, viven felices en Ciudad Evita y se confiesan, obviamente, evistas de la primera hora. “Le debo demasiado al caporal –se despide Vanesa–. Trato de devolverlo bailando”.
Lejana tierra mía
Con tres décadas a cuesta en la mochila de la vida, Emanuel Calisaya dice que empezó a bailar tarde el caporal. Pero en el fondo, sabe bien que nunca es demasiado tarde. “Sentía un vacío enorme por mi patria. Se extraña la comida, las costumbres, la familia, y acá lo llené. Esta es mi casa. Un pedacito de los Andes en Buenos Aires”, confiesa el morocho.
Dice también que con los años y el filoso entrenamiento, dejó en el pasado su historial de patadura. ¿La clave? Dejarse llevar. Igual se pone el chip profesional y detalla algunos consejos para los novatos: “Siempre hay que estar atento a los rebotes, marcar los hombros, mirar al frente, el cruce de las piernas es básico. Hacer de morenos, amigo”. Lo que importa es la actitud.
Cuando se calza el traje, Emanuel se transforma en un superhéroe. Lo lleva personalizado con una furiosa serpiente en la espalda, piedras fantasía por doquier y una bandera argenta cruzada con la boliviana. Más chiquito, también un parche con la mamita de Oruro.
Antes de seguir con su faena bailable, saca chapa de su corazoncito tricolor. Aunque es más paceño que el chuño, con nostálgico tono tanguero reflexiona: “Sabe, nosotros hicimos nuestra vida de nuevo acá. Estoy muy agradecido a la Argentina, pero a veces siento que a los gauchos les gusta ver más la cultura italiana, rusa… y al boliviano se lo deja un poquito de lado. Cuando bailo, se me vienen a la mente nuestros padres, que llegaron con una mano atrás y otra adelante. Se mataron trabajando en costura y verdura. Ahora sus hijos estudian, tienen títulos universitarios. Pero nunca olvidan su historia, su cultura. Por eso bailo”.
Lo primero es la familia
Hace cuatro años, los Sambos porteños tocaron el cielo con las manos. Ese verano debutaron en el Carnaval de Oruro, la meca del ritmo. “En Buenos Aires tenemos tres grandes festejos: las entradas de Luján, Avenida de Mayo y la del barrio Charrúa, en el Bajo Flores. Pero Oruro es otro planeta. Es como jugar en La Bombonera”, resalta Erik, el “Julio Bocca” de la fraternidad. “Nos ha ido muy bien –reconoce–, la gente delira cuando hacemos la pasada. Se sorprenden cuando gritamos que somos de Buenos Aires. Pese a ser bolivianos, para ellos somos los gauchitos. Y acá somos los bolitas”.
De su experiencia orureña, Erik no pudo olvidar el aliento ensordecedor de las tribunas, durante las cinco horas del recorrido. “Se baila hasta casi desfallecer –asegura–. Cuando se llega a la iglesia donde espera la virgen, es como entrar en el paraíso”.
Casi al cierre del ensayo, los pesos pesados de la fraternidad muestran toda su destreza. Los apodan los “Sambosos”, por sus generosas barrigas. Los comanda Luis Fernando, un pediatra orureño con muy buen pie. “Los chicos son el pulmón; las chicas, la belleza; y nosotros, la sabiduría”, saca chapa el hombre. Cuando era pibe y pesaba 60 kilos, llegó a bailar 13 kilómetros en un día. Dice que ahora está medio achanchado, pero todas las presentaciones las termina con la frente en alto. “Le cuento que de Bolivia no extraño ni el clima, ni la comida… La familia es mi patria. Bailamos todos juntos acá”.
Domingo de Flores
Ni el diluvio mañanero, ni el infierno húmedo de la tarde, mucho menos el ch’aki fulero del domingo. Nada detiene a los paisanos. Aunque lleguen un poquito demorados, con la lengua afuera, todos quieren estar presentes para el Segundo Encuentro Mundial de Caporales Cien por Ciento Boliviano. “Arrancaba a las 14, pero las fraternidades vienen como en cámara lenta. Hora boliviana, caballero”, se presenta cordial Miguel Sandalio, comunicador y locutor de fina garganta. Integra la Organización Boliviana de Defensa y Difusión del Folklore (Obdefo), la institución encargada de coordinar y darle forma al evento bailable. Un encuentro que invita a mover la patita, mejor dicho los cascabeles, pero que sobre todo intenta plantar la bandera tricolor en la soberanía del caporal.
Suena raro, porque bailar no tiene fronteras. “Totalmente de acuerdo, pero queremos informar sobre la raíz de esta danza, muchos países se la apropian, y desinforman”, asegura el defensor, a capa y espada, de la identificación boliviana del pasito.
El evento es global. En 72 ciudades del planeta, miles de bailarines le sacan brillo al asfalto con sus botas. De Japón a España, sin olvidar Perú, Estados Unidos y, por supuesto, la Argentina. En Buenos Aires participan seis fraternidades, tres bandas y decenas de paisanos. “La ciudad donde habitan más bolivianos en el mundo no puede quedarse afuera de esta fiesta”, asegura Sandalio, migrante paceño que llegó a estos pagos hace casi dos décadas.
En sus 37 años de vida, Sandalio sólo una vez se puso las botas cascabeladas. Prefiere bailar con las palabras, asegura el conductor del programa de radio Añorando mi Bolivia. ¿Y qué añora? “El chairito, el choclo, nosotros somos muy querenciosos de nuestros manjares”, dice con voz melosa.
 Su debut y despedida en el gremio caporal se dio en la fastuosa entrada del Gran Poder, hace ya más de una década. No, nada de promesas. Bailó como invitado de una fraternidad de Viacha: “Ahí se vive la tradición, señor. El barrio de Chijini es el Olimpo, lugar de dioses del ritmo”. Recuerda que aquel día bajó por las empinadas calles paceñas como en éxtasis místico. Al estadio Hernando Siles llegó con la lengua afuera. “La alegría y el corazón de la gente te ayudan a terminar. Y no, no le metí a la cerveza Paceña ese día. No quería perder el paso y descoordinar. Yaaaaaaaaaa”.
La elección de la escenografía porteña para el encuentro mundial de caporales no es azarosa. El barrio de Flores es punto de reunión, recreación y sobre todo de trabajo para los paisanos radicados en estos pagos. Costureros, vendedores, diseñadores y compradores inundan los mil y un locales de lunes a sábado. Esta tarde de domingo, la avenida Avellaneda luce una tranquilidad monacal. Obvio, hasta que las bandas hacen estallar los primeros platillos.
Vladimir es diseñador de indumentaria. Por las prendas que lleva puestas, se le nota el buen gusto. Saco blanco y violeta impoluto, pantalón haciendo juego y las lustrosas botas prestas para salir al ruedo. Es paceño, radicado en Argentina desde el lejano 1989. Juega de local. Tiene un comercio de venta de ropa aquicito, a poco más de dos cuadras. “Es fuerte que este festejo se haga en Flores. No olvide que acá nos ganamos el pan, cumpliendo con la ley. Pero este día no quiero olvidarme de mis paisanos que son explotados en los talleres clandestinos. Ellos también tienen que tener el derecho a bailar”, puntualiza el joven. Caporal memorioso. Trae al presente las desdichas de sus hermanos. Como los que murieron hace 13 años en el incendio del taller de la calle Luis Viale cuando el fuego iluminó cómo son explotados los migrantes por textileros argentinos.
Antes de despedirse –en pocos minutos comienza el acto oficial–, el fundador de la fraternidad Unión y Poder cuenta que con sus colegas se prepara día y noche, a todo motor, para llegar afilados a la cita máxima del año: el Carnaval de Oruro. “Somos más de 50 caporales y estamos entrenando a full. No me vengan con Río de Janeiro y su sambódromo. Mucho menos con Venecia, que es una ciudad que hace agua. La fiesta es en Oruro. Es una locura hermosa y con la venia de la virgencita”, saluda y luego se pierde entre sus fieles escuderos. Le sobra elegancia.
Sin fronteras
A Jackeline y a Estela les importa poco y nada la soberanía. Ellas bailan. ¡Y cómo! “Que sea boliviano, peruano o de Marte el caporal, a mí lo que me importa es bailar con mis amigos”, dice Estela, cochala llegada a Baires cuando era wawita. Su patria es su barrio. Y no le gustan los límites. Por eso integra la fraternidad Caporales sin Fronteras del vecindario de Retiro. Su compinche, vecina y confidente Jackeline es peruana. Elegante como un balcón limeño. Le encanta horrores maquillarse y usar toneladas de glitter. Antes de que comience la fiesta, las amigas se abrazan y posan para la foto en una imagen que remite a la eterna alianza peruano-boliviana. Un ejemplo para la diplomacia.
José Quintana lubrica su garganta con una Coca bien helada. Es el director de la banda Acuario, una formación con tres décadas de historia en este palo. Su documento dice que es argentino. “Pero a quién le importa lo que dice un papelito. Yo me siento boliviano. Tengo que pedir la nacionalidad”, bromea el veterano músico, con su fiel trompeta a mano. Bueno, en el fútbol es otro cantar. No hincha por Bolívar y menos por The Strongest. “Soy cuervo, San Lorenzo es mi equipo. Que de paso es el club con más hinchas paisanos, porque el estadio está en el Bajo Flores. Todo está relacionado”, se ríe el trompetista y deja ver una sonrisa blanca como la de Miles Davis.
En Acuario toca con sus hijos y nietos. Y con una docena de amigos que le regaló la vida: “Muchos paisanos y algunos bolivianos adoptivos. Ya le dije, con la malaria que hay en Argentina, me hago la ciudadanía y me voy para allá. A mi querida Bolivia”.
A eso de las cuatro de la tarde, desde el escenario piden silencio. Suenan los himnos y luego las pocas autoridades –el embajador está de viaje– dan su mecánico discurso de honor. Los bailarines calientan las piernas, dan saltitos, se preparan para el momento del éxtasis.
De repente, estallan las trompetas, los bombos y los platillos. Entonces, las fraternidades salen despedidas hacia la avenida Nazca. Y como por arte de magia, o de un conjuro de un chamán o algún yatiri, los cascabeles borran las nubes pesadas y finalmente sale el sol tremendo. Incluso, si uno afina la vista, en el horizonte se puede ver también la figura de una montaña fastuosa en pleno barrio de Flores. Un Illimani púrpura. Inalcanzable.
Crónica publicada en la revista Rascacielos, del paceño Página Siete, por acá

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