lunes, 26 de noviembre de 2018

Un Boca-River con el relator más superclásico

Los platos están servidos sobre la mesa. El menú armoniza con un domingo de Superclásico. Son fideos con roja salsa fileto y albóndigas de carne picada. Es obra de Gena, que lo preparó con su sapiencia italiana. La cocinera paraguaya nacida en Caaguazú hace varios años trabaja para los Morales. Las dos mujeres se esmeran, pues Beatriz, la esposa del hombre de la casa, ofrece vino tinto o gaseosas. Pero los ojos de Beatriz pispean todo el tiempo las andanzas de Benicio, el nieto hincha de Boca que anda correteando por la sala. El ambiente es luminoso, con la luz oblicua del cielo otoñal de Palermo. Allí en la sala  hay un piano de cola, que algunas figuras de porcelana de Lladró y varios cuadros miran desde las paredes. Uno de un descamisado acurrucado junto al busto de Evita cuelga de la puerta que comunica el ambiente con la cocina.  
Con su perro Fito estirado entre los pies, Víctor Hugo pide disculpas porque tuvo que adelantar la hora de almuerzo. “Es que tengo que cabecear, hacer una siestita de media hora –el locutor está en una cómoda silla de la sala–. Así llego fresco al partido. Pero si quieren charlamos algo antes”, dice mientras termina de comer un helado casero. 
–Más acá de la siesta, ¿cómo se prepara para relatar un Superclásico? 
–Descansando lo mejor posible la noche anterior; comiendo lejos del partido y liviano, porque creo que la digestión gravita en todo lo que es el pensamiento y las ideas, además de la cuestión física. Y después yéndome a la cancha, esperando estar bien, para ver bien a los jugadores. 
–¿Y eso cómo se logra?
–Los relatores necesitamos precisión. Si soy preciso, no tengo que pensar quién es cuando la pelota va para un jugador. Lo detecto. Ocurre como cuando el arquero le pasa la pelota a un compañero y éste la para con el empeine sin especular cómo lo hace. Esto lo crea la facilidad técnica de hacer mejor la jugada, desde el punto de vista intelectual. Si el tipo tiene que ponerse a reflexionar cómo para la pelota, o se pone nervioso, ese jugador no está pensando en la jugada siguiente. Pero si el tipo tiene la cualidad de realizar su tarea creativa sin pensar en la técnica, está resuelto. Si uno transmite un partido con el dominio pleno de cuáles son los jugadores y cuándo la pelota va para un tipo, ni pensás lo que estás diciendo porque sale solo, tu trabajo es el mejor. Por eso espero estar preciso.
–¿Y alguna vez le pasó  no sentirse preciso?
–Pasa. A veces, por ejemplo, uno se raya con un jugador y lo ve más que a otros. O también puedo ignorar a otro. 
–Momentos en los que entra a jugar el inconsciente.
-Exacto. A veces a un tipo que se llama Juan, le digo Ramón. Y no se sabe por qué. El otro día, por ejemplo, relataba un partido donde un lateral se llamaba Nervo, y cada vez que agarraba la pelota pensaba en el poeta Amado Nervo y no me salía el nombre. Lo tenía escrito, pegado en un papelito delante mío en el vidrio de la cabina, y no me salía. Cada vez que se hacía de la pelota lo pensaba como Amado.
–Usted construye con su relato un espectáculo para el oído del oyente. ¿Pero qué pasa cuando no aparece la belleza en el partido, cuando es un bodrio?
–Lo mismo que le pasa a alguien que le gusta mucho el cine y al comentar o criticar una película se excita y la disfruta. Y cuando es mala la película, se esfuerza por recrear el espectáculo apelando a la crítica, a la ironía, al humor. El espectáculo se tiene que sostener igual para el oyente. Por ejemplo: si un tipo patea al arco y la manda a cualquier lado, yo digo: “Si bajara de la cabina y pateara, seguro que no lo haría peor. Así que imagínense lo mal que le pegó Riquelme”. O si alguien saca la pelota de un lateral y se la da a un rival, puedo decir: “El partido está tan decaído que ni con las manos se la pasan bien”. O puede ser tan malo que digo: “Muchachos, los de camiseta blanca con banda roja son de River. Los compañeros de ustedes tienen la camiseta azul. A ver si se pasan la pelota entre ustedes”. Recurro al bagaje intelectual que está hecho de información, de experiencias, inventiva, creatividad y talento, si se lo tiene. 
–Ese bagaje, ¿también se nutre del cine y la literatura? 
-Creo que fundamentalmente de la literatura. Cuando uno lee, le quedan frases, ideas. Inevitablemente uno pone mucha atención al leer. Uno no copia, pero hace el esfuerzo para que algo quede. Y después la metáfora sale con el color, con lo que pensás. El teatro también es un gran alimento. Las artes en general. 
–¿Usted quiso ser actor en algún momento de su vida?
–No. Soy un extraordinario, exitosísimo y empedernido espectador. Carezco de interés por estar en el escenario. Soy tímido, no me gusta la exposición. 
–¿Pero en la cabina de transmisión no se siente un poco como un actor en escena?
–Escondido. No me ven. Por supuesto que actúo, todo el tiempo. Todo el relato: tonos, silencios, enojos (supuestos) y elogios ditirámbicos. El relato es una actuación. Creo que soy más un actor que un narrador. Pero no me ven. Si me piden ahora que les relate un gol, no me animo. 
–Entonces no se lo pido. 
–Por favor. 
–Su oficio es muy cercano al del actor de radioteatro. ¿Se podría entender al relato deportivo como un género dramático?
–Indudablemente. Uno está transmitiéndole a la gente algo que la alegra o la hace sufrir. Un gol de River esta tarde, amarga a una parte de la gente con la que tenés que ser respetuoso. Hay un lugar en tu cabeza que te dice que tenés que ser respetuoso con el derrotado, con el que está sufriendo ese gol. Pero al mismo tiempo hay que ser animoso y entretenido para recrear la alegría del que lo hizo. Pero mejor frenemos acá que me tengo que ir a cabecear. A las dos y cuarto salimos para la cancha. 
MUERTE Y RESURRECCIÓN DEL NARRADOR
Anunciar el fin de los narradores, aseverar que quedan muy pocos, es un relato que siempre se repite y que nunca aburre. Antes de suicidarse, el filósofo alemán Walter Benjamin aseveraba terminantemente, en su ensayo El narrador (1936), que el arte de la narración tocaba su fin. “Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad”, decía no sin modestia. En los años posteriores a la sangrienta Primera Guerra Mundial, Benjamin deploraba cómo los soldados que habían peleado en las trincheras volvían mudos del campo de batalla. La narración de la experiencia, oral y colectiva, concluía el filósofo, había muerto en manos del progreso tecnológico y el horror humano.  
Setenta años después, la reflexión sobre el arte de narrar sigue vigente. Es el oficio de aquellos que saben de la magia de las palabras. Artistas que son capaces de transformar el idioma cotidiano y utilitario en una herramienta de invención. Alquimistas que forjan otra realidad. Creadores que quizás relatando un gol o un tiro libre son capaces de cambiarle la vida a alguien. Víctor Hugo Morales es uno de ellos. El narrador épico del deporte más popular del mundo.
Pero también, uno de los periodistas más reconocidos de la Argentina y Latinoamérica. Desde sus relatos iniciáticos en la década del setenta en su Uruguay natal, su mudanza a Buenos Aires a principios de los 80 y su llegada al estrellato popular –que mantiene hasta la actualidad– por ese firulete único, genial e irrepetible que trazó Maradona en el segundo gol contra los ingleses en el estadio Azteca, durante el mundial de México 86, y que Víctor Hugo inmortalizó con su ya monumental, alucinante y eterno “¡De qué planeta viniste, barrilete cósmico!” 
Con 70 años sobre el lomo, su rutina diaria puede dejar exhausto a más de un veinteañero. Radio por la mañana, televisión por las tardes, charlas solidarias –levanta altas en el cielo las banderas de la izquierda y de la libertad de expresión ante los monopolios mediáticos– y por último, pero no menos importante, rigurosa bohemia nocturna. Locutor, conductor, relator, escritor (tiene más de una docena de libros publicados) y, por supuesto, un gran poeta. 
TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A LA BOMBONERA 
Mientras conduce parsimoniosamente su Corsa por la Avenida 9 de Julio, el relator se da tiempo para comprarle unos chocolates a un vendedor ambulante (dos barritas por diez pesos), departir amablemente en cada esquina con otros conductores que le piden que relate goles de sus equipos (“¿No te parece mucho tres de River en cancha de Boca? Vamos a ver qué pasa. Mandale un beso a tu mujer entonces”) y conversar con su copiloto y compañero de trabajo, el comentarista y periodista César Ferri. “El fútbol es una metáfora excepcional de la vida –reflexiona Víctor Hugo mientras bajamos hacia Plaza de Mayo por la Diagonal Norte–. Dolina lo dice muy bien: en el fútbol caben la belleza, lo espurio, la nobleza, el egoísmo, la solidaridad, el altruismo. Entra todo. En términos económicos también. Muchas veces se ha dicho: ‘Se juega como se vive.’ Lo cual, a veces, ha sido cierto”.
-¿La Bombonera es un escenario especial para el relato?
–Sí, porque en La Bombonera el sonido es hacia adentro y ese encajonamiento es muy importante para el relator. Es un estadio en el que parece que hubiera cuatro o cinco veces más público del que hay. No existe otro igual en ese rubro, por esa proximidad de la gente con el jugador. Si se mira La Bombonera, uno se da cuenta que la acústica deja todo ahí. Es como si se metieran en un frasquito el sonido y la emoción. 
-¿Y qué se acuerda de la primera vez que relató un Boca-River en La Bombonera, en el año 1981? 
-Esa noche fue mi constatación de que realmente me podía llegar a quedar en Buenos Aires. En esa época era muy trasnochador, y esa misma noche, ya al amanecer, fui a comprar los diarios con los que me iba siempre. Ahora los leo cuando me levanto, antes los leía cuando me acostaba. Y fui al kiosco, y en el diario El Popular el título era “Ta, ta, ta Boca 3 a 0”*. Yo dije para mis adentros: ‘Empecé a existir’. Hacía dos meses que estaba en Buenos Aires. En semanas me había conseguido un lugarcito. 
FERVOR DE BUENOS AIRES
Un lugarcito también le guardaba a Víctor Hugo un parrillero amigo, con el espacio justo para que estacionara el Corsa, a dos cuadras de la cancha. Señoras y señores, hoy se juega el Superclásico. A las 16:30, xeneizes y millonarios se enfrentan en un duelo cuya fascinación nunca se desgasta a pesar de haberse dirimido ya 200 veces exactas a partir de 1913. 
Siguiendo cualquier columna de las que avanzan por las calles Brandsen, Del Valle Iberlucea, Pinzón o Juan de Dios Filiberto, se desemboca siempre en el estadio Alberto J. Armando. “Yo conozco Peñarol–Nacional –dice Víctor Hugo–. He visto Barcelona–Real Madrid o algún Roma–Lazio, y son partidos siempre tensos, que generan una gran expectativa. Pero que sean tan abarcativos, que generen la pasión de todo un país, eso solo pasa con los clásicos del Río de la Plata. Y en especial éste. Aquí hay una pasión, un colorido, una inventiva y una participación de la gente que no existe en ninguna parte del mundo. El espectáculo es la propia pasión del hincha, y eso lo hace único”. 
Los vendedores ambulantes están de parabienes y el paso de los simpatizantes activa el infinito pregón intermitente de la venta: “¡¡¡Gorro, bandera y vincha!!! ¡¡¡Gorro, bandera y vincha!!! ¡¡¡Gorro, bandera y vincha!!!”. A dos cuadras del estadio, se pueden conseguir remeras con el escudo de Boca, medias con el escudo de Boca, gorros con el escudo de Boca, relojes con el escudo de Boca, y hasta escudos de Boca.
Ataviado con jeans, campera beige y mocasines marrones, con ese aire entre Rodolfo Valentino y Bill Tilden (también un toque oriental con algo de Zitarrosa sin el cigarrillo entre los labios), el relator se abre paso en el hormiguero de hinchas que van llegando a La Bombonera. Besos, fotos, saludos, fotos, una entrevista exprés, más fotos, alguna que otra mirada despectiva de unas señoras medio pituconas, más fotos, más saludos. 
Hay equipo. Víctor Hugo camina por la calle Irala acompañado por Heber, su inseparable escudero, asistente y mano derecha. Por ahí también anda el comentarista César Ferri, y por último, pero no menos importante, Félix Conde, el cebador de mate oficial del equipo. Charrúa de pura cepa, nacido en Cardona al igual que Víctor Hugo, Félix se encargará de hacer circular durante horas la infusión milagrosa. ¿Su secreto? “Yerba Canaria y nada más”.  
Cuando damos un paso en las escaleras que llevan a la zona de las cabinas, La Bombonera no tiembla, late. La obra parida en la década de 1940 por el arquitecto Viktor Sulcic y el ingeniero Delpini es, como las Cataratas del Iguazú o el primer disco de los Ramones, algo insuperable en su género. Las tribunas están repletas y, por supuesto, enfrentadas. Del lado de Brandsen, los de River agitan barbijos y globos albirrojos. Del lado de Casa Amarrilla, la parcialidad local va engordando al jugador número 12. 
Superclásico especial, como todos. Las “Gallinas” visitan La Boca en su regreso triunfal a la primera categoría, luego del descenso de 2012. Los fanas “Xeneizes” –único equipo argentino que nunca bajó de la categoría A– saltan desaforados en la popular. Muchos, cubiertos con sábanas blancas. Un fantasma recorre la Bombonera: el fantasma de la B. Dosis de folklore futbolero en estado puro. Salud.
LA DOCE
Por los pasillos del área de prensa pulula la crema y nata del periodismo deportivo. Bronceado artificial, trajes a medida, brushing en el pelo y maquillaje de repostería. Víctor Hugo, ya instalado en el pequeño cubículo de transmisión, su hábitat natural, se pone la camiseta de la agrupación HIJOS, con la inscripción “Juicio y Castigo” a los genocidas del proceso militar.  
Con una toalla color azulada al hombro para secarse el sudor, el fiel micrófono y unos binoculares a mano, el relator ocupa el sector central de la cabina N° 12. A su izquierda, Ferri calienta motores y le pasa prolijos papeles que tienen tatuados los nombres de los jugadores, y Víctor Hugo los va pegando con cinta en el vidrio. A su derecha, firme como rulo de estatua, Félix armado con el termo y el mate. A sus espaldas, Ricardo Cotuffox, el encargado de las peripecias técnicas de la transmisión. Y Heber que trae agua, atiende teléfonos, consigue sanguchitos y así, hasta el infinito y más allá. Se autodefinen como una auténtica familia radial, la familia de Competencia. “Es el privilegio de jugar en el mismo equipo que Maradona en su momento y Messi ahora –define Ferri–. Jugar en el equipo radial del mejor del mundo. Es maravilloso esto de mezclar amistad y trabajo profesional. Y a su vez es un riesgo porque hay una línea muy finita. Víctor Hugo es un tipo al que admiro. Es como mi segundo padre, mi segundo viejo. Porque me ha enseñado cosas de la vida, mucho más importantes que las cuestiones de periodismo, como la ética y la amistad”.
–¿Y cómo hacés para meter un comentario después de alguna genialidad que inventa Víctor Hugo con su relato?
-No es sencillo, pero cuento con la confianza que él me da para, de alguna manera, intentar enriquecer el relato. Yo siempre digo que con un trazo es imposible mejorar una pintura de Picasso. Entonces intento no mancharla. 

GARGANTA PODEROSA
Cuando comienza la transmisión, Víctor Hugo se transforma. Entra en trance como un chamán poético. Aunque confiesa que en los últimos años ha dejado de lado el relato sobrecargado de ornamentación, neobarroco, o mejor dicho neobarroso, por la impronta rioplatense como le gustaba decir al poeta Néstor Perlongher, el partido se convierte en una excusa para la metáfora. Obras de arte efímeras talladas con la garganta. 
Pero de repente, en un parpadeo: visto, no visto. Luego el silencio, el estallido de la popular y el grito sagrado de gol explota en el parlante. El madrugador cabezazo de Lanzini hace entrar en erupción a la todavía fría garganta poderosa del relator. “Goooooooooooooooooooool, de River, de River, de River. Un cabezazo perfecto de Lanzini, en el primer Lanzini de la tarde. Un minuto y ya gana River. River 1 Boca 0”. Pasan los minutos y las palabras brotan como si estuvieran conectadas con los movimientos de los futbolistas. Con la paciencia de una tejedora de ñandutí, Víctor Hugo va bordando un tejido narrativo poblado de anécdotas, imágenes impredecibles y diálogos imaginarios: “Ledesma le reclama al árbitro y le dice: ‘Cuando pego yo, vaya y pase. Pero cuando lo hace otro…’”; “La Bombonera ruge pidiendo justicia por una falta, signo de que no lo es. En realidad es una injusticia…”; y “las serpentinas que cuelgan del alambrado como un plato de fideos rebalsado”. Hasta hay espacio en el relato para la ironía ideológica: si el lateral riverplatense Mercado anticipa a Lautaro Acosta, “gana el mercado, por esta vez”, aclara Víctor Hugo. Aunque durante la transmisión, la mano invisible del mercado se cuela en el juego: un desodorante auspicia los tiros de esquina, el aviso de comida para perros patrocina un cambio y un vino de mesa apadrina un tiro libre. A los 38 minutos, termina la siesta de la parcialidad boquense con el gol del “Pelado” Silva. “Qué manera de rematar abajo. Sí, sí, sí, Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiilva para colocarla bien a la derecha de Barooooooooovero. Para empatar el partido. Andá a hablar de justicia ante una jugada tan extraordinaria del ataque de Boca. El partido, 1 a 1”.
Ya promediando el segundo tiempo, Víctor Hugo le da otra chupada a la exhausta bombilla del mate. El partido es un fiasco y el papel de las tribunas le gana la pulseada al que interpretan los 22 jugadores que corren por la cancha. Quizás Borges tenía razón: “El fútbol es feo estéticamente. Once jugadores contra once corriendo atrás de un balón, no son especialmente hermosos”. Pero Víctor Hugo no se resigna y ensaya algún dribling con la garganta, como para despertar a la audiencia que sueña con un barrilete cósmico. No hay caso, no se puede jugar peor. Empate cantado. “Un minuto de fútbol, muchachos, por favor… Y por fin se termina el partido. Muchas gracias por la atención dispensada”. El relator cierra la faena. 
Cae el telón y la noche en La Bombonera. El estadio se desinfla. Los hinchas vuelven a sus casas empatados. A estas horas, sólo gana el cansancio y la depresión dominguera.
Víctor Hugo deja la cabina, luego la cancha, y se pierde por las calles de La Boca. En silencio. 

Brevísimo epílogo, cinco años después
La primera final superclásica de la Libertadores se juega cerca de casa. Desde mi terraza, en el barrio de Barracas, puedo escuchar el hilito de cántico tribunero que llega flotando desde La Boca. No tengo TV por cable, la conexión a internet va y viene, y los bares con tele del barrio duermen la religiosa siesta de domingo. Sólo queda la radio. La diminuta Sony que heredé de mi abuela Neia no me deja a pata. Víctor Hugo tampoco. Me tiro en la cama, acerco el aparatito al oído y dejo que el uruguayo susurre las andanzas y desandanzas de los 22 gladiadores en la arena. 
Esta vez no seré un fantasma en la cabina. Esta vez no podré ver en primerísimo primer plano la erupción de la garganta profunda de Morales. Esta vez me conformo con las palabras mágicas del relator. Y con eso basta. 

Crónica publicada en la Revista Rascacielos, por acá

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