martes, 22 de diciembre de 2020

El canto triste del pobre mensú

 “Selva, noche, luna / pena en el yerbal. / El silencio vibra en la soledad / y el latir del monte quiebra la quietud / con el canto triste del pobre mensú”, cuenta Ramón Ayala en el “El mensú”, poema-canción-retrato de la vida desdichada del peón rural que sobrevive a duras penas en las rojas tierras de Misiones. El término “mensú” viene de mensual o mensualero. Se llama así a los jornaleros misioneros, correntinos, paraguayos y venidos de ultramar que eran –aún lo son- oprimidos por los terratenientes en las plantaciones de yerba mate, en los obrajes y otros colorados infiernos de la verde selva mesopotámica.

El pionero en denunciar la explotación que sufrían estos hombres y mujeres fue el escritor ácrata Rafael Barrett en esa obra máxima de la crónica clásica latinoamericana titulada con justeza Lo que son los yerbales (1910). Desde la ficción, lo siguió Horacio Quiroga con su cuento “Los mensú”, incluido en el clásico sempiterno Cuentos de amor, de locura y de muerte (1918). La santísima trinidad del denuncialismo lírico que hizo foco en esta población siempre olvidada la completa el poeta, escritor y novelista Alfredo Varela, más recordado por su popular novela Río oscuro (adaptada al cine en Las aguas bajan turbias), menos por sus luminosas crónicas misioneras, publicadas en 1941 en la revista Ahora y el diario La Hora, órgano oficial del Partido Comunista Argentino.

A principios de ese año, el joven periodista emprendió un viaje al noreste que le cambió la vida. Cuentan que poco antes, en la casa de Álvaro Yunque, Varela había conocido a Marcos Kaner, un anarquista agitador que había trabajado como mensú. El relato de las luchas de este líder sindical de los peones cautivó el espíritu andariego y reivindicativo de Varelita, que viaja a Misiones –todavía territorio nacional- para narra in situ la explotación en esos pagos.

A 80 años de la excursión, Omnívora Editora acaba de publicar ¡También en la Argentina hay esclavos blancos! Es un volumen ideado, compilado y prologado por el sociólogo Guillermo Korn y el historiador Javier Trímboli que reúne todas las crónicas misioneras. Rescata también del olvido el folleto “La masacre de Oberá”, un texto que reconstruye la represión estatal que sufrieron en 1936 los laburantes rurales en esa ciudad pujante del Alto Paraná, con un número de muertos y desaparecidos jamás esclarecido. Un hecho que Varela ata a la Semana Trágica y a los asesinatos masivos en la Patagonia y La Forestal. Por último, pero no menos importante, el libro además incluye ilustraciones alucinantes de Delfina Estrada y Victoria Volpini.

“‘Che, cebame unos mates’. ¡Cuántas veces al día se pronunciará en la Argentina! Millones, quizá. Es que somos un pueblo matero. Nos gusta sorber el verdoso líquido, hasta arrancarle un rezongo, en todo momento. A la madrugada, antes de almorzar, a la tardecita. Pero nunca se nos ocurrió pensar que lo que nos llega por la tibia bombilla es en realidad el sudor y la sangre de muchas generaciones de hombres anónimos de piel oscura y brazos musculosos”, suelta amarras Varela al inicio del libro, para meterse selva adentro y así narrar las desgracias del mensú en los yerbales alfombrados de sangre y huesos de obrero. Pero también, las resistencias, las grandes protestas de las mensusadas que exigen su derecho a una vida mejor.

Al detalle Varela retrata los oficios en el infierno verde: el tarefero que corta y quiebra la hoja, el urú a cargo del secado en la barbacuá, el hachero, el carrero y el jangadero de la producción maderera. Los une la miseria y la explotación extrema. “El criollo yerbatero, con fama de haragán, trabaja 16 horas por día”. Ganan moneditas. O ni eso: los patrones les pagan con vales que deben canjear por mercadería en las proveedurías de los mismos explotadores. Los Herrera Vegas, los Gramajo, los Martín, auténticos señores de horca, cuchillo y el látigo cruel del capanga. Familias de estrecha y próspera alianza con la policía, los jueces y los políticos de turno.

En una de sus expediciones, Varela llega a San Ignacio y conoce el sindicato de trabajadores agrícolas. La sede es un ranchito muy modesto. A la casita de techo de paja peregrinan desde tierra adentro hombres, mujeres y gurises de gastadas alpargatas, bombachas ‘archiusadas’ y sonrisas pálidas. Discuten de política y bailan polkas. Algún sapucai salvaje suena como grito de lucha contra los explotadores. Al cierre de la crónica, Varela los despide: “Hospitalidad abierta, franca, la de estos trabajadores sencillos y dignos que, avergonzándose de no poder ofrecer otra cosa, brindan al amigo su pobre rancho, el mate cordial, el yopará humilde, y su mano grande, ruda y ajetreada, como su vida.”  

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 14 de diciembre de 2020

Gueto

 El pasillo abre su boca en la calle Capitán Bermúdez 3788, arrabal obrero de Vicente López. Un espacio de poco más de un metro transformado en la única entrada y salida que tienen los humildes habitantes de Barrio Gándara: hace más de un año, sin consultar a las 130 familias que habitan la manzana, el municipio comandado por Jorge Macri levantó un muro de ladrillos y cemento que impide la salida hacia la calle José Ingenieros.

La excusa fue un plan de viviendas aún inconcluso, una falaz relocalización, un proyecto de “integración urbana”. El oxímoron del muro que une. Según los vecinos, el resultado derivó en un mayor hacinamiento, condiciones habitacionales ignominiosas y la confección de un gueto a poco más de 20 cuadras del Palacio Municipal y de la Quinta Presidencial de Olivos.

Gándara es una de las tantas villas de la opulenta Vicente López. Surgió a principios de los '60 en este suburbio fabril de la zona norte, frontera con la Panamericana. La engordan casas de pisos precarios, con pasillos que se angostan en sus entrañas y cielos tramados por cables de electricidad tendidos a la marchanta.

“Cuando vinieron con el plan de reubicación nos prometieron viviendas, pero no cumplieron. Mudaron algunas familias y las demás quedamos olvidadas”, rememora Florencia Contreras, nacida y criada en la barriada hace 27 años. Vive con sus tres hijitos en una casita al fondo del pasillo, pegada al muro. Con su beba Roma en brazos, grafica cómo es el día a día: “Estamos hacinados, sin ventanas con este calor, imagínese, no pueden ni respirar las criaturas. Todo un peligro con esa pared. Si llueve se inunda, y no podemos salir de casa. Al intendente le diría que se acuerde de nosotros. Vivir así no es vivir.”

Hartos

A pocos metros del paredón, en la casa de María Martínez, funciona el comedor Los Peques. Sus ollas les dan de comer a 50 pibes y a muchos mayores que pasan hambre desde que llegó la pandemia. “Nos ayuda el Movimiento Evita, pero muchas veces nos quedamos cortos”, sincera la infatigable mamá de cuatro hijos. María pilotea el merendero desde los años del macrismo. La peste sumó más penurias. Fueron varios los vecinos que murieron contagiados: “Tratamos de mantener la distancia, pero es difícil. Si llueve sale toda la porquería porque los escombros taparon las cloacas. Los de la muni dijeron que la pared era para demoler del otro lado y abrían al toque. Ya va más de un año.”

Luis es el marido de María. Se gana las monedas a cuentagotas haciendo delivery. Se ufana de que su abuelo fundó el barrio. “Presentamos firmas, petitorios, pero en Hábitat no atienden el teléfono. Nos cansamos de llamar.” Con sus vecinos se hartaron, y tiraron la pared. La respuesta de las autoridades: mandar a la policía, levantar de nuevo el muro y colocar vigilantes. Hace unas semanas hicieron una pintada en la pared para denunciar sus derechos violados. Al día siguiente, los funcionarios la taparon. “Hay personas mayores, gente que tuvo ACV, muchos chicos, con una sola salida es un peligro –continúa Luis–. No entra ni una ambulancia. ¿Qué esperan, que tengamos una desgracia?”

Y la desgracia llegó. Un incendio, meses atrás. Las llamas devoraron la casa del hermano de Claudia Nieto: “Perdió todo. Lo apagamos los vecinos, a baldazos. Cuando llegaron los bomberos se dieron cuenta de que la manguera no llegaba hasta el fondo”. Con 30 años en la barriada, Claudia está cansada de reclamar y de vivir al límite de lo humano: “Fue un milagro, porque nadie quedó atrapado por el fuego. Nos condenan a morir quemados si hay otro accidente. Decime cómo vamos a saltar una pared con alambres de púa arriba.”

A la espera de Papá Noel

El santiagueño Ricardo “El Mono” Cardozo ya peina canas. Llegó al barrio de muy pibe, hace más de 50 años, cuando las casas eran de chapa y madera. Cuenta que el vecindario creció a la sombra de las fábricas de Fiat, Gándara, Parmalat y ahora IBM. “¿Será por eso que quieren sacarnos de acá?”, se pregunta el hombre, albañil fanático de Deportivo Armenio, mientras pasa la tarde infernal buscando fresco en el pasillo, junto a su perrita Gorda, a cinco metros del muro. Lo mira una vez más y dispara: “Prometieron casas y lo único de trajeron fueron escombros, basura y ratas, que de grandes parecen gatos. Los políticos nos siguen usando a los pobres.”

A pocos metros, doña Adriana Cardozo matea. Quiere decir lo suyo. Anda embroncada porque los de la municipalidad dijeron que van a derribar el muro antes del 31 de diciembre. “Como regalito de Navidad –agrega, con ironía–. Igual el intendente Macri tiene que saber que Papá Noel hace rato que no pasa por Gándara." «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

martes, 1 de diciembre de 2020

El incendio de un sueño

 Un mes pasó desde el 29 de octubre en que un ejército de 4000 efectivos de la Policía Bonaerense ingresó cuando asomaba el alba al predio de Guernica. El objetivo era desalojar a las más de mil familias que mantenían la toma en el sur último del Conurbano. Mientras los efectivos avanzaban, a las familias no les quedó otra que dejar atrás sus frágiles casillas y parcelas bien demarcadas. Algunos vecinos y militantes sociales resistieron el operativo. Fueron reprimidos. Treinta y siete terminaron arrestados. Fuego, gases lacrimógenos, topadoras, destrucción. El drama habitacional siguió en los paradores y en las casas de familiares que los abrigaron. Sin techo ni tierra propia a la vista. Con el trauma de la represión tatuado en la memoria.

En paralelo, las familias que habían firmado un acta–acuerdo en la que se comprometían a dejar en forma voluntaria el terreno, fueron asistidas por el gobierno provincial para su reubicación y la provisión de materiales de construcción que ayuden a ampliar sus viviendas de origen. También con un subsidio de 30 mil pesos, destinado para el pago de un alquiler. El Ministerio de Desarrollo de la Comunidad que comanda Andrés “El Cuervo” Larroque asegura que más de 900 familias aceptaron la propuesta del Estado bonaerense.

El incendio de un sueño

En la génesis de la toma, a finales de julio, durante los meses críticos de la cuarentena, fueron 2500 las familias que se asentaron en el predio enclavado en el partido de Presidente Perón. Gladys Medina llegó con sus cinco hijos el día uno. Estaba en la calle porque ya no podía pagar los $ 9000 por la pieza que alquilaba en Claypole. Cuidaba abuelos a domicilio. La peste la había dejado sin trabajo. “Es feo tener que pelear para conseguir la tierra. Ojalá se pudiera hacer de otra forma, con el laburo. Pero nunca me alcanzó”, contó a Tiempo un domingo helado a finales de septiembre. Comandó hasta el último día La Esperanza, uno de los tantos comedores que alimentaron a los vecinos.

“El desalojo fue horrible. Salimos con lo puesto, quedamos sin nada. Perdí en el fuego todo lo que tenía: colchones, ropa, ollas. Mi sueño era tener un techo. Queríamos pagar, como es debido, pero ahora siento que volvió todo para atrás”, se lamenta por teléfono Medina desde Lanús. Consiguió reparo en casa de su hermana. Está con sus hijos más pequeños. Los mayores viven desparramados en casas de amigos y compañeros solidarios.

Se le consulta por la asistencia estatal. Gladys mastica bronca: “Dios lo oiga, no pasó nada. Nunca me llamaron, usted es el primero que se comunica para ver si necesito algo. Los únicos que me dieron una mano fueron mis vecinos. Estuvimos parando donde pudimos. Ahora me quedo en lo de mi hermana hasta que consiga otro lugar, aunque no hay mucho espacio porque tiene diez hijos.”

Antes de cortar, asegura que muchas familias siguen en paradores, o simplemente a la deriva: “Duermen en la plaza de Guernica, en la calle, literalmente no tienen nada. Esos terrenos eran la posibilidad de tener tierra, nuestra casita, pero perdimos. Otro sueño más que se me fue.”

Verónica Velladares se había asentado a principios de agosto en La Unión, una de las cuatro barriadas demarcadas por los vecinos en el predio. Tiene 38 años y es madre soltera de tres hijos. Limpia casas, está desocupada y por un pleito legal con su expareja no puede cobrar la Asignación Universal ni el IFE: “Se cortaron las changas en cuarentena, estaba en la calle o parando en casas de amigas. No me quedó otra. Después vino el desalojo y volvimos a la misma, estoy en situación de calle”, explica desde lo de una amiga en La Boca.

En Guernica, cuenta Velladares, se sentía contenida: “Me ayudaron a construir una casilla y conseguí frazadas y un colchón. Después vino el desalojo y vi con mis propios ojos cómo empezaron a quemar nuestras cosas sin piedad. Fue muy triste, porque en La Unión éramos como una familia. Estaba la salita, los médicos que venían a ver a los chicos, los comedores, los profesores, era muy lindo”.

Agrega que tuvo entrevistas con los funcionarios provinciales: “Me acercaron víveres. Dijeron que me iban a ayudar con los 30 mil pesos y para que me saliera la Asignación. Les expliqué que con esa plata podía alquilar dos meses, pero después no sabía cómo iba a seguir. Necesitaba y firmé el papel que me dieron. Pero me quedé con dudas.”

Sostiene que del subsidio no tuvo ni noticias: “Ya pasó casi un mes y nadie me llamó. Tienen mi teléfono.”

Estado presente

Soledad Jiménez atiende el celular en el barrio San Martín de Presidente Perón. Tiene 35 años y es madre de siete hijos. Llegó a la toma con su marido, camionero desocupado, cuando se quedaron sin plata para el alquiler: “Estábamos en el sector 20 de Julio. Fue muy duro. Lluvia, frío, no podíamos darles de comer a los nenes. Semanas que no se las deseo a nadie. Pero queríamos tener algo propio.”

Después de pensarlo mucho, aceptaron la propuesta del Estado bonaerense: “Nos ofrecían un subsidio y bajarnos materiales para edificar, si conseguíamos un espacio. Por suerte mi papá nos dejó construir en la parte de adelante de su casa. Firmamos el acuerdo y nos vinimos.”

En pocas semanas, Soledad vio cómo, ladrillo por ladrillo, los albañiles que envió la gobernación construyeron la casa que hoy les da reparo: “Con el subsidio compramos las ventanas y la instalación para la electricidad. Sólo falta conectar la luz. Nos prometieron colchones y una cocina, pero no tuvimos respuesta todavía.” La joven agradece la mano del Estado: “Estuvieron muy presentes. Por suerte, ahora tenemos un techo.”

Noelia Gómez es de Guernica de toda la vida. Conoce en carne propia el drama habitacional que aqueja al municipio: “Hace 12 años que vivía en una casilla con suelo de tierra, en un terreno que compartimos con cuatro familias, todos hacinados. Fui a la toma porque quería tener algo para dejarles a mis hijos”. Su marido murió el año pasado. Las changas que realiza cuidando abuelos y una pensión de $ 12.300 no le alcanzan para darles de comer a sus tres hijos. La discriminan por tener VIH. Nunca consiguió un empleo en blanco: “Trabajo desde muy piba, no me gusta vivir de prestado o en una pensión. La realidad es que no alcanza, y todos estamos así en el barrio.”

Durante la toma levantó una carpita en la manzana 12, pegada al barrio Numancia afrontando heladas, vientos y los aprietes de la policía: “Parecía que no había salida y estaba muy descreída del gobierno. Ellos me decían que me iban a ayudar, a dar una solución. Al final lo hicieron, cumplieron su palabra.”

En el terreno donde vivía antes de la toma los albañiles están terminando la casita: “Una pieza, cocina y baño. Antes estábamos todos amontonados en un cuarto de tres por tres, ahora va a ser distinto”, se ilusiona. El subsidio, sincera, se fue en comprar mercadería para alimentar a sus críos: “Vamos a dormir abajo de un techo, como corresponde. Pero la necesidad sigue siendo mucha. Ojalá no se olviden de nosotros.”

Barrio popular

Victoria milita en la agrupación Víctor Choque. Durante la toma fue delegada del barrio La Lucha. “Ya desde la primera reunión –cuenta la joven de 31 años-, en la municipalidad nos basurearon, nos trataron de ignorantes, nos dijeron que fuéramos a laburar. Todo por reclamar un techo”.

Desde principios de noviembre, Victoria y otras siete familias desalojadas viven en un predio que pertenece a su hermana: “Decidimos armar un acampe para poder asistir a las familias que estaban en la calle. Hacemos ollas populares, talleres; si llueve se complica, nos amuchamos en el comedor y la pieza, lo importante es tener un lugar para vivir.”

Sobreviven haciendo changas, cortando pasto, y gracias a las donaciones: “Tenemos una familia que los funcionarios la subieron a una camioneta, le dieron un colchón y la dejaron acá. Nunca llamaron. En la toma fue lo mismo. Te tiraban un paquete de fideos cada tanto.”

Tomás también era delegado. Esta tarde da una mano preparando la merienda en el acampe. El día del desalojo fue detenido. Dice que a la toma fue a buscar una solución para su problema habitacional, pero con el paso de las semanas se dio cuenta que miles estaban en la misma: “Para sobrevivir a la pandemia, los más vulnerables teníamos que luchar juntos. La salida es colectiva. No necesitábamos soluciones fantasiosas o la condena al alquiler de por vida. Por eso queríamos construir un barrio popular y lotes sociales. Pero nos rajaron antes de conseguirlo.”

Publicada en Tiempo Argentino, por acá