viernes, 29 de mayo de 2020

Morir por Covid, vivir por sus vecinos

A Agustín Navarro no lo mató el Covid 19. “A mi papá lo mató el abandono del gobierno de la Ciudad. No estuvieron presentes en el barrio. Por eso se mueren los militantes como mi viejo, que están poniendo el pecho en los comedores”. Verónica es la hija de Agustín Navarro, referente social del Barrio Padre Mugica que falleció el lunes 25 de mayo. La mujer denuncia la desidia estatal que se llevó la vida de su padre desde un hotel porteño, donde cumple el aislamiento obligatorio por estar infectada por el maldito virus.
Verónica cuenta que es estudiante de Trabajo Social, tiene 24 años y laburaba codo a codo con su viejo en el merendero que funcionaba en la casa familiar: “Se llama Otti y está en la manzana 24, zona YPF. Lo abrimos en 2018, cuando volvió el hambre al barrio. Damos merienda a los chicos y también salimos con la olla a dar un plato de comida a los sin techo. También tenemos un espacio en el playón oeste, se llama Esquina Libertad. Laburo social. Mi papá siempre decía que había que dar una mano al vecino, al que está en la calle, al que no tiene nada.”
Verónica hace memoria y reconstruye la vida de su padre. Agustín Navarro nació hace 57 años en Tupiza, una localidad del sur de Bolivia, no muy lejos de la frontera con La Quiaca. Migró muy joven. Dejó atrás el Altiplano y se vino a Buenos Aires para edificarse un futuro mejor. Se estableció en una piecita de la siempre postergada ex Villa 31. Laburó sin parar. Se casó con Rita. Tuvieron cinco hijos: Franco, Martín, Octavio, Vanesa y Verónica. “Era un papá muy presente. Preocupado por el estudio de sus hijos –recuerda Verónica-. También estudiaba, había empezado la carrera de Ciencia Política. Tenía una pata en la formación y la otra en el territorio luchando por su barrio. ‘Nunca dejen la escuela, que es el futuro de ustedes’, siempre nos decía.”
Derecho a la educación
Navarro ayudó con sus propias manos a que miles de pibes de la villa tuvieran la posibilidad de llegar a ese futuro. “Piense que Agustín ayudó a construir la histórica Banderita, la primera escuela del barrio, hace más de 25 años. Puso los ladrillos de las aulas, siempre solidariamente. Era un hombre muy activo en la lucha por las condiciones edilicias y la calidad de la educación para los chicos del barrio”, explica Walter Larrea, auxiliar docente del Polo Educativo Mugica y miembro de la Mesa Participativa de Urbanización.
Larrea resalta que Agustín estuvo muy presente en el proceso de lucha para que el gobierno porteño edificara el Polo Educativo que hoy cobija a la mayoría de los estudiantes de la barriada: “Estaba siempre poniendo el hombro. Participaba en las mesas de trabajo, venía con su familia y sus compañeros de Barrios de Pie a las radios abiertas y las marchas. Su muerte, junto a las de Ramona (Medina) y el ‘Oso’ (Giracoy), muestran la desidia, el abandono de Larreta en el Barrio Mugica. Son tres compañeros importantes que ya no están. Tres comedores menos. Tres vecinos que cayeron en plena batalla contra el virus y el abandono, dándoles una mano a sus vecinos. Tres referentes que vamos a  extrañar demasiado.”
Derecho a la urbanización
Héctor Guanco es dirigente social del barrio y miembro del Comité de Crisis formado por los vecinos para capear la pandemia. Conoció a Agustín hace pila de años: “Desde la lucha eterna por la urbanización. Se acercaba a las mesas de trabajo, escuchaba atento las demandas y siempre colaboraba. Estaba con la camiseta del barrio siempre puesta. En las épocas en que Macri amenazaba con el desalojo, Agustín participó en todas las medidas que impulsamos con los vecinos para conseguir la ley de urbanización.” Navarro fue delegado de la manzana 24. Hombre muy comprometido con sus vecinos, sus necesidades, sus derechos, con mejorar la calidad de vida: “Un ferviente peronista. Un compañero que se merece un homenaje, que no merecía terminar así.”
Guanco está aislado en su casa en forma preventiva, a la espera de que le hagan el testeo: “Ya hay más de 1000 casos en el barrio. Es desesperante que se mueran los referentes como Agustín. Los que les da un vaso de leche, un mate cocido a los pibes. Los que ponen el pecho en los merenderos. Si el gobierno de la Ciudad no aparece, vamos a terminar todos contagiados. Se están yendo muchos compañeros que siempre acompañaron las luchas populares. Por eso estoy muy triste.”
Derecho a la alimentación
“Compañero muy solidario”. No duda Walter Córdoba a la hora de recordar a Agustín. Compartían espacio de militancia en Barrios de Pie. “Puso el techo de su casa para abrir un comedor. También armaba ollas populares para ayudar a la gente que estaba en la calle. Un hombre muy querido en el barrio. Su muerte es un golpe muy fuerte para nosotros, porque era un compañero que siempre estaba en la primera línea, al pie de la olla”, explica el coordinador de Somos Barrios de Pie Capital.  
En la cuarentena la mayoría de los comedores se sostienen a pulmón, con el apoyo de los vecinos y las organizaciones: “El Estado llega tarde, nos faltan insumos para cuidar a los compañeros, como barbijos, guantes, lavandina –dice Córdoba-. Las muertes de Agustín y Ramona se podrían haber evitado. La pandemia desnudó las ausencias estructurales en los barrios populares. La falta de agua, de luz, del plato de comida, de la salud, que tendrían que estar resueltos.”
Derecho a la vida
Verónica cuenta que cuando el virus llegó al barrio allá por mediados de abril, tuvo varias charlas con su papá: “Estaba preocupado, decía que el gobierno tenía que actuar. Pero lamentablemente llegaron tarde una vez más. No hubo agua por semanas, entonces aumentaron los casos. Y lo de los testeos no fue puerta a puerta. Los vecinos nos tuvimos que acercar.”
Cuando su papá empezó a manifestar los primeros síntomas, lo aislaron en un hotel: “Lo tendrían que haber llevado a un hospital. Cuando lo internaron era demasiado tarde. Me da rabia. Era un gran hombre mi viejo”.
Antes de despedirse, Verónica dice que cuando termine su aislamiento obligatorio vuelve derechito al merendero: “Hoy está cerrado, pero no vamos a bajar los brazos. Vamos a seguir ayudando al barrio, a los vecinos. Como hacía mi papá.”
Publicada en Tiempo Argentino, por acá

“Si ve por ahí al Estado, avíseme, por favor”

Ni una gotita. No sale agua de las canillas del baño, la cocina, el patio. “En la radio y la tele los funcionarios dicen que tenemos que lavarnos las manos, baldear, cuidar la limpieza para combatir al virus. Pero mire, ni una gotita sale”. La vecina de la Villa 21-24 se llama Marina García. Habla con dosis desparejas de parsimonia, bronca y resignación. Nació y creció en esta barriada siempre olvidada del sur. Es madre soltera, docente, vive con sus hijos Gabriel y Giovanni en la casa 114 de la manzana 13, a pocos metros de la Parroquia Virgen de Caacupé, sobre la calle Osvaldo Cruz, a menos de 30 cuadras de la sede del gobierno porteño, a poco más de 60 del Congreso. “La falta de agua no es algo nuevo –dice Marina mientras carga la pava eléctrica con el preciado líquido que atesora en bidones, cacharros y baldes–. Con la pandemia se visibiliza, pero la violación de nuestros derechos es de toda la vida. Vio que ahora nos llaman barrios vulnerables. Son hipócritas. Nosotros somos barrios excluidos, discriminados, olvidados”.
En la villa encajada en la frontera entre Barracas, Pompeya, Parque Patricios y el Riachuelo poluido viven más de 40 mil vecinos. Hasta que se decretó el aislamiento social, el ingreso de la mayoría se guarecía bajo el techo de las changas intermitentes, el trabajo informal y el rebusque cotidiano. La peste los derrumbó de un mazazo.
Para conseguir un plato de comida en cuarentena, todos los caminos conducen a los comedores y ollas populares. Hay más de 50 en el barrio. Según el Banco de Alimentos, solo el 30% puede hacer frente a la demanda. Un 17,7% tuvo que apagar sus hornallas. “Antes teníamos 232 personas en el comedor; ahora 415, y 214 en lista de espera. En el merendero es el mismo cantar: damos 120 vasos de leche, pero cien pibes se quedan con las manos vacías”, explica Alejandra Abregú, curtida militante de la Corriente Clasista y Combativa y miembro del Comité de Crisis. Vive en la Manzana 23 y tiene ocho hijos. Se ganaba el pan limpiando para la cooperativa La Lecherita, “pero como Ciudad no bajó lavandina, alcohol en gel y otros insumos básicos, dejamos de laburar.” Alejandra no tiene dudas: sin las organizaciones sociales, la Iglesia y la solidaridad de los vecinos de a pie, la 21-24 ya habría estallado por los aires: “Esto venía mal con el dengue, la pandemia silenciosa. Tuvimos que organizarnos y esa es la base que está funcionando. Pero no alcanza. Necesitamos que Larreta se haga cargo, que decrete la emergencia alimentaria, que habilite los subsidios habitacionales para los inquilinos que están en la calle. Está llegando tarde, si es que alguna vez llegó temprano.”
A Ramona Gutiérrez la encontramos en la puerta de su cuarto, frente a una fogata y la tele encendida en el noticiero de Canal 9. Tiene 81 años. El barbijo le tapa la cara, pero no las sabias arrugas. Sobrevive a duras penas por las viandas de la parroquia y una magra pensión no contributiva para madre de siete hijos. Poco menos de $ 1600 al mes, por los descuentos de los créditos que pidió en los años imperdonables del macrismo: “No alcanza para nada, ahora dicen que viene el aumento, ¿no?” Para sumar unos pesos, doña Ramona vende ropa de segunda mano, pero primera calidad: “Me hago unos manguitos acá en casa. Es que el encierro no me gusta, me da bronca. Soy una persona que ando mucho. Laburé toda mi vida. Así voy a seguir, no me queda otra.”
El mapa y el territorio
Obras sin terminar, zanjas abiertas, barro, criaderos de mosquitos. “Desde el gobierno de la Ciudad dicen que está todo solucionado. Son mentiras. Cómo van a saber, si ni siquiera se acercan al territorio”, explica Dagna Aiva, militante de la CTA Autónoma y “orgullosa villerita”. Trabaja en la Casa Usina de Sueños, otro espacio popular que pone el pecho durante la pandemia. Dagna está cansada de denunciar la desidia del gobierno porteño: “Estas obras tendrían que haberse terminado hace tres años –señala los caños sin colocar, el lodazal, la calle Cruz inundada–. Siento que el gobierno no tiene la menor noción de lo que vivimos. No quieren patear la villa con nosotros. Ellos quieren bajar un protocolo desde una oficina.”
Carlos Sánchez y Joaquín Sacheo son militantes a tiempo completo del Movimiento Evita. Cuentan que le meten bocha de horas al laburo solidario en la barriada. Arrancan a las siete de la mañana, nunca saben cuándo terminan. Recorren la 21 en una fiel Zanellita destartalada, cargados con viandas para los abuelos o ayudando en las postas de salud. “Hay tristeza. Mirá que con Macri no había un mango, pero ahora está durísimo”, asegura Carlos, albañil desocupado. Agrega que en la cuarentena se ve poco a los funcionarios porteños por el barrio, pero mucho a la Prefectura y a las bravas brigadas motorizadas de la Policía de la Ciudad: “En plena pandemia nos comemos verdugueadas, a punta de pistola en los pasillos. Te agarra impotencia, no nos merecemos que nos traten así. Es igual que en la salita de emergencia, que hay que estar a las tres de la mañana para pegar un turno. No puede ser, hermano.”
Vivir en crisis
Hace 20 años que el padre Lorenzo “Toto” de Vedia predica en la villa: “Pero nunca vi algo así, ni en el 2001”. Mastica bronca atrás del barbijo rojinegro sabalero: “La pandemia hizo aflorar los problemas estructurales. Venimos de cuatro años neoliberales y la llegada del virus fue abrupta. Sin embargo, quiero rescatar que la pandemia también es solidaridad. El vecino común da una mano adonde no llegan las organizaciones y el Estado. Las mamás son mamás de sus hijos y de todos los pibes del pasillo.”
“Acá no hay crisis de la pandemia o ‘macrisis’, siempre estamos en crisis en la villa”, sentencia Eva Alarcón, trabajadora social. La morocha de 29 años cuenta que hasta la tercera semana de mayo, en la 21-24 hubo cerca de 50 casos positivos de Covid-19, pero que los vecinos saben que hay muchos más. “Después del Detectar fueron aislados en lugares sin agua, incomunicados, todo a las apuradas –explica Eva–. Mirá que habrá hoteles en la ciudad, pero nos siguen discriminando.” En la barriada hay miedo, incertidumbre, falta de información: “Las medidas que se toman a nivel nacional o de la Ciudad son imposibles de aplicar acá. Necesitamos un abordaje diferente.”
Ni la lluvia, ni el virus ni la rodilla maltrecha frenan a la señora Miriam Coronel. Agarra el andador o la silla de ruedas y se manda derechito al merendero Sin Fronteras. Tiene 60 años y raíces guaraníes. Ella cocina. Su plato estrella, dice, es el guiso de garbanzos. En dos años, el comedor nunca recibió un subsidio. Se alimenta de las donaciones de los vecinos: “Antes funcionaba acá en mi casa, en la calle Pedro Luján, pero quedó chica. Ahora estamos en el Polideportivo, solamente cuatro días a la semana porque no hay más comida.” Doña Miriam posa frente a su casita. La custodian el mariscal Solano López y el Nestornauta desde la fachada. Se despide: “Si lo ve por ahí al Estado, avíseme, por favor.”
Publicada en Tiempo Argentino, por acá

sábado, 23 de mayo de 2020

¿Quién mató a Ramona Medina?

“Nunca vienen tantos medios, hermano. Será que los pobres no somos noticia. Ahora se hizo viral la muerte de la compañera Ramona (Medina), igual que la de Víctor (Giracoy), y acá están los canales. Por ahí después llega el gobierno. No puede ser que tengan que morir vecinos para que se hable de nuestros problemas. Para que se sepa que el virus nos está matando”. El que habla es Ezequiel Martínez, 26 años, vecino de toda la vida de la ex Villa 31. Se gana el mango como empleado de una cooperativa que desinfecta todas las mañanas los pasillos de la barriada para mantener a raya al maldito Covid. Pero ya no alcanza. La curva de contagios en el postergado barrio Padre Mugica crece a diario un 20%. El primer caso se conoció el pasado 20 de abril. Hoy suman casi 800.
Martínez se acomoda el barbijo, mira a distancia los móviles de la TV que llenan la canchita de fútbol de la Parroquia Cristo Obrero y reflexiona: “De alguna manera, los vecinos nos tenemos que hacer escuchar, porque parece que somos invisibles para el gobierno de la Ciudad. Por eso hacemos esta conferencia, por eso labura el Comité de Crisis. La lucha es en nombre de Ramona, de Víctor, de todos los vecinos, los que te dan una mano. Los gobiernos se pasan la pelota. El Estado acá está borrado.”   
Desde los parlantes que prestó el cura de la parroquia se escucha la voz firme de Silvana Olivera, vecina del Güemes, uno de los barrios que da musculatura al Mugica: “En esta cuarentena los comedores se sostienen a pulmón, con el apoyo de los vecinos, la Iglesia y las organizaciones. Dan de comer a miles. No sólo los días de semana, sino que también están las ollas populares los fines de semana, porque la cuarentena es todos los días y peleamos para que no falte el plato de comida en ningún hogar.”
Karina Calla puede dar fe de cada palabra de su compañera. La morocha es madre de dos pibes, docente y cocinera al frente del merendero Fuerza y Lucha Popular: “Dan una mano mis vecinos para conseguir la mercadería. Por eso pedimos la Emergencia Alimentaria. Sin comida, no se aguante la cuarentena.” Los cimientos solidarios de la barriada popular sostuvo la subsistencia estas semanas: “Antes daba merienda a los chicos, pero ahora vienen las familias enteras. Si antes daba 100 viandas, ahora tengo que repartirlas entre 200. Decime cómo se hace”.
Eduardo vive en el barrio hace una década. Es estudiante del Profesorado Dorita Acosta, militante de base y empleado de una fábrica. Mantiene a su familia con el magro sueldo que sus patrones le achicaron por la cuarentena: “Estamos en un momento en que se plantea el dilema de garantizar la vida o darle la manija al mercado –afirma-. Si el Estado no articula con los comedores, si no garantiza el plato de comida, los villeros estamos perdidos.” El obrero dice que conoce a varios militantes que se pegaron la peste mientras laburaban en los comedores: “¿Y quién remplaza a esos compañeros? ¿Quién va a garantizar que sigan funcionando las cocinas? Lo mismo pasa con las cooperativas de limpieza. Eso le preguntaría a Larreta, ¿quién va a limpiar las calles del barrio?”
El cura Guillermo Torre hace 20 años que predica con el ejemplo de Mugica, el santo patrono del barrio: “Ni lo dudo, Carlos seguro estaría acá, al pie del cañón, junto a sus vecinos.” El sacerdote villero escucha atento las demandas del Comité de Crisis y confiesa: “Todas las necesidades y peticiones están en ese documento: emergencia alimentaria, habitacional y sanitaria. A mí me gusta rescatar la solidaridad que afloró en este tiempo oscuro. Cómo crecieron los lazos entre los vecinos. Ahora le toca al Estado. Dar respuestas, y que sea rápido. Porque este virus no da respiro, avanza y avanza.” A su espalda, una pared tatuada con la imagen de Mugica y unas palabras que rezan: “Señor, sueño con morir por ellos: ayúdame a vivir para ellos.”
“Cuando se cortó el agua, lo primero que pensé fue ‘esto va a ser incontrolable’. Y así fue”, cuenta Gabriel Sánchez, comunero y médico que participa en el operativo Detectar. Después agrega: “La única certeza que teníamos era que al virus se lo combatía con higiene de manos. Pero sin agua, la mitad de la batalla la tenemos perdida.” Durante semanas, los vecinos tuvieron que cruzar de punta a punta la barriada para conseguir el insumo básico para la vida: “Y ahí creció el contagio –dice Sánchez-. El virus circula con la gente. Se armaron filas larguísimas, se pasaban de mano en mano baldes, botellas, bidones. Así estamos ahora, casi 800 positivos. Luchando contra la expansión del virus, la desidia del gobierno de la Ciudad y pidiendo que intervenga Nación. Esto cala hondo en los vecinos. Se sienten abandonados. Por eso pedimos la emergencia sanitaria.”
Las cámaras de tevé se apagan, se enrollan los cables y finalmente los móviles dejan en silencio el barrio. El doctor Sánchez tiene que volver a recorrer los pasillos para entrevistar a posibles vecinos contagiados. Pero antes, recuerda a Ramona y a Víctor: “Queda la angustia, la bronca, el dolor por saber que sus muertes se podían haber evitado. Por ellos y los 50 mil vecinos del barrio no vamos a bajar los brazos.”
Una crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

viernes, 15 de mayo de 2020

Pandemia y Estado ausente: la resistencia villera en el Barrio Padre Mugica

“Nos decían que había que lavarse las manos y desinfectar las casas para matar al coronavirus. Pero por ahí el Gobierno de la Ciudad no sabe que sin agua no podemos limpiar, bañarnos, cocinar, ir al baño. En vez del virus, nos morimos nosotros. Decime quién aguanta así una cuarentena”. Silvana Olivera hace preguntas, pero no encuentra respuestas. Habla frente al modernísimo Ministerio de Educación porteño, el edificio de aires minimalistas que da la espalda al populoso Barrio Padre Mugica. Como el Estado.
Olivera, nacida y criada en la ex Villa 31, sabe de memoria las penurias que atraviesa. Tiene 36 años, trabaja de cajera en una franquicia pero ahora la licenciaron, y tiene bronquitis crónica. “Soy grupo de riesgo, también para los despidos que se vienen en el laburo”, mastica bronca la rubia detrás del ajustado barbijo. Mientras camina por los delgados pasillos, cuenta que a fines de abril dejó de tener agua en su casa. Vive en un tercer piso, con sus tres hijos. Al tercer día de sequía tomó coraje, agarró unos baldes y cruzó todo el barrio hasta donde estaban estacionados los camiones aguateros. “Eso fue más o menos el 20 de abril, cuando se conoció el primer caso de un vecino con coronavirus.” Dos semanas después, son 280 los contagiados.
“Se descontroló todo, la Ciudad no estuvo presente. Los camiones no podían entrar, hubo largas filas para conseguir agua. Yo me pregunto cuántos vecinos se habrán contagiado esos días. Ahora aumentan día a día y tenemos miedo. La cuarentena acá se pasa en piezas alquiladas de tres por tres, donde viven varias familias, comparten el baño, la cocina. Y sin agua es imposible.”
“¡Quién, quién, quién podrá ayudarme ahora!”, suena en el pasillo un clásico de Viejas Locas. Con la cuarentena estricta se acabaron las changas, el fiado, y ahí aparece el rol esencial de los comedores: “Hay 63 en el barrio –cuenta Olivera–, la mayoría sostenidos con aportes de los vecinos. Desde Ciudad mandaron asistencia sólo para ocho, parece una joda”. Esta semana les dijeron que iban a reforzar las entregas. Pero la única verdad es la realidad: hay lista de espera para conseguir un plato de comida. “Ellos hicieron campaña con nuestro barrio. Hablaban de integración, puras truchadas. Red de agua precaria sin terminar, mucho maquillaje en las fachadas, pero sin servicios básicos, hacinados, olvidados. La ayuda viene de las organizaciones sociales. Del Estado, olvidate”.
Walter José Larrea es auxiliar docente del Polo Educativo Mugica, miembro de la Mesa Participativa de Urbanización y militante social siempre al pie de la olla en más de un comedor. Dice que “la cuarentena ensanchó la desigualdad en la escuela de una forma atroz. Desde el Ministerio de Educación dicen que las clases siguen en forma virtual, pero es mentira: los pibes del barrio no tienen computadoras, wifi, Internet”. Los docentes, dice, no bajaron los brazos e improvisaron un campus online tracción a sangre: el hilito invisible que conecta a los pibes con la escuela se amarra a la suerte del curtido celular familiar. Si funciona.
El preceptor cuenta que el número de estudiantes que se acercan a pedir los bolsones con mercadería crece semana a semana. No alcanzan. Larrea cuenta una historia, “de las miles que hay: hace unas semanas, una piba de la escuela se puso a juntar peso por peso para amar una olla popular. Con la familia armó una puchereada y fueron a comer 200 personas. Desde ese día no frenaron y la hacen todas las noches. Piden en los almacenes, en las carnicerías. Sin estos lazos solidarios de los vecinos, de las organizaciones sociales y de la Iglesia, el barrio volaría por los aires, porque la cuarentena lo transformó en un polvorín donde viven 40 mil personas. Del Gobierno de la Ciudad ni hablemos. Hacen lindos flyers de prevención”.
Más de cien metros tiene la fila, el largo de la cancha de fútbol, y llega hasta la parroquia Cristo Obrero. Los vecinos esperan su turno para tramitar el DNI o consultar sobre el cobro del IFE salvador. Araceli Álvarez se pasa la mañana orientando a las familias, pidiendo que guarden la obligatoria distancia social, repartiendo barbijos. Llegó a la 31 hace tres décadas desde Oruro. Es enfermera del Garrahan y milita en la organización barrial El Hormiguero: “No laburo en la Anses ni en el Renaper, pero acá estoy dando una mano, cuidando a mis vecinos. Parece una frase hecha, pero de esta salimos todos juntos”.
Jonathan Frías se agarra la cabeza y dice que ya no cree en milagros. Es la tercera vez que se acerca a preguntar por el ingreso de emergencia: “Laburaba en la obra, pero se paró todo. Sólo tengo un subsidio de 3500 pesos, que es una risa para lo que sale el morfi. Tengo un pibe de ocho y vamos a los comedores. Todos mis amigos andan igual: es cagarte de hambre o agarrarte el virus”.
“Comedor cerrado por caso de Covid”. La cartulina con prolija letra de imprenta está pegada en la puerta del local. “Es el comedor de Tapia, uno de los históricos del barrio. Una chica de la cocina tiene coronavirus, por eso están todos aislados. Dicen que abre en seis días, crucemos los dedos”, explica una señora que carga tuppers vacíos en una bolsa. Pegadito al de Tapia funciona el comedor de Alicia García. Se llama Arca de Noé. Alicia, 73 años, trabaja a cuatro manos este mediodía. Todavía falta un rato para empezar a repartir el guiso, pero ya hay una larga cola: “Estamos acá desde el ’89. Siempre hubo necesidades, pero me cuesta recordar un momento parecido. Si venía en marzo, esta fila no existía. Es mucha gente que perdió el rebusque. El otro día un viejito llorando me preguntó si podía quedarse a dormir. No sabía qué decirle”.
El comedor de Alicia también da cobijo a un taller de costura. Estuvieron armando barbijos para repartir en el barrio. Lo que más extraña, dice, es “tener a los vecinos comiendo adentro del local. Ahora es cargar el tupper o la olla a distancia. No puedo darles un abrazo. Es que acá somos una familia, ¿me entiende?”.
Pamela, promotora de salud, anda con su visera y una planilla a cuestas de una punta a otra de la 31, buscando a quienes tuvieron contacto estrecho con casos positivos: “El operativo arrancó el martes. No es un testeo masivo, como dicen. Pero ayuda para empezar a controlar la expansión. Después de dos semanas sin agua y con cortes de luz, no tenemos idea de cuántos vecinos se enfermaron”. Sigue con su pesquisa en la barriada, pero antes reflexiona sobre su trabajo: “Soy laburante ‘esencial’, como dicen los de la tele y el gobierno. Pero para ser esencial, primero debe ser un trabajo digno: con seguro, ART, contrato en blanco. Un trabajo en regla. Eso para mí es esencial”.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

jueves, 7 de mayo de 2020

Pandemia al filo de la ciudad

En el filo de Barracas, en la cada vez menos misteriosa, pero más silente Buenos Aires, el gratifi exclama: "La calle no es un lugar para vivir. ¡Tampoco para morir!". Ocupa una pared del galpón Comandante Che Guevara, refugio de los sin techo en el cruce de San Antonio y Osvaldo Cruz, a tres cuadras de las aguas oscuras del Riachuelo. En este Centro de Integración Complementario del Proyecto 7, una OGN que labura dessde hace tiempo con personas en situación de calle, se dictaban talleres de formación laboral y funcionaba una cooperativa dedicada a la producción de pan, bizcochos y rosquillas. Ahora es la casa de treinta pibes debido a la pandemia.
"Para los sin techo, el aislamiento social preventivo es casi un absurdo -dice Manu Pella, coordinador-. La gente en situación de calle no puede cumplir con la cuarentena. ¿Dónde te lavás las manos? La mayoría de los compañeros andaban por el Centro, ganándose la moneda abriendo puertas de taxis, limpiando vidrios. Esos laburos no existen más. No se puede ni manguear. Y, lo peor, si andás afuera, caés preso, te comés una causa federal, no es joda. Acá entendemos lo que es estar en la calle. Sentimos lo mismo que los compañeros que están en la lona con este virus de mierda dando vueltas porque nosotros también estuvimos en la mala".
Según el Censo Popular de Personas en Situación de Calle de 2019, se registran más de 7.000 personas sin vivienda en CABA y decenas de miles más en el AMBA. Manu sostiene un rubio entre los dedos marcados por el tabaco y puntualiza: "Se quedan cortos, hermano, pueden ser el doble o el triple".
Los dos hogares del Proyecto 7, el Monteagudo para varones y el Frida para mujeres, están repletos. Se espera, con la ayuda del Gobierno porteño, abrir otro para cien personas.
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La fila de taxis parece una serpiente dormida frente a la estación Constitución. Felipe, uno de los tacheros, cuenta: "No hay viajes, muy poco laburo. ¿Cómo voy a parar la olla? Miedo no tengo, pasé muchas. Menem, De la Rúa y otros virus malignos".
En la esquina de Santiago del Estero y Garay, Claudia, con sus tacos altos, también espera. "Como siempre, las putas somos las parias. Desde ayer, la policía nos invita amablemente a dejar de laburar. Yo les pido que me digan cómo pago la pieza. ¿Quién nos cuida a nosotras?". A pocas cuadras, en la puerta de un telo sobre Salta, Rosemary comparte sus penurias: "¿Clientes? Nada, mi querido, ni un piropo. Ahora no da ni para el sexo virtual".
A pasitos de la boca del subte C, frente a la estación del ferrocarril, José, venido de la capital chilena hace años, atiende un puesto de ropa: "Me hace acordar a 2001, pero pinta peor. La gente no va a salir de sus casas y eso me parece bien. Pero la cuarentena me mata. Tengo que salir sí o sí a laburar. ¿Qué le voy a dar de comer a mi hija? Hoy no tengo ni para un paquete de fideos".
Marta Castañeda vive en Quilmes. Atiende su puestito de pan en las paradas de colectivos. "Me llevo como mucho 200 pesos, cuando antes hacía 400. No pude guardar arroz ni polenta, y dicen que no podremos trabajar por un tiempo largo. El otro presidente nos tenía a pan y agua. Ahora, de nuevo". Alejandro, vendedor de garrapiñada, estacionado sobre la calle Salta: "De vender ni hablemos. Y si llegás a estornudar, aunque te tapes, la gente te mira para el culo".
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Parece una postal de Edward Hopper, el pintor de la soledad. En la esquina de Vieytes y la callecita Jorge, a tres cuadras del viejo Puente Pueyrredón, una policía vigila la avenida desierta. Desde una terraza, una señora chusmea el vacío. Nahuel, delivery de una parrilla, detiene su moto en seco para entregar un pollo con papas fritas. Miradas perdidas, aislamiento, melancolía.
"Ni a palos, no puedo dejar de laburar. No dejé ni un día, en la parri me matan y tengo que morfar", dice Nahuel y saca chapa: "Tengo el GPS en la cabeza. Ahora que está todo desierto, me siento Mad Max". En el trabajo está en negro y no usa barbijo ni guantes. ¿Alcohol en gel? "¿Pensás que soy millonario? Me baño cuando llego a casa". Hace unos días, cuando entregó una porción de vacío con ensalada rusa, un señor de un edificio le pidió que dejara el paquete en el suelo. "Me pasó la plata por debajo de la puerta. Diez pesos de propina. Un rata".
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En el cruce de Iriarte y Montesquieu se encuentra la Escuela de Educación Media Nº 6, donde concurren unos 500 chicos del barrio Zavaleta y de la Villa 21-24. Jordana Secondi es la directora: "No hay clases presenciales, pero los docentes no estamos de licencia, como algunos dicen.Te diría que estamos pasados de rosca". Al desafío de adaptar contenidos pedagógicos a la educación online, se suman las tareas en el comedor y el acompañamiento a las familias:
"No estábamos preparados. Ahora armamos un campus online, pero tracción a sangre. Lo sostenemos como podemos. Los padres agradecen que sus hijos tengan tareas, los ordenan en este momento". Ni tablets, ni notebooks, ni smarthphones, el hilito invisible que conecta a los pibes con la escuela se amarra a la suerte del curtido celular familiar.
Cumplir el aislamiento o salir a conseguir un mango. Las condiciones de vida en las barriadas no dejan opción: "Compiten el aislamiento y la supervivencia, lo veo todos los días, cuando se acercan a retirar las viandas", asegura Jordana.
El número de los que piden los preciados bolsones crece. Cuatro litros de leche, cinco saquitos de té, cinco de mate cocido, cinco paquetitos de galletitas, cinco manzanas y cinco barritas de cereal. Los insumos de la Canasta Escolar Nutritiva. Para quince días. "Ahora estoy con guantes, barbijo, anteojos, atendiendo a las madres y cuando tengo un rato me pregunto si estoy contagiada, si puedo contagiar a mi hijo -dice Jordana-. Es la angustia de no saber si estamos haciendo bien las cosas".
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Jesús camina por la empedrada Gonçalves Dias. El muchacho barbudo, con un largo camperón y zapatos gastados, improvisa casi de memoria el fragmento de La peste de Camus: "Aunque la peste, por su imparcialidad eficiente que usaba en su ministerio, hubiera debido afirmar el sentido de igualdad en nuestros conciudadanos, el juego natural de los egoísmos hacía que, por el contrario, se agravase más en el corazón de los hombres el sentimiento de la injusticia."
Es profesor de inglés, estudió Filosofía y ahora se gana la vida descubriendo cosas en la basura: "Siempre hay algo. Un discman, una cámara de fotos, discos. Una vuelta encontré Willy and The Poor Boys de Creedence. Lo vendí en San Telmo. Estas revistas de la masonería las encontré en un container en Avellaneda. Me siento en alguna plaza a leerlas, si no me saca la policía." Hace un par de días, dos efectivos de la Bonaerense lo despertaron a palazos: "En la panza, en la cabeza. Esta cuarentena en realidad es una represión oculta contra los que no tenemos nada".
Tiene 37 años, hace dos se fue de su casa y desde entonces duerme donde puede. "No me gusta el parador, es como caer preso. Soy un ermitaño, un anacoreta, hombre libre".
Oscar tiene 40 años, llegó desde Mar del Plata en noviembre. Subsistía con los pocos billetes que sacaba en un lavadero de autos. Cuando decretaron la cuarentena ya estaba complicado, comiendo en el comedor y durmiendo donde podía. Pasa las horas mateando en ronda, viendo los noticieros, jugando al truco, dando una mano en la limpieza del galpón Che Guevara: "Obvio que estoy cagado, pero estar acá es una bendición".
Nick es peruano. Araña los 20 años. Se vino a principios de enero desde la Villa Imperial del Cuzco. Un paisano lo bancó en una pieza de la Villa 1-11-14. Después se mudó a una pensión del Once. Quería estudiar Medicina, pero las cosas salieron mal y terminó aprendiendo el oficio de albañil. Quedó en la calle sin un cobre cuando arrancó la cuarentena. Extraña a sus viejos. Pasa los días tirado sobre las camas marineras leyendo. Hoy anda con una edición tapa dura de los cuentos de Voltaire.
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Media mañana en la Villa 21-24. La barriada populosa emplazada en la triple frontera de Barracas, Parque Patricios y Nueva Pompeya. La boca del pasillo, en el cruce de Río Cuarto e Iguazú, cerca del puesto de la Prefectura. Un cabo hace guardia con barbijo y guantes. El pasillo de un solo carril lleva hasta el siempre generoso comedor popular Corazón Abierto. Lilian Gómez, militante de Barrios de Pie, lo dirige: "Se hacían merienda y cena, pero con la cuarentena empezamos a dar también almuerzo. Se pone difícil, la gente está con el último mango o directamente sin un peso. Se acaba el fiado. La mayoría de los vecinos son changueros, obreros de la construcción, feriantes. No tiene laburo".
Cerca está Gustavo Gómez, el cocinero que concurría a clases de cocina internacional: "La cuarentena acá se vive con angustia. Hay que estar encerrados y somos muchos, con criaturas, entre cuatro paredes. Poco aire, con suerte una ventana, a veces sin agua, y con la policía o los prefectos retando todo el tiempo. A esos mejor tenerlos a distancia".
En el barrio no hay alcohol en gel, pero sí mucho dengue, asegura el cocinero, que ralla un queso duro para las viandas: "Todo el mundo habla del coronavirus, de lavarse las manos, y está bien. Pero caen dos gotas y esto es un criadero de mosquitos."
Crónica publicada en la revista Rolling Stone, por acá