sábado, 9 de noviembre de 2019

Matapacos: volveré, ladraré y seré millones

El negrito Matapacos era callejero por derecho propio. Se lo recuerda moviendo la cola en el centro de Santiago de Chile, mientras acompañaba las marchas de los estudiantes que reclamaban por el derecho a la educación pública en 2011 y 2012, durante el primer gobierno del neoliberal Sebastián Piñera.
Se lo veía siempre sin correas ni ataduras como buen perro libertario. Dando vueltas por las manifestaciones en la Alameda, Plaza Italia y en las puerta de La Moneda. Ladrándoles a los fieros carabineros y enfrentando a los camiones hidrantes que cargaban contra los escolares y universitarios cerca del amorronado río Mapocho. “Con unos reclamos de igualdad entre todos los miembros de la sociedad que en el fondo rebasaban lo meramente educativo para cuestionar las mismas bases del modelo socioeconómico implementado bajo la dictadura, se levantaron los estudiantes chilenos, y con ellos el Negro Matapacos”, recuerda la escritora Montserrat Álvarez en un fascinante artículo publicado en el diario ABC Color paraguayo hace pocos días.
De su valentía al plantarse ante los “pacos” –policías-, el can morocho como los desclasados se ganó su apodo popular. En esos tiempos de tórridas protestas, las fotos del bravo Matapacos ilustraron los diarios del planeta y su historia de perro comprometido con las luchas plebeyas hasta fue narrada en un brillante documental. No le busquemos la quinta pata al perro, por su valentía y lealtad, desde aquellas jornadas de lucha, el Matapacos se transformó en el mejor amigo del pueblo.
Pasaron los años, y el Negro Matapacos murió de viejo en 2017. No sabemos si fue al cielo como todos los otros perros. Sin embargo, sus ladridos ejemplares siguen vivos en la memoria del pueblo rebelde al otro lado de la Cordillera de los Andes.
El Matapacos fue rescatado en las jornadas de protesta callejera que se encendieron en el pasado octubre en todas las ciudades de la delgada geografía trasandina. Carteles, graffitis, stickers en las redes, remeras y memes ilustrados con su rostro, ataviado con el clásico pañuelo rojo al cuello que le ataban los estudiantes, se reproducen como las manifestaciones contra el gobierno de Piñera y sus políticas neoliberales.
Su figura también saltó las fronteras de la perrera local y se transformó en un ícono de resistencia global. Pocas semanas atrás, en una protesta y evasión masiva en el subte neoyorquino impulsada contra la violencia policial que sufrió un pibe afroamericano, los manifestantes llevaban pancartas tatuadas con el Matapacos saltando los molinetes.
Estos son tiempos en que los chilenos intentan derribar los pilares de la injusticia social instalada hace décadas por Pinochet. Y como la ideología se manifiesta en prácticas, el pueblo voltea –literalmente- monumentos de los héroes vetustos del Chile patricio, milico y neoliberal. El pueblo dice que otros héroes merecen el bronce. Hace pocos días, los manifestantes derribaron el busto macizo del general Manuel Baquedano en una plaza en la comuna de Providencia. Tras la acción justiciera, se creó en la plataforma Change.org una petición para instalar en ese espacio una estatua del Matapacos. Hasta este viernes se juntaron 30 mil firmas.
En una bellísima carta publicada en El Desconcierto, el periodista y escritor Richard Sandoval le dedicó estas líneas iluminadas al can combativo: “Eres tanto Chile enrabiado, Matapacos, que hoy te has convertido en emblema del Chile real, el que quisieron ocultar, el que viola los derechos humanos, el ícono que muestra a Nueva York, al mundo, que acá también se lucha, sin luces ni líderes salidos de la élite. Se lucha con la carga de décadas de democracia fallida que colmaron la paciencia de una nación hecha de lo que siempre fue, aunque se maquillara con el plástico de una tarjeta, una nación de perros quiltros. Gracias, Negro Matapacos, por decirlo con tu sola mirada, tu sola mordida al agua tóxica esparciéndose en el aire.”
El pueblo chileno se cansó del huesito de las sobras que le tiraba una élite política rancia. Por eso celebra en las calles el estallido de la rebelión. Da pelea contra las injusticias. Se para de frente a los pacos represores. Grita, se saca la rabia y perrea.
Publicado en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 4 de noviembre de 2019

La marcha del millón

“Ni facho ni macrista, puto y peronista”, dice una de las remeras que vende la escritora y performer Naty Menstrual, en la feria montada en la Plaza de Mayo. “Se cierra un año muy cuesta arriba en todo sentido. Decidimos sacarnos de encima a este gobierno, y empieza algo nuevo, queremos tener un poco más de humanidad”, reflexiona. El abrasador sol del 2 de noviembre viene asomando y un arco iris inflable corona la Avenida de Mayo desde su nacimiento, junto al histórico Cabildo. Este 2019, la 28º Marcha del Orgullo no va a estar concurrida. Será, más bien, multitudinaria. Hay miles en las calles del centro porteño. Es la verdadera marcha del millón.

“Se fue el gato, pero yo no quiero que nos engatusen. Te iba a decir que no me quiero comer ninguna más, pero en realidad, si me la ponen, que sea con amor”, se despide la escritora, y ofrece otra de sus remeras, que reza: “Al que odia a las maricas, seguro el culo le pica”.
Desde el escenario, el set de cumbia de Mala Fama hace mover los pies, las cabezas, las colas de la marea diversa. En el backstage, Pablo Vasco está atento al más mínimo detalle del evento. Milita en Libre Diversidad del MST, uno de los muchos colectivos que forman la comisión organizadora. Espacios que en el día a día no articulan, pero que en esta fecha caminan de la mano. Vasco cuenta que hace seis meses vienen preparando la gran marcha. Es de la vieja escuela del colectivo, estuvo presente en la marcha germinal del año 1992: “Éramos 200, y cien llevaban caretas por temor a perder el laburo o a ser reconocidos por sus familias. Los tiempos cambian, y ver ahora a decenas de miles muestra el notable avance de nuestra comunidad.” Entre las principales demandas para seguir peleando este año, destaca que se pide por el fin de la violencia institucional y religiosa, el cupo laboral trans y el cese de los crímenes de odio.

Balestra, titular de Puerta Abierta a la Diversidad, lleva dos décadas en la comisión. Dice que “después de que gracias al trabajo de tantos activistas se consiguieran las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género, en estos años ha habido un retroceso, porque hay mucha más homofobia, más crímenes de odio, y encima este año es la primera vez que el gobierno nacional no nos habilitó el escenario en el Congreso”.

“Este año decidimos retirar las letras del nombre: es Marcha del Orgullo a secas. A esta altura, no alcanza el alfabeto. Con decir orgullo, incluimos a todo el colectivo”, explica Vasco. En su discurso, no olvida sus principios internacionalistas: “Vamos a condenar a Bolsonaro, por su participación en el crimen de Marielle Franco. Y como putos, tortas, no binaries y trans, apoyamos la rebelión popular en Chile.”

Los puestos estallan de clientes. Los chicos de Bagallo ofrecen banderas multicolores, musculosas de red y shorcitos  de vinilo ajustados a precios populares. En otro rincón se venden accesorios BDSM forjados en cuero y metal. Cuentan que pegó dura la macrisis en el gremio sadomasoquista. Pero por la cantidad de ventas, parece que esta tarde pinta la recuperación. Un detalle de este año: las multinacionales de gaseosas y cosmética tienen sus puestos en la feria, careteando diversidad.
Cerca de la Catedral, los futboleros de Los Dogos y los rugbiers de los Ciervos Pampas dejan ver la apertura en el mundo de la pelota. “El deporte es un espacio que permite abrir cabezas. A la homofobia le ganamos peleando”, explica Bernardo, presidente de Deportistas por la Diversidad, un colectivo con 20 años sobre el lomo. A unos pasitos, sus colegas le ponen garra a un besazo colectivo. 
La Beltrán no se puso lo primero que encontró para salir del clóset. El activista gorde luce una malla de lucha olímpica, borcegos brillantes, sombrero de cowboy y glitter. Todo el outfit en tono rosa chicle globo. “Me preparo para este día hace un mes. Fijate cómo se destaca la panza. Es importante mostrar que no hay sólo una forma de ser visible.”  
Valeria es del Movimiento Evita y torta orgullosa. Baila con sus compañeras antes de subir al camión del colectivo plebeyo. “Este día celebramos la diversidad, pero también que se va Macri, que no es puto, es liberal”, dice la piba llegada desde el Conurbano. Entonces, los camiones encienden los motores, los parlantes suenan al máximo y la masa diversa empieza a marchar. Hacia el arco iris inflable, el barrio de Congreso y mucho más allá.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

Entre los vivos y los muertos

En aymara, tantawawa quiere decir niño de pan: tanta, pan, y wawa, niño. Frente a la tumba de su suegro, Rene termina de colocar los tantawawas, y otros panes con formas de escaleras y caballos, junto a varios tipos de frutas, guirnaldas, flores y banderines. Pequeñas obras de arte que construyen una instalación artístico-culinaria en homenaje al difunto. “La costumbre es venir a la tumba durante los tres primeros años, pero acá nos tiene nomás, ya por el quinto. Es que mi suegro era un hombre muy querido. Además, es un día para rezar y reencontrarnos con todos nuestros difuntos, con nuestros ancestros. Es muy importante porque también nos conectamos con la cultura de nuestra tierra”, explica Rene y me convida una tutuma repleta de chicha que viene circulando de mano en mano entre sus familiares. Mientras alimenta a su papagayo Lorenzo -la mascota familiar que acompaña el festejo desde la lápida del difunto suegro-, Rene me cuenta que en su Cochabamba natal, los tres primeros días de noviembre son feriados, y después del mediodía del 2, las familias visitan los cementerios y rezan frente a las tumbas a cambio de panes y bebida. “Ya tiene su chicha, ¿ahora va a rezar por las escaleras o las tantawawas?”
Día de los Difuntos, Día de los Muertos, Día de todos los Santos o Aya Markay Quilla. Si hace menos de 30 años era en nuestras ciudades visita obligada al cementerio, hoy es tal vez liturgia silenciosa de algunos creyentes. Y pese a que por estas pampas la fiesta había quedado casi en el olvido, la multitudinaria demostración de los migrantes bolivianos y peruanos la ha resucitado definitivamente. Ya es casi el mediodía del 2 de noviembre, y luego de un diluvio de proporciones bíblicas, cientos de familias comienzan a poblar el cementerio del Bajo Flores. La idea de reciprocidad e intercambio, que circula en los Andes desde tiempos preincaicos, se comienza a materializar en las de mesas que se arman sobre las tumbas de los seres queridos. Lechón, frutas, panes y un abrillantado maíz inflado le empiezan a dar sabor a la tarde.
Es un tiempo difuso que germina abrazos entre la vida y la muerte. Las voces de la tradición marcan que el regreso del ser querido se da exactamente a las 12 del mediodía. Y aunque haya nacido en la ciudad boliviana de Sucre, la llegada puntual de nuestro agasajado parece guardar estrictas normas de etiqueta británica. Para sus familiares, el regreso del alma de Manuel no será tan eterno como su desaparición física, sino que se limitará a las próximas 24 horas; tiempo algo acotado, pero suficiente para compartir sus platos favoritos y algunas caricias con sus hijos y amigos, hasta que el festejo concluya en un multitudinario picnic comunitario en el cementerio del Bajo Flores.
Varios historiadores y antropólogos explican que en el territorio andino, desde tiempos inmemoriales, las comunidades aymaras y quechuas celebran la fiesta de los muertos. Las historias cuentan que durante los festejos, los comunarios solían llevar en andas el esqueleto del Inca. Con la llegada de los españoles, más por la fuerza que por la razón, la fiesta se terminó acoplando a la celebración católica de Todos los Santos. Según la tradición andina, durante los dos primeros días de noviembre, las almas de los difuntos vuelven para abastecerse de lo que preparan los vivos después de un período de restricciones, y en recompensa, ofrecerán sus dones para lograr una abundante cosecha. “Cerca a la fiesta de Todos los Santos comienza el tiempo denominado como tiempo femenino de jallupacha, o tiempo de las lluvias. Las personas mayores del altiplano dicen que los ajayus (almas) de los muertos son quienes estarán encargados de transportar las lluvias que requieren los campos para dar sus frutos. Por eso la celebración tiene una fuerte raíz agrícola, lo alucinante es ver como se resignifica esa costumbre en las grandes ciudades, y a miles de kilómetros de donde nacieron”, me explica el investigador chileno Pablo Mardones, cuando caminamos junto a la antropóloga Brenda Canelo por una de las arterias del cementerio.
Mientras conversamos, el camposanto de Flores empieza a transformarse en un el centro neurálgico que concentra miles de migrantes andinos que radican en la Capital y el Conurbano bonaerense. Cuentan que en los años anteriores, la policía perseguía a las familias que llegaban al cementerio cargados con viandas, cajones de cerveza e instrumentos musicales. La tormenta y el culebrón por el pago a los efectivos de la Federal han liberado el camposanto este año de la molesta custodia policial, pero no así de las quejas de algunos avinagrados chupasirios. En la administración del cementerio dicen que varias personas han venido a quejarse por “la actitud de los bolitas”. Cerca del paroxismo, algunos visitantes dicen que viven una suerte de invasión que no respeta las tradiciones de un cementerio católico apostólico y romano. “Los usos y las representaciones de los espacios públicos, como los cementerios, no son neutros, sino que expresan procesos históricos y culturales que instituyeron a algunos de ellos como la norma legítima, mientras que otros fueron señalados como anómalos. Lo interesante es que en estos últimos años, el número de personas que participan de estas prácticas fúnebres ha tenido un importante crecimiento. Las experiencias que realizan los migrantes andinos, que expresan formas diversas de entender y usar este espacio, son prácticas que nos ayudan a desnaturalizar aquellas que suelen ser consideradas como las únicas apropiadas para este ámbito: el silencio, el retraimiento individual y la solemnidad”, sentencia Canelo mientras los sonidos de tarq´as, sikus y trompetas empiezan a musicalizar el ambiente.
“Acá tiene las escaleras y mándese la chicha, amigo”, recomienda Rene y me pasa la obra de arte forjada con harina, luego de haber cumplido con mi parte del intercambio: tres padrenuestros con lagunas intermedias y la ayuda fundamental de la mujer del finado para terminarlos. Rene me explica que cada departamento de Bolivia tiene su secreto para preparar los panes, y que en su Cochabamba natal recomiendan amasar usando muy poca levadura, para que las figuras no pierdan sus formas originales. “Dicen que las almas vuelven en forma de tantawawas, los caballos son su transporte y las coronas de pan garantizan su alimento y salud”, confiesa Rene antes de despedirnos. Las escaleras que intercambié por los rezos son para poder subir y bajar del cielo.
Mantras en aymara 
La imagen parece sacada de una película de Kusturica. Los cinco músicos detienen su peregrinar entre los pequeños senderos que separan las tumbas. El hombre de la trompeta se acerca a una mujer que acomoda frutas y panes sobre un aguayo que cubre una sepultura, y le pregunta: 
– ¿Qué le gusta a la criatura?
La mujer hace una pausa mirando la cruz, y como tomando envión, susurra en voz muy baja:
– No sé, si meses tenía apenas.
– ¡Tocaremos morenada, pues!
Y las trompetas, el redoblante y el bombo tatuado con la inscripción Central Imperio en colores verdes, rojos y amarillos estallan en una melodía alegre y dulzona. “Tocamos en todos los Santos desde hace años. Algunas bandas tocan por tantawawas o a voluntad, pero nosotros cobramos unos pesitos por tres temas. Estamos juntando para grabar un demo, queremos dejar el trabajo en textil y dedicarnos a la música, progresar”, dice Gustavo mientras lubrica su garganta con un vaso de cerveza. La mujer de la tumba me invita con unos panes y cuenta que vino de Bolivia hace diez años. Allá vivía en la villa imperial de Potosí, y ahora vive a pocas cuadras del cementerio, en la multicultural villa 1-11-14. Hoy vino con sus comadres a rezar por su angelito. La mujer pide un huainito a los de la banda y comienza a recitar avemarías como si fueran mantras en aymara.
“Es una celebración de un fuerte sentido vital y festivo antes que solemne. Porque aunque estemos hablando de separaciones físicas definitivas, y acá también hay que tener en cuenta el tema de la nostalgia por tu lugar de origen, en verdad se cree que los difuntos no se fueron, sino que las almas retornan y están presentes”, me explica el periodista Guillermo Mamani, director del periódico Renacer Bolivia, sobre el sentido vitalista que guarda el festejo para las familias que han migrado a la Argentina buscando alternativas para ganarse el pan. Guillermo camina con su madre y su hermano hacia un pequeño muro forrado con lirios, claveles y decenas de velas encendidas en la parte más profunda del cementerio, frente a los fríos nichos de mármol. Es el improvisado altar para los que no pueden viajar a sus pueblos de origen para cumplir con sus difuntos. Hay rezos colectivos y algunas familias pijchan hojas de coca. Seis o siete pibes soplan en sus tarq´as una milenaria melodía acompañados por un bombo. Los pibes humedecen las flautas en agua antes de entonar la tarqueada. Guillermo me dice que si presto atención, voy a poder ver el llanto de las tarq´as.
La última morenada
Con la ayuda de sus hijos, Lidia carga unos bultos hasta la tumba de Manuel. “Ayer compartimos con toda la familia este reencuentro, y hasta las dos de la mañana hemos pasado jugando al truco y la loba”, dice mientras acomoda cuatro floreros repletos de crisantemos, calas y lirios sobre la sepultura de su marido. “Es difícil porque es todo muy reciente, y mi papá es el primer familiar que muere lejos de Bolivia. Había muchas cosas que no sabíamos cómo hacerlas, pero los compadres y comadres nos ayudaron harto. Y de acá en más, todos los años estaremos, porque el alma de mi papá va a estar esperando nuestra visita”, explica una de las hijas. Un cura de abarcas y estola hecha con aguayos ofrece una oración por el buen retorno del alma del difunto. Los familiares y amigos se turnan para ch´allar la sepultura con raciones de espumante cerveza y conversan tejiendo un patchwork con los retazos de la vida de Manuel.
A esta altura de la tarde, el cementerio desborda de sonidos y parece que la fiesta está dando sus primeros pasos. “Cuando me muera / qué me voy a llevar / Voy a seguir bailando…”, susurra la familia cuando las trompetas hacen estallar el ritmo conocido frente a la tumba. El hijo de Manuel me cuenta que su papá fue el fundador de una de las fraternidades de músicos y bailarines bolivianos más importante de Buenos Aires. Manuel quería que lo despidieran tocando morenada.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

Los Ángeles del infierno

“Siempre pensé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. La cita de Borges entre los epígrafes del libro La biblioteca en llamas, de la periodista y escritora Susan Orlean, quizá sea una suerte de ironía borgeana. La última bocana de aire fresco antes de descender al infierno de los bibliófilos. La historia del incendio que devoró un millón de libros.
Aunque muy pocos lo sepan, el 29 de abril de 1986 tuvo lugar el mayor desastre de una biblioteca en la historia de los Estados Unidos. Ese día la Biblioteca Central de Los Ángeles amaneció consumida por el fuego, 400 mil libros se transformaron en cenizas y otros 600 mil quedaron con heridas mortales. Un Quijote de 1860 ilustrado por Doré, todos los libros sobre la Biblia, todas las biografías de la H a la K, toda la historia del teatro, todo Shakespeare, cinco millones y medio de patentes registradas desde 1799 -con sus dibujos y descripciones-, las etiquetas de 20 mil fotografías, 6000 revistas y la lista del material carbonizado sigue hasta el infinito y más allá.
Escasos medios cubrieron la noticia. En The New York Times el siniestro apareció narrado en un pequeño artículo en la página A14. Los grandes diarios norteamericanos estaban eclipsados por otro incendio. Al otro lado del mundo, entre los frondosos bosques soviéticos, ese día explotó la central nuclear de Chernóbil. “El incendio de la Biblioteca Central no fue un asunto de escasa importancia, no fue como si un cigarrillo hubiese prendido en un contenedor de basura y nadie hubiese dicho nada. Fue un incendio gigantesco y furibundo que ardió durante siete horas y que alcanzó temperaturas que rondaron los mil grados centígrados; fue tan brutal que acudieron a sofocarlo prácticamente todos los bomberos de Los Ángeles. No podía entender cómo era posible que no hubiese tenido noticia de un acontecimiento de semejante magnitud, especialmente de algo tan relacionado con libros, a pesar de vivir al otro lado del país cuando tuvo lugar”, se pregunta Orlean al inicio del volumen. Los libros ardieron mientras la mayoría del planeta miraba hacia la Unión Soviética, quizá preguntándose si estaban a punto de ser testigos del fin del mundo.
Orlean nutre su libro con dosis desparejas de un thriller para contar las andanzas y desandanzas de Harry Peak, un aspirante a actor de Hollywood, infatigable fabulador al que se señaló como el pirómano que provocó la tragedia. Un rubio fachero que había fracasado en mil y un castings y que alcanzó finalmente la fama esa tórrida mañana de abril. Un fósforo iluminó su siniestra estrella. Su vida se apagó, sin condena, en 1993.
Más allá del perfil apasionante de Peak, Orlean rescata de las llamas las historias de otros personajes fascinantes como Charles Lummins, periodista errante del LA Times, poeta encendido, defensor de los derechos de los indios y director de la biblioteca a principios del siglo XX. La vida y obra vanguardista de Mary Jones, la primera bibliotecaria angelina con título oficial. Las aventuras del doctor C. K. Jones, histórico empleado del recinto apodado la “Enciclopedia Humana”. Las pasiones del arquitecto Bertram Goodhue, el hombre que cráneo la estructura de esta catedral laica del conocimiento. También se rescatan otros héroes anónimos: los bomberos que se jugaron la vida para apagar las lenguas ardientes y los miles de voluntarios que ayudaron en el rescate de los libros.

En un apartado clave, Orlean confiesa que para comprender la mente del pirómano que provocó el siniestro debe quemar ella misma un libro. La periodista duda a la hora de elegir la víctima, pero finalmente se decide por Fahrenheit 451. La obra suprema de Ray Bradbury –la historia de un “bombero” dedicado a destruir libros que termina enamorándose de ellos- fue parida en otra biblioteca californiana, la Powel de la UCLA. El escritor fue un defensor a ultranza de las bibliotecas.
Para responder la pregunta sobre las cosas que perdimos en el fuego, se puede citar otro epígrafe tatuado en el libro de Orlean. Un fragmento del poema “El incendio de un sueño” de Charles Bukowski, socio vitalicio de la institución del Downtown: “La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles / ha sido destruida por las llamas. / Aquella biblioteca del centro. / Con ella se fue / gran parte de mi / juventud.”

Reseña publicada en Tiempo Argentino por acá