Un mes pasó desde el 29 de octubre en que un ejército de 4000 efectivos de la Policía Bonaerense ingresó cuando asomaba el alba al predio de Guernica. El objetivo era desalojar a las más de mil familias que mantenían la toma en el sur último del Conurbano. Mientras los efectivos avanzaban, a las familias no les quedó otra que dejar atrás sus frágiles casillas y parcelas bien demarcadas. Algunos vecinos y militantes sociales resistieron el operativo. Fueron reprimidos. Treinta y siete terminaron arrestados. Fuego, gases lacrimógenos, topadoras, destrucción. El drama habitacional siguió en los paradores y en las casas de familiares que los abrigaron. Sin techo ni tierra propia a la vista. Con el trauma de la represión tatuado en la memoria.
En paralelo, las familias que habían firmado un acta–acuerdo en la que se comprometían a dejar en forma voluntaria el terreno, fueron asistidas por el gobierno provincial para su reubicación y la provisión de materiales de construcción que ayuden a ampliar sus viviendas de origen. También con un subsidio de 30 mil pesos, destinado para el pago de un alquiler. El Ministerio de Desarrollo de la Comunidad que comanda Andrés “El Cuervo” Larroque asegura que más de 900 familias aceptaron la propuesta del Estado bonaerense.
El incendio de un sueño
En la génesis de la toma, a finales de julio, durante los meses críticos de la cuarentena, fueron 2500 las familias que se asentaron en el predio enclavado en el partido de Presidente Perón. Gladys Medina llegó con sus cinco hijos el día uno. Estaba en la calle porque ya no podía pagar los $ 9000 por la pieza que alquilaba en Claypole. Cuidaba abuelos a domicilio. La peste la había dejado sin trabajo. “Es feo tener que pelear para conseguir la tierra. Ojalá se pudiera hacer de otra forma, con el laburo. Pero nunca me alcanzó”, contó a Tiempo un domingo helado a finales de septiembre. Comandó hasta el último día La Esperanza, uno de los tantos comedores que alimentaron a los vecinos.
“El desalojo fue horrible. Salimos con lo puesto, quedamos sin nada. Perdí en el fuego todo lo que tenía: colchones, ropa, ollas. Mi sueño era tener un techo. Queríamos pagar, como es debido, pero ahora siento que volvió todo para atrás”, se lamenta por teléfono Medina desde Lanús. Consiguió reparo en casa de su hermana. Está con sus hijos más pequeños. Los mayores viven desparramados en casas de amigos y compañeros solidarios.
Se le consulta por la asistencia estatal. Gladys mastica bronca: “Dios lo oiga, no pasó nada. Nunca me llamaron, usted es el primero que se comunica para ver si necesito algo. Los únicos que me dieron una mano fueron mis vecinos. Estuvimos parando donde pudimos. Ahora me quedo en lo de mi hermana hasta que consiga otro lugar, aunque no hay mucho espacio porque tiene diez hijos.”
Antes de cortar, asegura que muchas familias siguen en paradores, o simplemente a la deriva: “Duermen en la plaza de Guernica, en la calle, literalmente no tienen nada. Esos terrenos eran la posibilidad de tener tierra, nuestra casita, pero perdimos. Otro sueño más que se me fue.”
Verónica Velladares se había asentado a principios de agosto en La Unión, una de las cuatro barriadas demarcadas por los vecinos en el predio. Tiene 38 años y es madre soltera de tres hijos. Limpia casas, está desocupada y por un pleito legal con su expareja no puede cobrar la Asignación Universal ni el IFE: “Se cortaron las changas en cuarentena, estaba en la calle o parando en casas de amigas. No me quedó otra. Después vino el desalojo y volvimos a la misma, estoy en situación de calle”, explica desde lo de una amiga en La Boca.
En Guernica, cuenta Velladares, se sentía contenida: “Me ayudaron a construir una casilla y conseguí frazadas y un colchón. Después vino el desalojo y vi con mis propios ojos cómo empezaron a quemar nuestras cosas sin piedad. Fue muy triste, porque en La Unión éramos como una familia. Estaba la salita, los médicos que venían a ver a los chicos, los comedores, los profesores, era muy lindo”.
Agrega que tuvo entrevistas con los funcionarios provinciales: “Me acercaron víveres. Dijeron que me iban a ayudar con los 30 mil pesos y para que me saliera la Asignación. Les expliqué que con esa plata podía alquilar dos meses, pero después no sabía cómo iba a seguir. Necesitaba y firmé el papel que me dieron. Pero me quedé con dudas.”
Sostiene que del subsidio no tuvo ni noticias: “Ya pasó casi un mes y nadie me llamó. Tienen mi teléfono.”
Estado presente
Soledad Jiménez atiende el celular en el barrio San Martín de Presidente Perón. Tiene 35 años y es madre de siete hijos. Llegó a la toma con su marido, camionero desocupado, cuando se quedaron sin plata para el alquiler: “Estábamos en el sector 20 de Julio. Fue muy duro. Lluvia, frío, no podíamos darles de comer a los nenes. Semanas que no se las deseo a nadie. Pero queríamos tener algo propio.”
Después de pensarlo mucho, aceptaron la propuesta del Estado bonaerense: “Nos ofrecían un subsidio y bajarnos materiales para edificar, si conseguíamos un espacio. Por suerte mi papá nos dejó construir en la parte de adelante de su casa. Firmamos el acuerdo y nos vinimos.”
En pocas semanas, Soledad vio cómo, ladrillo por ladrillo, los albañiles que envió la gobernación construyeron la casa que hoy les da reparo: “Con el subsidio compramos las ventanas y la instalación para la electricidad. Sólo falta conectar la luz. Nos prometieron colchones y una cocina, pero no tuvimos respuesta todavía.” La joven agradece la mano del Estado: “Estuvieron muy presentes. Por suerte, ahora tenemos un techo.”
Noelia Gómez es de Guernica de toda la vida. Conoce en carne propia el drama habitacional que aqueja al municipio: “Hace 12 años que vivía en una casilla con suelo de tierra, en un terreno que compartimos con cuatro familias, todos hacinados. Fui a la toma porque quería tener algo para dejarles a mis hijos”. Su marido murió el año pasado. Las changas que realiza cuidando abuelos y una pensión de $ 12.300 no le alcanzan para darles de comer a sus tres hijos. La discriminan por tener VIH. Nunca consiguió un empleo en blanco: “Trabajo desde muy piba, no me gusta vivir de prestado o en una pensión. La realidad es que no alcanza, y todos estamos así en el barrio.”
Durante la toma levantó una carpita en la manzana 12, pegada al barrio Numancia afrontando heladas, vientos y los aprietes de la policía: “Parecía que no había salida y estaba muy descreída del gobierno. Ellos me decían que me iban a ayudar, a dar una solución. Al final lo hicieron, cumplieron su palabra.”
En el terreno donde vivía antes de la toma los albañiles están terminando la casita: “Una pieza, cocina y baño. Antes estábamos todos amontonados en un cuarto de tres por tres, ahora va a ser distinto”, se ilusiona. El subsidio, sincera, se fue en comprar mercadería para alimentar a sus críos: “Vamos a dormir abajo de un techo, como corresponde. Pero la necesidad sigue siendo mucha. Ojalá no se olviden de nosotros.”
Barrio popular
Victoria milita en la agrupación Víctor Choque. Durante la toma fue delegada del barrio La Lucha. “Ya desde la primera reunión –cuenta la joven de 31 años-, en la municipalidad nos basurearon, nos trataron de ignorantes, nos dijeron que fuéramos a laburar. Todo por reclamar un techo”.
Desde principios de noviembre, Victoria y otras siete familias desalojadas viven en un predio que pertenece a su hermana: “Decidimos armar un acampe para poder asistir a las familias que estaban en la calle. Hacemos ollas populares, talleres; si llueve se complica, nos amuchamos en el comedor y la pieza, lo importante es tener un lugar para vivir.”
Sobreviven haciendo changas, cortando pasto, y gracias a las donaciones: “Tenemos una familia que los funcionarios la subieron a una camioneta, le dieron un colchón y la dejaron acá. Nunca llamaron. En la toma fue lo mismo. Te tiraban un paquete de fideos cada tanto.”
Tomás también era delegado. Esta tarde da una mano preparando la merienda en el acampe. El día del desalojo fue detenido. Dice que a la toma fue a buscar una solución para su problema habitacional, pero con el paso de las semanas se dio cuenta que miles estaban en la misma: “Para sobrevivir a la pandemia, los más vulnerables teníamos que luchar juntos. La salida es colectiva. No necesitábamos soluciones fantasiosas o la condena al alquiler de por vida. Por eso queríamos construir un barrio popular y lotes sociales. Pero nos rajaron antes de conseguirlo.”
Publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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