martes, 18 de junio de 2019

¡Oh Capitán, mi Capitán!

El que avisa no es traidor. “El horario de salida y circulación puede sufrir modificación por causa de fuerza mayor.” Esta advertencia figura tatuada, en forma de sello, sobre el boleto del tren N° 601, que promete llevarnos desde la Estación Federico Lacroze, a pasitos del cementerio de la Chacarita, hasta la ciudad de Posadas. La advertencia funciona como una suerte de petición de principios, un canté pri de la imprevisibilidad y los azares del camino. Un hombre con muletas que nos ve trasponer el molinete bañados en sudor por la corrida contra reloj desde la estación de subte lo resume aún mejor: “Mejor tómenselo con soda, muchachos. Van a viajar en el Gran Capitán.” Son, en efecto, las 11:20 y el tren, anunciado para las 10:50, brilla por su ausencia.

El pasaje recién se apelotona tranquilo a la vera del Andén N° 9. Son, al principio, una masa informe, los extras de una película que no se empezó a rodar. En un rato, no obstante, iniciaremos una convivencia de más de 30 horas y, si Tatita Dios y el Gauchito Gil están de nuestro lado, menos de 40.

A poco de mirar se recortan con facilidad algunos arquetipos: la madre de familia con su prole a cuestas, el borracho con su vino de cartón Bordolino, el mochilero new age, el hippie artesano, el aventurero beatnik libro en mano, el pendenciero de barrio, la que se escapa, el que se va, el que se vuelve. 11:45. Bajo una llovizna pertinaz, como una estrella que se hace esperar para hacer aún más aclamada y espectacular su aparición, precedido por la columna de humo que despiden los mil caballos de fuerza de su locomotora GM CU, el protagonista entra en escena, como para desmentir que “una tormenta puede ser más bella que una locomotora” y demostrar que hasta el eterno José Martí podía equivocarse.

Ahora, la mole rodante se aproxima parsimoniosamente hasta el andén y los pasajeros se incorporan y esperan de pie su llegada como si le rindieran sus respetos. Los que vamos a viajar te saludamos, Gran Capitán. Leven anclas. 
QUÉ TREN, QUÉ TREN
El tren surfea las vías de acero que atraviesan el Conurbano Bonaerense como una cicatriz del progreso. Así forma el Gran Capitán: un coche de primera, uno dormitorio, dos pullman, cuatro de clase turista, la pequeña cafetería, el dormitorio del personal, el grupo generador y la bodega. En su dilatado periplo, el tren recorrerá  los 1100 kilómetros del ex Ferrocarril Nacional General Urquiza hasta llegar a las coloradas tierras misioneras.

El ramal parido durante las tres últimas décadas del siglo XIX, con aportes nacionales y británicos, nació como medio de transporte vital para el Noreste argentino y, sobre todo, para alimentar la voraz (y agroexportadora) Cabeza de Goliat enclavada en el Puerto de Buenos Aires. Para 1912 su influencia crecía y arañaba la frontera con el Paraguay, pero también ayudaba a engordar las ganancias de los patrones ingleses y la oligarquía for export. En la década de 1940, Raúl Scalabrini Ortiz advertía:

“El ferrocarril puede ser el elemento aglutinador de una colectividad o su más pernicioso disgregador. Por eso, la actividad inicial de los pueblos que logran su conciencia propia es obtener el contralor inmediato de sus propios ferrocarriles.”

Perón cumplió el anhelo de la nacionalización de los ferrocarriles el primer día de marzo de 1948 y Evita dignificó el acto con un encendido discurso en la Estación Retiro. Años después, llovieron bombas sobre Plaza de Mayo y las automotrices norteamericanas metieron la cola con una fórmula nefasta: más rutas y menos vías. Después llegaron los años de la desinversión, el abandono y el golpe de nocaut al ferrocarril que le propinaron los cierres masivos y privatizaciones decretados durante los años del Menemato, del que el ramal mesopotámico no quedó ajeno, ya que fue cerrado en 1993. A pesar del abrupto parate, el Gran Capitán logró resurgir de sus cenizas diez años después.

Esta tarde de marzo del 2011, temporada baja, el convoy cobija unos 400 pasajeros, la mayoría con destino final en Posadas. Adrián, un guarda con cara de pocos amigos recorre el vagón picando boletos. “Estamos viajando en seis vagones, pero en diciembre y enero llegamos a los 14 coches, con casi 1200 personas a bordo. A pesar de la mala fama que nos han hecho, la gente nos elige por los costos. Es un equilibrio: el tiempo que vos perdés acá, lo recuperás en el ahorro, podés viajar con toda tu familia por la mitad de lo que te sale el micro (el boleto Buenos Aires Posadas cuesta $ 85 pesos en clase turista, contra los casi $ 300 del transporte automotor). Hay que aprender a cultivar la paciencia. Disfruten del viaje, caballeros”, explica el guarda con cierto tono zen, antes de proseguir su búsqueda de polizontes.   
PUENTE ZÁRATE BRAZO LARGO

Algo apunado, el Gran Capitán escala la empinada cuesta del Puente Zárate Brazo Largo. Dos pantagruélicos lanchones sacados de una versión mesopotámica de V, invasión extraterrestre flotan enmohecidos sobre el río. Son los ahora desocupados ferrobarcos que en el pasado capeaban la odisea de cruzar el Paraná Guazú, arrimando vagón por vagón de una orilla a otra. El pasaje se agolpa en las ventanillas degustando desde las alturas la magnificencia barrosa del Paraná. Juan L. Ortiz, el pequeño poeta más grande de estas tierras tramadas por aguas, puede explicarlo mejor: “De pronto sentí el río en mí / corría en mí / con sus orillas trémulas de señas, / con sus hondos reflejos apenas estrellados.” Bienvenidos a Entre Ríos.

VAGÓN MATEADOR

Puro mate con peperina. “En primera se está más fresquito, porque no va nadie”, dice Silvia, sentada sobre el añejo butacón de cuerina azul del vagón económico, mientras ceba paciente un infaltable amargo con hierbas serranas. Un día de hace unos 20 años, un poco cansada de las siestas y las cabalgatas por los campos entrerrianos, Silvia decidió dejar a su familia en su Domínguez natal y partir hacia el Conurbano. Allá la esperaban varios amores, varios desengaños y varios amores nuevamente. Silvia cuenta que desde 2001 es militante del Partido Obrero y que los últimos años los ha pasado trabajando en política y ayudando en tareas sociales en su barrio de Ituzaingo. De pronto hace silencio y se queda suspendida del paisaje: esa película del recuerdo que proyectan las ventanillas.

Hace pocos meses falleció su padre y sus restos están en el cementerio de Domínguez. Es la primera vez que regresa para vistarlo: quiere llevarle algunas flores y construirle una cruz “como Dios manda”. El sol va cayendo y el Gran Capitán navega, manso y tranquilo, entre un verde océano de soja transgénica.

ESTACIÓN LAS MOSCAS

A las 16:07 Larroque parece un paraje fantasma. Las calles asfaltadas vacías, los colores de las madreselvas brillando en el silencio, salvo algún perro que levanta modoso las orejas, salvo un paisano de boina pegado a una banqueta, salvo una mujer que pasa con su hija en bicicleta, se detiene un momento y le dice a la niña que salude al tren.

Los vagones del Gran Capitán están rigurosamente vigilados, pero las uniones entre un vagón y otro son una zona franca en la que se permiten ciertas libertades individuales, como tomar fresco sentado en la escalinata de acceso, de cara al viento y la nada informe del camino.

Poco antes de llegar a la localidad de Las Moscas suben los pasajeros menos deseados: tres gendarmes y su labrador negro entran al vagón y hurgan entre los bagallos del pasaje. Dos pibes que rasguñan una guitarra y cantan una canción romántica de Marco Antonio Solís son los primeros interpelados por los hombres de verde. Documentos, pasaje, requisa y el “muchas gracias” con cara de guerra se repite en el vagón popular. Algo decepcionados, los gendarmes se bajan en la estación del pueblo que homenajea al díptero más antiguo del planeta tierra. En el vagón se comenta que subieron “por si las moscas”.

GRAN CAPITÁN, BUENOS DÍAS

En los vagones del tren hay un cartel con el número de un teléfono celular, la “línea Gran Capitán”. La frecuencia homeopática del servicio y las imprevisibles vicisitudes que el tren afronta en cada viaje obligan a los futuros pasajeros a marcar este número para informarse por dónde anda el convoy y cuándo se producirá el anhelado arribo a la estación para abordarlo. Cuando alguien llama hace sonar el celular que descansa en el bolsillo izquierdo de la camisa Grafa azul del Señor Acuña. El hombre atiende y no dice hola, no dice qué tal, no dice quién habla, simplemente anuncia: “Gran Capitán, buenos días.” Acuña es alto, ancho, canoso, de buen porte y saluda con un apretón de mil HP. En el mundo del Gran Capitán su cargo no tiene nombre oficial, Acuña es simplemente el alma del tren.

“Yo en mi vida ferroviaria siempre he sido conductor de locomotora, de coche motor, he sido instructor. Cosas que he logrado gracias a que uno le pone un poco de constancia a lo que está haciendo. Porque esto te tiene que gustar. Yo siempre fui una persona responsable. De estar charlando ahora con ustedes y ver lo que está pasando”, dice Acuña mientras el tren devora kilómetros de vías y, como si fuera adrede, justo en ese momento lo llaman por el handy. “Te copio”, dice Acuña y se escucha una voz con fritura al otro lado. “Bueno, teneme al tanto”, responde el Gran Capitán y prosigue: “Esto es una responsabilidad. Laburo es una cosa y una responsabilidad es otra. Vos al laburo vas, cumplís ocho horas y si después se calló el techo y bueh, mala suerte. Acá no. Acá el lema mío es que el tren salga a horario, que llegue a horario. Estando en franco llamo por teléfono y les pregunto a los muchachos: ‘¿Por dónde andan?’, a ver ‘¿cómo están, qué pasó?’ Siempre estoy al tanto de por dónde y en qué condiciones anda el tren.”

Acuña se apasiona hablando de los desafíos que implica cada viaje: los 80 grados de temperatura que alcanzan los rieles “hasta torcerse como un fideo”, las hazañas para hacer funcionar a pleno el motor o el fantasma que recorre todo convoy: el descarrilamiento. “A veces lo encarrilamos nosotros, porque ahora acá no hay una velocidad brava. En el año ochenta y pico teníamos 120 kilómetros por hora. Le metíamos entre 12 y 15 horas. Eso ahora no se puede hacer por la falta de mantenimiento. Antes la Línea Urquiza tenía un hombre por kilómetro. En 1200 kilómetros había 1200 hombres.”

De pronto, Acuña pide disculpas y toma el handy. “¿Está todo bien?”,  pregunta, “Sí, arrancó de nada, arrancó bien”, le contestan al otro lado. “Ta bien, papito”, remata Acuña y retoma la conversación: “Si acá se hicieran las cosas como se tienen que hacer en tiempo y forma, ¿sabés los ferrocarriles que tendríamos? Un tren circulando a 120 kilómetros por hora, ponele 18 horas a Posadas, competís con el micro. Se puede, acá en la Argentina se puede todo.”

ESTACIÓN BASAVILBASO
Cae la noche sobre este pueblo de colonos entrerrianos. Esta es una de las paradas de reacondicionamiento del tren, de manera que el pasaje aprovecha para estirar las piernas, apurar una birra o un vino en cartón que no se podrá subir al tren y comer por un peso las empanadas de pollo, por dos la ensalada de frutas y por cinco los sánguches de milanesa que ofrecen las vendedoras ambulantes. Una precaria economía que se reconstruye cada vez que el tren vuelve a surcar el litoral.

Un muchacho que orilla los 30, morocho, el pelo al ras, se nos acerca y nos pide cerveza. Cuando le convidamos, como si sintiera que debe darnos algo a cambio, nos cuenta una historia de un padre perdido en Brasil que va a tratar de encontrar, de sus planes, de su oficio de chef, de noches de cocaína en Ibiza, pero el vaso se acaba, la luz del día se apaga, suena el silbato y el relato queda trunco: hay que decirle adiós al que tal vez sea nuestro único atardecer en Basavilbaso.

EL CUCHILLO DEL GAUCHO GIL
El sol se filtra por las hendijas metálicas de las ventanillas y los pasajeros se desperezan. El color de la tierra es prueba de que en la noche se ha cruzado la frontera y ya estamos en Corrientes. El cansancio se adhiere a los cuerpos de los pasajeros como el polvo del camino, pero es temprano y todavía falta cruzar una provincia entera antes de llegar a Misiones. Ramón recorre los pasillos, como durante toda la noche, aunque su uniforme de la empresa de seguridad Dogo no luce la pulcritud de la que hacen gala las fuerzas del orden. “Ya no trabajo para esta empresa, soy empleado del tren, pero lo sigo usando para imponer más respeto”, cuenta acodado al cartel de la estación en su ciudad natal: Paso de los Libres. “Para este trabajo tenés que ser guapo, una vez hasta me quisieron tirar del tren, un borracho al que le saqué el trago. Cuando son las fiestas del Gauchito Gil la hoja del cuchillo más chico no mide menos de diez centímetros, hay que saber manejar la situación”, dice el seguridad que basa su autoridad menos en la cachiporra que en sus dotes de persuasión.

De a ratos se le filtran fragmentos de su biografía: “Antes de entrar a la seguridad estuve en Gendarmería”. Cuando le preguntamos por qué abandonó a los hombres de verde, se sonríe, pícaro: “Menos pregunta Dios, y perdona.”

ESTACION SANTO TOMÉ
Adentrados en Corrientes la vegetación por momentos es tan cerrada que se aboveda sobre el tren, como si se tratara de un túnel vegetal y el sol apenas se cuela, ametrallado entre las matas de hojas. Basta asomar unos centímetros los dedos fuera de la ventanilla para sentir el roce de los tallos las hojas y los juncos.
La promiscuidad vegetal acaba trayendo complicaciones: en Santo Tomé el tren se detiene más de la cuenta y el guarda se apersona para informarnos que el plumerillo que se desprende de los arbustos tapó el filtro de aire; ahora hay que esperar que los bomberos lleguen en nuestro auxilio. La ululuante sirena de la autobomba arriba a la estación cortando en dos el silencio tórrido de la siesta. El bombero apunta y dispara el chorro a presión contra el filtro de la locomotora, pero el eterno Acuña le arrebata la manguera, se sube al lomo de la máquina y desde ahí dispara al mastodonte mecánico hasta destaparle los pulmones.
NARANJO EN FLOR
El su último tramo, el Gran Capitán bordea la provincia de Misiones y hay premio para el pasajero paciente: con sólo cerrar los ojos se puede disfrutar de un viaje aromático: los nenúfares y lotos de los esteros, el té de Las Marías, los cítricos de las haciendas. El ojo no se queda atrás. En el vagón popular dicen que aguzando la vista pueden distinguirse los carpinchos y yacarés que habitan los bañados. Nosotros no vemos más que la elegancia de una garza blanca y el reflejo del poniente sobre las aguas.

De pronto, descubrimos que Pindapoy no era un jugo ni algo para chuparse, sino una localidad misionera, famosa por sus naranjales. La estación luce un abandono ejemplar, pero las naranjas aún brillan en los árboles como si fueran de oro.

ESTACIÓN POSADAS

Treinta y dos horas después de haberlo abordado en Federico Lacroze, el Gran Capitán nos deposita, sanos y salvos, en Posadas y el hecho parece un pase de magia del progreso, uno de esos trucos viejos que todavía asombran.

Los pasajeros, cansados, se dispersan en la estación. Acuña, conocedor de las mil y una vicisitudes del recorrido, respira aliviado por otro viaje exitoso. Así se construye la leyenda del Gran Capitán, palmo a palmo, kilómetro a kilómetro.
La locomotora bufa y el tren se despliega en la vía como un gigante cansado, un titán que no sabe de modorras. Dentro de dos horas, partirá nuevamente hacia Buenos Aires.

LA SIESTA FORZADA 

Pocos meses después de esta travesía, el Gran Capitán dejó de correr por las vías que surcan el litoral desde Buenos Aires hasta Misiones. El tren languidece desde noviembre de 2011 en la estación de General Virasoro, Corrientes, víctima del abandono estatal y también del vandalismo ciudadano. Letargo forzado. La siesta amarga del gigante.
Crónica publicada en Revista Invisibles, por acá

lunes, 10 de junio de 2019

Tierra y libertad

La neblina cubre esta mañana de miércoles las quintas del barrio La Capilla de Florencio Varela. También las cubren la pobreza, la inflación, los tarifazos, los recortes en el INTA y la falta de políticas públicas, algunas de las plagas que afectan a los pequeños agricultores. Es una época de tierra arrasada para los quinteros bonaerenses. Con casi 40 años en el gremio del cultivo, don Roque Ayunta cuenta que ya pasó otros tiempos fuleros: la híper de Alfonsín, la debacle del menemato, la implosión de la Alianza, los sube y baja de la década ganada: "Pero nunca como estos. Se achica el consumo, sube la luz, sacan a los técnicos que asesoran y la inflación nos come", dice el hombre de 66 años y manos curtidas por el arado.
Orgulloso hijo de zafreros, Roque chupa el mate, hace memoria y narra la deriva de su vida migrante. Nació en Tucumán, se crió en Loreto, Santiago del Estero, y vino a laburar a la Capital Federal a principios de los '80. Se ganó el mango primero en una gomería, luego en un restaurante y finalmente en un frigorífico que se fue a pique. Sus hermanos lo salvaron del naufragio y se lo trajeron a trabajar al por entonces floreciente cinturón frutihortícola del Conurbano. "Esto era campo pelado y yuyo. Pero se armaron invernaderos. Trabajaba para un portugués como mediero. Él ponía la tierra y los insumos, y nosotros las manos". En Varela echó raíces, se casó y creció su familia.
Crece desde el pie
Como a muchos argentinos, a Roque le cambió la vida en el 2001. Pocos meses antes del huracán político y económico que terminó en aquel diciembre negro, un tornado furioso arrasó con todo a su paso en la zona sur. "No quedó ni un invernadero en pie. Entonces el portugués no quiso producir más y no me quedó otra que alquilar la tierra para sobrevivir", cuenta Roque, mientras camina entre los senderos que se bifurcan y trifurcan entre lechugas moradas, acelgas y ciboulettes. Desde cero una vez más, a puro tractor, arado y pala, pudo labrarse un nuevo futuro. Pero no lo hizo solo. La redención fue colectiva.
Hace una década, harto de que distribuidores y mayoristas le metieran la mano en el bolsillo al vender los frutos de su trabajo, Roque se unió a otros pequeños agricultores del barrio y formaron la Asociación de Productores Hortícolas de la 1610, un proyecto colectivo que produce en forma agroecológica, cuidando el medio ambiente, la salud de los productores y también la de los consumidores.
"La organización nuclea a 17 familias y la regla básica, en este contexto devastador, es el precio justo. No se puede pagar tan cara la comida. La crisis, la ausencia del Estado y la falta de legislación dejan indefensos a los dos puntos más débiles de la cadena: productores y consumidores. Por eso nos organizamos", resume Juan Martín Casco, técnico en Administración Agraria y asesor de los quinteros.
Mientras da una mano en el invernadero, Casco cuenta que se formó no muy lejos de las quintas, en la Universidad Jauretche, orgullo de los vecinos de Varela y una de las casas de estudios conurbanas despreciadas por la gobernadora Vidal. "Conocí la experiencia cursando una materia, me acerqué y empecé a laburar. Más allá de lo productivo quinta adentro, me apasiona el trabajo humano y la respuesta colectiva que tienen los pequeños productores, cuando se empiezan a dar cuenta de que solos no van a ningún lado y que hay que trabajar unidos. Esta es una transformación que lleva tiempo, dedicación, construcción de comunidad. Y es posible", dice el técnico.
Cinco años atrás, los quinteros ensayaron un cambio de paradigma hacia un modelo agroecológico. "Es integral: la producción, la comercialización y la relación con el consumidor. Con ejes conceptuales anclados en el cuidado del ambiente y el precio justo", resume Casco. ¿Las claves? Dejar atrás la especulación y los agroquímicos, hacer asambleas, y un axioma central: la comida es un derecho.
Precios justos
Roque traza surcos con un arado casero, armado con una vieja bicicleta, y hace números que aterran: "Si no contáramos con las organizaciones de intermediarios solidarios, iríamos a pérdida. Le doy un ejemplo: si tuviera que vender a culata de camión en los mercados satélites, no me alcanzaría ni para pagar la luz. Este mes vinieron 1500 pesos. Y encima hay baja tensión". El panorama dibuja una espiral descendente: baja el consumo, bajan las ventas y las ganancias cubren a duras penas el alquiler, los servicios y un pucho para garantizar la subsistencia. El técnico Casco grafica la desigualdad con números precisos: "Por el kilo de lechuga en las concentradoras les pagan menos de 15 pesos, y en una verdulería de Capital esa misma lechuga se consigue a 75. Un robo".
A los problemas en la comercialización se suman las dificultades climáticas que se ensañan con el nylon de los invernaderos y los tijeretazos presupuestarios del gobierno: "Teníamos el apoyo de los programas Prohuerta y Cambio Rural, que articulaban con el INTA y Desarrollo Social. Pero los recortaron, y hoy se cuentan con los dedos de una mano", se lamenta Casco.
Para lidiar con la malaria, los pequeños productores venden generosos bolsones con sus productos en la finca y también en Mercado Territorial, Más Cerca es Más Justo y la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria, redes alternativas de comercialización. "Se consigue a 160 pesos acá y a 260 en los mercados. Nueve kilos de verduras de estación: acelga, remolacha, verdeo, puerro, lechuga, morrón, zapallito, morada, ahora en invierno. En una verdulería cuestan el triple", dice Roque y se concentra en trabajar sobre una familia de brócolis. "Si tuviera al ministro de Agricultura adelante –dice–, le diría que empiece a mirarnos a los pequeños productores. Que dejen de echarnos tierra encima".  «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

domingo, 9 de junio de 2019

Hunter S. Thompson: la gran caza del periodista gonzo

Pánico, locura, miedo y asco. El libro de la periodista E. Jean Carroll tiene todo lo que puede esperarse de una biografía sobre el padre del periodismo gonzo. Pero hay más, mucho más en la obra Hunter. La vida salvaje de H. S. Thompson. Biografía coral, crónica salvaje, perfil tragicómico y, sobre todo, tremendo relato gonzo sobre la máquina de escribir más lisérgica del siglo XX.
El libro, que se suma a la colección Rara Avis que dirige Juan Forn para el sello Tusquets, fue publicado originalmente en 1993, doce años antes de que Thompson decidiera matarse de un balazo en la cabeza como su adorado Hemingway: “Veintitrés más que los que necesitaba, veintitrés putos años más de parodia.” Un adiós certero a 67 años de excesos, dandismo, freak power, estafas y periodismo. Los dos últimos conceptos no son sinónimos.
El libro de Carroll trabaja en dos planos. Los capítulos biográficos que construyen un patchwork con mil y un testimonios de compañeros de ruta del “Doctor” Thompson. Desde su primera novia hasta su último editor, sin olvidar a sus amigos de la infancia, su ex esposa, familiares varios, compañeros de redacción y de barra, dealers, groupies, celebridades, políticos de ligas mayores y freaks del bajo fondo. Desde el dibujante Ralph Steadman hasta el fundador de la revista Rolling Stone Jan Wenner, sin olvidar al rencoroso motoquero “Sonny” Barger –la relación de Thompson con los Hell Angels terminó en una tremenda golpiza que se comió poco después de la publicación del volumen- y el ex senador demócrata Roger McGovern, personaje central de la campaña presidencial de 1972 que erigió al gonzo como la pluma más filosa del periodismo político estadounidense.
El otro plano es un relato en primera persona de una tal Laetitia Snap, ornitóloga cautiva en el rancho-fortaleza de Thompson en  Woody Creek, Colorado, y obligada a escribir la biografía de su desaforado captor. Sublime pieza gonzo que teje E. Jean Carroll para retratar los años postreros de su querido amigo –compartieron andanzas y desandanzas-, con ritmo hilarante y desquiciado. En el primer capítulo, la cautiva hace una declaración de principios y confiesa que daría cualquier cosa para que su biografiado estuviera muerto. De hecho, tendría que haberlo estado para aquellos primeros años de la década del noventa. Miren, si no, su puntillosa rutina diaria:
3:00 p.m. Despertarse.
3:05 Chivas Regal con el diario de la mañana, cigarrillos Dunhills.
3:45 Cocaína.
3:50 Otro vaso de Chivas, Dunhills.
4:05 Primera taza de café, Dunhills.
4:15 Cocaína.
4:16 Jugo de naranja, Dunhills.
4:30 Cocaína.
4:54 Cocaína.
5:05 Cocaína.
5:11 Café, Dunhills.
5:30 Agregar más hielo al Chivas.
5:45 Cocaína, etc, etc.
6:00 Un fino de marihuana para sacarle la aspereza al día.
7:05 La taverna Woody Creek para almorzar. Heineken, dos margaritas, ensalada de repollo, un taco salad, una porción doble de anillos de cebolla fritos, carrot cake, helado, porotos fritos, Dunhills, otra Heineken, cocaína y para el regreso a casa un cono de hielo triturado con tres o cuatro medidas de Chivas.
9:00 Cocaína para equilibrar el Chivas.
10:00 Primer ácido de la jornada.
11:00 Chartreuse, cocaína, marihuana.
11:30 Cocaína, etc, etc.
12:00 Medianoche, hora de empezar a escribir.
12:05-6:00 a.m. Chartreuse, cocaína, marihuana, Chivas, café, Heineken, «clove cigarettes», pomelo, Dunhills, jugo de naranja, gin, películas XXX en loop.
6:00 Champagne en la bañadera, helado Dove, fettuccine Alfredo.
8:00 Halción, dos comprimidos. 
8:20 Sueño profundo.
Querido lector, aproveche ahora que Hunter descansa, para darle un trago al ponche de ácido lisérgico que ofrece esta biografía. Vida y mito del escritor que desnudó al American Dream. Esa pesadilla de la que es imposible despertar.
Reseña publicada en Tiempo Argentino, por acá

martes, 4 de junio de 2019

Después de Sanjinés: el cine boliviano tiene quien lo analice

En la Argentina se sabe poco y nada sobre la muy rica cinematografía boliviana. Lo que sí se sabe, no tengan dudas, es que son contadísimas, a cuentagotas, las películas producidas en el país andino-amazónico que logran su merecido estreno comercial en las salas porteñas. O su exhibición en festivales y ciclos. O, siquiera, su copia pirata ofrecida por caseritas y caseritos de las ferias del Bajo Flores o de Liniers. ¡Por suerte tenemos internet!
Más allá de la producción clásica que logró saltar fronteras en el pasado, con la obra de Jorge Sanjinés como resplandeciente faro solitario, hay que resaltar que la cinematografía boliviana ha vivido (y sufrido) un verdadero proceso de cambio en la última década ganada. Mayor cantidad de films que salen a la luz, la emergencia con rasgos propios de las cinematografías regionales y la irrupción de nuevos cineastas que retoman senderos ya transitados y que -con buenos criterios e inevitablemente con buenos tropiezos- se animan a explorar nuevos territorios.
“El cine boliviano nunca ha logrado exceder las glorias y desgracias de su sistema artesanal de producción. Aquí cada cual hace su película como puede y según los modos que las condiciones y los auspicios le permiten. En parte, estas fragilidades de la práctica explican que el cine boliviano sea un ‘cine de autor’: es decir, cine en que el autor decide casi todo, aunque esa libertad la ejerza en circunstancias que no son de su elección.” El fragmento citado pertenece al libro Después de Sanjinés. Una década de cine boliviano (2009-2018), de Mauricio Souza Crespo, uno de los mayores investigadores, historiadores y críticos de la literatura y la cinematografía bolivianas. Una obra publicada recientemente bajo los auspicios editoriales conjuntos de la editorial paceña Plural y del blog Tres Tristes Críticos del tridente Rodrigo Ayala, Fernando Molina y el propio Souza Crespo.
Después de Sanjinés resulta una obra fundamental para entender el presente de la cinematografía boliviana. Un cine, según el crítico, que sin gran público en las contadas salas y de esporádico ingenio formal, es capaz en la actualidad de hallazgos parciales, secuencias memorables, y posibilidades no menos presentes y actuantes por ser apenas intuitivas. Características que acercan a la boliviana a “casi cualquier otra cinematografía nacional”. Y con las dificultades que ha atravesado la cinematografía boliviana en su dilatada historia, no es poca cosa. 
El grueso volumen de 307 páginas está organizado en tres apartados. El primero y más generoso reúne 40 reseñas de películas bolivianas –o relacionadas con Bolivia- del período histórico marcado por la hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS) y su giro “radical”. Souza Crespo traza una cartografía crítica de los últimos diez años del cine parido en la Bolivia de los tiempos de Evo Morales. En su radar crítico aparecen films conocidos pero no reconocidos en estas pampas, como Zona Sur (recuerdo una proyección hace pocos años en la TV Pública), YvyMaraey y Søren de Juan Carlos Valdivia; Viejo Calavera, de Kiro Russo; Ciudadela, de Diego Mondaca; y Perfidia, de Rodrigo Bellot. Pero también analiza obras fascinantes y casi desconocidas en Argentina, como Pandillas en El Alto, el potente cortometraje de tópico minero Juku de Socavón Cine y Eugenia de Martín Boulocq. Un mapa que invita a la exploración por varios senderos que se bifurcan y trifurcan.
En el segundo apartado, Souza Crespo cambia de aire y se concentra en los cambios, mutaciones y transformaciones en las maneras de “Ver y hacer cine en Bolivia”. Lectura obligatoria para trabajadores del gremio. La reflexión sobre la labor del crítico tiene su espacio en este capítulo. En uno de los textos, el autor arriesga que “acostumbrados a insistir en que hacer cine en Bolivia cuesta muchísimo (habría que averiguar pronto el nombre de esos lugares en los que hacer cine es hacer un paseo de parque), se espera en ocasiones que la crítica discuta el valor de una película a partir del esfuerzo invertido en hacerla. Esta expectativa solo se aplica al cine boliviano, ese que hace ‘gente que conozco’ y a la que ‘he visto esforzándose mucho’. Un posible equivalente hollywoodense de esta costumbre sería la de pedir que juzguemos el valor de una película por la cantidad de plata invertida en ella. Sin verla, podríamos decir así que Ragnarok es la mejor película de 2017. ¿Acaso 180 millones de dólares pueden equivocarse?”
La última parte del libro, íntegramente integrada por el ensayo de más largo aliento, medita sobre el concepto del “regreso” en diversos films a esta altura ya icónicos. El clásico Vuelve Sebastiana de Jorge Ruiz y el más reciente documental El corral y el vientode Miguel Hilari. En este diálogo reflexivo también aparecen road movies como Mi socioCuestión de fe. Pero en realidad, el texto también, y sobre todo, es una excusa perfecta para hacer foco en dos obras del maestro Sanjinés: el clásico de clásicos La nación clandestina y el magnum opus paraestatal Insurgentes.Es que la cinematografía boliviana vive un sempiterno “regreso” a la obra de Sanjinés. En su libro, Souza Crespo nos da indicios de lo que, quizás, vino después.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

Una de terror en el Bronx

Hace tiempo que el Bronx ya no da miedo. En el vagón del metro que escala hacia el Uptown este sábado no hay ni pandilleros ni figuras que metan miedo a nadie. Sólo familias en plan de weekend y obreros de caras cansadas que vuelven a sus domicilios después de ganarse el salario del miedo en los rascacielos del frío y frígido Downtown de la isla de Manhattan. También unos hinchas que peregrinan para algún partido de los New York Yankees. Estos muchachos no tienen pinta de bravos. Sí de pesados. Y pintas, de cerveza.
Erecto, casi hundiéndose en el vecino río Harlem, el Yankee Stadium, XXL, es orgullo y jactancia de cada varón del Bronx. Caben más de 50 mil almas sentadas. Una catedral para las misas ricoteras de las Grandes Ligas de béisbol. Joya arquitectónica cuya fama compite –sin ganarle nunca- con la de nuestra Bombonera.
Después del estadio, el Zoológico es otro de los pocos must del barrio que figuran en las guías de turismo. Las que advierten con alarma sobre horarios peligrosos y zonas de riesgo que conviene a toda costa evitar. Quien sea indiferente a la intimidación histérica, y se deje llevar por el metro algunas estaciones más arriba, llegará al corazón delator del distrito más poblado de los Estados Unidos, donde un millón y medio de personas cohabitan en uno de los ambientes más multiétnicos y multiculturales de este país que, al menos hasta la llegada de Donald Trump al poder, se proclamaba nación de inmigrantes y crisol de razas.
Al salir de la estación de Kingsbridge Road, en el barrio de Fordham, la ancha avenida Grand Concourse deja ver curtidos edificios de ladrillo a la vista y escaleras de emergencia algo oxidadas que se pierden en el horizonte. Fordham se llama la universidad de los jesuitas. Fue fundada en 1841. Si pensamos que en Manhattan los católicos tuvieron vedado hasta el siglo XX el acceso a la educación superior, nos dan ganas de hacer un brindis por el democrático distrito del Bronx.
Ni básquet, ni fútbol americano, ni béisbol. Unos pibes de potrero le pegan duro y parejo a una número cinco en la esquina de Kingsbridge y la Grand Concourse. Los hispanos son más de la mitad del Bronx (los afroamericanos son un tercio). Y desde hace décadas impusieron la pasión futbolera en el borough. Su influencia no se acota al universo deportivo. Los latinos vienen ganando terreno en muy diversos espacios. La irrupción en las últimas elecciones legislativas de la joven demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, de raíces puertorriqueñas y obreras, fue el último gran sacudón latino por estos pagos. “Vamos a construir un movimiento más amplio para la justicia social, económica y racial en los Estados Unidos”, prometió la ex camarera y activista, la noche en que resultó elegida como la diputada más joven del país del norte. Ocasio-Cortez tiene, apenas, 29 años.
El cuervo y la tuberculosis
A esta centenaria cabaña de estilo holandés se la ve a pasitos de la estación de Kingsbridge. Está rodeada de asfalto, enclavada en una isla. En este sencillo cobijo de madera de principios del siglo XIX vivió uno de los padres fundadores de la literatura norteamericana. Edgar Allan Poe vivía en el Bronx cuando el barrio estaba en pañales. Era más rural que urbano. O era, sin más, puro campo. “Trate de imaginarse el paisaje. Había una herrería, un hotel y un par de tabernas. No mucho más. Poe llega en el año 1846 con su esposa y su tía. En ese tiempo, la ciudad, como mucho, llegaba hasta Times Square, la actual calle 46 de Manhattan. El resto era campo virgen.” Esto explica Glen Martínez, el celoso cuidador de lo que es un tesoro para fans del maestro universal del cuento extraño, la narrativa policial y, por raro que suene, el “poema de suspenso”.
Martínez tiene 36 años, se corta la barba al estilo Abraham Lincoln y sabe mil y una historias sobre Poe. “Y mire que no estudié literatura. Hasta hace cuatro años arreglaba computadoras. Un trabajo realmente de terror. Pero esto es otra cosa. Acá la gente viene con una sonrisa, para  conocer de primera mano la historia de Poe”, cuenta este muchacho hijo de migrantes dominicanos que a finales de los años setenta buscaron hacer realidad in situ su American Dream.
Martínez pasa revista al austero interior de la cabaña: una mecedora, una cama y un espejo son las únicas piezas originales del autor de La filosofía del mobiliario. Nos  cuenta que Poe llegó a estos pagos en busca de cura o tratamiento para la tuberculosis de su esposa Virginia. “Que era su prima, con la que se había casado cuando ella tenía 13 años.” Virginia estaba muy enferma de tisis y los médicos le recomendaron aire fresco y escapar de la ciudad. “Así fue que llegaron al Bronx, con los bolsillos muy flacos.”
Por entonces, Poe ya era conocido en los círculos literarios. Había logrado cierta notoriedad (o cierto escándalo) tras la publicación de su poema El cuervo (1845). Con poca suerte, intentaba ganarse la vida en la prensa popular trabajando como filoso crítico. Llegar a fin de mes era siempre un problema para el bostoniano. Martínez cuenta que el escritor juntaba las monedas para pagar los 100 dólares anuales que costaba el alquiler de la cabaña. Un número doce veces menor que los 1200 billetes verdes que piden ahora en el barrio por el alquiler mensual de un ambiente. Los 18 dólares que Martínez gana por hora no le alcanzan para alquilar. Comparte casa con sus parientes. Hasta que no consiga un segundo empleo, el día de la independencia puede esperar.
Doblan las campanas
En aquel Bronx decimonónico Poe no encontró escritores, periodistas ni editores con quienes conversar. Pero sí atentos religiosos que vivían muy cerca. En la Universidad de Fordham. Por sus aulas pasaron el actor Denzel Washington, la cantante Lana Del Rey, el escritor Don DeLillo. Y hasta Donald Trump, aunque el presidente N° 45 de Estados Unidos no completó allí sus estudios. Poe fue asiduo visitante de la biblioteca. Aprovechaba para departir con los sacerdotes, compartía el humo de los cigarros y además generosas copas de la sangre de Cristo. Eso sí, nos aclara Martínez: nunca discutían sobre religión. “Los sacerdotes eran 7 por 24 hablando de Dios. Seguro que con Poe aprovechaban para salir de esos temas celestiales.” Preferían hablar de literatura, o de asuntos más terrenales. 
El cuidado y sostén de la cabaña corre por cuenta de la Sociedad Histórica del Bronx. Los visitantes también aportan, a razón de cinco dólares por cabeza. El merchandising es otra fuente de ingresos. Misteriosamente no se venden libros. Pero sí tazas con el retrato icónico del autor de La caída de la casa Usher a U$S 8, llaveros a U$S 6,48. Y no, no insistan, los cuervos embalsamados no están a la venta.
En los tres años que Poe pasa en el Bronx hasta su muerte en 1849, borracho en las calles nocturnas de Baltimore –en circunstancias que aún despiertan acaloradas especulaciones dignas de sus cuentos-, su producción literaria, seriamente afectada por la muerte de Virginia, es frágil, espesa y sombría como la muerte. El poema gótico Las campanas pertenece a este período oscurísimo. Una sinfonía lúgubre, funeraria, inspirada por el compás de las campanas de la iglesia de Fordham, que recuerdan la agonía de su mujer.
“Si me da a elegir, me quedo con los cuentos. Mi favorito es El corazón delator, porque es un relato que parece escrito hace dos semanas. Con esa delgada línea que separa la locura y la cordura”, se despide el cuidador Martínez al cerrar la recorrida. Y añade: “Un tema muy actual para este país.” En Estados Unidos ya no asustan los clásicos cuentos de terror de Edgar Allan Poe. Más aterran unos clásicos modernos: los tuits del presidente que no terminó sus estudios ahí en Fordham, en el Bronx. «
Publicada en Tiempo Argentino, por acá