domingo, 26 de marzo de 2017

Un arca rusa frente al Parque Lezama

Solemne, pomposo y sobre todo hierático. Así luce el zar Nicolás II en el retrato que decora uno de los ambientes de la Catedral de la Santísima Trinidad, en San Telmo. La sala de reuniones en particular, y el templo en general, son un viaje en el tiempo a la Rusia presoviética. No lejos del lienzo, las paredes tapizadas exhiben documentos tatuados en eslavo. También fotos viejas, íconos religiosos y hasta un corpulento pasaporte emitido en los años previos a la abdicación del último de los zares. "Es imposible separar al zarismo de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el Extranjero. Fundamentalmente, porque llega a la Argentina durante la época imperial", explica el presbítero Alejandro Iwaszewicz, responsable del templo y máxima autoridad en estas pampas de la mayor de las iglesias ortodoxas orientales del planeta. 
Llega algo agitado al encuentro, luego de dejar a su hijo en la escuela. El infernal tránsito porteño no respeta credos ni religiones. "También me demoré porque tuve que comprar flores. Hay que ir preparando las Pascuas, este año coinciden con las romanas, el 16 de abril", confiesa el atareado pastor, mientras asciende por una escalera caracol de madera que conduce a la nave central.
El olor a incienso perfuma el ambiente. Iwaszewicz camina con parsimonia frente al imponente iconostasio, coloca una vela en un candelabro y reflexiona: "Poco antes de que mi padre Valentín se ordenara sacerdote, mi abuela, una campesina sencilla pero muy sabia, le dijo: 'Hijo, nunca olvides que todas las grandes obras se han hecho con las promesas de los poderosos, pero con el trabajo y el dinero de los pobres'. Lo cuento para mostrar la diferencia en cómo se levantó esta catedral, con un aporte muy importante de la Casa Real rusa. El zar no mandó dineros del Estado; donó dinero de su propio bolsillo. Eso marca un camino." 
Guerra y paz
Alejandro comenzó a recorrer el camino religioso desde la cuna. En el templo que lo vio nacer. Su padre, el arcipreste Valentín Iwaszewicz, había dejado la convulsionada Bielorrusia en los primeros días de la avanzada nazi sobre territorio soviético. "Mi familia huyó de Polesia durante la ocupación alemana. Vinieron a hacerse la América. Mi padre tenía apenas un año", explica el misionero. Se instalaron bajo el cielo de Pompeya. Desde joven, Valentín tuvo inquietudes religiosas. Se hizo monaguillo y su fe creció bajo el ala del presbítero Constantino Izrastzoff, padre fundador del icónico templo. Con el tiempo decidió ordenarse sacerdote y dedicar toda su vida al Señor. Se casó, tuvo hijos y comandó la iglesia de la calle Brasil hasta su muerte.
"¿Y cómo comienza mi vocación religiosa?", se pregunta Alejandro, junta sus manos como si rezara y cuenta: "Los rusos tenemos un dicho: 'Tener un hijo no es tener un hijo. Tener dos hijos es tener medio hijo. Y tener tres, en realidad, es tener uno solo.' Eso se explica porque uno de tus hijos va a servir a las órdenes del zar, el otro a Dios y el tercero se queda en casa. En mi caso no funcionó así. Tuve libertad para elegir mi vocación." Luego de terminar la secundaria en el Pueyrredón, de la calle Chacabuco, supo que no le atraían ni la arquitectura ni el derecho terrenal. Mucho menos la fría contabilidad. "Me gustaba la música, cantaba en el coro de la iglesia –recuerda el hombre de la sotana negra–. Entonces le pedí la bendición a un obispo y me fui a estudiar a un monasterio de Estados Unidos." En 1995 se ordenó sacerdote. En paralelo, se ganaba la vida como traductor e intérprete, a partir de la apertura comercial entre la madre Rusia y América, que disparó la Perestroika. 
Desde hace algunos años pilotea con dedicación full time los destinos de la catedral. Se encarga de los celestiales oficios de la fe pero también de los oficios terrestres. "La situación demográfica de la parroquia cambió radicalmente en los últimos tiempos. Éramos tres sacerdotes, dos diáconos y tres lectores. Pero un día murió mi padre. Luego, un sacerdote, que era viudo, se volvió a casar, y entonces perdió el sacerdocio. Otro diácono también falleció, y uno de los lectores se ordenó, pero para la Iglesia Serbia. Ahora quedé yo solito", explica Alejandro, hace silencio y agrega, mirando la cúpula: "Tres años atrás creíamos que teníamos el futuro asegurado, pero hay que entender que el mundo cambia de forma drástica. La juventud es muy huraña, está alienada, mucho con el telefonito, la computadora… Es un mundo virtual. La vida en la iglesia implica que el hombre tenga su mente y su espíritu dirigidos a Dios, pero los pies bien plantados en la tierra, y eso es un problema hoy en día. Sin embargo, no bajamos los brazos. Tenemos esperanzas en que Dios puede ayudarnos, que puede hacer brotar agua de las rocas”.
Constructivismo ruso
La Catedral de la Santísima Trinidad abrió sus puertas el 19 de octubre de 1901, con la presencia del presidente Julio Argentino Roca. Las crónicas de época cuentan que ese día el templo estuvo engalanado con palmas y una gran orquesta aportó la banda de sonido desde la vereda. El arcipreste Izrastzoff dictó su sermón en español y el coro cantó el himno ortodoxo ''Muchos años''. La satírica Caras y Caretas le tomó el pelo a Roca, porque el himno auguraba muchos años de vida y el mandatario ya transitaba sus últimos días en el poder. 
"En esa época, San Telmo era lo más chic, tenía mucho prestigio. Pero también estaba cerca del puerto y era una zona de migrantes", comenta el presbítero, mientras enciende unas delgadas velas. Los planos del templo fueron proyectados en San Petersburgo, con diáfanas influencias del estilo moscovita del siglo XVII. Para ornamentarlo, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra y otros nobles enviaron 65 cajones y barriles con piezas artísticas y religiosas. Condujo la obra el arquitecto noruego Alejandro Christophersen, autor de sublimes edificios porteños, como la fachada del Café Tortoni. Desde el Parque Lezama pueden apreciarse las cinco cúpulas acebolladas de color azul que coronan el templo. Las cruces las guían, mirando siempre hacia Oriente. 
El iconostasio forjado en mayólica deslumbra en la nave central. Lo armaron los mismos artesanos gallegos que trabajaron en el Palacio de Aguas Corrientes, en la Avenida Córdoba. Está decorado con íconos de estilo bizantino dignos de Andréi Rubliov. Alejandro enciende otra vela: "Rusia recibe de Bizancio la fe, pero también el arte. Lo curioso es que los artistas rusos lo perfeccionan. Es como el ballet. Mi padre siempre decía que los franceses llevaron el ballet a Rusia. Pero con el pasar de los años, los alumnos superaron a los maestros. Cualquier bailarina que quería tener prestigio, se rebautizaba como Pavlova.”
El método ortodoxo
Mientras posa para la foto, Iwaszewicz resalta la lenta resurrección que ha tenido la Iglesia Ortodoxa en Rusia tras la caída del comunismo. También reconoce los vínculos simbióticos que mantiene la religión con los gobiernos de turno. Los años de Putin no son la excepción. "En los '90, allá la gente en la calle no me trataba bien. Pero la última vez que fui a Moscú, estaba haciendo una larga fila para comprar un café, y de repente el encargado de seguridad me llamó y me hizo pasar al frente. Me decían: 'Pase, batiushka'–padrecito–. La misma forma en que el pueblo llamaba al zar", saca pecho.
Alejandro vive en las instalaciones del templo, junto a su mujer y sus hijos. "Cuando eran muy chiquitos, era complicado explicarles que con solo cruzar una puerta, entraban en un espacio distinto. Donde no podían jugar al fútbol o poner música. Pero con el tiempo se acostumbraron", explica. "También hay gente que, al saber que uno vive aquí, toca timbre porque necesita una palabra de aliento. Hace algunos años, sonaba el timbre a la madrugada, y desde el portero se escuchaba una voz en ruso, que decía que necesitaba rezar o prender una velita, porque un familiar había fallecido al otro lado del océano. Este lugar es un puente, un pedacito de Rusia en Buenos Aires. Siempre funcionó así." «
Publicado en Tiempo Argentino, se lee por acá. 

lunes, 20 de marzo de 2017

Matar al mensajero

La lluvia es particularmente copiosa en la tarde de miércoles. Los baldazos que caen del cielo no apagan el tórrido clamor de los motociclistas. A bocinazo limpio, protestan custodiados por unos pocos agentes de tránsito y el solitario Obelisco. "Las personas no se patentan", llevan tatuadas las banderas que unos estoicos muchachitos motorizados agitan, frente al bravo mar de autos y colectivos estancado sobre la 9 de Julio.
"Nos quieren meter el chaleco de prepo. ¿A quién le gusta que lo traten como ganado?", se pregunta Matías, un mensajero pasado por agua que llegó al microcentro porteño desde Avellaneda. Mientras hace tronar el caño de escape de su fiel Honda CJ 150, dispara una ráfaga de quejas: "No es justo que nos vivan metiendo multas, impuestos, o que nos saquen lugares para estacionar. Ahora también nos discriminan: dicen que todos somos motochorros. Estamos cansados de que nos verdugueen".
El anuncio que oficializó el gobierno nacional sobre las modificaciones a la Ley Nacional de Tránsito fue la chispa que hizo estallar la bronca de los motoqueros. El decreto 171/2017 dispone la obligatoriedad de llevar el número de la patente en el casco del conductor y en el del acompañante, quien además deberá utilizar un chaleco identificatorio. E invita a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires a dictar restricciones a la circulación de motos con dos ocupantes en determinadas zonas y horarios. Días atrás, con tono severo, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich había anunciado en conferencia de prensa que las medidas forman parte del combate contra los "motochorros". Un nuevo capítulo local de la trillada mano dura, con dosis parejas de tolerancia cero.
"El gobierno no sabe qué hacer con la seguridad y por eso nos quieren meter a todos en la misma bolsa", explica Sebastián, un motoquero nacido y criado en Los Polvorines. Se enteró de la convocatoria a través de las redes sociales. Llegó hasta el Obelisco acompañado por varios colegas fleteros que también surcan las calles del centro y el Conurbano haciendo entregas sin respiro. "Lo quiero dejar clarito. Nosotros no somos motochorros –dice, rotundo, se seca las gotas que ruedan por su rostro con el puño del buzo y luego señala a los empapados escuderos que lo escoltan–, somos laburantes. No robamos ni un caramelo. Las familias que llevamos cargadas sobre nuestras espaldas dependen de nuestro trabajo. Que no le compliquen más la vida a los laburantes humildes".
Súbete a mi moto
A las 5:30 de la tarde, el aguacero no da respiro. Matías hace malabares para prender un Philip Morris, sobre la avenida Corrientes. Cuenta que está en el gremio motoquero hace más de 20 años. Su primera moto fue una Zanella RX 125, color rojo furioso. "Arranqué en bici, pero junté pesito a pesito y me pasé a la moto. ¡El sueño del pibe!", resalta, mientras peina su bigote vikingo. "Hacía fletes, y la verdad es que conocía poco y nada del centro. No existía el GPS ni Google Maps. Era Guía Filcar a morir. Con el tiempo me fui curtiendo. Se te empieza a dibujar el mapa de la ciudad en la cabeza", dice el fornido joven de Rafael Calzada. Mientras acaricia el lomo de su embarrada Honda Twister, confiesa que el laburo de mensajero no es para cualquiera. La ciudad es una jungla y hay que andar con mil ojos en cada esquina. "Salgo a buscar el mango todos los días. Está jodida la mano. Yo creo que estas normas son para sacarle plata a la gente. Sirven sólo para eso. No quieren más mensajeros en la Capital: no hay carriles para nosotros y el estacionamiento es un lujo asiático". Antes de perderse en una manada de choperas, se queja de las tres grúas que acondicionó la Ciudad para incautar motos mal estacionadas en el microcentro. Y recuerda que no es la primera batalla que han tenido que librar. Trabajadores combativos como pocos, pusieron el cuerpo en las sangrientas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001: la "infantería motorizada del pueblo" que enfrentó a la represión de De la Rúa. "Por nuestras familias y por esa historia estamos acá –dice, pita hondo el cigarrillo, luego tira el humo hacia el cielo plomizo y agrega–, peleándola".
A unos pocos metros, enfundado en su plástico traje de lluvia, Fefe hace chillar con fruición la bocina de su corcel. Cuenta que para alimentar a su familia se pasa la jornada entera arriba de la moto. Durante el día le da duro y parejo a la mensajería. A la noche vende sus caballos de fuerza en el delivery de un restaurante de Flores: "Laburo no sobra, algo se mueve: tres o cuatro viajes por día. ¿Dónde voy a encontrar otro trabajo? Si cada vez cierran más fábricas".
Diarios de motocicleta
Para evitar patinadas, Daniel Scoglio dice que es importante ser precisos con el lenguaje. Ni motoquero, ni mucho menos motochorro. Se define como motociclista. A lo sumo "motero", como se apodaba a los fanáticos en el pasado. Tiene 65 años, y 53 en la comunidad de las dos ruedas. Conduce los destinos del Club Motos Clásicas desde hace 26. Su primer amor fue una mítica Harley Davidson. "Mi viejo me la hizo vender porque era muy grandota", se lamenta. Hoy es el orgulloso dueño de 30 rodados. "Imagínese si tengo que tener casco y chaleco para cada una. Estas medidas muestran la ineficacia de los políticos. ¡Y que me los dejen a mí a los motochorros!", se despide.
No muy lejos, David Mansilla acelera a fondo su Nighthawk modelo 1993. "Acá arriba me siento libre. Cuesta ponerlo en palabras, pero si tengo algún problema, me subo a la moto y me cambia el día." Viste de estricta etiqueta metalera: chupines, borcegos y una campera de cuero que lleva tatuada la frase "Marchar o Morir". "Es una canción de Motörhead y el nombre de mi motoclub: mis colores –cuenta, amable–. Quiero seguir llevando ese lema en mi espalda y no una patente. Al presidente no se le exige que ande por la vida con un chaleco con las causas que tiene".
Poco antes de que caiga la noche, la caravana sale disparada rumbo al Congreso, donde concluye la protesta. Desde un islote de la 9 de Julio, Daniel González saluda el paso de los bólidos, agitando un arrugado chaleco fluorescente. Llegó a pie. Su moto está en terapia intensiva en un taller de Hurlingham. "No me lo quería perder –explica y no deja de saludar a sus compañeros–. Al gobierno le digo que con estas medidas no va a haber más seguridad. La seguridad es que haya más trabajo, educación, salud. Esa es la única manera de que el país vaya para adelante". 
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 13 de marzo de 2017

Los gondolieri del Riachuelo

Sentado en un banco a metros de Almirante Brown, José deja que se escurra la tarde del jueves. Mira en profundo silencio las aguas cenagosas que separan la Capital de los superpoblados suburbios. A unos pocos pasos, duerme su siesta el centenario Puente Transbordador Nicolás Avellaneda. Son poco más de las cuatro y La Boca luce una soledad ejemplar. 
"¿Si esto fue siempre así? No, muchacho, para nada. Ahora es un desierto, pero cuando trabajaba el puerto, y eso habrá sido por lo menos hasta los años 70, esto era un boom, un auge de novela", asevera José, curtido miembro de una de las tantas familias de migrantes que supieron romperse el lomo en la belle époque boquense. "Justo acá donde estamos sentados, los trabajadores hacían las filas para zarpar en los botes hacia la Isla Maciel –dice el hombre, cierra los ojos por un instante y pinta una escena sacada de una obra de Quinquela Martín–. Barcos pesados navegando, los boteros apurando el cruce y yo corriendo con mis amigos cerca del trasbordador oxidado. El río estaba vivo y para nosotros era un juego." 
De repente, el traqueteo ensordecedor de los camiones que surcan las alturas del nuevo Puente Avellaneda, trae a José de vuelta al presente. "Ya le dije que eran otras épocas. Ahora no queda nada de aquello. Los barcos no entran, deben quedar tres o cuatro boteros y yo no puedo correr ni el colectivo", dice, y dedica una última mirada a las aguas que bajan turbias hacia el Río de la Plata. 
La posibilidad de una isla
Juan Carlos Mansilla tiene 67 años. Hace 43 que es botero. De su padre Luis heredó el oficio, y también al Don Conrado, su bote. Con precisión de biógrafo, todavía recuerda su primera travesía por las aguas barrosas del Riachuelo. Fue en las vísperas del Día de Reyes, el sábado 5 de enero del año 1974. Perón piloteaba por tercera vez, y con viento en contra, los destinos de la Patria. "Mi viejo me hizo entrar a laburar con este bote que ahora ve flotando –subraya Mansilla y ayuda, con ademanes de caballero, a una pasajera que aborda la histórica embarcación–. A mí me enseñó a remar mi padre. Yo le enseñé a mi hijo. Y él le va a enseñar a mis nietos. Este oficio es descendencia.”
Suelta amarras, hunde los remos y comienza con su faena cotidiana. El eterno retorno entre La Boca e Isla Maciel. En poco menos de cinco minutos, el bote une las dos orillas. "Obvio que antes había más movimiento. Piense que en la isla estaban instalados La Blanca, La Negra y el Anglo. Acá se laburaba las 24 horas. Cruzaban 10 mil personas por día y había como 40 boteros", asegura Mansilla, mientras cobra los magros cinco pesos del viaje al primer pasajero de la tarde.
De aquel pasado dorado, con industrias pujantes, fondas repletas de marineros y prostíbulos lujuriosos, queda apenas un fantasma. "Por ahí a la una de la madrugada bajaba un poco el laburo. En esa época llegué a remar un día entero sin parar", se ufana Mansilla, y enseguida seca con un repasador las gotas de sudor que le bajan rodando por el cuello.
El puñado de gondolieri que queda ofrece su fuerza de trabajo de lunes a viernes, entre las 6 de la mañana y las 8 de la noche. "Está dura la mano –cuenta Mansilla–, porque la competencia del puente nuevo y su cruce peatonal nos dejó nocaut. El bote lo usan más que nada los chicos que van a la escuela y los vecinos viejos de la isla. Hace unos años, muchos compañeros agarraron el subsidio que ofreció la Municipalidad y dejaron el bote. Igual, acá estamos. Hay tres funcionando: el Rosa María, La Sacra Familia y el Don Conrado. Hacemos turnos. El muchacho de la mañana vive 100% de esto. Mi hijo Silvio y yo tenemos otras changas.”
Mansilla es un homo viator. Su vida está intrínsecamente ligada con el gremio del transporte. Más allá de su dilatada experiencia como botero, en el pasado supo conchabarse en el subte y desde hace décadas pilotea un taxi por la ciudad de la furia. Pero su verdadera pasión es el remo y todas las tardes vuelve a su primer amor: "En el auto me pongo nervioso por los bocinazos, los piquetes y la mala educación de los pasajeros. Este es mi remanso. Vengo, me hago unos mangos y encima me hace bien a la salud. No me quiero agrandar, pero debo ser el botero que más remó en la historia. Imagínese: 80 metros durante 40 pirulos. Ya debo tener encima dos viajes ida y vuelta hasta Japón.”
Todos a los botes
Sentado en la popa, Beto recuerda las mil y una travesías que compartió junto a Mansilla, en las dos décadas que lleva cruzando el Riachuelo. "¡Si habremos pasado tormentas! Pero nunca tuve miedo. Cuando subo, me entrego en cuerpo y alma. Confío plenamente en nuestro capitán. Es mejor que el del Titanic", bromea el morrudo gastronómico. Cuenta que en más de una ocasión, los boteros le salvaron las papas cuando se quedó dormido y tenía que salir disparando para llegar a su trabajo en el microcentro. "Es como una gran familia –asegura el atareado Mansilla, mientras le da duro y parejo a los remos–. Los vecinos son mis parientes. Si acá mismo conocí a Eva, mi mujer. Mire que yo tengo facha, pero me la hizo remar un montón. Al final llegamos a buen puerto.”
Desde babor, María comenta que hace 30 años que utiliza el servicio unas tres veces al día. No puede borrar de su memoria una remota jornada de sudestada. "Fue como un maremoto, un ventarrón que casi nos dio vuelta", exagera la vecina nacida y criada en Maciel. Desde hace algunos años, por precaución, la Prefectura les prohíbe a los boteros realizar su trabajo en los días de lluvia o de abundantes vientos.
En mitad del recorrido, el botero eleva su brazo, señala el alto puente y narra una vez más una historia que le contó su padre. "Desde allá arriba, un día se tiró un borracho y cayó a pocos metros del bote de mi viejo. Con la ayuda de un pasajero, lo pudieron sacar del agua y lo tuvieron que reanimar, porque estaba medio ahogado. Después lo llevaron al cuartel de bomberos. Mi viejo se sentía un héroe, pero la historia no termina ahí –mete suspenso Mansilla–. Un par de horas después, cayó el hermano del ahogado en la costa y lo quiso agarrar a palos a mi padre. Le recriminaba que hubiera salvado a un hombre que se quería suicidar. Este mundo está chiflado." 
El hombre amarra el bote sobre el muelle que da a Brown y acaricia una vez más los remos. Todavía le restan varias horas de trabajo. Antes de despedirse, otea la ciudad junto al río inmóvil y dice: "Mi abuela María Matilde Vieira, portuguesa nacida en la isla de Madeira, lavaba la ropa en estas aguas, que eran como las de los arroyos que bajan de las montañas. Cuando lo veo así al río, me da mucha tristeza. A veces lo miro fijo un rato, y me pongo a pensar en todo lo malo que nos está pasando. Sin embargo, acá está mi vida. Desde los 14 que estoy acá con mi viejo. El río es mi familia, mis amigos y mi trabajo. Es todo." «
La reinauguración del Transbordador, en mayo
Desde hace varios años, las autoridades nacionales amagan con la reinauguración del Puente Transbordador Nicolás Avellaneda, abandonado a su suerte hace más de 50 años. En las últimas semanas, el Ministerio de Transporte de la Nación anunció que está prevista para mayo próximo, cuando Vialidad Nacional concluya su restauración. 
Inaugurado el 31 de mayo de 1914, la estructura metálica con una pata en La Boca y la otra en la Isla Maciel, es un ícono no sólo del barrio sino de toda la Ciudad. Una obra erecta por un discípulo de Eiffel, testimonio tardío de la “poesía industrial” del siglo XIX. Hoy el puente es uno de los ocho que sobreviven en su tipo en el mundo, y el único fuera de Europa. Los otros están en Vizcaya (España), Newport, Warrington y Middlesbrough (Reino Unido), Osten y Rendsburg (Alemania) y Rochefort (Francia). 
La reapertura del transbordador no es vista con desconfianza por los históricos boteros. Es más, piensan que podría hacer crecer su actividad y ligarla así al nicho turístico que visita en masa el barrio de La Boca.
Publicado en Tiempo Argentino, por acá