domingo, 22 de julio de 2018

Vuelta y vuelta

Débora tiene bien ganado su apodo. En el ambiente la conocen como la Buscapleitos: "Me cobraron la séptima falta y me rajaron, cómo no voy a estar caliente. ¡Los referís son unos bomberos!", dice, áspera, la chica de La Plata, con mansa ira inyectada en su rostro maquillado con esmero. En la pista, sus compañeras del team Alianza Rebelde sienten la ausencia de una de sus principales figuras, en el choque con el equipo de Las Pibas, afiladas candidatas para conquistar el torneo Violentango 6, la competencia top del roller derby porteño. "¡Todo mal –espeta Débora, sin dejar de alentar a las guerreras rebeldes que caen como moscas en el campo de batalla–. La estrategia era que no nos sumaran puntos, pero nos están llenando la canasta." El tablero electrónico del Club Martín Fierro, en los arrabales de Villa Soldati, es irrefutable. Las Pibas suman 400 puntos, contra los modestos 70 del equipo cuyo nombre homenajea a la saga Star Wars. Hoy no las acompañó la Fuerza.
"Es una paliza. Y mirá que habíamos planificado el partido –se lamenta la blocker nacida y criada en Villa Elisa–. Habíamos pensado una táctica defensiva, pero ellas tienen un gran equipo. Acá vale más la maña que la fuerza. Desde afuera por ahí ves sólo pibas chocando. Pero el roller derby es mucho más que eso." Y no se equivoca. Este joven deporte de contacto va mucho más allá de la imagen estereotipada de chicas tatuadas, rápidas y furiosas, que colisionan sin ton ni son.
"Este no es el deporte de las mujeres rudas. Es otra cosa", asegura, categórica, Lucila Zandoná, miembro activa del capitalino Team Osom. Luego da una clase magistral sobre los fundamentos de la disciplina.
Lección uno: el roller derby se basa en el patinaje sobre ruedas alrededor de una pista oval. Primera aclaración, sobre todo para los futboleros, ¡no hay pelota en juego!
Lección dos: es un pasatiempo predominantemente femenino –aunque es practicado por hombres y hasta existen partidos mixtos– que hunde sus patas rodantes en el barro de la subcultura punk y, fundamentalmente, del girl power feminista.
Lección tres: los partidos constan de dos tiempos de media hora. Obviamente, en las canchas, que pueden ser de cemento alisado o de baldosas, se ven los pingos. Dos equipos de cinco integrantes compiten por ver cuál es más eficaz al aplicar tácticas y estrategias para infiltrarse, velocidad, viveza y espíritu de equipo mediante, entre las filas del adversario. En criollo, un malón que ayuda a una jammer (la solista que luce siempre un casco con una brillante estrella) a superar al otro pelotón. Cada vez que la jammer penetra la pared humana, el equipo anota un punto. "Mis compañeras son mi escudo y mi principal arma, el dribleo", asegura Lucila, pichona de "gambetita" Latorre y psicóloga de profesión.
Su biografía sobre ruedas podría resumirse en una dulce pero dura infancia llena de frutillitas, raspones y unas pocas caídas antológicas en los años en que las rueditas naranja eran monopolio en estos pagos. Luego, Lula Zan –el "derby name" tatuado en su casaca– tuvo un largo romance con el más fino y estético patín artístico. Pero en algún momento de su tardía adolescencia, el amor sufrió un porrazo. El roller derby la atrajo nuevamente al mundo del rodado: "Llegué por una nota que vi en Internet. Arranqué como fresh meat –carne joven– y tuve que aprender las reglas, pero como sabía patinar tenía la mitad del camino recorrido. Me gusta mucho el espíritu de equipo que se respira acá, de comunidad. De encuentro femenino", cierra la chica, y a pocos metros las muchachas en la pista se trenzan en abrazos rodantes.
Ruedan las ruedas
Aunque se popularizó a nivel global hace pocos años gracias al film Whip It, una comedia pochoclera dirigida por la exniña terrible Drew Barrymore, el roller derby tiene una larga historia. "Arrancó en Estados Unidos como carreras de patines entre mujeres, en los años de la gran depresión. Pero con el tiempo pasó a ser más un show, algo parecido al catch. Para fines de los '70 ya estaba agotado", cuenta con aires de historiador Cocks In Hell, un jugador de origen francés, radicado hace un tiempo en Buenos Aires. Esta tarde, el muchacho imparte justicia en los enfrentamientos entre señoritas: "El renacimiento del roller derby se da en 2005, en Texas, cuando se dictan las reglas actuales, pero también sus valores –agrega el juez franchute–. Es un deporte netamente creado por mujeres, por eso su veta feminista, pero sobre todo es inclusivo con la diversidad sexual y de género, también con la colectividad vegana. Con espíritu punk, autogestivo y muy horizontal." Actualmente, el deporte atravesó culturas y fronteras, hay campeonatos mundiales y las principales potencias son Estados Unidos y Australia.
"Y todo a pulmón", es el lema madre de esta comunidad del patín. "Para bancar los campeonatos y los viajes, damos charlas, preparamos comidas y vendemos nuestro merchandising", explica Verónica Córdoba, jammer estrella de la porteña Liga 2x4 y creativa diseñadora de indumentaria, al tiempo que vende pines, remeras y gorras a dos manos, en un puesto montado en la pobladísima tribuna del gimnasio de la calle Oruro.
En la pista, Vero utiliza el apodo Tropical Mecánico, alter ego que homenajea a una noble tela que, asegura, nunca se rompe. Cuenta que con sus compañeras entrenan religiosamente tres veces por semana en el Parque Chacabuco, abajo del puente de la autopista: "El roller derby es sacrificado desde lo físico, pero también por el tiempo que le sacás a la familia y a la pareja. No somos profesionales, no vivimos de esto".
Los costos de los insumos –la mayoría importados– son otro obstáculo a sortear. El equipo completo, que consta de patines, rodilleras, casco y protectores bucales, puede alcanzar los mil dólares. Pero las pibas siempre se la rebuscan. Así nació Ramona Wheels, un emprendimiento que comandan Vero y su fiel novio Lucas. Producen rueditas de resistente uretano para el incipiente mercado local, en una fábrica de Quilmes. Mal no les va. Sacan para pagar el alquiler y darse algún gustito. En los torneos, Lucas da una mano atendiendo el puesto y también oficia como relator. Es admirador de Víctor Hugo y se le nota en la elaboración de metáforas. Por ejemplo, estalla en un grito triunfal cuando la jammer de las Mandrágoras surca la pista como si fuera un barrilete cósmico: "¿De qué planeta habrá venido esta piba?" Cuando termina la partida, luego de la obligada vuelta olímpica para saludar a la hinchada, las jugadoras maltrechas reciben las curaciones de Helena, la terapeuta oficial de la liga. Sus dedos y sus agujas de acupuntura hacen magia. Por 140 pesitos hace olvidar un esguince en minutos. Laburo le sobra. "Nunca patiné –confiesa Helena–, siempre estuve del otro lado del mostrador. Además, le tengo pánico a la caídas."   «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 9 de julio de 2018

La delgada línea rosa

Mirna a través del espejo. Vestido corto bien ceñido al cuerpo, pañuelo de seda escarlata, collares prendidos al cuello, finas pestañas kilométricas, peluca rubia larga y lacia y –de sólo mirarlos dan vértigo– encumbrados stilettos. Un instante más frente al espejo para corregir el labial y listo. Toda una lady. 
"Esto es muy simple: cuando termino de maquillarme y me calzo la peluca, desaparece el varón y entro en modo femenino", explica Mirna, mientras taconea, delicada, por el departamento donde funciona la firma Crossdressing Buenos Aires, un emprendimiento que brinda espacio reservado y un minucioso asesoramiento a los caballeros que gustan de hacer realidad su fantasía de vestirse de mujer.
Mirna aclara que el círculo de los crossdresser porteños no es tan pequeño como aparenta. "Lo que pasa es que hay muchos prejuicios y por eso no se cuenta abiertamente. Imaginate si cruzamos al bar de la esquina y les digo a los parroquianos que me gusta vestirme de mujer. Lo primero que dirían es que soy puto. Y no, querido, a mí me gustan las mujeres, estoy casado y tengo hijos. Me gusta crear este personaje, la transformación completa, darle vida a Mirna. Un día rubia, otro morocha. La posibilidad de mutar, que generalmente los hombres no tenemos. Es un cambio de 180 grados de mi vida diaria de varón. Cruzar al lado B." Un pasaporte efímero, para atravesar la frontera de la delgada línea rosa.
A los once años, cuenta Mirna, tuvo sus primeras excursiones al lado B. Era fana de Kiss. Cuando sus padres salían a trabajar, aprovechaba para entalcarse la cara como el gatito Peter Criss o el estrellado y más glamoroso Paul Stanley. Lo hacía encerrada en el baño, su mundo privado. "Era un juego con el espejo. Me llamaba la atención saber quién se ocultaba atrás de ese maquillaje." Pero un día, dio un paso más: "Agarré un rouge de mi vieja y a ese mimo le agregué los labios rojos. Después algo de sombra celeste. Hasta que decidí sacar el talco y descubrí algo raro: una mujer".
La siguiente escena se desarrolla en el aula de un colegio industrial, a fines de los '70, durante una clase de Lengua y Literatura: "Mi profe montada en sus botas de taco alto –rememora Mirna–. Ella: toc, toc, toc en el frente. Y yo desde el pupitre preguntándome qué se sentiría estar sobre esos tacos". La respuesta la encontró en el ropero de su madre: "No había botas, pero sí unos taquitos. Me los puse con las medias azules del colegio y de golpe comenzaron las sensaciones". Un mundo de sensaciones.
Algunas semanas después, otra vez frente al espejo, empezó a afinar el ojo: "De repente me di cuenta de que las medias del cole no pegaban y me puse unas pantis color verde. ¡Uf, esa sensación del nylon sobre la piel!  Después fue probar un corpiño, para ver cómo se sentía. Pintarme los labios, caminar con los tacos. Era el despertar de las hormonas adolescentes. Me daba placer.”
Mirna pone stop en la narración. Se toma unos segundos, da vuelta la cinta y presiona play al lado A, la historia de G. ¿Qué puede contarnos? "Que desde aquellas experiencias, fue pasando el tiempo. Me puse de novio, me casé, tuve hijos. Estudié ingeniería, me especialicé en gas y petróleo. Nunca dejé de ponerme los tacos y la medibacha, pero mi primera mujer nunca lo supo."
En el ocaso del siglo se divorció. En esos días difíciles, Internet le abrió un nuevo mundo: los chats y webs cross: "Las vestimentas cruzadas, que es un palo diferente al travesti. Hasta ese momento, a lo sumo se encontraban en una página avisos con connotaciones sexuales del tipo 'te maquillo, te visto y te la pongo'. Pero yo andaba buscando algo distinto". Un día, por casualidad, descubrió un mensaje enigmático entre los avisos parroquiales del sitio travestis.net. Anunciaba los servicios de Crossdressing Buenos Aires. "Me acuerdo que había caído en cama con una gripe atroz de una semana. Pero al séptimo día me levanté, me afeité –entonces usaba una larga barba–, tomé coraje y llamé. Me atendió Claudia, nuestra hada madrina. Al rato estaba en su departamento." Fue la primera vez que pudo verse transformada de pies a cabeza. Pudo cumplir su fantasía más privada. Más deseada. Nació Mirna Ladyrouge.
Esta historia tiene un bonus track. Mirna cuenta que su actual pareja conoce su lado cross: "Me llevó un tiempo blanquearlo y que mi mujer me entendiera. Pero lo habló con su psicóloga y todo bien. No me vio nunca 'montada', no quiere perder mi imagen masculina. En el medio tuvimos dos fiestas de disfraces. Adiviná de qué fui disfrazada. De Batman o de D’Artagnan, obvio que no".
Cross country
Claudia Molina es una pionera. Experiodista, ducha maquilladora, dio sus primeros pasos en el gremio cross poco después de que el país se hundiera por la crisis de 2001. A la deriva, había perdido el trabajo y buscaba un salvavidas que la rescatara del tsunami económico. Una charla con un amigo de toda la vida le marcó un nuevo rumbo: "Me contó que le gustaba vestirse de mujer, sentir la ropa femenina sobre su piel por un ratito, cuando le pintaba. También me dijo que no era el único. Yo no tenía ni idea sobre el crossdressing." Pero empezó a indagar en la materia y entró a los pocos chats que había: "Era un tabú total. Si ahora cuesta hablar estos temas con la familia, imaginate antes. Mi amigo me dijo que andaban necesitando un espacio, un lugar que brindara asesoría en maquillaje".
Al principio fue un emprendimiento familiar. La madre modista de Claudia le daba una mano para adaptar los vestidos. Su padre, exmilitar, colaboró como maniquí, a la hora de probar la nobleza de las prendas extralarge. Mirna fue una de sus primeras clientas: "Fue como el bautismo de fuego –cuenta Claudia en el living de su reino repleto de pelucas y zapatos–, pero con el tiempo me di cuenta de que, la mayoría de las veces, el que venía tenía más miedo que yo".
Sus dotes como maquilladora y asesora de vestuario tuvieron que combinarse con la contención psicológica: "Para muchos, es como cruzar una barrera, y surgen muchas preguntas, sobre todo entre los que están casados y tienen hijos. Pero con el pasar de los años, todo cambió. En la actualidad, tres de cada diez clientes llegan porque se lo piden sus mujeres".
La sesión de dos horas en el departamento sobre la avenida Belgrano tiene un precio de 1200 devaluados pesos. Por 800 más, el caballero puede sumar el portfolio fotográfico que inmortaliza la experiencia. Por su ubicación céntrica, cuenta Claudia, son varios los clientes que se acercan en horario de almuerzo laboral: "Una vez por semana se dan el gustito". Su trabajo es pura creación: "Hay tipos que llegan y me dicen que quieren parecerse a Jennifer Lopez. Pero no hago magia, hay veces que el cuerpo no acompaña. Y cuando se miran al espejo, por ahí descubren que se parecen a una tía.”
La Banda del Golden Cross
Hace más de una década, Mirna y otras asiduas e ilustres concurrentes al departamento de Claudia Molina decidieron dejar el pago chico y ensanchar sus horizontes: "Queríamos sociabilizar, compartir experiencias o simplemente charlar sobre nuestros gustos. Las reuniones empezaron acá, en este living, nos juntábamos cada 20 días. Pero de repente nos empezó a quedar chico". Así nació La Banda del Golden Cross, un grupo de amigas que se reúnen religiosamente el tercer viernes de cada mes en bares y boliches friendly de la ciudad. Mirna es la maestra de ceremonias. Cuentan que hace delirar a la platea con sus playbacks de clásicos de Irene Cara y lady Baccara. 
"El común denominador es que nos gusta usar ropa de mujer, pero la verdad es que cada una tiene su historia", detalla Mirna antes de posar para el fotógrafo de Tiempo. Una banda súper variopinta. "Hay policías, arquitectos, pilotos de avión, tacheros, camioneros, militares y abogados. Quizá hasta algún compañero que tenés en la redacción se prende y vos ni te enterás. Sale del diario, se clava la tanga, se pinta, se pone una peluca y queda como yo. Si a vos te da curiosidad –Mirna giña un ojo y se ríe frente al espejo–, le podemos pedir a Claudia que te preste unos taquitos." «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá