martes, 27 de agosto de 2019

El último samurai

Con su fiel espada al hombro. Así llega Ernesto Kimura al dojo de la Asociación Japonesa en la Argentina (AJA). Todos los martes y jueves, en el horario del sol poniente, el sensei se acerca a este refugio de la colectividad nikkei en San Telmo, para dar lecciones maestras de kendo, el arte marcial que practica hace 45 años.
"Hay varias disciplinas muy importantes para la cultura del Japón, y kendo es quizás, históricamente, la más antigua, porque se hace con la espada. Para la religión sintoísta, la espada está íntimamente ligada al origen del Japón, los guerreros de la antigüedad, los samuráis, sus reglas y su disciplina", bosqueja el señor Kimura una genealogía precisa. Su tono memorioso recuerda algún poema épico de Borges, forjado con acero, batallas y palabras filosas.En japonés, kendo quiere decir "el camino de la espada". Hace ya muchos años, Kimura dio sus primeros pasos en este sendero que se bifurca entre su historia familiar y un hallazgo azaroso. El sensei es hijo de un comerciante de Tokio y una dama de Nagasaki que llegaron a la Argentina en los años '20 a hacer la América.
Ernesto tiene 78 años, es argentino nativo, siempre se ganó la vida como contador público nacional y desde muy joven participa en las actividades de la AJA, punto cardinal para los migrantes del Lejano Oriente. "Vinieron con sus comidas, con sus tradiciones, y también trajeron los implementos de kendo, hace casi un siglo, cuando se fundó la asociación. Pero finalmente nadie los utilizó y quedaron arrumbados debajo de un escenario. Pasó el tiempo y, por casualidad, una tarde limpiando la vieja sede de la calle Finochietto con otros jóvenes, entre cortinas, sillas viejas y ropa, encontramos guantes, armaduras y un men –la máscara protectora–. No sabíamos bien qué eran, ni para qué servían".
Los muchachos tuvieron suerte. Un empleado de la asociación les explicó que los trastos sucios y olvidados eran para practicar kendo. También confesó que conocía los secretos del shinai, el sable de bambú, y ofreció enseñarles. Así arrancó la práctica de la esgrima oriental en Buenos Aires.
Aquel santo de la espada se llamaba Miyagi Masakatsu y fue el primer sensei en estas pampas. Una placa recuerda su rol docente germinal en la nueva sede de la asociación nipona sobre la avenida Independencia, institución que hoy preside su discípulo, el señor Kimura. El kenshi (practicante) más antiguo de la Argentina.
La hora de la espada
Dos espadachines enmascarados frente a frente. Para el observador distraído, el kendo puede pasar por un corajudo y lacónico elogio de la simpleza que se hace carne en el dojo. Sin embargo, este arte marcial nace de la pelea entre muchos simbolismos, estéticas y filosofías. Kimura cuenta que en la antigüedad, los samuráis usaban su espada con un código ético y disciplinario: "La enseñanza se resumía en una regla básica: cómo matar sin ser muerto. Pero con el fin del período de guerras internas, en la época del emperador Meiji, queda abolido el uso de las armas blancas y desaparece la casta samurái". Sin embargo, no fue una estocada mortal para todo ese bagaje de conocimientos, entrenamiento y códigos que hermanaban al guerrero y su sable. 
De la profunda reflexión de varios maestros de la katana surgió un nuevo paradigma a finales del siglo XIX. ¿El primer mandamiento? La espada será usada para salvar vidas. "Sé que suena raro –defiende el sensei–, pero la disciplina que rodea este arte marcial hace que la persona sea mejor. Se enfoca en perfeccionar la vida de la comunidad. La Federación Internacional explica que el kendo ayuda a formar personas de bien. Esa es la base".
Con un uso económico, casi zen de las palabras, el señor Kimura asegura que el kendo se nutre de muy diversas artes japonesas: la poesía, el shodo –la caligrafía– y el chado, la milenaria ceremonia del té. "Hay muchos maestros de kendo que se destacan en estas disciplinas, porque son artes que obligan a la serenidad, la precisión y la exactitud". También son terreno fértil para cultivar la paciencia.
Kimura explica que el aprendizaje de los protocolos y el dominio pleno del sable es lento, arduo y sacrificado: "Años para coordinar el movimiento físico, el elemento y el espíritu. Lograr la conexión, el Ki-Ken-Tai no Ichi. La vida misma es así. A un practicante le lleva más de dos años decir que sabe algo de kendo". El respeto al compañero, la solidaridad para ayudarlo a mejorar y protegerlo, son otros pilares milenarios que trasmite el sensei en sus clases. Principios quizás invisibles a los ojos del siglo XXI.
Al dojo se acercan desde fanáticos del manga hasta deportistas con inquietudes orientalistas, sin olvidar a los curiosos a secas. Con una sola mirada, a veces Kimura es capaz de descifrar el futuro del aspirante: "El que viene con mucha ansiedad y quiere aprender todo ya, no dura ni dos meses. Se cansan muy rápido de la rutina. La gran ola fue con la película El último samurái. Muchos llegaban con ganas de ser Tom Cruise. Pero ya le dije, a las pocas clases se retiraban".
El sablazo
Men, tenugüi, kote, do y tare son los nombres originarios de los atavíos que conforman la armadura de los guerreros. No olvidemos la imprescindible shinai forjada en bambú. "Son todos elementos que se traen del Japón, aunque algún artesano ha hecho el casco en el país. Incluso conozco a un señor de Mendoza que se fabricó una espada. El hombre salía a recorrer los parques después de las tormentas para recoger las hojas de palmera. El nervio es bastante largo y sirve para la práctica. Mucho mejor madera que la del palo de escoba", bromea el sensei. Luego detalla que el sable de bambú está compuesto por cuatro láminas que permiten flexibilidad y contundencia. Aclara también que si es mal utilizado, el sable sucumbe: "La espada japonesa medieval tiene mucho filo. No es necesario romperle la cabeza a alguien, con un corte es suficiente. El kendo imita esa práctica. No hay rudeza ni torpeza. Es pura belleza".

Kevin, Jazmín, Leonardo y Javier son los kendokas que este martes dicen presente en la clase magistral. Javier, de 53 años y el más veterano de los pequeños saltamontes, resume algunas enseñanzas: "Lo primero es el respeto a la tradición y al dojo. Hay que cuidarlo, limpiarlo, porque es el lugar de la vía, adonde venimos a estudiar. Cuando nos ponemos la armadura, el sensei controla que todos los lazos que la sostienen estén bien sujetados y en el largo preciso. Así aprendemos a hacer los lazos correctos en la vida. Estar atentos a cada detalle nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, en un nivel interno y personal. Con el men en la cabeza, cuando ves al otro, te estás mirando a vos mismo".
Listo para comenzar con su rutina de sablazos, Kimura, con ese aire a mitad de camino entre el señor Miyagi y el maestro Pugliese, irradia elegancia y beatitud. En sus pensamientos, quizá flota la máxima del samurái de samuráis Yamaoka Tesshu: "No hay sable fuera de la mente". Inmutable, Kimura ajusta una vez más los lazos de la historia que lo unen al kendo y deja una última reflexión: "Cuando alguien me pregunta cuál es la mejor disciplina para defensa personal, mi respuesta es siempre la misma. Si uno puede correr cien metros en 12 segundos, estará a salvo". «
Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

lunes, 19 de agosto de 2019

Cuando un amigo se va

La muerte siempre deja un vacío. Una página en blanco. Ese es el fantasma que atraviesa la séptima novela de la estadounidense Sigrid Nunez. La protagonista y narradora de El amigo es una escritora neoyorquina que de forma inesperada pierde a su mentor, colega, amor, cómplice y sobre todo mejor amigo. En pleno duelo, de forma no menos inesperada, la narradora se tiene que hacer cargo del perro del escritor: Apollo, un descomunal gran danés arlequín un poco veterano y siempre melancólico del afecto de su difunto dueño. A la muchacha no le queda otra que llevárselo a vivir a su departamento liliputiense en el Midtown de la Gran Manzana. Arriesga el techo, porque en el edificio están prohibidos los animales. Bajo el iceberg de esta trama aparentemente humilde, se esconde una delicada, singular y bellísima historia de amistad entre una escritora solitaria y un perro más nostálgico que un tanguero de la vieja guardia.
El libro de Nunez trasciende los límites difusos y porosos de la novela. Explora muchos otros géneros y registros: el diario íntimo y siempre intimista; el dietario fino, obvio elegante, nunca inoportuno, donde se mezclan anécdotas y citas de autores como Kundera, Coetzee, Virginia Woolf, Rilke y J. R. Ackerley, cuyo libro Mi perra Tulip –una extraña y agridulce historia de amor entre un hombre y su pastor alemán- es otro clásico de clásicos de la literatura de animales. Pero en el fondo, y no tanto, El amigo es un breve ensayo y una larga meditación sobre la muerte, el dolor, la soledad, la amistad, la sexualidad, la cultura de lo políticamente correcto, los feminismos y la escritura. Sobre todo la escritura. Bueno, también, un tratado sobre las relaciones entre los humanos y los perros. “Casi siempre me ignora –confiesa la narradora sobre la mansa bestia canina-. Podría muy bien vivir aquí solo. Establece contacto visual a veces, pero al instante aparta la mirada otra vez. Sus grandes ojos castaños son impresionantemente humanos; me recuerdan a los tuyos. Tener aquí a tu perro es como tener una parte de ti.”
Prosa bella, pero no confundir con plebeya. La novela de Nunez es un libro raro, que atrapa por su diáfana capacidad para iluminar un presente que pinta demasiado oscuro. Una obra compañera. Como el perro que disfruta de las caricias en el lomo, mientras duerme a tus pies.
Una reseña publicada en Tiempo Argentino, por acá

jueves, 8 de agosto de 2019

No tengo swing

Swing es una palabra difícil de traducir. Ritmo, movimiento, cadencia, armonía o simplemente onda. En criollo: se tiene o no se tiene swing, esa es la cuestión.
Desde el centro de la lustrosa pista de La Confitería, un coqueto centro cultural del barrio de Colegiales, a Mariano Ballesteros le importan un pito las definiciones del diccionario. De hecho, entre volteretas, sonrisas, saltitos y balanceos escribe la propia con su cuerpo. Cuando en los parlantes deja de sonar un clásico de la big band de Glenn Miller nadie tiene dudas. El muchacho sabe de qué hablamos cuando hablamos de swing. Lo cuenta bailando.
Desde hace varios años, Ballesteros es el maestro de ceremonias de La Swinguería, punto cardinal de la movida porteña de este estilo. Religiosamente todos los martes, los fieles de este baile nacido y criado hace casi cien años en los Estados Unidos se congregan para sacarle viruta al parqué del primer piso de la vieja casona ubicada sobre la calle Federico Lacroze.
El muchacho cuenta que dio sus primeros pasos en las pistas hace una década. En ese tiempo trabajaba como ingeniero en sistemas, estaba en pareja y no bailaba ni "El Meneaito". Pero un día su existencia dio una voltereta digna de Fred Astaire: se cansó de ver pasar su vida frente a una pantalla, se separó y en la danza encontró un mundo nuevo. Primero exploró el abrazo del tango, pero lo sintió algo nostálgico. Después el zarandeo del rock and roll, demasiado sucio y desprolijo. Antes de dar otro paso en falso, se cruzó con la elegancia y la alegría contagiosa del swing. Fue un flechazo que le dura hasta el presente.
Hace un tiempo colgó el mouse para siempre. Decidió formarse con los mejores. Viajó y conoció de primera mano las catedrales del ritmo. Entonces empezó a ganarse el pan dictando clases del baile que ama.
Mientras sus pupilos ensayan piruetas, el dancer da una master class de historia: "El swing estuvo de moda en los '30, durante la Gran Depresión, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Tiene raíces afroamericanas, de la rama bailable del jazz y de las grandes orquestas. Muchos lo conocen como Lindy Hop –el 'salto de Lindi'–, un nombre que nace en Nueva York, en un baile homenaje al famoso vuelo de Charles Lindbergh a través del Atlántico". Agrega que las pistas del Savoy Ballroom de Manhattan son la tierra santa; el bailarín Frankie Manning, el santo patrono; y el cine de la edad de oro de Hollywood, una biblia donde las parejas hacían milagros bailables en films como Un día en las carreras y Hellzapopping.
Como toda moda, el swing tuvo una existencia efímera y murió sin pena ni gloria en los '40. Resucitó recién en los '80 en las pistas europeas –Suecia y España son potencia– y goza de buena salud global hasta el presente, con miles de festivales y fanáticos. A la Argentina llegó a finales de los '90 y desde entonces no deja de ganar adeptos.
Hay academias, encuentros semanales y hasta un famoso bailongo: el Frankie BA, que celebra en mayo el cumpleaños del legendario bailarín. 
Antes de volver al ruedo, Ballesteros se acomoda el pantalón tiro alto, también el corbatín y el sombrero Big Apple. Luego confiesa: "Cuando bailo la música me lleva a los dibujitos animados de mi infancia, las aventuras de Tom y Jerry. También estas eran las canciones que escuchaba mi abuelo Julio, marino mercante y gran bailarín. Por eso lo llevo en la sangre".
Su colega y pareja de baile Marcela Sívori también conserva recuerdos de su nonno poniendo los casetes de Benny Goodman como banda de sonido de las meriendas. Da tres razones irrefutables para animarse a dar el primer paso en el swing: "ejercicio físico divertido, un espacio de encuentro y una manera de empezar a entender el cuerpo y conectar con el otro. Me pasó en un festival de bailar con un chino. No cruzamos palabra, pero los cuerpos dialogaban. Y acá también te olvidás por un rato de todo el bajón social y económico del afuera". La "Macrisis" no es el crac del '29, pero Sívori confirma que los últimos meses vinieron muy duros con la baja en las convocatorias. Si tiene que elegir el tema perfecto para gastar los timbos no lo duda: "'Bill Bailey, Won't You Please Come Home', en la versión de Billie Holiday, la voz de la negra es mortal y más que bailar te hace flotar".
A eso de las 10 la pequeña big band sube al escenario y los primeros acordes del contrabajo prenden fuego la pista. Ballesteros, Sívori y una docena de valientes patinan la madera como en trance. El cronista patadura no puede esquivar el convite y termina moviendo el esqueleto. Preferiría no hacerlo. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá