viernes, 22 de junio de 2018

Historia del crimen

Es septiembre de 1982. Ricardo Melogno, un joven de 20 años recién salido del servicio militar obligatorio, comete en pocos días cuatro asesinatos de taxistas. Tres en el barrio de Mataderos y uno en el Conurbano. Sin causa aparente, todos los crímenes tuvieron la misma mecánica. El asesino no dejó ni un solo rastro. Por varias semanas, el caso tuvo en vilo a la policía y a los medios masivos hasta que el propio padre de Melogno lo entregó a la justicia. Fue encarcelado bajo diferentes diagnósticos psiquiátricos: personalidad anómala, trastorno esquizotípico de la personalidad, trastorno de personalidad antisocial con núcleos esquizoides, cuadro delirante crónico, psicópata esquizo, perverso histérico, autista, entre otros. 

Treinta y cinco años después, Melogno sigue preso. Por discrepancias entre los psiquiatras forenses porteños y bonaerenses no pudo recuperar jamás la libertad. Pasó por una docena de presidios e instituciones de encierro. Fue obligado a ingerir toneladas de psicofármacos y sometido a muy diversos tratamientos. Y sufrimientos. En la actualidad, más que un serial killer, Melogno, un hombre ya mayor, luce casi como “un empleado público”. 

En Magnetizado, segundo libro del escritor chaqueño Carlos Busqued, se reconstruye el caso a partir de más de 90 horas de entrevistas, recortes de diarios de época, documentos forenses y testimonios de psiquiatras. Un texto de no ficción minucioso, raro, hipnótico, quizá inclasificable. Un breve periplo con paradas obligadas en la enajenación, el crimen, el encierro y la gris y fascinante psicología forense. 

Busqued lleva más allá las fronteras de lo literario, borra su subjetividad y poco más que desaparece del relato. En realidad, el autor se hace cuerpo en la edición y el montaje de las entrevistas. Un recurso heredero de la literatura non fiction de Rodolfo Walsh, también, por qué no, de la mexicana Elena Poniatowska. 

En su trabajo, Busqued evita la interpretación y el juicio, deja espacio para lo único que puede acercarnos a comprender la naturaleza de los crímenes: la magnética voz de su protagonista. Un preso, casi un fantasma, que al final del libro confiesa: “La única expectativa que tengo, la única deuda trascendental, es ser una persona. Yo fui una cucaracha. Después un monstruo. Y después un preso. Me gustaría ser una persona. O sea, no ocultar lo que fui, pero … ser una persona común. Cuanto más pueda desaparecer entre la gente, mejor.”

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 17 de junio de 2018

En el camino con dos escritores vagabundos

Drop out, salirse, desertar, dejarlo todo (familia, carrera literaria y vida sedentaria) para nomadizarse por cuenta propia. Al escritor Néstor Sánchez el llamado del camino le llegó luego de leer los libros del místico ruso Gurdjieff, allá por finales de los años sesenta. Atrás quedaron sus celebradas novelas (Siberia Blues, Nosotros dos, El amhor, los orsinis y la muerte) publicadas en la Argentina y Europa, su hijo Claudio, su trabajo como traductor y lector para Seix Barral y Gallimard, su madre, los elogios recibidos de Julio Cortázar y Severo Sarduy. De un día para el otro, Sánchez dejó de escribir y se metió de cabeza en una deriva consagrada a la absorción de cierta sabiduría, que duró casi 18 años. De clochard por París, homeless en Nueva York y croto en Lima. Esa es la historia a la que Osvaldo Baigorria intenta seguirle la huella en la biografía Sobre Sánchez. Pero a su vez, mediante las notas al pie, el libro muta en una autobiografía de este periodista correcaminos, autor de las novelas Llévatela, amigo, por el bien de los tres (2015) y Correrías de un infiel (2005), y del ensayo En Pampa y la vía (1998), que también vagabundeó durante largos años por varios rincones del planeta. 

Transbiografía, post novela, ensayo colapsado, “relato excéntrico” o biografía en primera persona. Sobre Sánchez es una obra alucinante que libera, como bien aclara Ricardo Strafacce desde la contratapa, dos libros en uno: una biografía parcial y una autobiografía sesgada. Dos periplos, o miles. De Tijuana a Villa Pueyrredón, del peace and love del Haight Ashbury californiano a los firuletes arrabaleros de la milonga La Siberia, de la escritura creativa formato free jazz parida en Buenos Aires a ganarse el mango plantando árboles a destajo en bosques de Canadá, de Jack Kerouac y Jimi Hendrix a Juan Carlos Copes y Shunryu Suzuki, del pansexualismo y la resaca post Verano del Amor al ascetismo místico-lumpen curtido por las nevadas neoyorquinas, de una salita de primeros auxilios sobre el río Capitán en el Tigre hasta la eternidad. Derivas azarosas, vivir en los bordes, mirando de afuera. Sobre Sánchez es un libro donde muchos de estos caminos se cruzan. 

Desde su encierro en el Delta para escribir el libro, Baigorria aclara: “Desde aquí sólo puedo seguir, en la medida de lo posible, el paso de Sánchez en la identificación de su búsqueda, renuncia, deserción y abandono de la escritura. Seguir el paso, el ritmo, andar al lado, viajar a dedo –en el sentido rioplatense: auto-stop, hitch-hike, pulgar extendido al azar sobre la carretera- con Sánchez en un viaje que comprometió por entero su cuerpo y espíritu.” Con Sánchez, más que sobre Sánchez. Biografiado y biógrafo. Sánchez y Baigorria, juntos en el camino.

Reseña publicada en Tiempo Argentino, por acá

Chado: estamos invitados a tomar el té

Estamos invitados a tomar el té. La cita es a las 10 de la mañana, en un edificio ultramoderno, espejado, altísimo y bien acomodado sobre la calle Bouchard, en el frío corazón del Bajo porteño. La sede del Centro Cultural de la Embajada de Japón está en el piso 15. Desde las alturas de la casa diplomática se ven el río de aguas siempre quietas y el fervor de Buenos Aires y sus calles, en movimiento perpetuo. 

Concentrada, algo solemne pero sin perder la sonrisa, Malena Higashi termina de ajustarse al cuerpo un finísimo kimono de seda, antes de dar el primer paso sobre el tatami. "Nada puede ser dejado al azar. Desde cómo moverse, las formas de sujetar cada elemento, hasta el tamaño de las maderitas que arden en el brasero, todo tiene un porqué", advierte sobre los mil y un secretos de la ceremonia del té, el antiquísimo chado. La acompañan Lucy, Gabriela y Vanesa, serviciales estudiantes porteñas de este arte mayor nipón. También la sensei Emiko Arimidzu, decana de la disciplina en estas pampas. Su abuela. 

En japonés, chado quiere decir "el camino del té". Malena dio sus primeros pasos en este sendero cuando apenas sabía caminar. "De chiquita, mi abuela me llevaba a un espacio en Belgrano donde se tomaba el té. También me ponían el kimono. Aprendí más que nada jugando", recuerda la joven, y mira a la sabia Emiko, que se ríe y comenta: "Todavía sigue jugando". 

Un anfitrión que ofrece el té y un invitado que lo bebe. Para el observador despistado, puede parecer un lacónico elogio de la simpleza que se bebe de a sorbos. Pero este pequeño gran acto rebalsa de simbolismos, estéticas, filosofías. El chado, dice Malena, es la culminación de todas las artes japonesas, porque en la sala de té conviven aportes de la caligrafía, la poesía, el arreglo floral, la arquitectura, la cerámica. Cuatro principios rigen la práctica: la armonía entre las personas y la naturaleza, el respeto, la pureza y la tranquilidad de la mente: "La práctica de chado tiene que ver con encontrar la belleza de las personas y de los objetos, apreciar algún aspecto de la naturaleza y llevarlo a la sala de té. Pero también es una práctica que enseña acerca del orden y la limpieza, a lidiar con imprevistos sin perder la calma. Y hay otro aspecto muy importante que llamamos omotenashi, la hospitalidad japonesa", explica Malena y exhibe su chashaku, la cuchara tallada en bambú con la que sirve la infusión milagrosa. Por su conexión con la naturaleza, el chado no puede separarse de las cuatro estaciones del año. En Japón, la primavera, el verano, el otoño y el crudo invierno están relacionados con la poesía. Los versos dictan las características de cada estación. Los cuidados movimientos de Malena sobre el tatami tienen la belleza de un haiku. Gestos diminutos, miradas profundas, frases cortas y por último, pero no menos importantes, infinitos silencios. Malena escribe el chado con su cuerpo. "Hay un concepto japonés de la belleza que viene del término wabi, que es la belleza de lo imperfecto. Murata Juko, un gran maestro de té, alguna vez dijo que la luna es bella cuando está ligeramente cubierta por una nube. La estética wabi no es la luna enorme y brillante en el cielo, es esa luna misteriosa que se insinúa, con un brillo opaco, tenue, detrás de las nubes." 

Te quiero, quiero té 

Malena dice que su abuela-sensei tiene una economía zen del uso de la palabra: con muy poco dice mucho. No se equivoca. Para definir el chado, a la sabia señora de 86 años le bastan seis palabras: "Es una educación para la vida". El inicio de su aprendizaje se dio hace poco más de 35 años, cuando decidió dedicarse por completo a la ceremonia del té, primero como estudiante y luego como maestra. ¿Su primer recuerdo del chado? "Soy nacida en Argentina, pero me crié en Japón. Estuve diez años allá, durante la Segunda Guerra, no eran tiempos de paz. Vivíamos en el campo y no se hacía mucho chado. Me acuerdo que lo vi en películas. Es curiosa la vida: lo aprendí acá. Una versión medio gaucha", bromea la señora Arimidzu. 

Antes de practicar el teísmo, Emiko trabajó codo a codo con su difunto marido en una fábrica de cerámicas. También se ganó el sustento como modista: "Pero al comenzar a estudiar, ya de grande, me di cuenta de que para aprender hay que dedicarse". Pudo completar su formación profesional en la Escuela Urasenke, en Kyoto, la casa de estudios más reconocida en la materia. "Me gradué con honores", guiña el ojo la sensei. Hace dos años, cuenta orgullosa, su nieta también tuvo la chance de formarse en esa institución. Emiko comanda la sede argentina de Urasenke. Desde hace tres décadas, da clases tres veces por semana: "El chado no se aprende de un día para el otro. Hay que hacerlo todas las semanas, con disciplina, si no una se olvida. Con cada taza, aprendo algo nuevo". 

Me tomo cinco minutos 
El té del chado se llama matcha y es un té verde en polvo. Malena se toma todo el tiempo del mundo para servirle a su abuela una variedad de té espeso con galletitas. Desde un rincón, Lucy disfruta la escena como en trance. Es tercera generación de migrantes: "El chado resume toda nuestra cultura. En una taza de té entran desde el teatro noh hasta los jardines zen. Fíjese ese movimiento del chashaku, eso viene de la arquería". Lucy no se olvida de sumar al brebaje sus otras dos pasiones: el origami y los kimonos. Dice que el chado la ayudó a mejorar su postura, después de tres décadas encorvadas en el gremio de los plegadores seriales. La técnica para vestir kimono es un arte en sí mismo. Para Lucy es importante empilchar bien para la ceremonia: "Hay que combinar, todo debe estar plegado y ordenado, nunca hecho un bollo o fruncido. Todo importa": No hace distinciones entre quienes pueden disfrutar del chado: "Una persona ansiosa o una retraída, todo el que lo hace encuentra calma. Se aprende mucho del silencio". 

Vanesa bate que bate un té liviano en un tazón. Cuenta que es toda una profesional de la infusión. Se gana la vida como sommelier. Tiene su propia marca de una variedad en hebras: "Estos son tés muy distintos a los que conocemos en Occidente. El japonés es mucho más vegetal y se toma toda la planta. Es molido". Decidió indagar sobre el chado hace dos años y descubrió un mundo nuevo, muy alejado del saquito tradicional: "No es sólo tomar el té. La sensei dice que a través de una taza se puede transmitir paz. Por un rato, dejás lo cotidiano de lado, y te metés 100% en el aquí y ahora. Es un camino espiritual. Una meditación en movimiento". Vanesa convida una taza humeante, sencillamente ofrecida como un regalo, una caricia, una curación, una búsqueda. Un tesoro sin asas que se abraza con las dos manos. Riquísimo. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 4 de junio de 2018

Ladrilleros

Abstraído de la jauría de pibes que lo acorralan, el hombre toma de la mesa dos piezas al azar. Frunce el ceño, se demora unos segundos para analizarlas con aire de ingeniero y pone manos a la obra. Con un gesto delicado pero firme, ejerce la presión justa sobre los dos inertes ladrillitos de inmaculado plástico marca Lego. Entonces, sucede la alquimia, el encastre perfecto, musicalizado con un ruido sagrado: el clic de la cuestión. 
Cristian, 45 años, cultiva desde su más tierna infancia la pasión constructivista: "En casa no daba para estos importados. Mi viejo traía los Mil Ladrillos o los Rasti, nacionales". El escritor Rodrigo Fresán no se equivoca: la naturaleza de los juguetes –su precio y grado de sofisticación– probablemente sea el primer contacto que tienen los niños con la diferencia de clases. Hace años, Cristian le pasó el sano vicio a su sobrinito Tomás, de ocho, quien lo acompaña esta tarde en La Rural y se dice fan de la línea Lego Star Wars. El trabajo es en equipo, como en cualquier obra en construcción. Tío y ahijado suman pieza a pieza y terminan de edificar una casa de dos plantas hipermoderna, digna invención de don Clorindo Testa. "Después de tres horas acá adentro, estoy con los ojos chinos, liquidado", confiesa el tío copado.
Los miembros de la secta del ladrillo se adueñaron del Pabellón Ocre del predio ferial. La exposición Brick Live les permite devorar un banquete pantagruélico de más de dos millones de piezas listas para encastrar. El menú puede empachar a más de uno: piletas de ladrillos, pistas de ladrillos, una selva de ladrillos y de postre miles de baldes repletos del juguete fetiche. 
"La idea central del encuentro es poder construir sin límites. El que viene con tiempo puede armar la Muralla China", exagera Javier Pironi, director artístico del evento que tiene un largo historial en las principales capitales del planeta. Más de 20 mil personas lo visitaron en Palermo. "Es un espacio lúdico participativo para que padres que sienten pasión por este mundo se encuentren con sus hijos y tengan mil y una posibilidades de hacer lo que quieran", completa el curador, también cultor del "ladrillismo", que recuerda las tardes dándole duro y parejo al Rasti y al Mecano en su Junín natal. Con tono nietzscheano arriesga: "No lo dude, acá se vive el eterno retorno a la infancia. El ladrillo nunca pasa de moda".
Clic caja
Una paradoja: el principio de este mundo plástico está ligado a la madera. El carpintero danés Ole Kirk Christiansen fue el padre fundador del imperio Lego. En 1932 creó el juguete por el cual pasó a la inmortalidad: ladrillos forjados con leños nobles. A fines de los '40 comenzó a experimentar con los de plástico, que aparecieron hacia 1960, luego de que su fábrica de madera ardiera hasta los cimientos. En 1963, los ingenieros de la empresa dieron con la piedra filosofal: el acrilonitrilo butadieno (ABS), con el cual se siguen produciendo millones de piecitas hasta nuestros días. El mandamiento capital del Lego Group se resume en su nombre propio. Lego es una contracción del danés leg godt: "Juega bien". 
Pero el buen ocio tiene un precio, nada barato. "Un afano. Casi dos lucas una cajita con 200 piezas", se queja luego de pasar por el store Luis, un santafesino que hizo 700 kilómetros para conocer la expo. Su hijo Tomás nada despreocupado en una pileta repleta de bloques. Cuando sea grande quiere ser coleccionista. "Y yo le banco la colección con mi sueldo –ríe el padre–, es como ahorrar en ladrillos". Con la devaluación galopante de las últimas semanas, puede ser una gran inversión. 
Copias plásticas del Empire State, la Pirámide de Kukulkán, el Arco del Triunfo y otras joyas de la arquitectura tienen su lugar bien ganado en la muestra. La naturaleza no se queda atrás en el espacio Safari. Pacientes, las familias hacen fila para retratarse junto a estatuas de tamaño (casi) natural de un león y otras fieras. "Soy peronista, pero por la nieta voy a hacer el sacrificio de sacarme la foto con el gorila", bromea Graciela, llegada desde Rafael Castillo. 
Roberto Arlt decía que no puede ser considerado ladrón quien se lleva cuatro o cinco ladrillos de una obra. En el predio de La Rural, antes de partir, los fanáticos deben enfrentarse a las Honesty Boxes, las cajas anti-robo hormiga, que invitan amablemente a dejar las piezas olvidadas en algún bolsillo o en el fondo de la cartera. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá